Feeds:
Entradas
Comentarios

Archive for the ‘Guerra filipino-norteamericana’ Category

Smedley Darlington Butler es una  de las figuras más interesantes en el desarrollo del imperialismo estadounidense. Como oficial del Cuerpo de Infantes de Marina, participó en las principales intervenciones militares estadounidenses en las primersas décadas del siglo XX: Cuba, Nicaragua, Panamá, Haití, China y México. Sin embargo, también se convirtió en un duro crítico del uso de la fuerza para adelantar y promover los grandes intereses económicos de los Estados Unidos.

En en este trabajo el Dr. Patrick Iber reseña el libro del periodista Jonathan M. Katz titulado  Gangsters of Capitalism: Smedley Butler, the Marines, and the Making and Breaking of America’s Empire (MacMillan, 2022). Iber es profesor asociado de historia en la Universidad de Wisconsin-Madison y autor de Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America.


The Drinks of the Marine Corps: Smedley Butler and the Origin of “Old  Gimlet Eye” - National Museum of the Marine Corps

El marine que se volvió contra el imperio estadounidense

Patrick Iber

The New Republic    11 de enero de 2022

Hay algunas figuras cuyo lugar en la historia del pasado estadounidense es tan central que los escolares no pueden evitar conocerlas: George Washington, o Abraham Lincoln, o Rosa Parks. Pero también hay un grupo de personas que no han pasado a la leyenda nacional, y tal vez cuyas vidas no se consideran aptas para explicar a los niños. Es más probable que se hallen, si es que se encuentran, en las instituciones que a menudo atraen la atención de los jóvenes entre las edades de 18 y 22 años. Entre ellos, probablemente solo haya una sola persona que será descubierta casi exclusivamente por dos grupos generalmente no superpuestos: ávidos lectores del corpus de Noam Chomsky y miembros del Cuerpo de Marines. Ese hombre, de pie solitario a horcajadas sobre el centro en forma de lente de un peculiar diagrama de Venn, tiene el improbable nombre de Smedley Darlington Butler. El nombre refleja la herencia cuáquera de Pensilvania de Butler: su padre, Thomas Butler, fue congresista en el escaño que una vez ocupó el padre de su esposa, Smedley Darlington. Ambos eran familias prominentes, pero el joven Mayor Butler no seguiría una carrera en la política. Tenía 16 años cuando estalló la guerra hispano-cubano-estadounidense. Estados Unidos prometió que estaba entrando en la lucha para liberar a las colonias españolas de ultramar restantes de la tiranía. A pesar de la tradición cuáquera de pacifismo, Butler creía en la misión. “Apreté los puños cuando pensé en esos pobres demonios cubanos que estaban hambrientos y siendo asesinados por los bestiales tiranos españoles”, escribió más tarde. Cuando leyó sobre la explosión  del USS  Maine en el puerto de La Habana en 1898, que el “periodismo amarillo” de la época  pintó como un ataque español, decidió alistarse en los Marines. Su carrera militar lo llevaría de Cuba a China a Centroamérica, donde se convirtió en una leyenda en el Cuerpo de Marines, representando el valor marcial y la virtud. Famoso en su día, tema de ficción y cine, se retiró con  dos  Medallas de Honor y un mayor número de apodos —Old Gimlet Eye, the Leatherneck’s Friend, the Fighting Quaker— que atestiguaban su lugar en la cultura.

En los países que ayudó a ocupar, un recuerdo diferente de Smedley Butler persiste. En Haití, simplemente era conocido como “El Diablo”. En Nicaragua, las madres solían callar a sus hijos con el reclamo: “¡Silencio! El Mayor Butler te atrapará”. El tiempo de Butler en los Marines coincidió con su transformación de un auxiliar de la Marina a tener su propia identidad y propósito como infantería colonial. Esto podría ser suficiente para explicar por qué Butler haría una aparición en los escritos antiimperialistas de Noam Chomsky. Pero no es la razón. En su retiro en la década de 1930, Butler tuvo una segunda carrera exitosa como orador público. Contó historias de su servicio militar. Y lo hizo desde un punto de vista notablemente crítico, incluso confesional.

Escribiendo en la revista socialista Common Sense  en 1935, lo expresó de esta manera:

Pasé 33 años y 4 meses en servicio activo como miembro de la fuerza militar más ágil de nuestro país: el Cuerpo de Marines. Y durante ese período pasé la mayor parte de mi tiempo de bandido altamente calificado al servicio de las grandes, para Wall Street y para los banqueros. En resumen, yo era un extorsionador del capitalismo.

Estas son las citas que enviarán al entusiasta de Chomsky corriendo a las pilas de la biblioteca de la universidad. Mientras tanto, en la Biblioteca del Cuerpo de Marines en Quantico, los escritos contra la guerra de Butler están aislados de sus memorias y otros textos sobre él, en una estantería separada para el pensamiento radical que incluye las obras de Marx.

Imagen 1Si perdió su ventana juvenil para Butleriana, ya sea por no ser miembro del Cuerpo de Marines o por no dedicar un estante en su dormitorio a las obras recopiladas de Chomsky, el nuevo y atractivo libro de Jonathan M. Katz es una oportunidad para corregir la omisión. En Gangsters of Capitalism, Katz sigue a Butler a través de los archivos y a pie, recorriendo el camino de Butler en todo el mundo: desde Cuba hasta Filipinas, Nicaragua y Haití. A veces, las visitas de Katz a los terrenos de Butler revelan las formas en que el imperio apenas ha relajado su comprensión. A veces revelan cuán dramáticamente ha cambiado el mundo. Juntos, muestran la fuerza de la crítica de Butler y algunas de sus limitaciones.

Cuando Butler aterrizó en Cuba, llegó a la Bahía de Guantánamo. La corta campaña de combate terrestre del Ejército de los Estados Unidos ya había terminado esencialmente, y España se vio obligada a renunciar a sus reclamos sobre Cuba. Con fines propagandísticos, Estados Unidos atribuyó la victoria a sus propias tropas e ignoró la lucha mucho más larga de los cubanos por su propia independencia. La intervención de Estados Unidos pronto se dirigió a reducir los cambios sociales por los que los cubanos habían estado luchando junto con su independencia. El presidente McKinley, que había tratado de comprar Cuba a España en 1897, interpretó que la “estabilidad” en Cuba significaba que las relaciones de propiedad permanecerían en gran parte intactas. El poeta y mártir cubano  José Martí, quien murió en combate en 1895, había previsto tales imposiciones, preguntando: “Una vez que Estados Unidos esté en Cuba, ¿quién lo expulsará?”

Sin embargo, la autorización para la guerra del Congreso prohibió a los Estados Unidos adquirir el territorio directamente (como lo haría el país con Puerto Rico y las Islas Vírgenes). En cambio, los Estados Unidos esencialmente hicieron de Cuba un protectorado, insistiendo  en la inclusión de la “Enmienda Platt” en la constitución de Cuba. Esa enmienda otorgó a los Estados Unidos el derecho de intervenir con el propósito de “mantener un gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual”. Y además requería el arrendamiento de tierras que pudieran servir como una estación de carbón o naval: la Bahía de Guantánamo. Fue precisamente esta cualidad legalmente ambigua de ser controlado por los Estados Unidos pero no ser parte de él lo que, 100 años después, hizo que Guantánamo fuera atractivo como la prisión y el sitio negro más notorios de la guerra contra el terrorismo.

El siguiente destino de Butler fue Filipinas. Al igual que los cubanos, los filipinos habían estado luchando por la independencia de España y por el cambio social. Pero a diferencia del caso de Cuba, ninguna ley estadounidense prohibió a las islas la incorporación territorial directa. McKinley razonó  que los filipinos no eran aptos para el autogobierno, y que las islas podrían perderse fácilmente ante otra potencia. En su mente, Estados Unidos no tuvo más remedio que tomar las islas y “civilizar” a sus residentes. Pero el ejército estadounidense terminó en una prolongada guerra de guerrillas. Atrapadas en un atolladero aterrador, las tropas estadounidenses emplearon abusos que volverían a ocurrir en prácticamente todos los conflictos con dinámicas similares en los años posteriores. Temerosas y sin distinguir entre insurgentes (que también eran, en este caso, combatientes de la independencia) y civiles, las fuerzas estadounidenses atacaron aldeas, creando nuevos enemigos. Y emplearon la tortura, como la “cura de agua” aprendida de los españoles, que implicaba forzar la apertura de la boca y verter cubos de agua por las gargantas de las víctimas supinas hasta que se “hincharan como sapos”.

watercure

Parte del entusiasmo por mantener el territorio filipino provino de la creencia de que abriría el acceso al gran mercado chino, y China demostró ser el próximo destino de Butler. Allí, Estados Unidos estaba interviniendo en la Rebelión de los Bóxers como parte de una alianza de ocho naciones  para sofocar el movimiento anti-extranjero. Butler recibió dos disparos, uno en el muslo y otro en un botón que salvó sus pulmones. Ascendido a capitán, todavía tenía solo 19 años cuando representó a los Primeros Marines mientras marchaban hacia la Ciudad Prohibida. Las tropas saquearon y mataron a residentes chinos de Beijing indiscriminadamente. “Supongo que no deberíamos haber tomado nada, pero la guerra es un infierno de todos modos y ninguno de nosotros estaba en el estado de ánimo para mejorarla”, escribió Butler más tarde.

El imperialismo de esta era fue alimentado por un sentido de superioridad civilizatoria y racial. En el extremo más suave del espectro, esto justificó el control condescendiente, y en el extremo brutal, justificó el asesinato y la deshumanización. Pero los costos de la ocupación generaron descontento: los informes de la conducta de Estados Unidos en Filipinas y en China horrorizaron a algunos en los Estados Unidos. Mark Twain, por ejemplo, se agrió con el imperio estadounidense y escribió  en 1901 sobre el satírico “Blessings-of-Civilization Trust” que los Estados Unidos ofrecieron. Imaginó al sujeto colonial, descrito como la “Persona sentada en la oscuridad”, pensando: “Debe haber dos Américas: una que libera al cautivo, y otra que le quita la nueva libertad de un otrora cautivo, y escoge una pelea con él sin nada en lo que fundarlo; luego lo mata para conseguir su tierra”. O, como escribió un soldado afroamericano simplemente sobre la Guerra de Filipinas: “Todo esto nunca habría ocurrido si el ejército de ocupación hubiera tratado [a los filipinos] como personas”.

La versión particular de Estados Unidos de “elevación” fue en gran parte comercial. Los marines se encontraron construyendo infraestructura y emprendiendo iniciativas de salud pública que permitirían el buen funcionamiento del comercio internacional. Pero el “comercio” estaba frecuentemente representado por intereses comerciales concretos. En las décadas siguientes, Butler se encontraría en Panamá, que Estados Unidos ayudó a  separarse de Colombia para que pudiera construir un canal allí. Intervino en conflictos civiles en Nicaragua y Haití, lo que llevó a largas ocupaciones estadounidenses de ambos países. Se suponía que la “diplomacia del dólar” de la época, una política de tratar de atraer a los bancos privados de Estados Unidos a la gestión de las finanzas de los países más pobres, reemplazaría las guerras de ocupación al estilo filipino por “sustituir dólares por balas”. Pero también requirió muchas balas, ya que a menudo eran los marines los que terminaban defendiendo la propiedad y las inversiones de los Estados Unidos. Los Estados Unidos se apoderaron de las aduanas sin aumentar los ingresos y dirigieron el reembolso a los bancos estadounidenses, privando a los gobiernos de fondos para el desarrollo.

_119335725_gettyimages-514690734

Soldados estadounidenses a la entrada Palacio de Gobierno de Haití .

Butler con frecuencia se encontraba lidiando con intereses financieros y corporativos que estaban presionando al gobierno de los Estados Unidos para que actuara. Le molestaba. Las cartas de Butler a casa en la década de 1910 contienen los comienzos de los sentimientos antiimperialistas que expresaría en la década de 1930. En Nicaragua, donde la intervención de los marines ayudó a establecer un gobierno conservador que aceptaría la gestión financiera de Estados Unidos, escribió: “Lo que me enoja es que toda la revolución está inspirada y financiada por estadounidenses que tienen “wild-cat business” aquí abajo y quieren hacerlas buenas poniendo un gobierno que declare un monopolio a su favor”. A veces, estos sentimientos estaban sazonados con un racismo manifiesto hacia la gente de los países a los que fue enviado. “Es terrible que perdamos a tantos hombres luchando en las batallas de estos d—d spigs, todo porque [el banco de Wall Street] Brown Bros. tiene algo de dinero aquí”. En Haití, el propio Butler fue responsable de la institución del trabajo de corvée para la construcción de carreteras, que era un reclutamiento de trabajo no remunerado que se aplicaba con violencia, incluido el asesinato de aquellos que intentaban escapar. “¿No es eso esclavitud?”, preguntó un sobreviviente.

Gangsters of Capitalism no es solo una biografía de Butler. El marine muerto hace mucho tiempo también sirve como Virgilio de Katz, guiándolo en un viaje alrededor del mundo y a través del infierno de la vida después de la muerte del imperio. El propio Katz se enteró de Butler como reportero de Associated Press en Haití. Con sede en la capital haitiana de Puerto Príncipe durante el terremoto de 2010, Katz informó sobre el desastre, que  mató al menos a 100.000 personas; escapó de la casa que servía como oficina de AP poco antes de que colapsara. La pobreza de Haití, la  más cruda del hemisferio, indudablemente agravó el desastre natural del terremoto en una tragedia humana. (Chile tuvo un terremoto de mayor magnitud el mismo año, y las muertes numerados en  cientos.)

Y la pobreza de Haití es inextricable de su trato castigador por parte del resto del mundo, incluido Estados Unidos. En el siglo XVIII, había sido la colonia más rica de Francia, con una economía que dependía de la mano de obra esclava para producir azúcar, café y otros productos tropicales. Su revolución de 1791 a 1804, que tomó la forma de una revuelta de esclavos, la convirtió en la primera república negra del mundo. Su abolición de la esclavitud aterrorizó a los propietarios de esclavos en todo el continente americano. El país recién independizado enfrentó décadas de represalias imperiales. A través de la diplomacia de las cañoneras, Francia obligó a Haití a aceptar una enorme indemnización a cambio de reconocimiento. Años más tarde, Estados Unidos también intervino, con el argumento de que su objetivo era evitar que las potencias europeas ocuparan países del hemisferio occidental para cobrar deudas. Más de la mitad de las reservas de oro de Haití fueron llevadas a Nueva York en 1914, y la ocupación siguió de 1915 a 1934. El pago final de la indemnización de Haití se hizo en 1947, no a Francia, sino al National City Bank de Nueva York, el actual Citibank.

american-occupation-troops-in-haiti-bettmann

Oficiales estadounidenses, Haití, 1915.

Como la mayoría de las potencias imperiales, Estados Unidos describió su ocupación como altruista. Pero su idea de altruismo colocó los intereses comerciales estadounidenses y la “estabilidad” política en primer lugar. Aquellos que se levantaron en rebelión fueron brutalmente reprimidos. Estados Unidos insistió en cambios a la constitución para permitir la propiedad extranjera de la tierra, lo que requirió la disolución de la legislatura de Haití a punta de pistola. Las fuerzas de ocupación estadounidenses trabajaron con las élites locales para imponer su visión del orden social, bloqueando las desigualdades existentes y desmantelando los mecanismos a través de los cuales podrían abordarse. Mucho después de que las tropas estadounidenses se hayan ido, estos legados permanecen.

Mientras Katz sigue a Butler por todo el mundo, descubre que los recuerdos de las intervenciones estadounidenses son complejos. En Panamá, los grafitis que piden la expulsión de Estados Unidos de América Latina son pintados por pandillas callejeras que usan los nombres de “Irak” o “Pentágono”. El alcalde de Balangiga en Filipinas, el sitio de un ataque mortal contra las tropas estadounidenses que llevó a represalias generalizadas y brutales, le cuenta a Katz sobre el servicio de su propio hermano en los Marines de los Estados Unidos. Cuando Katz trata de resumir los puntos de vista del alcalde como “Tienes que recordar y olvidar al mismo tiempo”, el alcalde acepta instantáneamente.

Algunas de las visitas de Katz producen evidencia más convincente de legados en curso que otras. Butler fue parte de una ocupación de la ciudad mexicana de Veracruz en 1914, que las compañías petroleras estadounidenses habían alentado a proteger sus inversiones durante la Revolución Mexicana. Pero conectar esa ocupación con la política energética nacionalista del actual presidente mexicano requiere muchos puntos. En otros lugares, la dinámica de la represión se ha invertido. En Nicaragua, el gobierno de Daniel Ortega utiliza la historia del imperialismo estadounidense para  justificar un gobierno autoritario. Y en China, un grupo de académicos que hablaron con Katz no están ansiosos por responder a sus preguntas sobre si China, cuyo comportamiento hacia las islas cercanas y su presión financiera sobre los gobiernos aliados sería reconocible para Butler, también podría actuar como una potencia imperial.

El retiro formal de Butler del Cuerpo de Marines se produjo en 1931. Había pasado algunos años en la década de 1920 como director de seguridad pública de Filadelfia, cuando tomó una línea dura contra el vicio mientras intentaba interrumpir las redes de protección operadas por oficiales de policía corruptos. Lo vio todo como parte de una lucha más amplia contra el “gangsterismo”. A finales de la década de 1920, sus hijos estaban en la universidad, y él necesitaba ingresos suplementarios. Pronto se dio cuenta de que había una audiencia para sus historias. A veces lo metían en problemas: lo pusieron bajo arresto domiciliario después de contar una historia sobre Mussolini atropellando a un niño. Pero sus observaciones privadas pronto se convirtieron en parte de la conversación pública en un país que experimenta la Gran Depresión y observa el desarrollo del fascismo y el militarismo en Europa.

51d8aZNSksL._SX355_BO1,204,203,200_En los Estados Unidos, Butler se opuso a su propagación. En 1934, testificó  ante el Congreso que había sido abordado por banqueros de Wall Street para organizar un golpe fascista contra Franklin Roosevelt. Si este “complot comercial” había avanzado hasta el punto de ser una amenaza seria sigue sin resolverse, pero Butler ciertamente había sido testigo de cómo las empresas cambiaban un gobierno que encontraban desagradable muchas veces en su carrera. “Mi interés”, dijo, “es mantener una democracia”. En 1935, algunos de sus discursos más populares fueron compilados en un panfleto llamado  War Is a Racket, que  caracteriza el conflicto militar como algo “llevado a cabo para el beneficio de unos pocos, a expensas de muchos”. Era, como dice Katz, “una jeremiada para una audiencia masiva” que esperaba que detuviera la próxima guerra.

Butler murió en 1940 y se desvaneció de la prominencia pública. Pero Katz argumenta que la vida de Smedley Butler es una que debemos recordar. Como para reforzar el punto, mientras Gangsters of Capitalism  estaba en prensa, los EE.UU. Los militares  se retiraron de Afganistán, poniendo fin a una guerra de 20 años que trajo más prosperidad al norte de Virginia que al propio Afganistán. En septiembre, la Patrulla Fronteriza hizo retroceder a un grupo de haitianos  que buscaban refugio en la frontera con Estados Unidos. Al mismo tiempo, la administración Biden buscó encontrar un contratista privado para contratar guardias de habla criolla para  operar un centro de detención de migrantes en la Bahía de Guantánamo, probablemente para haitianos detenidos en el mar. Todo esto hace que Butler sea tan relevante como si estuviera escribiendo ayer.

Parte del desafío de evaluar el legado de Butler es que ha sido recordado de maneras muy diferentes por diferentes personas. Un joven infante de marina podría aprender del Mayor Butler que se mantuvo como un valiente militar y que fue uno de los primeros teóricos de la contrainsurgencia. A este infante de marina en entrenamiento le gustaría tener la seguridad de que si son llamados a arriesgar su vida, lo harán por la defensa nacional, y que podrán estar orgullosos de lo que han hecho. Podrían estar inclinados a descartar al Mayor Butler antibélico como una manivela amarga.

Al mismo tiempo, deben saber que muchos veteranos se sienten atraídos por los textos ocultos de Butler mientras intentan comprender sus experiencias de despliegue. Podrían reconocer en Butler una advertencia sobre las limitaciones inherentes de poner las tareas de la violencia estatal en manos de jóvenes asustados, por valientes que sean. Que, incluso con la mejor de las intenciones, la principal preocupación del gobierno de los Estados Unidos nunca será el bienestar de las personas ocupadas, siempre será el de los estadounidenses, y esto producirá resentimiento. Podrían reconocer que la presencia de Estados Unidos cambia el equilibrio interno de poder en las sociedades, a menudo hacia el autoritarismo. Los estadounidenses a menudo dan por sentadas sus propias buenas intenciones, que luchan por comprender la resistencia a sus intentos de controlar y cambiar el mundo.

La explicación de Butler para esto, por supuesto, es que los intereses comerciales están moviendo los hilos, manipulando la política exterior en su beneficio. Estas son las líneas de “extorsionador para el capitalismo” a menudo citadas por el antiimperialista Chomsky, quien admira tanto a Butler el disidente que una vez colocó una pegatina de las palabras de Butler en la puerta de su oficina. Según esta forma de pensar, el ejército estadounidense proporciona las tropas de choque del capital global, en una conspiración para garantizar la rentabilidad de las corporaciones estadounidenses. Trate de encontrar la mentira, si lo desea, en la declaración de Butler: “Ayudé a que México, y especialmente Tampico, fuera seguro para los intereses petroleros estadounidenses en 1914. Ayudé a hacer de Haití y Cuba un lugar decente para que los chicos del National City Bank recaudaran ingresos en…. Ayudé a purificar Nicaragua para la casa bancaria internacional de Brown Brothers en 1909-1912”. No hay ninguno.

Pero también hay limitaciones para esa visión del mundo, y Butler, por muy bien posicionado que estuviera, no lo vio todo. Tenía razón en que el bienestar de la economía de los Estados Unidos, y de las corporaciones estadounidenses, tiene un lugar importante en el pensamiento estratégico de los Estados Unidos. Pero el gobierno de los Estados Unidos consiste en muchos departamentos superpuestos, y cuando se toman medidas en el extranjero, no solo obedecen a una sola lógica. La geopolítica, la ideología y las consideraciones domésticas a menudo se cruzan: Woodrow Wilson, al ordenar la ocupación de Veracruz, fue presionado  por las compañías petroleras estadounidenses; también actuó para detener la llegada de un cargamento de armas alemanas a Victoriano Huerta, el gobernante que representó la restauración de la dictadura en México. En eventos fuera del tiempo de Butler, está el ejemplo de la United Fruit Company  presionando  a la CIA para derrocar al gobierno de Guatemala en 1954 cuando se enfrentó a la nacionalización de su tierra. Pero por lo que vale, el ex jefe del Partido Comunista de Guatemala  pensó que  “nos habrían derrocado incluso si no hubiéramos cultivado plátanos”. A medida que Estados Unidos profundizaba su guerra en Vietnam, no había negocios estadounidenses de importancia.

El problema no es solo que la política exterior de Estados Unidos es codiciosa y que sus intenciones son malas; es que incluso cuando sus intenciones son buenas, también puede producir desastres.

Butlerdogs

El Mayor General Smedley D. Butler con las mascotas de los Infantes de Marina, Quantico, Virginia, 1931. Fue Butler quien introdujo a los bulldogs ingleses como mascotas de los Marines en la década de 1920.

El modelo de Butler produce ideas. Las empresas estadounidenses presionan para que la política exterior de los Estados Unidos satisfaga sus necesidades, y el destino de la propiedad de los Estados Unidos recibe una deferencia desproporcionada. Pero reducir la política exterior de Estados Unidos a un “complot empresarial” puede producir una especie de antiimperialismo barato, en el que el mal comportamiento es simplemente el resultado de grupos de presión o intereses ocultos. Su simplicidad a veces desplaza las situaciones más complejas que también surgen. Una historia de la ocupación de Nicaragua de 1912 a 1933, escrita por  el erudito Michel Gobat, reveló que benefició a los pequeños agricultores y a las élites frustradas. Mostró cuán seriamente los Estados Unidos tomaron la tarea, a fines de la década de 1920, de supervisar el voto justo en el campo. Entrenó a una fuerza militar de élite, que pretendía supervisar las elecciones y luchar contra la rebelión izquierdista de Augusto Sandino. Y, sin embargo, después de que el ejército estadounidense abandonara Nicaragua, el jefe de la fuerza de élite que había entrenado tomó el poder en el país. Su familia lo mantuvo durante la mayor parte de las siguientes cuatro décadas en una dictadura brutal. No fue el resultado deseado; fue, como dice Gobat, uno de los “efectos iliberales del imperialismo liberal”. Esta es una crítica más profunda y desafiante que la que ofrece Butler. El problema no es solo que la política exterior de Estados Unidos es codiciosa y que sus intenciones son malas; es que incluso cuando sus intenciones son buenas, la naturaleza de su presencia también puede producir desastres.

Pero si hay momentos que requieren más sofisticación, es notable lo lejos que te llevará un poco de Mayor Butler vulgar. A Butler se le pagaba por sus discursos, después de todo, no por una disertación. En uno de sus viajes por el sendero Butler, en Haití, Katz está hablando con trabajadores de la construcción cerca de un parque industrial, que a su vez está cerca de la tumba de un hombre asesinado por los marines en 1919. Cuando Katz explica su proyecto de libro y que la mayoría de los estadounidenses no tienen idea de que su país alguna vez ocupó Haití, la mayoría de los trabajadores se ríen. Uno está incrédulo. “¡No creo que los estadounidenses no sepan de eso!”, grita. “¿Cómo es eso posible?” A veces el mundo es un lugar vulgar, donde otros pagan el precio de la ignorancia estadounidense.

 

Traducción de Norberto Barreto Velázquez

Read Full Post »

John Dower es un destacado historiador estadounidense miembro emérito del Departamento de Historia del Massachussets Institute of Technology. En su larga y fructífera carrera,  el Dr. Dower  se ha destacado como analista de la historia japonesa y de las relaciones exteriores de Estados Unidos. El análisis de la guerra ha ocupado una parte importante de su trabajo académico. Su libro Embracing Defeat: Japan in the Wake of World War II (1999) ganó varios premios prestigiosos, entre ellos, el Pulitzer y el Bancroft. Es autor, además, de War Without Mercy: Race and Power in the Pacific War (1986), Japan in War and Peace: Selected Essays (1994),  Cultures of War: Pearl Harbor/Hiroshima/9-11/Iraq (2010), and Ways of Forgetting, Ways of Remembering: Japan in the Modern World (2012). 

En el siguiente artículo publicado en TomDispatch, Dower enfoca cómo a lo largo de su historia, los estadounidenses han, no sólo recordado, sino también olvidado las guerras en las que han participado para preservar así su auto-representación de víctimas, tema que discute a profundidad en su último libro The Violent American Century: War and Terror Since World War Two (2018).


The last near-century of American dominance was extraordinarily violent |  Business Standard News

Pérdida de memoria en el jardín de la violencia

JOHN DOWER

TomDisptach  30 de julio de 2021

Hace algunos años, un artículo periodístico atribuyó a un visitante europeo la irónica observación de que los estadounidenses son encantadores porque tienen una memoria muy corta. Cuando se trata de las guerras de la nación, no estaba del todo incorrecto. Los estadounidenses abrazan las historias militares del tipo heroico «banda de hermanos [estadounidenses]», especialmente en la Segunda Guerra Mundial. Poseen un apetito aparentemente ilimitado por los recuentos de la Guerra Civil, de lejos el conflicto más devastador del país en lo que respecta a las muertes.

Ciertos momentos históricos traumáticos como «el Álamo» y «Pearl Harbor» se han convertido en palabras clave —casi dispositivos mnemotécnicos— para reforzar el recuerdo de la victimización estadounidense a manos de antagonistas nefastos. Thomas Jefferson y sus pares en realidad establecieron la línea de base para esto en el documento fundacional de la nación, la Declaración de Independencia, que consagra el recuerdo de «los despiadados salvajes indios», una demonización santurrona que resultó ser repetitiva para una sucesión de enemigos percibidos más tarde. «11 de septiembre» ha ocupado su lugar en esta invocación profundamente arraigada de la inocencia violada, con una intensidad que raya en la histeria.

John W. Dower | The New Press

John Dower

Esa «conciencia de víctima» no es, por supuesto, única de los estadounidenses. En Japón después de la Segunda Guerra Mundial, esta frase —higaisha ishiki  en japonés— se convirtió en el centro de las críticas de izquierda a los conservadores que se obsesionaron con los muertos de guerra de su país y parecían incapaces de reconocer cuán gravemente el Japón imperial había victimizado a otros, millones de chinos y cientos de miles de coreanos. Cuando los actuales miembros del gabinete japonés visitan el Santuario Yasukuni, donde se venera a los soldados y marineros fallecidos del emperador, están alimentando la conciencia de las víctimas y son duramente criticados por hacerlo por el mundo exterior, incluidos los medios de comunicación estadounidenses.

En todo el mundo,  los días y los monumentos conmemorativos de guerra garantizan la preservación de ese recuerdo selectivo. Mi estado natal de Massachusetts también hace esto hasta el día de hoy al enarbolar la bandera «POW-MIA» en blanco y negro de la Guerra de Vietnam en varios lugares públicos, incluido Fenway Park, hogar de los Medias Rojas de Boston, todavía afligidos por los hombres que luchaban que fueron capturados o desaparecieron en acción y nunca regresaron a casa.

De una forma u otra, los nacionalismos populistas de hoy son manifestaciones de la aguda conciencia de víctima. Aún así, la forma estadounidense de recordar y olvidar sus guerras es distintiva por varias razones. Geográficamente, la nación es mucho más segura que otros países. Fue la única entre las principales potencias que escapó de la devastación en la Segunda Guerra Mundial, y ha sido inigualable en riqueza y poder desde entonces. A pesar del pánico por las amenazas comunistas en el pasado y las amenazas islamistas y norcoreanas en el presente, Estados Unidos nunca ha estado seriamente en peligro por fuerzas externas. Aparte de la Guerra Civil, sus muertes relacionadas con la guerra han sido trágicas, pero notablemente más bajas que las cifras de muertes militares y civiles de otras naciones, invariablemente incluidos los adversarios de Estados Unidos.

Captura de Pantalla 2021-08-15 a la(s) 00.31.14

Soldados filipinos, 1899.

La asimetría en los costos humanos de los conflictos que involucran a las fuerzas estadounidenses ha sido el patrón desde la aniquilación de los amerindios y la conquista estadounidense de Filipinas entre 1899 y 1902. La Oficina del Historiador del Departamento de Estado cifra el número de muertos en esta última guerra en «más de 4.200 combatientes estadounidenses y más de 20.000 filipinos», y procede a añadir que «hasta 200.000 civiles filipinos murieron de violencia, hambruna y enfermedades». (Entre otras causas precipitantes de esas muertes de no combatientes, está  la matanza por tropas estadounidense de búfalos de agua de los que dependían los agricultores para producir sus cultivos). Trabajos académicos recientes eleven el número muertes de civiles filipinos.

 

La misma asimetría mórbida caracteriza las muertes relacionadas con la guerra en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, la Guerra del Golfo de 1991 y las invasiones y ocupaciones de Afganistán e Irak después del 11 de septiembre de 2001.

Bombardeo terrorista de la Segunda Guerra Mundial a Corea y Vietnam al 9/11

Si bien es natural que las personas y las naciones se centran en su propio sacrificio y sufrimiento en lugar de en la muerte y la destrucción que ellos mismos infligen, en el caso de los Estados Unidos ese astigmatismo cognitivo está relegado por el sentido permanente del país de ser excepcional, no sólo en el poder sino también en la virtud. En apoyo al «excepcionalismo estadounidense», es un artículo de fe que los valores más altos de la civilización occidental y judeocristiana guían la conducta de la nación, a lo que los estadounidenses agregan el apoyo supuestamente único de su país a la democracia, el respeto por todos y cada uno de los individuos y la defensa incondicional de un orden internacional «basado en reglas».

Tal autocomplacencia requiere y refuerza la memoria selectiva. «Terror», por ejemplo, se ha convertido en una palabra aplicada a los demás, nunca a uno mismo. Y sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, los planificadores de bombardeos estratégicos estadounidenses y británicos consideraron explícitamente su bombardeo de bombas incendiadas contra ciudades enemigas como bombardeos terroristas, e identificaron la destrucción de la moral de los no combatientes en territorio enemigo como necesaria y moralmente aceptable. Poco después de la devastación aliada de la ciudad alemana de Dresde en febrero de 1945, Winston Churchill, cuyo busto circula dentro y fuera de la Oficina Oval presidencial en Washington, se refirió  al «bombardeo de ciudades alemanas simplemente por el bien de aumentar el terror, aunque bajo otros pretextos».

Captura de Pantalla 2021-08-09 a la(s) 08.59.10

Hiroshima, setiembre de 1945.

En la guerra contra Japón, las fuerzas aéreas estadounidenses adoptaron esta práctica con una venganza casi alegre, pulverizando 64 ciudades  antes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Sin embargo, cuando los 19 secuestradores de al-Qaeda bombardearon el World Trade Center y el Pentágono en 2001, el «bombardeo terrorista» destinado a destruir la moral se desprendió de este precedente angloamericano y quedó relegado a «terroristas no estatales». Al mismo tiempo, se declaró que atacar a civiles inocentes era una atrocidad totalmente contraria a los valores «occidentales» civilizados y una prueba prima facie del salvajismo inherente al Islam.

La santificación del espacio que ocupaba el destruido World Trade Center como «Zona Cero» —un término previamente asociado con las explosiones nucleares en general e Hiroshima en particular— reforzó esta hábil manipulación de la memoria. Pocas o ninguna figura pública estadounidense reconoció o le importó que esta nomenclatura gráfica se apropiaba de Hiroshima, cuyo gobierno de la ciudad sitúa el número de víctimas mortales del bombardeo atómico «a finales de diciembre de 1945, cuando los efectos agudos del envenenamiento por radiación habían disminuido en gran medida», en alrededor de 140.000. (El número estimado de muertos en Nagasaki es de 60.000 a 70.000). El contexto de esos dos ataques —y de todas las bombas incendiadas de ciudades alemanas y japonesas que les precedieron— obviamente difiere en gran medida del terrorismo no estatal y de los atentados suicidas con bombas infligidos por los terroristas de hoy.  No obstante, «Hiroshima» sigue siendo el símbolo más revelador y preocupante de los bombardeos terroristas en los tiempos modernos, a pesar de la eficacia con la que, para las generaciones presentes y futuras, la retórica de la «Zona Cero» posterior al 9/11 alteró el panorama de la memoria y ahora connota la victimización estadounidense.

Dong Xoai June 1965

Civiles vietnamitas, Dong Xoai, junio de 1965

La memoria corta también ha borrado casi todos los recuerdos estadounidenses de la extensión estadounidense de los bombardeos terroristas a Corea e Indochina. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, el United States Strategic Bombing Survey calculó  que las fuerzas aéreas angloamericanas en el teatro europeo habían lanzado 2,7 millones de toneladas de bombas, de las cuales 1,36 millones de toneladas apuntaron a Alemania. En el teatro del Pacífico, el tonelaje total caído por los aviones aliados fue de 656.400, de los cuales el 24% (160.800 toneladas) se usó en islas de origen de Japón. De estas últimas, 104.000 toneladas «se dirigieron a 66 zonas urbanas». Impactante en ese momento, en retrospectiva, estas cifras han llegado a parecer modestas en comparación con el tonelaje de explosivos que las fuerzas estadounidenses descargaron en Corea y más tarde en Vietnam, Camboya y Laos.

La historia oficial de la guerra aérea en Corea (The United States Air Force in Korea 1950-1953)  registra que las fuerzas aéreas de las Naciones Unidas lideradas por Estados Unidos volaron más de un millón de incursiones y, en total, dispararon un total de 698.000 toneladas de artillería contra el enemigo. En su libro de memorias de 1965  Mission with LeMay, el general Curtis LeMay, que dirigió el bombardeo estratégico tanto de Japón como de Corea, señaló: «Quemamos casi todas las ciudades de Corea del Norte y Corea del  Sur… Matamos a más de un millón de civiles coreanos y expulsamos a varios millones más de sus hogares, con las inevitables tragedias adicionales que en consecuencia se producirían».

Otras fuentes sitúan el número estimado de civiles muertos en la Guerra de Corea hasta  tres millones, o posiblemente incluso más. Dean Rusk, un partidario de la guerra que luego se desempeñó como secretario de Estado,  recordó que Estados Unidos bombardeó «todo lo que se movía en Corea del Norte, cada ladrillo de pie encima de otro». En medio de esta «guerra limitada», los funcionarios estadounidenses también se cuidaron de dejar claro en varias ocasiones que no habían descartado  el uso de armas nucleares. Esto incluso implicó ataques nucleares simulados en Corea del Norte por B-29 que operaban desde Okinawa en una operación de 1951 con nombre en código Hudson Harbor.

En Indochina, como en la Guerra de Corea, apuntar a «todo lo que se movía» era prácticamente un mantra entre las fuerzas combatientes estadounidenses, una especie de contraseña que legitimaba la matanza indiscriminada. La historia reciente de la guerra de Vietnam, extensamente investigada por Nick Turse, por ejemplo, toma su título de una orden militar para «matar a cualquier cosa que se mueva». Los documentos publicados por los National Archives en 2004 incluyen una transcripción de una conversación telefónica de 1970 en la que Henry Kissinger  transmitió  las órdenes del presidente Richard Nixon de lanzar «una campaña masiva de bombardeos en Camboya». Cualquier cosa que vuele sobre cualquier cosa que se mueva».

My_Lai_massacre

Masacre de My Lai

En Laos, entre 1964 y 1973, la CIA ayudó a dirigir el bombardeo aéreo per cápita más pesado de la historia, desatando más de dos millones de toneladas de artefactos en el transcurso de 580.000 bombardeos, lo que equivale a un avión cargado de bombas cada ocho minutos durante aproximadamente una década completa. Esto incluía alrededor de 270 millones de bombas de racimo. Aproximadamente el 10% de la población total de Laos fue asesinada. A pesar de los efectos devastadores de este ataque, unos 80 millones de las bombas de racimo lanzadas no detonaron, dejando el país devastado plagado de mortíferos artefactos explosivos sin detonar hasta el día de hoy.

La carga útil de las bombas descargadas en Vietnam, Camboya y Laos entre mediados de la década de 1960 y 1973 se calcula comúnmente que fue de entre siete y ocho millones de toneladas, más de 40 veces el tonelaje lanzado sobre las islas japonesas en la Segunda Guerra Mundial. Las estimaciones del total de muertes varían, pero todas son extremadamente altas. En un artículo del Washington Post  en 2012, John Tirman  señaló  que «según varias estimaciones académicas, las muertes de militares y civiles vietnamitas oscilaron entre 1,5 millones y 3,8 millones, con la campaña liderada por Estados Unidos en Camboya resultando en 600.000 a 800.000 muertes, y la mortalidad de la guerra laosiana estimada en alrededor de 1 millón».

Civil War Casualties | American Battlefield Trust

Estadounidenses muertos en batalla

En el lado estadounidense, el Departamento de Asuntos de Veteranos sitúa las muertes en batalla en la Guerra de Corea en 33.739. A partir del Día de los Caídos de 2015, el largo muro del profundamente conmovedor Monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington estaba inscrito con los nombres de  58.307  militares estadounidenses asesinados entre 1957 y 1975, la gran mayoría de ellos a partir de 1965. Esto incluye aproximadamente  1.200 hombres  listados como desaparecidos (MIA, POW, etc.), los hombres de combate perdidos cuya bandera de recuerdo todavía ondea sobre Fenway Park.

Corea del Norte y el espejo agrietado de la guerra nuclear

Hoy en día, los estadounidenses generalmente recuerdan vagamente a Vietnam, y Camboya y Laos no lo recuerdan en absoluto. (La etiqueta inexacta «Guerra de Vietnam» aceleró este último borrado.) La Guerra de Corea también ha sido llamada «la guerra olvidada», aunque un monumento a los veteranos en Washington, D.C., finalmente se le dedicó en 1995, 42 años después del armisticio que suspendió el conflicto. Por el contrario, los coreanos no lo han olvidado. Esto es especialmente cierto en Corea del Norte, donde la enorme muerte y destrucción sufrida entre 1950 y 1953 se mantiene viva a través de interminables iteraciones oficiales de recuerdo, y esto, a su vez, se combina con una implacable campaña de propaganda que llama la atención sobre la Guerra Fría y la intimidación nuclear estadounidense posterior a la Guerra Fría. Este intenso ejercicio de recordar en lugar de olvidar explica en gran medida el actual ruido de sables nucleares del líder de Corea del Norte, Kim Jong-un.

Con sólo un ligero tramo de imaginación, es posible ver imágenes de espejo agrietadas en el comportamiento nuclear y la política arriesgada de los presidentes estadounidenses y el liderazgo dinástico dictatorial de Corea del Norte. Lo que refleja este espejo desconcertante es una posible locura, o locura fingida, junto con un posible conflicto nuclear, accidental o de otro tipo.

North Korea leader Kim Jong Un could have 60 nuclear weapons: South Korea  minister estimates atomic bomb count - CBS News

Kim Jong-un

Para los estadounidenses y gran parte del resto del mundo, Kim Jong-un parece irracional, incluso seriamente desquiciado. (Simplemente combine su nombre con «loco» en una búsqueda en Google). Sin embargo, al agitar su minúsculo carcaj nuclear, en realidad se está uniendo al juego de larga data de la «disuasión nuclear» y practicando lo que se conoce entre los estrategas estadounidenses como la «teoría del loco». Este último término se asocia más famosamente  con Richard Nixon y Henry Kissinger durante la Guerra de Vietnam, pero en realidad está más o menos incrustado en los planes de juego nuclear de Estados Unidos. Como se rearticula en «Essentials of Post-Cold War Deterrence«, un  documento secreto de política redactado por un subcomité en el Comando Estratégico de Estados Unidos en 1995 (cuatro años después de la desaparición de la Unión Soviética), la teoría del loco postula que la esencia de la disuasión nuclear efectiva es inducir «miedo» y «terror» en la mente de un adversario, para lo cual «duele retratarnos a nosotros mismos como demasiado racionales y de cabeza fría».

 

Cuando Kim Jong-un juega a este juego, se le ridiculiza y se teme que sea verdaderamente demente. Cuando son practicados por sus propios líderes y el sacerdocio nuclear, los estadounidenses han sido condicionados a ver a los actores racionales en su mejor momento.

El terror, al parecer, en el siglo XXI, como en el XX, está en el ojo del espectador.

 Traducción de Norberto Barreto Velázquez

 

 

 

Read Full Post »

Seleccione aquí para una versión en castellano de este artículo.

TomDispatch

Naming Our Nameless War 

How Many Years Will It Be?
By Andrew J. Bacevich

For well over a decade now the United States has been “a nation at war.” Does that war have a name?

It did at the outset.  After 9/11, George W. Bush’s administration wasted no time in announcing that the U.S. was engaged in a Global War on Terrorism, or GWOT.  With few dissenters, the media quickly embraced the term. The GWOT promised to be a gargantuan, transformative enterprise. The conflict begun on 9/11 would define the age. In neoconservative circles, it was known as World War IV.

Upon succeeding to the presidency in 2009, however, Barack Obama without fanfare junked Bush’s formulation (as he did again in a speech at the National Defense University last week).  Yet if the appellation went away, the conflict itself, shorn of identifying marks, continued.

Does it matter that ours has become and remains a nameless war? Very much so.

Names bestow meaning.  When it comes to war, a name attached to a date can shape our understanding of what the conflict was all about.  To specify when a war began and when it ended is to privilege certain explanations of its significance while discrediting others. Let me provide a few illustrations.

With rare exceptions, Americans today characterize the horrendous fraternal bloodletting of 1861-1865 as the Civil War.  Yet not many decades ago, diehard supporters of the Lost Cause insisted on referring to that conflict as the War Between the States or the War for Southern Independence (or even the War of Northern Aggression).  The South may have gone down in defeat, but the purposes for which Southerners had fought — preserving a distinctive way of life and the principle of states’ rights — had been worthy, even noble.  So at least they professed to believe, with their preferred names for the war reflecting that belief.

Schoolbooks tell us that the Spanish-American War began in April 1898 and ended in August of that same year.  The name and dates fit nicely with a widespread inclination from President William McKinley’s day to our own to frame U.S. intervention in Cuba as an altruistic effort to liberate that island from Spanish oppression.

Yet the Cubans were not exactly bystanders in that drama.  By 1898, they had been fighting for years to oust their colonial overlords.  And although hostilities in Cuba itself ended on August 12th, they dragged on in the Philippines, another Spanish colony that the United States had seized for reasons only remotely related to liberating Cubans.  Notably, U.S. troops occupying the Philippines waged a brutal war not against Spaniards but against Filipino nationalists no more inclined to accept colonial rule by Washington than by Madrid.  So widen the aperture to include this Cuban prelude and the Filipino postlude and you end up with something like this:  The Spanish-American-Cuban-Philippines War of 1895-1902.  Too clunky?  How about the War for the American Empire?  This much is for sure: rather than illuminating, the commonplace textbook descriptor serves chiefly to conceal.

Strange as it may seem, Europeans once referred to the calamitous events of 1914-1918 as the Great War.  When Woodrow Wilson decided in 1917 to send an army of doughboys to fight alongside the Allies, he went beyond Great.  According to the president, the Great War was going to be the War To End All Wars.  Alas, things did not pan out as he expected.  Perhaps anticipating the demise of his vision of permanent peace, War Department General Order 115, issued on October 7, 1919, formally declared that, at least as far as the United States was concerned, the recently concluded hostilities would be known simply as the World War.

In September 1939 — presto chango! — the World Warsuddenly became the First World War, the Nazi invasion of Poland having inaugurated a Second World War, also known asWorld War II or more cryptically WWII.  To be sure, Soviet dictator Josef Stalin preferred the Great Patriotic War. Although this found instant — almost unanimous — favor among Soviet citizens, it did not catch on elsewhere.

Does World War II accurately capture the events it purports to encompass?  With the crusade against the Axis now ranking alongside the crusade against slavery as a myth-enshrouded chapter in U.S. history to which all must pay homage, Americans are no more inclined to consider that question than to consider why a playoff to determine the professional baseball championship of North America constitutes a “World Series.”

In fact, however convenient and familiar, World War II is misleading and not especially useful.  The period in question saw at least two wars, each only tenuously connected to the other, each having distinctive origins, each yielding a different outcome.  To separate them is to transform the historical landscape.

On the one hand, there was the Pacific War, pitting the United States against Japan.  Formally initiated by the December 7, 1941, attack on Pearl Harbor, it had in fact begun a decade earlier when Japan embarked upon a policy of armed conquest in Manchuria.  At stake was the question of who would dominate East Asia.  Japan’s crushing defeat at the hands of the United States, sealed by two atomic bombs in 1945, answered that question (at least for a time).

Then there was the European War, pitting Nazi Germany first against Great Britain and France, but ultimately against a grand alliance led by the United States, the Soviet Union, and a fast fading British Empire.  At stake was the question of who would dominate Europe.  Germany’s defeat resolved that issue (at least for a time): no one would.  To prevent any single power from controlling Europe, two outside powers divided it.

This division served as the basis for the ensuing Cold War,which wasn’t actually cold, but also (thankfully) wasn’t World War III, the retrospective insistence of bellicose neoconservatives notwithstanding.  But when did the Cold Warbegin?  Was it in early 1947, when President Harry Truman decided that Stalin’s Russia posed a looming threat and committed the United States to a strategy of containment?  Or was it in 1919, when Vladimir Lenin decided that Winston Churchill’s vow to “strangle Bolshevism in its cradle” posed a looming threat to the Russian Revolution, with an ongoing Anglo-American military intervention evincing a determination to make good on that vow?

Separating the war against Nazi Germany from the war against Imperial Japan opens up another interpretive possibility.  If you incorporate the European conflict of 1914-1918 and the European conflict of 1939-1945 into a single narrative, you get a Second Thirty Years War (the first having occurred from 1618-1648) — not so much a contest of good against evil, as a mindless exercise in self-destruction that represented the ultimate expression of European folly.

So, yes, it matters what we choose to call the military enterprise we’ve been waging not only in Iraq and Afghanistan, but also in any number of other countries scattered hither and yon across the Islamic world.  Although the Obama administration appears no more interested than the Bush administration in saying when that enterprise will actually end, the date we choose as its starting point also matters.

Although Washington seems in no hurry to name its nameless war — and will no doubt settle on something self-serving or anodyne if it ever finally addresses the issue — perhaps we should jump-start the process.  Let’s consider some possible options, names that might actually explain what’s going on.

The Long War: Coined not long after 9/11 by senior officers in the Pentagon, this formulation never gained traction with either civilian officials or the general public.  Yet the Long War deserves consideration, even though — or perhaps because — it has lost its luster with the passage of time.

At the outset, it connoted grand ambitions buoyed by extreme confidence in the efficacy of American military might.  This was going to be one for the ages, a multi-generational conflict yielding sweeping results.

The Long War did begin on a hopeful note.  The initial entry into Afghanistan and then into Iraq seemed to herald “home by Christmas” triumphal parades.  Yet this soon proved an illusion as victory slipped from Washington’s grasp.  By 2005 at the latest, events in the field had dashed the neo-Wilsonian expectations nurtured back home.

With the conflicts in Iraq and Afghanistan dragging on, “long” lost its original connotation.  Instead of “really important,» it became a synonym for “interminable.”  Today, the Long Wardoes succinctly capture the experience of American soldiers who have endured multiple combat deployments to Iraq and Afghanistan.

For Long War combatants, the object of the exercise has become to persist.  As for winning, it’s not in the cards. TheLong War just might conclude by the end of 2014 if President Obama keeps his pledge to end the U.S. combat role in Afghanistan and if he avoids getting sucked into Syria’s civil war.  So the troops may hope.

The War Against Al-Qaeda: It began in August 1996 when Osama bin Laden issued a «Declaration of War against the Americans Occupying the Land of the Two Holy Places,” i.e., Saudi Arabia.  In February 1998, a second bin Laden manifesto announced that killing Americans, military and civilian alike, had become “an individual duty for every Muslim who can do it in any country in which it is possible to do it.”

Although President Bill Clinton took notice, the U.S. response to bin Laden’s provocations was limited and ineffectual.  Only after 9/11 did Washington take this threat seriously.  Since then, apart from a pointless excursion into Iraq (where, in Saddam Hussein’s day, al-Qaeda did not exist), U.S. attention has been focused on Afghanistan, where U.S. troops have waged the longest war in American history, and on Pakistan’s tribal borderlands, where a CIA drone campaign is ongoing.  By the end of President Obama’s first term, U.S. intelligence agencies were reporting that a combined CIA/military campaign had largely destroyed bin Laden’s organization.  Bin Laden himself, of course, was dead.

Could the United States have declared victory in its unnamed war at this point?  Perhaps, but it gave little thought to doing so.  Instead, the national security apparatus had already trained its sights on various al-Qaeda “franchises” and wannabes, militant groups claiming the bin Laden brand and waging their own version of jihad.  These offshoots emerged in the Maghreb, Yemen, Somalia, Nigeria, and — wouldn’t you know it — post-Saddam Iraq, among other places.  The question as to whether they actually posed a danger to the United States got, at best, passing attention — the label “al-Qaeda” eliciting the same sort of Pavlovian response that the word “communist” once did.

Americans should not expect this war to end anytime soon.  Indeed, the Pentagon’s impresario of special operations recently speculated — by no means unhappily — that it would continue globally for “at least 10 to 20 years.”   Freely translated, his statement undoubtedly means: “No one really knows, but we’re planning to keep at it for one helluva long time.”

The War For/Against/About Israel: It began in 1948.  For many Jews, the founding of the state of Israel signified an ancient hope fulfilled.  For many Christians, conscious of the sin of anti-Semitism that had culminated in the Holocaust, it offered a way to ease guilty consciences, albeit mostly at others’ expense.  For many Muslims, especially Arabs, and most acutely Arabs who had been living in Palestine, the founding of the Jewish state represented a grave injustice.  It was yet another unwelcome intrusion engineered by the West — colonialism by another name.

Recounting the ensuing struggle without appearing to take sides is almost impossible.  Yet one thing seems clear: in terms of military involvement, the United States attempted in the late 1940s and 1950s to keep its distance.  Over the course of the 1960s, this changed.  The U.S. became Israel’s principal patron, committed to maintaining (and indeed increasing) its military superiority over its neighbors.

In the decades that followed, the two countries forged a multifaceted “strategic relationship.”  A compliant Congress provided Israel with weapons and other assistance worth many billions of dollars, testifying to what has become an unambiguous and irrevocable U.S. commitment to the safety and well-being of the Jewish state.  The two countries share technology and intelligence.  Meanwhile, just as Israel had disregarded U.S. concerns when it came to developing nuclear weapons, it ignored persistent U.S. requests that it refrain from colonizing territory that it has conquered.

When it comes to identifying the minimal essential requirements of Israeli security and the terms that will define any Palestinian-Israeli peace deal, the United States defers to Israel.  That may qualify as an overstatement, but only slightly.  Given the Israeli perspective on those requirements and those terms — permanent military supremacy and a permanently demilitarized Palestine allowed limited sovereignty — the War For/Against/About Israel is unlikely to end anytime soon either.  Whether the United States benefits from the perpetuation of this war is difficult to say, but we are in it for the long haul.

The War for the Greater Middle East: I confess that this is the name I would choose for Washington’s unnamed war and is, in fact, the title of a course I teach.  (A tempting alternative is the Second Hundred Years War, the «first» having begun in 1337 and ended in 1453.)

This war is about to hit the century mark, its opening chapter coinciding with the onset of World War I.  Not long after the fighting on the Western Front in Europe had settled into a stalemate, the British government, looking for ways to gain the upper hand, set out to dismantle the Ottoman Empire whose rulers had foolishly thrown in their lot with the German Reich against the Allies.

By the time the war ended with Germany and the Turks on the losing side, Great Britain had already begun to draw up new boundaries, invent states, and install rulers to suit its predilections, while also issuing mutually contradictory promises to groups inhabiting these new precincts of its empire.  Toward what end?  Simply put, the British were intent on calling the shots from Egypt to India, whether by governing through intermediaries or ruling directly.  The result was a new Middle East and a total mess.

London presided over this mess, albeit with considerable difficulty, until the end of World War II.  At this point, by abandoning efforts to keep Arabs and Zionists from one another’s throats in Palestine and by accepting the partition of India, they signaled their intention to throw in the towel. Alas, Washington proved more than willing to assume Britain’s role.  The lure of oil was strong.  So too were the fears, however overwrought, of the Soviets extending their influence into the region.

Unfortunately, the Americans enjoyed no more success in promoting long-term, pro-Western stability than had the British.  In some respects, they only made things worse, with the joint CIA-MI6 overthrow of a democratically elected government in Iran in 1953 offering a prime example of a “success” that, to this day, has never stopped breeding disaster.

Only after 1980 did things get really interesting, however.  The Carter Doctrine promulgated that year designated the Persian Gulf a vital national security interest and opened the door to greatly increased U.S. military activity not just in the Gulf, but also throughout the Greater Middle East (GME).  Between 1945 and 1980, considerable numbers of American soldiers lost their lives fighting in Asia and elsewhere.  During that period, virtually none were killed fighting in the GME.  Since 1990, in contrast, virtually none have been killed fighting anywhere except in the GME.

What does the United States hope to achieve in its inherited and unending War for the Greater Middle East?  To pacify the region?  To remake it in our image?  To drain its stocks of petroleum?  Or just keeping the lid on?  However you define the war’s aims, things have not gone well, which once again suggests that, in some form, it will continue for some time to come.  If there’s any good news here, it’s the prospect of having ever more material for my seminar, which may soon expand into a two-semester course.

The War Against Islam: This war began nearly 1,000 years ago and continued for centuries, a storied collision between Christendom and the Muslim ummah.  For a couple of hundred years, periodic eruptions of large-scale violence occurred until the conflict finally petered out with the last crusade sometime in the fourteenth century.

In those days, many people had deemed religion something worth fighting for, a proposition to which the more sophisticated present-day inhabitants of Christendom no longer subscribe.  Yet could that religious war have resumed in our own day?  Professor Samuel Huntington thought so, although he styled the conflict a “clash of civilizations.”  Some militant radical Islamists agree with Professor Huntington, citing as evidence the unwelcome meddling of “infidels,” mostly wearing American uniforms, in various parts of the Muslim world.  Some militant evangelical Christians endorse this proposition, even if they take a more favorable view of U.S. troops occupying and drones targeting Muslim countries.

In explaining the position of the United States government, religious scholars like George W. Bush and Barack (Hussein!) Obama have consistently expressed a contrary view.  Islam is a religion of peace, they declare, part of the great Abrahamic triad.  That the other elements of that triad are likewise committed to peace is a proposition that Bush, Obama, and most Americans take for granted, evidence not required.  There should be no reason why Christians, Jews, and Muslims can’t live together in harmony.

Still, remember back in 2001 when, in an unscripted moment, President Bush described the war barely begun as a “crusade”?  That was just a slip of the tongue, right?  If not, we just might end up calling this one the Eternal War.

Andrew J. Bacevich is a professor of history and international relations at Boston University and a TomDispatch regular. His next book, Breach of Trust: How Americans Failed Their Soldiers and Their Countrywill appear in September.

Follow TomDispatch on Twitter and join us on Facebook orTumblr. Check out the newest Dispatch book, Nick Turse’sThe Changing Face of Empire: Special Ops, Drones, Proxy Fighters, Secret Bases, and Cyberwarfare.

View this story online at: http://www.tomdispatch.com/blog/175704/

Read Full Post »

Revisando viejos archivos, encontré este ensayo sobre el expansionismo norteamericano que escribí hace ya varios años por encargo del Departamento de Educación del gobierno de Puerto Rico. Desafortunadamente,  el libro de ensayos del que debió formar parte nunca fue publicado. Lo comparto con mis lectores con la esperanza  que les sea interesante o útil.  

 La expansión territorial es una de las características más importantes del desarrollo histórico de los Estados Unidos. En sus primeros cien años de vida la nación norteamericana experimentó un impresionante crecimiento territorial. Las trece colonias originales se expandieron  hasta convertirse en  un país atrapado por dos océanos. Como veremos, este fue un proceso complejo que se dio a través de la anexión, compra y conquista de nuevos territorios

Es necesario aclarar que la expansión territorial norteamericana fue algo más que un simple proceso de crecimiento territorial, pues estuvo asociada a elementos de tipo cultural, político, ideológico, racial y estratégico. El expansionismo es un elemento vital en la historia de los Estados Unidos, presente desde el mismo momento de la fundación de las primeras colonias británicas en Norte América. Éste fue considerado un elemento esencial en los primeros cien años de historia de los Estados Unidos como nación independiente, ya que se veía no sólo como algo económica y geopolíticamente necesario, sino también como una expresión de  la esencia nacional norteamericana.

No debemos olvidar que la  fundación de las trece colonias que dieron vida a los Estados Unidos formó parte de un proceso histórico más amplio: la expansión europea  de los siglos XVI y XVII. Durante ese periodo las principales naciones de Europa occidental se lanzaron a explorar y conquistar  dando forma a vastos imperios en Asia y América. Una de esas naciones fue Inglaterra, metrópoli de las trece colonias norteamericanas. Es por ello que el expansionismo norteamericano puede ser considerado, hasta cierta forma, una extensión del imperialismo inglés.

Los Estados Unidos  experimentaron dos tipos de expansión en su historia: la continental y la extra-continental. La primera es la expansión territorial contigua, es decir, en territorios adyacentes  a los Estados Unidos.  Ésta fue  vista como algo natural y justificado pues se ocupaba terreno  que se consideraba “vacío” o habitado por pueblos “inferiores”. La llamada expansión extra-continental se dio a finales del siglo XIX y llevó a los norteamericanos a trascender los límites del continente americano para adquirir territorios alejados de los Estados Unidos (Hawai, Guam y Filipinas). Ésta  provocó una fuerte oposición y un intenso debate en torno a la naturaleza misma de la nación norteamericana, pues muchos le consideraron contraria a la tradición y las instituciones políticas de los Estados Unidos.

 El Tratado de París de 1783

El primer crecimiento territorial de los Estados Unidos se dio en el mismo momento de alcanzar su independencia. En 1783, norteamericanos y británicos llegaron a acuerdo por el cual Gran Bretaña reconoció la independencia de las  trece colonias y se fijaron los límites geográficos de la nueva nación. En el Tratado de París las fronteras de la joven república fueron definidas de la siguiente forma: al norte los Grandes Lagos, al oeste el Río Misisipí y al sur el paralelo 31. Con ello la joven república duplicó su territorio.

Los territorios adquiridos en 1783 fueron objeto de polémica,  pues surgió la pregunta de qué hacer con ellos. La solución a este problema fue la creación de las Ordenanzas del Noroeste (Northwest Ordinance, 1787). Con ésta ley se creó un sistema de territorios en preparación para convertirse en estados. Los nuevos estados entrarían a la unión norteamericana en igualdad de condiciones y derechos que los trece originales. De esta forma los líderes norteamericanos rechazaron el colonialismo y crearon un mecanismo para la incorporación política de nuevos territorios. Las Ordenanzas del Noroeste sentaron un precedente histórico que no sería roto hasta 1898: todos los territorios adquiridos por los Estados Unidos en su expansión continental serían incorporados como estados de la Unión cuando éstos cumpliesen los requisitos definidos para ello.

La compra de Luisiana

La república estadounidense nace en medio de un periodo muy convulso de la historia de la Humanidad: el periodo de las Revoluciones Atlánticas. Entre 1789 y 1824, el mundo atlántico vivió un etapa de gran violencia e inestabilidad política producida por el estallido de varias revoluciones socio-políticas (Revolución Francesa, Guerras napoleónicas, Revolución Haitiana, Guerras de independencia en Hispanoamérica). Estas revoluciones tuvieron un impacto severo en las relaciones exteriores de los Estados Unidos y en su proceso de expansión territorial.

Para el año 1801 Europa disfrutaba de un raro periodo de paz. Aprovechando esta situación   Napoleón Bonaparte obligó a España a cederle a Francia el territorio de Luisiana. Con ello el emperador francés buscaba crear un imperio americano usando como base la colonia francesa de Saint Domingue (Haití). Luisiana era una amplia extensión de tierra al oeste de los Estados Unidos en donde se encuentran ríos muy importantes para la transportación.

Esta transacción preocupó profundamente a los funcionarios del gobierno norteamericano por varias razones. Primero, ésta ponía en peligro del acceso norteamericano al río Misisipí y al puerto y la ciudad de Nueva Orleáns, amenazando así la salida al Golfo de México, y con ello al comercio del oeste norteamericano. Segundo, el control francés de Luisiana cortaba las posibilidades de expansión al Oeste. Tercero, la presencia de una potencia europea agresiva y poderosa como vecino de los Estados Unidos no era un escenario que agradaba al liderato estadounidense. En otras palabras, la adquisición de Luisiana por Napoleón amenazaba las posibilidades de expansión territorial y representaba una seria amenaza a la economía y la seguridad nacional de los Estados Unidos. Por ello no nos debe sorprender que algunos sectores políticos norteamericanos propusieran una guerra para evitar el control napoleónico sobre Luisiana. A pesar de la seriedad de este asunto, el liderato norteamericano optó por una solución diplomática. El presidente Thomas Jefferson ordenó al embajador norteamericano en Francia, Robert Livingston, comprarle Nueva Orleáns a Napoleón. Para sorpresa de Livingston, Napoleón aceptó vender toda la Luisiana porque el reinició de la guerra en Europa y el fracaso francés en Haití frenaron sus sueños de un imperio americano. En 1803, se llegó a un acuerdo por el cual los Estados Unidos adquirieron Luisiana por $15,000,000, lo que constituyó uno de los mejores negocios de bienes raíces de la historia.

La compra de Luisiana representó un problema moral y político para el Presidente Jefferson, pues éste era un defensor de una interpretación estricta de la constitución estadounidense. Jefferson pensaba que la constitución no autorizaba la adquisición de territorios, por lo que la compra de Luisiana podía ser inconstitucional. A pesar de sus reservas constitucionales, el presidente adoptó una posición pragmática y apoyó la compra de Luisiana. Para entender porque Jefferson hizo esto es necesario enfocar su visión de la política exterior y del expansionismo norteamericano. Jefferson era el más claro y ferviente defensor del expansionismo entre los fundadores de la nación norteamericana. Éste tenía un proyecto expansionista muy ambicioso que pretendía lograr de forma pacífica.  Según él, los Estados Unidos tenían el deber de ser ejemplo para los pueblos oprimidos expandiendo la libertad por el mundo. De esta forma Jefferson se convirtió en uno de los creadores de la idea de que los Estados Unidos eran una nación predestinada a guiar al mundo a una nueva era por medio del abandono de la razón de estado y la aplicación de las convicciones morales a la política exterior. Esta idea de Jefferson estaba asociada a la distinción entre  republicanismo y monarquía. Las monarquías respondían a los intereses de los reyes y las repúblicas como los Estados Unidos a los intereses del pueblo, por ende, las repúblicas eran pacíficas y las monarquías no. Jefferson rechazaba la idea de que las repúblicas debían de permanecer pequeñas para sobrevivir. Éste creía posible la expansión pacífica de los Estados Unidos, es decir, la transformación de la nación norteamericana en un imperio sin sacrificar la libertad y el republicanismo democrático.

Territorio adquirido en la compra de Luisiana

Para Jefferson, conservar el carácter agrario del país era imprescindible para salvaguardar la naturaleza republicana de los Estados Unidos, pues era necesario que el país continuara siendo una sociedad de ciudadanos libres e independientes. Sólo a través de la expansión se podía garantizar la abundancia de tierra y, por ende, la subsistencia de las instituciones republicanas norteamericanas. Al apoyar la compra de Luisiana, Jefferson superó sus escrúpulos con relación a la interpretación de la constitución para garantizar su principal razón de estado: la expansión.

La era de los buenos sentimientos

Años de controversias relacionadas a los derechos comerciales de los Estados Unidos culminaron en 1812 con el estallido de una guerra contra Gran Bretaña. El fin de la llamada Guerra de 1812 trajo consigo un periodo de estabilidad y consenso nacional conocido como la  Era de los buenos sentimientos. Sin embargo,  a nivel internacional la situación de los Estados Unidos era todavía complicada, pues era necesario resolver dos asuntos muy importantes: mejorar las relaciones con Gran Bretaña y definir la frontera sur. La solución de ambos asuntos estuvo relacionada con la expansión territorial.

Mejorar las relaciones con Gran Bretañas tras dos guerras resultó ser una tarea delicada que fue facilitada por realidades económicas: Gran Bretaña era el principal mercado de los Estados Unidos.En 1818, los británicos y norteamericanos resolvieron algunos de sus problemas a través de la negociación. Los reclamos anglo-norteamericanos sobre el territorio de  Oregon era  uno de ellos. Los británicos tenían una antigua relación  con la región gracias a sus intereses en el comercio de pieles en la costa noroeste del  Pacífico.  Por su parte, los norteamericanos basaban sus reclamos en los viajes del Capitán Robert Gray (1792) y en famosa la expedición de Lewis y Clark  (1804-1806). En 1818, los Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron una ocupación conjunta de Oregon.  De acuerdo a ésta, el territorio permanecería abierto por un periodo de diez años.

Una vez resuelto los problemas con Gran Bretaña los norteamericanos se enfocaron en las disputas con España con relación a Florida. El interés norteamericano en la Florida era viejo y basado en necesidades estratégicas: evitar que Florida cayera en manos de una potencia europea. En 1819, España y los Estados Unidos firmaron el Tratado Adams-Onís por el que Florida pasó a ser un territorio norteamericano a cambio de que los Estados Unidos pagaran los reclamos de los residentes de la península hasta un total de $5 millones. La adquisición de Florida también puso fin a los temores de los norteamericanos de un posible ataque por su frontera sur.

La Doctrina Monroe

El fin de la era de las revoluciones atlánticas a principios de la década de 1820 generó nuevas preocupaciones en los  Estados Unidos. Los líderes estadounidenses vieron con recelo los acontecimientos en Europa, donde las fuerzas más conservadoras controlaban las principales reinos e imperaba un ambiente represivo y extremadamente reaccionario.  El principal temor  de los norteamericanos era la posibilidad da una intervención europea para reestablecer el control español en sus excolonias americanas. A los británicos también les preocupaba tal contingencia  y tantearon la posibilidad de una alianza con los Estados Unidos. La propuesta británica provocó un gran debate entre los miembros de la administración del presidente James Monroe. El Secretario de Estado John Quincy Adams  desconfiaba de los británicos y temía que cualquier compromiso con éstos pudiese limitar las posibilidades de expansión norteamericana. Adams temía la posibilidad de una intervención europea en América, pero estaba seguro que  de darse  tal intervención Gran Bretaña se opondría de todas maneras para defender sus intereses, sobre todo, comerciales. Por ello concluía que los Estados Unidos no sacarían ningún beneficio aliándose con Gran Bretaña. Para él, la mejor opción para los Estados Unidos era mantenerse actuando solos.

Los argumentos de Adams influyeron la posición del presidente Monroe quien rechazó la alianza con los británicos. El 2 de diciembre de 1823, Monroe leyó un importante mensaje ante el Congreso. Parte del  contenido de este mensaje pasaría a ser conocido como la Doctrina Monroe. En su mensaje, Monroe enfatizó la singularidad (“uniqueness”) de los Estados Unidos y definió el llamado principio de la “noncolonization,” es decir, el rechazo norteamericano a la colonización, recolonización y/o transferencia de territorios americanos. Además, Adams estableció una política de exclusión de Europa de los asuntos americanos y definió  así las ideas principales de la Doctrina Monroe. Las palabras de Monroe constituyeron una declaración formal de que los Estados Unidos pretendían convertirse en el poder dominante en el hemisferio occidental.

Es necesario aclarar que la Doctrina Monroe fue una fanfarronada porque en 1823 los Estados Unidos no tenían el  poderío para hacerla cumplir. Sin embargo, esta doctrina será una de las piedras angulares de la política exterior norteamericana en América Latina hasta finales del siglo XX y una de las bases ideológicas del expansionismo norteamericano.

El Destino Manifiesto

John L. O’Sullivan

En 1839, el periodista norteamericano John L. O’Sullivan escribió un artículo periodístico justificando la expansión territorial de los Estados Unidos. Según O’Sullivan, los Estados Unidos eran un pueblo  escogido por Dios y destinado a expandirse a lo largo de América del Norte. Para O’Sullivan, la expansión no era una opción para los norteamericanos, sino un destino que éstos no podían renunciar ni evitar porque estarían rechazando la voluntad de Dios. O’Sullivan también creía que los norteamericanos tenían una misión que cumplir: extender la libertad y la democracia, y ayudar a las razas inferiores.  Las ideas de O’Sullivan no eran nuevas, pero llegaron en un momento de gran agitación nacionalista y expansionista en la historia de los Estados Unidos.  Éstas fueron adaptadas bajo una frase que el propio O’Sullivan acuñó, el destino manifiesto, y se convirtieron en la justificación básica del expansionismo norteamericano.

La idea del destino manifiesto estaba enraizada en la visión de los Estados Unidos como una nación excepcional destinada a civilizar a los pueblos atrasados y expandir la libertad por el mundo. Es decir, en una visión mesiánica y mística que veía en la expansión norteamericana la expresión de la voluntad de Dios. Ésta estaba también basada en un concepto claramente racista que dividía a los seres humanos en razas superiores e inferiores. De ahí que se pensara que era deber de las razas superiores “ayudar” a las inferiores. Como miembros de una “raza superior”, la anglosajona, los norteamericanos debían cumplir con su deber y misión.

La anexión de Oregon

Como sabemos, en 1819, los Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron ocupar de forma conjunta el territorio de Oregon. Ambos países reclamaban ese territorio como suyo y al no poder ponerse de acuerdo optaron por compartirlo.  Por los próximos veinte cinco años, miles de colonos norteamericanos emigraron y se establecieron en Oregon estimulados por el gobierno de los Estados Unidos.

Las elecciones presidenciales de 1844 estuvieron dominadas por el tema de la expansión. La candidatura de James K. Polk por los demócratas estuvo basada en la propuesta de “recuperar” Oregon y anexar Texas. Polk era un expansionista realista que presionó a los británicos dando la impresión de ser intransigente y estar dispuesto a una guerra, pero que en el momento apropiado fue capaz de negociar. En 1846, el Presidente Polk solicitó la retirada británica del territorio de Oregon aprovechando que complicada por problemas en su imperio, Gran Bretaña no estaba en condiciones para resistir tal pedido.  Tras una negociación se acordó establecer la frontera en el paralelo 49 y todo el territorio al sur de esa  frontera pasó a ser parte de los Estados Unidos.

American Progress, John Gast , 1872

Texas

En 1821, un ciudadano norteamericano llamado Moses Austin fue autorizado por el gobierno mexicano a establecer 300 familias estadounidenses en Texas, que para esa época era un territorio mexicano. La llegada de Austin y su grupo de emigrantes marcó el origen de una colonia norteamericana en Texas. El número de norteamericanos residentes en Texas creció considerablemente  hasta alcanzar un total de 20,000 en el año 1830. Las relaciones con el gobierno de México se afectaron negativamente cuando los mexicanos, preocupados por el gran número de norteamericanos residentes en Texas, buscaron reestablecer el control político del territorio. Para ello los mexicanos recurrieron a frenar la emigración de ciudadanos estadounidenses y a limitar el gobierno propio que disfrutaban los texanos (norteamericanos residentes en Texas). Todo ello llevó a los texanos a tomar acciones drásticas. En 1836, éstos se rebelaron contra el gobierno mexicano buscando su independencia.  Tras una derrota inicial en la Batalla del Álamo, los texanos derrotaron a los mexicanos en la Batalla de San Jacinto y con ello lograron su independencia.

Después de derrotar a los mexicanos y declararse independientes, los texanos solicitaron se admitiera a Texas como un estado de la unión norteamericana. Este pedido provocó un gran debate en los Estados Unidos, pues no todos los norteamericanos estaban contentos con la idea de que Texas, un territorio esclavista, se convirtiera en un estado de la unión. Los sureños eran los principales defensores de la concesión de la estadidad a Texas, pues sabían que con ello aumentaría la representación de los estados esclavistas en el Congreso (la asamblea legislativa estadounidense). Los norteños se  oponían a la concesión de la estadidad a Texas porque no quería fortalecer políticamente a la esclavitud dando vida a un nuevo estado esclavista. Además, algunos norteamericanos estaban temerosos de la posibilidad de un guerra innecesaria con México por causa de Texas, pues creían que el gobierno mexicano no toleraría que los Estados Unidos anexaran su antiguo territorio.

El tema de Texas sacó a flote las complejidades y contradicciones de la expansión norteamericana. La expansión podría traer consigo la semilla de la libertad como alegaban algunos, pero también de la esclavitud y la autodestrucción nacional. Cada nuevo territorio sacaba a relucir la pregunta sobre el futuro de la esclavitud en los Estados Unidos y esto provocaba intensos debates e inclusive la amenaza de la secesión de los estados sureños.

La guerra con México

La elección de Polk como presidente de los Estados Unidos aceleró el proceso de estadidad para Texas. Éste era un ferviente creyente de la idea del destino manifiesto y de la expansión territorial. Durante su campaña presidencial, Polk se comprometió con la anexión de Texas. En 1845, Texas fue no sólo anexada, sino también incorporada como un estado de la Unión. Ello obedeció a tres razones: la necesidad de asegurar la frontera sur, evitar intervenciones extranjeras en Texas y el peligro de una movida texana a favor de Gran Bretaña. Como habían planteado los opositores a la concesión de la estadidad a Texas, México no aceptó la anexión de Texas y  rompió sus relaciones diplomáticas con los Estados Unidos. Con la anexión de Texas, los Estados Unidos hicieron suyos los problemas fronterizos que existían entre los texanos y el gobierno de México, lo que eventualmente provocó una guerra con ese país. La superioridad militar de los norteamericanos sobre los mexicanos fue total. Las tropas estadounidenses llegaron inclusive a ocupar la ciudad capital del México.

Las fáciles victorias norteamericanos desataron un gran nacionalismo en los Estados Unidos y llevaron a algunos norteamericanos a favorecer la anexión de todo el territorio mexicano. Los sureños se opusieron a la posible anexión de todo México por razones raciales, pues consideraban a los mexicanos racialmente incapaces de incorporarse a los Estados Unidos.  Algunos estados del norte, bajo la influencia de un fuerte sentimiento expansionista, favorecieron la anexión de todo México. Tras grandes debates sólo fue anexado una parte del territorio mexicano.

Territorio arrebatado a México en 1848

En el Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848)  que puso fin a la guerra, los Estados Unidos duplicaron su territorio al adquirir los actuales estados de California, Nuevo México, Arizona, Utah, y Nevada; México perdió la mitad de su territorio; México reconoció la anexión de Texas y los Estados Unidos acordaron pagarle  a México una indemnización de  $15 millones. Con ello los Estados Unidos lograron expandirse del océano Atlántico hasta el océano Pacífico. La guerra aumentó del poder de los Estados Unidos, fortaleció la seguridad del país y se abrió posibilidades de comercio con Asia a través de los puertos californianos. Sin embargo, la expansión alcanzada también expuso las debilidades domésticas de los Estados Unidos, exacerbando el  debate en torno a la esclavitud en los nuevos territorios, lo que endureció el problema del seccionalismo y llevó a la guerra civil. La victoria sobre México también promovió la expansión en territorios en poder de los amerindios norteamericanos lo que desembocó en  las llamadas guerras indias y en la reubicación forzosa de miles de nativos americanos.

Expansionismo y esclavitud

La década de 1850 estuvo caracterizada por un profundo debate en torno al futuro de la esclavitud en los Estados Unidos. Los estados sureños vieron en la expansión territorial un mecanismo para fortalecer la esclavitud incorporando territorios esclavistas a la unión norteamericana. Con ello pretendían alterar el balance político de la nación a su favor creando una mayoría de estados esclavistas. Es necesario señalar que los esfuerzos de los estados sureños fueran bloqueados por el  Norte que se oponía  a la expansión de la esclavitud.

El principal objetivo de los expansionistas en este periodo fue la isla de Cuba por ser ésta una colonia esclavista de gran importancia económica y estratégica para los Estados Unidos. En 1854, los norteamericanos trataron, sin éxito, de comprarle Cuba a España por $130 millones de dólares. Los Estados Unidos tendrían que esperar más de cuarenta años para  conseguir por las armas lo que no lograron por la diplomacia.

La compra de Alaska

William H. Seward

En el periodo posterior a la guerra civil la política exterior norteamericana estuvo desorientada, lo que frenó el renacer de las ansias expansionistas. El resurgir del expansionismo estuvo asociado a la figura del Secretario de Estado William H. Seward (1801-1872). Seward era un ferviente expansionista que tenía interés en la creación de un imperio norteamericano que incluyera  Canadá, América Latina y Asia. Los planes imperialistas de Seward no pudieron concretarse y éste tuvo que conformarse con la adquisición de Alaska.

Alaska había sido explorada a lo largo de los siglos XVII y XVIII por británicos, franceses, españoles y rusos. Sin embargo, fueron estos últimos quienes iniciaron la colonización del territorio. En 1867, los Estados Unidos y Rusia entraron en conversaciones con relación al futuro de Alaska. Ambos países tenían interés en la compra-venta de Alaska por diferentes razones. Para Seward, la compra de Alaska era necesaria para garantizar la seguridad del noroeste norteamericano y expandir el comercio con Asia. Por sus parte, los rusos necesitaban dinero, Alaska era un carga económica y la colonización del territorio había sido muy difícil. Además, el costo de la defensa de Alaska era prohibitivo para Rusia. En marzo de 1867 se llegó a un acuerdo de compra-venta por $7.2 millones.

El problema de Seward no fue comprar Alaska, sino convencer a los norteamericanos de la necesidad de ello. La compra enfrentó fuerte oposición, pues se consideraba que Alaska era un territorio inservible. De ahí que se le describiera con frases como  “Seward´s Folly,” Seward´s Icebox,” o “Polar Bear Garden.” Tras mucho debate, la compra fue eventualmente aceptada y aprobada por el Congreso. Lo que en su momento pareció una locura resultó ser un gran negocio para los Estados Unidos, pues hoy en día Alaska produce el 25% del petróleo de los Estados Unidos y posee el 30% de las reservas de petróleo estadounidenses.

Hawai

Para comienzos de la década de 1840, Hawai se había convertido en una de las paradas más importantes para los barcos norteamericanos en un ruta a China. Esto generó el interés de ciertos sectores de la sociedad norteamericana.  Los primeros norteamericanos en establecerse en las islas fueron comerciantes y misioneros.  A éstos le siguieron inversionistas interesados en la producción de azúcar. Antes de 1890 el principal objetivo norteameamericano no era la anexión de Hawai, sino prevenir que otra potencia controlara el archipiélago. La actitud norteamericana hacia Hawai cambió gracias a la labor misionera, la creciente importancia de la producción azucarera como consecuencia de la reciprocidad comercial con los Estados Unidos y la importancia estratégica de las islas. El crecimiento de la población no hawaiana (norteamericanos, japoneses y chinos)  despertó la preocupación de los locales, quienes se sentían invadidos y temerosos de perder el control de su país ante la creciente influencia de los extranjeros.  La muerte en 1891  del rey Kalākaua y el ascenso al trono de  su hermana Liliuokalani provocó una fuerte reacción de parte de la comunidad norteamericana en la islas, pues la reina era una líder nacionalista que quería reafirmar la soberanía hawaiana. Los azucareros y misioneros norteamericanos la destronan en 1893 y solicitaron la anexión a los Estados Unidos. Contrario a los esperado por los norteamericanos residentes en Hawai, la estadidad no les fue concedida. Además, el Presidente Grover Cleveland encargó a James Blount investigar lo ocurrido en Hawai.  Blount viajó  a las islas y redactó un informa muy criticó de las acciones de los norteamericanos en Hawai, concluyendo que a mayoría de los hawaianos favorecían a la monarquía. Cleveland era un anti-imperialista convencido por lo que el informe de Blount lo colocó en un gran dilema: ¿restaurar por la fuerza a la reina o anexar Hawai?  Lo controversial de ambas posibles acciones llevó a Cleveland a no hacer nada.

Liliuokalani, última reina de Hawaii

Ante la imposibilidad de la estadidad, los norteamericanos en Hawai optaron por organizar un gobierno republicano. El estallido de la Guerra hispano-cubano-norteamericana en 1898 abrió las puertas a la anexión de  Hawai. Noventa  y cinco  años más tarde el Presidente William J. Clinton firmó una  disculpa oficial por el derrocamiento de la reina Liliuokalani.

La expansión extra-continental

Como hemos visto, a lo largo del siglo XIX los norteamericanos se expandieron ocupando territorios contiguos como Luisiana,  Texas y California. Sin embargo, para finales del siglo XIX la expansión territorial norteamericana entró en una nueva etapa caracterizada por la adquisición de territorios ubicados fuera  de los límites geográficos de América del Norte. La    adquisición  de Puerto Rico, Filipinas, Guam y Hawai dotó a los Estados Unidos de un imperio insular.

La expansión de finales del siglo XIX difería del expansionismo de años anteriores por varias razones. Primero, los  territorios adquiridos no sólo no eran contiguos, sino que algunos de ellos estaban ubicados muy lejos de los Estados Unidos. Segundo, estos territorios tenían una gran concentración poblacional. Por ejemplo, a la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico la isla tenía casi un millón de habitantes. Tercero, los territorios estaban habitados por pueblos no blancos con culturas, idiomas y religiones muy diferentes a los Estados Unidos. En las Filipinas los norteamericanos encontraron católicos, musulmanes y cazadores de cabezas. Cuarto, los territorios estaban ubicados en zonas peligrosas o estratégicamente complicadas. Las Filipinas estaban rodeadas de colonias europeas y demasiado cerca de una potencia emergente y agresiva: Japón. Quinto, algunos de esos territorios resistieron violentamente la dominación norteamericana. Los filipinos no aceptaron pacíficamente el dominio norteamericano y se rebelaron. Pacificar las Filipinas les costó a los norteamericanos miles de vidas y millones de dólares. Sexto, contrario a lo que había sido la tradición norteamericana, los nuevos territorios no fueron incorporados, sino que fueron convertidos en colonias de los Estados Unidos. Todos estos factores explican porque algunos historiadores ven en las acciones norteamericanas de finales del siglo XIX un rompimiento con el pasado expansionistas de los Estados Unidos. Sin embargo, para otros historiadores –incluyendo quien escribe– la expansión de 1898 fue un episodio más de un proceso crecimiento imperialista iniciado a fines del siglo XVIII.

Para explicar la  expansión extra-continental se han usado varios argumentos. Algunos historiadores  han alegado que los norteamericanos se expandieron más allá de sus fronteras geográficas por causas económicas. Según éstos, el desarrollo industrial que vivió el país en las últimas décadas del siglo XIX hizo que los norteamericanos fabricaran más productos de los que podían consumir. Esto provocó excedentes que generaron serios problemas económicos como el desempleo, la inflación, etc. Para superar estos problemas los norteamericanos salieron a buscar nuevos mercados donde vender sus productos y fuentes de materias primas. Esa búsqueda provocó la adquisición de colonias y la expansión extra-continental.

Otros historiadores han favorecidos explicaciones de tipo ideológico. Según éstos, la idea de que la expansión era el destino de los Estados Unidos jugó, junto al sentido de misión, un papel destacado en el expansionismo norteamericanos de finales del siglo XIX. Los norteamericanos tenían un destino que cumplir y nada ni nadie podía detenerlos porque era la expresión de la voluntad divina.

La religión y la raza también ha jugado un papel importante en la explicación de las acciones imperialistas de los Estados Unidos. Según algunos historiadores, los norteamericanos fueron empujados por el afán misionero, es decir, por la idea de que la expansión del cristianismo era la voluntad de Dios. En otras palabras, para muchos norteamericanos la expansión era necesaria para llevar con ella la palabra de Dios a pueblos no cristianos.  Como miembros de una raza superior –la anglosajona– los estadounidenses debían cumplir un papel civilizador entre las razas inferiores y para ello era necesaria la expansión extra-continental.

Alfred T. Mahan

Los factores militares y estratégicos también han jugado un papel de importancia en la explicación del comportamiento imperialista de los norteamericanos. Según algunos historiadores, la necesidad de bases navales para la creciente marina de guerra de los Estados Unidos fue otra causa del expansionismo extra-continental. Éstos apuntan a la figura del Capitán Alfred T. Mahan como una fuerza influyente en el desarrollo del expansionismo extra-continental . En 1890, Mahan publicó un libro titulado The Influence of Sea Power upon History que influyó considerablemente a toda una generación de líderes norteamericanos. En su libro Mahan proponía la construcción de una marina de guerra poderosa que fuera capaz de promover y defender los intereses estratégicos y comerciales de los Estados Unidos. Según Mahan, el crecimiento de la Marina debía estar acompañado de la adquisición de colonias para la construcción de bases navales y carboneras.

Una de las explicaciones más novedosas del porque del expansionismo imperialista recurre al género. Según la historiadora norteamericana Kristin Hoganson, el impulso imperialista era una manifestación de la crisis de  la masculinidad norteamericana amenazada por el sufragismo femenino y las nuevas actitudes y posiciones femeninas. En otras palabras, algunos norteamericanos como Teodoro Roosevelt defendieron y promovieron el imperialismo como un mecanismo para reafirmar el dominio masculino sobre la sociedad norteamericana.

La expansión norteamericana de finales del siglo XIX fue un proceso muy complejo y, por ende, difícil de explicar con una sola causa. En otras palabras, es necesario prestar atención a todas las posibles explicaciones del imperialismo norteamericano para poder entenderle.

La Guerra hispano-cubano-norteamericana

En 1898, los Estados Unidos y España pelearon una corta, pero muy importante guerra. La principal causa de la llamada guerra hispanoamericana fue la isla de Cuba. Para finales del siglo XIX, el otrora poderoso imperio español estaba compuesto por las Filipinas, Cuba y Puerto Rico. De éstas la más importante era, sin lugar a dudas, Cuba porque esta isla era la principal productora de azúcar del mundo. La riqueza de Cuba era fundamental para el gobierno español, de ahí que los españoles mantuvieron un estricto control sobre la isla. Sin embargo, este control no pudo evitar el desarrollo de un fuerte sentimiento nacionalista entre los cubanos. Hartos del colonialismo español, en 1895 los cubanos se rebelaron provocando una sangrienta guerra de independencia.  Al comienzo de este conflicto el gobierno norteamericano buscó mantenerse neutral, pero el interés histórico en la isla, el desarrollo de la guerra, las inversiones norteamericanas en la isla (unos $50 millones) y la cercanía de Cuba (a sólo 90 millas de la Florida) hicieron imposible que los norteamericanos no intervinieran buscando acabar con la guerra. La situación se agravó cuando el 15 de febrero de 1898 un barco de guerra norteamericano, el USS Maine, anclado en la bahía de la Habana, explotó  matando a 266 marinos. La destrucción del Maine  generó un gran sentimiento anti-español en los Estados Unidos que obligó al gobierno norteamericano a declararle la guerra a España.

El Maine hundido en la bahía de la Habana

La guerra fue una conflicto corto que los Estados Unidos ganaron con mucha facilidad gracias a su enorme superioridad militar y económica. En el Tratado de París que puso fin a la guerra hispanoamericana, España renunció a Cuba, le cedió Puerto Rico a los norteamericanos como compensación por el costo de la guerra y entregó las Filipinas a los Estados Unidos a cambio $20,000,000. A pesar de lo corto de su duración, esta guerra tuvo consecuencias muy importantes. Primero, la guerra marcó la transformación de los Estados Unidos en una potencia mundial. El poderío que demostraron los norteamericanos al derrotar fácilmente a España dio a entender al resto del mundo que la nación norteamericana se había convertido en un país poderoso al que había que tomar en cuenta y respetar. Segundo, gracias a la guerra los Estados Unidos se convirtieron en una nación con colonias en Asia y el Caribe lo que cambió su situación geopolítica y estratégica. Tercero, la guerra cambió la historia de varios países: España se vio debilitada y en medio de una crisis; Cuba ganó su independencia, pero permaneció bajo la influencia y el control indirecto de los Estados Unidos; las Filipinas no sólo vieron desaparecer la oportunidad de independencia, sino que también fueron controladas por los norteamericanos por medio de una controversial guerra; Puerto Rico pasó a ser una colonia de los Estados Unidos.

Con la expansión extra-continental de finales del siglo XIX se cerró la expansión territorial de los Estados Unidos, pero no su crecimiento imperialista ni su transformación en la potencia dominante del siglo XX.

            Norberto Barreto Velázquez, PhD

Bibliografía mínima:

Beisner, Robert L. From the Old Diplomacy to the New, 1865-1900. Arlington Heights, Illinois: Harlan Davidson, Inc., 1986.

Benjamin, Jules R. The United States and the Origins of the Cuban Revolution an Empire of Liberty in an Age of National Liberation. Princeton, N.J: Princeton University Press, 1990.

Bouvier, Virginia Marie. Whose America? The War of 1898 and the Battles to Define the Nation. Westport, Connecticut: Praeger, 2001.

Drinnon, Richard. Facing West the Metaphysics of Indian-Hating and Empire-Building. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1980.

Foner, Philip Sheldon. The Spanish-Cuban-American War and the Birth of American Imperialism, 1895-1902. New York: Monthly Review Press, 1972.

Healy, David. U S Expansionism. The Imperialist Urge in the 1890’s. Madison, Milwaukee and   London: The University of Wisconsin Press, 1970.

Heidler, David Stephen, and Jeanne T. Heidler. Manifest Destiny. Westport, Connecticut: Greenwood Press, 2003.

__________________________________. The Mexican War. Westport, Conn.: Greenwood Press, 2006.

Henderson, Timothy J. A Glorious Defeat: Mexico and Its War with the United States. New York: Hill and Wang, 2008.

Hietala, Thomas. Manifest Destiny: Anxious Aggrandizement in Late Jacksonian America. Ithaca: Cornell University press, 1985.

Hoganson, Kristin L. Fighting for American Manhood How Gender Politics Provoked the Spanish-American and Philippine-American Wars. New Haven: Yale University Press, 1998.

Horsman, Reginald. Race and Manifest Destiny the Origins of American Racial Anglo-Saxonism. Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1981.

Johannsen, Roberet W. To the Halls of Montezuma: The Mexican War in the American Imagination. New York: Oxford, 1984.

Kastor, Peter J. The Louisiana Purchase: Emergence of an American Nation. Washington, D.C.: CQ Press, 2002.

Kennedy, Philip W. «Race and American Expansion in Cuba and Puerto Rico, 1895-1905.» Journal of Black Studies 1, no. 3 (1971): 306-16.

LaFeber, Walter. The New Empire: an Interpretation of American Expansion, 1860-1898. Ithaca, New York: Cornell University Press, 1963.

Levinson, Sanford, and Bartholomew H. Sparrow. The Louisiana Purchase and American Expansion, 1803-1898. Lanham, MD: Rowman & Littlefield Publishers, 2005.

Libura, Krystyna, Luis Gerardo Morales Moreno y Jesús Velasco Márquez. Ecos de la guerra entre México y los Estados Unidos. México, D.F.: Ediciones Tecolote, 2004.

Love, Eric Tyrone Lowery. Race over Empire Racism and U.S. Imperialism, 1865-1900. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2004.

May, Ernest R. Imperial Democracy the Emergence of America as a Great Power.  New York: Harcourt, Brace & World, 1961.

Merk, Frederick. Manifest Destiny and Mission in American History a Reinterpretation. 1st ed.  New York: Knopf, 1963.

Morgan, H. Wayne. America’s Road to Empire the War with Spain and Overseas Expansion. New York: Wiley, 1965.

Offner, John L. An Unwanted War the Diplomacy of the United States and Spain over Cuba, 1895-1898. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1992.

Pérez, Louis A. The War of 1898 the United States and Cuba in History and Historiography. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1998.

Picó, Fernando. 1898–La guerra después de la guerra.  Río Piedras: Ediciones Huracán, 1987.

Pratt, Julius W. Expansionist of 1898; the Acquisition of Hawaii and the Spanish Islands. Baltimore: John Hopkins Press, 1936.

Rickover, Hyman George. How the Battleship Maine Was Destroyed. Annapolis, Md.: Naval Institute Press, 1994.

Robinson, Cecil. The View from Chapultepec: Mexican Writers on the Mexican-American War. Tucson: University of Arizona Press, 1989.

Rodríguez Beruff, Jorge. «Cultura y Geopolítica: Un acercamiento a la visión de Alfred Thayer Mahan sobre el Caribe.» Op. Cit. Revista del Centro Investigaciones Históricas 11 (1999): 173-89.

Schirmer, Daniel B. Republic or Empire American Resistance to the Philippine War. Cambridge, Mass: Schenkman Pub. Co., 1972.

Smith, Joseph. «The ‘Splendid Little War’ of 1898: a Reappraisal.» History 80, no. 258 (1995): 22-37.

Stephanson, Anders. Manifest Destiny American Expansionism and the Empire of Right. 1st ed. New York: Hill and Wang, 1995.

Torruella, Juan R. Global Intrigues: The Era of the Spanish-American War and the Rise of the United States to World Power. San Juan, P.R.: Editorial Universidad de Puerto Rico, 2006.

Vázquez, Josefina Zoraida. México al tiempo de su guerra con Estados Unidos, 1846-1848. México: Secretaría de Exteriores, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 1997.

Wegner, Dana, “New Interpretations of How the Maine was Lost,” en  Edward J. Marolda Theodore Roosevelt, the U.S. Navy, and the Spanish-American War. New York: Palgrave, 2001, pp. 7-17.

Welch, Richard W. Response to Imperialism.  The United States and the Philippine-American War, 1899-1902. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1979.

Weston, Rubin Francis. Racism in U.S. Imperialism the Influence of Racial Assumptions on American Foreign Policy, 1893-1946. Columbia: University of South Carolina Press, 1972.

Zea, Leopoldo, y Adalberto Santana. El 98 y su impacto en Latinoamérica. México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia : Fondo de Cultura Económica, 2001.

Wexley, Laura. Tender Violence: Domestic Visions in an Age of U. S. Imperialism. Chapell Hill & London: The University of North Carolina Press, 2000.

Williams, William Appleman. The Roots of the Modern American Empire. A Study of the Growth and Shaping of Social Consciousness in a Market Place Society. New York: Vintage Books, 1969.

Read Full Post »

La revista Huellas de los Estados Unidos de la Cátedra de Historia de los Estados Unidos de la UBA acaba de publicar el número correspondiente al mes de setiembre de 2012. Como ya nos tiene acostumbrado esta revista, este número destaca por la calidad y variedad de sus artículos y reseñas. Entre éstos sobresale un ensayo del gran historiador estadounidense William Cronon titulado “Los usos de la historia ambiental”. Autor del ya un clásico Changes in the Land: Indians, Colonists, and the Ecology of New England (New York: Hill & Wang, 1983), Cronon es una de las principales autoridades en historia ambiental. Además del trabajo de Cronon, componen esta edición otros nueve ensayos, un editorial y una reseña crítica.  El editorial, a cargo del Dr. Fabio G. Nigra, Director de la revista, enfoca el tema de las lecciones presidenciales en los Estados Unidos. De los ensayos, me llamaron poderosamente la atención dos: el de Darío Marini analizando la guerra filipino-norteamericana principios del siglo XX, tal vez el conflicto más olvidado en la historia estadounidense; y el ensayo de Ignacio A. Pacce sobre el uso de muñecos animados –el Pato Donald en este caso específico– como herramienta de propaganda durante la segunda guerra mundial. La reseña crítica es de la autoría del amigo Leandro Morgenfeld, padre de la excelente bitácora Vecinos en conflicto, dedicada al análisis de las relaciones entre Estados Unidos, Argentina y América Latina. Morgenfeld reseña el libro The Cuban Missile Crisis. A Concise History (New York, Oxford University Press, 2012)  de Don Munton y David A. Welch.

Para aquellos interesados en someter trabajos para la publicación en este medio, el Comité Editorial de Huellas de Estados Unidos recibirá artículos para evaluación hasta el día 15 de enero de 2013. El próximo número, a ser publicado en marzo de 2013, estará dedicado al análisis de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos.

Felicitamos al equipo de Huellas de Estados Unidos, y en particular a su Director y su Secretaria de Redacción, la Doctoranda Valeria L. Carbone, por su gran trabajo promoviendo el estudio de los Estados Unidos en América Latina.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 27 de setiembre de 2012

Read Full Post »

El amigo Jorge Moreno me ha hecho el honor de publicar en su blog, El Reportero de la Historia, un video donde hago una corta exposición sobre el contenido de mi libro, La amenaza colonial el imperialismo norteamericano y las Filipinas, 1900-1934 (CSIC, 2010). Gracias Jorge.

Read Full Post »

Stephen M. Walt

El excepcionalismo norteamericano sigue siendo un tema de discusión en los medios estadounidenses gracias a los ataques de los pre-candidatos republicanos a la presidencia contra Obama por su supuesto rechazo a la excepcionalidad norteamericana. Una de las aportaciones más interesantes a esta discusión es un artículo del Dr. Stephen M. Walt aparecido en  la edición de noviembre  del 2011 de la revista Foreign Policy.  El Dr. Walt es profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y coautor junto a John Mearsheimer del controversial e importante libro The Israeli Lobby and the U. S. Foreign Policy (2007), analizando la influencia de los grupos de presión pro-israelíes sobre la política exterior norteamericana.

Titulado “The Myth of American Exceptionalism”, el artículo de Walt examina críticamente la alegada excepcionalidad de los Estados Unidos. Lo primero que hace el autor es reconocer el peso histórico y, especialmente político, de esta idea. Por más de doscientos años los líderes y políticos estadounidenses han  hecho uso de la idea del excepcionalismo. De ahí las críticas que recibe Obama por parte de los republicanos por su alegada abandono del credo de la excepcionalidad.

Esta pieza clave de la formación nacional norteamericana parte, según Walt, de la idea de que los valores, la historia  y el sistema político de los Estados Unidos no son sólo únicos, sino también universales. El autor reconoce que esta idea está asociada a la visión de los Estados Unidos como nación destinada a jugar un papel especial y positivo, recogida muy bien por la famosa frase de la ex Secretaria de Estado Madeleine Albright, quien en 1998 dijo que Estados Unidos era la nación indispensable (“we are the indispensable nation”).

Para Walt, el principal problema con la idea del excepcionalismo es que es un mito, ya que el comportamiento internacional de los Estados Unidos no ha estado determinado por su alegada unicidad, sino por su poder y por lo que el autor denomina como la naturaleza inherentemente competitiva de la política internacional (Walt compara la política internacional con un deporte de contacto (“contact sport”). Además, la creencia en la  excepcionalidad no permite que los estadounidenses se vean como realmente son: muy similares a cualquier otra nación poderosa de la historia. El predominio de esta imagen falseada tampoco ayuda a los estadounidenses a entender  cómo son vistos por otros países ni a comprender las críticas a la hipocresía de los Estados Unidos en temas como las armas nucleares, la promoción de la democracia y otros. Todo ello le resta efectividad a la política exterior de la nación norteamericana.

Como parte de su análisis,  Walt identifica y examina cinco mitos del excepcionalismo norteamericano:

  1. No hay nada excepcional en el excepcionalismo norteamericano: Contrario a lo que piensan muchos estadounidenses, el comportamiento de  su país no ha sido muy diferente al de otras potencias mundiales. Según Walt, los Estados Unidos no ha enfrentado responsabilidades únicas  que le han obligado a asumir cargas y responsabilidades especiales. En otras palabras, Estados Unidos no ha sido una nación indispensable como alegaba la Sra. Albright. Además, los argumentos  de superioridad moral y de buenas intenciones tampoco han sido exclusivos  de los norteamericanos. Prueba de ello son el “white man´s burden” de los británicos, la “mission civilisatrice” de los franceses o la “missão civilizadora” de los portugueses. Todo ellos, añado yo, sirvieron para justificar el colonialismo como una empresa civilizadora.
  2. La superioridad moral: quienes creen en la excepcionalidad de los Estados Unidos alegan que ésta es una nación virtuosa, que promueve la libertad, amante de la paz, y respetuosa de la ley y de los derechos humanos. En otras palabras, moralmente superior y siempre regida por propósitos nobles y superiores. Walt platea que Estados Unidos tal vez no sea la nación más brutal de la historia, pero tampoco es el faro moral que imaginan algunos de sus conciudadanos. Para demostrar su punto enumera algunos de los  “pecados” cometidos por la nación estadounidense: el exterminio y sometimiento de los pueblos americanos originales como parte de su expansión continental, los miles de muertos de la guerra filipino-norteamericana de principios del siglo XX, los bombardeos que mataron miles de alemanes y japoneses durante la segunda guerra mundial, las más de 6 millones de toneladas de explosivos lanzadas en Indochina en los años 1960 y 1970, los más de 30,000 nicaragüenses muertos en los años 1980 en la campaña contra el Sandinismo y los miles de muertos causados por la invasión de Irak.  A esta lista el autor le añade la negativa a firmar tratados sobre derechos humanos, el rechazo a la Corte Internacional de Justicia, el apoyo a dictaduras violadores de derechos humanos en defensa de intereses geopolíticos, Abu Ghraib, el “waterboarding” y el “extraordinary rendition”.
  3. El genio especial de los norteamericanos: los creyentes de la excepcionalidad han explicado el desarrollo y poderío norteamericano como la confirmación de la superioridad y unicidad de los Estados Unidos. Según éstos, el éxito de su país se ha debido al genio especial de los norteamericanos. Para Walt, el poderío estadounidense ha sido producto de la suerte, no de su superioridad moral o genialidad. La suerte de poseer una territorio grande y con abundante recursos naturales. La suerte de estar ubicado lejos de los problemas y guerras de las potencias europeas. La suerte de que las potencias europeas estuvieran enfrentadas entre ellas y no frenaran la expansión continental de los Estados Unidos. La suerte de que dos guerras mundiales devastaran a sus competidores.
  4. EEUU como la fuente de “most of the good in the World”: los defensores de la excepcionalidad ven a Estados Unidos como una fuerza positiva mundial. Según Walt, es cierto que Estados Unidos ha contribuido a la paz y estabilidad mundial a través de acciones como el Plan Marshall, los acuerdos de Bretton Wood y su retórica a favor de los derechos humanos y la democracia. Pero no es correcto pensar que las acciones estadounidenses son buenas por defecto. El autor plantea que es necesario que los estadounidenses reconozcan el papel que otros países jugaron en el fin de la guerra fría, el avance d e los derechos civiles, la justicia criminal, la justicia económica, etc.  Es preciso que los norteamericanos reconozcan sus “weak spots” como el rol de su país como principal emisor de  gases de invernadero, el apoyo del gobierno norteamericano al régimen racista de Sudáfrica, el apoyo irrestricto a Israel, etc.
  5. “God is on our side”: un elemento crucial del excepcionalismo estadounidense es la idea de que Estados Unidos es un pueblo escogido por Dios, con una plan divino a seguir. Para el autor, creer que se tiene un mandato divino es muy peligroso porque lleva a creerse  infalible y caer en el riesgo de ser víctima de gobernantes incompetentes o sinvergüenzas como el caso de la Francia napoleónica y el Japón imperial. Además, un examen de la historia norteamericana en la última década deja claro sus debilidades y fracasos: un “ill-advised tax-cut”, dos guerras desastrosas y una crisis financiera producto de la corrupción y la avaricia. Para Walt, los norteamericanos deberían preguntarse, siguiendo a Lincoln, si su nación está del lado de Dios y no si éste está de su lado.

Walt concluye señalando que, dado los problemas que enfrenta Estados Unidos, no es sorprendente que se recurra al patriotismo del excepcionalismo con fervor. Tal patriotismo podría tener sus beneficios, pero lleva a un entendimiento incorrecto del papel internacional que juega la nación norteamericana y  a la toma de malas decisiones. En palabras de Walt,

  Ironically, U.S. foreign policy would probably be more effective if Americans were less convinced of their own unique virtues and less eager to proclaim them. What   we        need, in short, is a more realistic and critical assessment of America’s true  character and contributions.

Este análisis de los elementos que componen el discurso del excepcionalismo norteamericano es un esfuerzo valiente y sincero  que merece todas mis simpatías y respeto. En una sociedad tan ideologizada como la norteamericana, y en donde los niveles de ignorancia e insensatez son tal altos, se hacen imprescindibles  voces como las  Stephen M. Walt. Es indiscutible que los norteamericanos necesitan superar las gríngolas ideológicas que no les permiten verse tal como son y no como se imaginan. El mundo entero se beneficiaría de un proceso así.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, 14 de diciembre de 2011

Read Full Post »

No soy dado al autobombo, pero hay momentos en que es necesario compartir las buenas noticias con los amigos: acaba de ser publicado mi segundo libro, La amenaza colonial: El imperialismo norteamericano y las Filipinas, 1900-1934 (Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2010).

Comparto con ustedes la descripción que aparece en la contraportada del libro y que fue redactada por uno de los protagonistas principales del proceso de creación de esta obra, mi  querida esposa Magally Alegre Henderson.

“En 1898, los Estados Unidos libraron una corta pero muy exitosa guerra contra España, conocida como la guerra hispanocubano-norteamericana, que les concedió control sobre Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas. De todas estas posesiones, ninguna se encontraba más distante del imaginario norteamericano como las Filipinas, ni generó tan intenso debate político, ideológico y cultural en la sociedad estadounidense. La Amenaza Colonial analiza el impresionante cuerpo de ideas e imágenes sobre las islas y sus habitantes, creado por escritores, militares, funcionarios coloniales, periodistas, misioneros y viajeros norteamericanos; y cómo ésta producción cultural fue a su vez creada y recreada por los miembros del Congreso de los Estados Unidos en sus discusiones sobre el futuro político de las Filipinas.

La Amenaza Colonial resalta el papel protagónico que el Congreso norteamericano ha tenido en el desarrollo de prácticas, instituciones y políticas imperialistas de los Estados Unidos, desde una perspectiva que combina enfoques culturales, políticos, ideológicos y estratégicos.”

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú,  27 de noviembre de 2010

Read Full Post »

National Webpage Banner

Acabo de descubrir la existencia de una organización que agrupa a descendientes de veteranos de la Guerra Hispanoamericana llamada Sons of Spanish American War Veterans. De acuerdo con su página web, esta organización nació en 1927 y congrega no  sólo a veteranos de la guerra con España, sino también de la «insurrección» filipina y de la expedición en contra de los “boxers”.  Organizada en capítulos denominados “camps”, los Sons of the Spanish American War Veterans están presentes en varios estados de la Unión norteamericana: Nueva York, Illinois, Florida, Ohio, Colorado, Carolina del Sur, Pennsylvania, Virgina, Kentucky y California. Además descubrí, que el “Cuba Libre Camp #172” en la Florida posee un blog con información y comentarios sobre el conflicto hispano-cubano-norteamericano que podría resultar de interés y utilidad. Aquí incluyo un corto programa de radio creado por el Cuba Libre Camp #172, que busca dar a conocer y promocionar a los Sons of Spanish American War Veterans.

Norberto Barreto Velázquez, Ph. D.
Lima, Perú, 31 de julio de 2009

Sons of Spanish American War Veteran’s, Cuba Libre Camp #172

Shared via AddThis

Read Full Post »

En 1898, los Estados Unidos pelearon una breve, pero importante guerra con España. La llamada guerra hispanoamericana marcó la transformación de la nación norteamericana en una potencia mundial.  Gracias a esa guerra, los Estados Unidos se hicieron dueños de un imperio insular que incluía el control directo de Puerto Rico y las islas Filipinas, e indirecto de Cuba. En Puerto Rico, los norteamericanos fueron recibidos como libertadores. Los cubanos, debilitados por años de guerra, tuvieron que aceptar la infame enmienda Platt, convirtiendo a su país en un protectorado de los Estados Unidos. Los filipinos recibieron a los estadounidenses como aliados y les ayudaron a derrotar a las fuerzas españolas sitiadas en Manila. Sin embargo, una vez los nacionalistas filipinos comprobaron que los norteamericanos no llegaban como libertadores, sino como conquistadores, desataron una rebelión que le costó a los Estados Unidos más sangre y dinero que la guerra con España.

Water Cure-Life

La guerra filipino-norteamericana –la primera guerra de liberación nacional del siglo XX– fue un conflicto muy controversial que generó una gran oposición en los Estados Unidos, especialmente, entre los sectores anti-imperialistas. No todos los norteamericanos celebraron la adquisición de un imperio insular. Hubo un grupo de intelectuales, políticos y hombres de negocios que criticaron la política imperialista del entonces presidente William McKinley. El comportamiento de las tropas norteamericanos provocó la indignación de los anti-imperialistas, quienes abiertamente denunciaron la quema de iglesias, la profanación  de cementerios y la ejecución de prisioneros. Sin embargo, lo que más causó revuelo en la sociedad norteamericana fueron las denuncias del uso de tortura contra prisioneros filipinos,  especialmente, lo que a principios del siglo XX fue conocido como  la “water cure”,  y que hoy denominaríamos “waterboarding” o ahogamiento provocado.

En un interesante ensayo titulado «The Water Cure: Debating Torture and Counterinsurgency—a Century Ago» publicado por la revista New Yorker, el historiador norteamericano Paul A. Kramer enfoca  este episodio de la historia norteamericana. Me parece que el análisis de este corto ensayo cobra particular importancia en momentos en que la sociedad norteamericana “descubre” el alcance de las políticas de la administración de George W. Bush  con relación al uso de la tortura, y debate qué hacer al respecto.

Kramer-72

Paul A. Kramer

Kramer es profesor de historia en la Universidad de Iowa y según el History News Network, es uno de los historiadores jóvenes más destacados de los Estados Unidos. Kramer es autor de importantes trabajos analizando la guerra filipino-norteamericana y el colonialismo norteamericano en las Filipinas. Entre sus obras destacan: The Blood of Government: Race, Empire, the United States and the Philippines (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2006), “Race-Making and Colonial Violence in the U. S. Empire: The Philippine-American War as Race War”, (Diplomatic History, Vol. 30, No. 2, April 2006, 169-210), “The Darkness that Enters the Home: The Politics of Prostitution during the Philippine-American War” (en Ann Stoler, ed., Haunted by Empire: Geographies of Intimacy in North American History,  Durham: Duke University Press, 2006, 366-404) y “Empires, Exceptions and Anglo-Saxons: Race and Rule Between the British and U. S. Empires, 1880-1910” (Journal of American History, Vol. 88, March 2002, 1315-53).  Sus trabajos forman parte de una corriente historiográfica innovadora que en los últimos años ha venido refrescando el estudio de la relaciones exteriores de los Estados Unidos, y del imperialismo norteamericano en particular.

Kramer hace un recuento detallado de este periodo desafortunado de la historia norteamericana. Según éste, las primeras denuncias de torturas aparecieron en los periódicos norteamericanos un año después de comenzada la guerra.  Ello a pesar de la censura impuesta por las autoridades militares a la información procedente de las Filipinas. Curiosamente, quienes hicieron esas primeras denuncias fueron soldados norteamericanos en las Filipinas en cartas personales dirigidas a sus familiares en los Estados Unidos. En mayo de 1900, el periódico Omaha World-Herald publicó una carta del soldado A. F. Miller del Regimiento Voluntario de Infantería #32 (en ese entonces, el ejército norteamericano era uno pequeño por lo que fue necesario usar tropas voluntarias procedentes de varios estados de la Unión tanto en la guerra hispanoamericana como en la guerra filipino-norteamericana).  En su carta, el soldado Miller revelaba el uso de la tortura contra los prisioneros de guerra y en particular, el uso de la “water cure” como mecanismo para obtener información de los filipinos. Según el soldado Miller, los filipinos eran colocados de espaldas, sujetadas por varios soldados y se les colocaba un pedazo de madera redonda en la boca para obligarlos a mantenerla abierta. Una vez sometido el prisionero filipino, se procedía a verter grandes cantidades de agua en su boca y fosas nasales hasta provocarles asfixia. Este “tratamiento” se repetía hasta que los torturadores “conseguían” las información que estaban buscando. Miller era muy claro en su apreciación del efecto del “water cure”: “Puedo decirles que es una tortura terrible”.watercure

Según Kramer, la reacción inicial de los anti-imperialista ante estas denuncias fue muy cautelosa por dos razones básicas: primero, porque las acusaciones eran muy difíciles de sustentar y, segundo, porque el imperialismo se había convertido en un tema central en las elecciones presidenciales de 1900 y no querían perjudicar a su candidato –el demócrata William Jennings Bryan– provocando acusaciones de anti-norteamericanismo por cuestionar el comportamiento de los soldados estadounidenses en las Filipinas. Tras la derrota de Bryan, los antiimperialista  sintieron que ya no tenían nada que perder e hicieron suyas las denuncias de torturas y malos tratos en las Filipinas. Según Kramer, Herbert Welsh –un reformista antiimperialista radicado en la ciudad de Filadelfia– se convirtió en el  abanderado de “la exposición y castigo de las atrocidades” cometidas por soldados estadounidenses. Para Welsh, los Estados Unidos sólo recuperarían su posición entre las naciones civilizadas  si se hacía justicia en el caso de la torturas.

En el Congreso, el senador republicano George F. Hoar, un ferviente opositor a la guerra, propuso que se llevara a cabo una investigación especial sobre el comportamiento de las tropas  norteamericanas en las Filipinas.  La investigación, llevada a cabo por el Comité de las Filipinas presidido por el poderoso senador y ferviente imperialistas Henry Cabot Lodge, comenzó en enero de 1902. Durante diez semanas  testificaron  oficiales militares y civiles, y surgieron una serie de temas relacionados no sólo con el problema de la tortura, sino también con la ocupación norteamericana de las Filipinas. El testimonio de William H. Taft, gobernador de las Filipinas y futuro presidente de los Estados Unidos, resultó ser uno de los momentos cruciales.  Acosado por las preguntas del Senador Charles A. Culberson, Taft reconoció que en las Filipinas se habían cometido “cruelties” como la “water cure”, pero añadió que las autoridades militares habían condenado tales métodos e inclusive realizado varias cortes marciales para investigar y castigar a los culpables.

En representación de la administración Roosevelt (McKinley fue asesinado en setiembre de 1901 por un anarquista) testificó el Secretario de la Guerra Elihu Root. Este abogado corporativo es uno de los personajes más importantes en el desarrollo de las políticas imperialistas estadounidenses de principios del siglo XX, entre ellas, la enmienda Platt.  El Secretario tildó de exageradas las denuncias y comentarios referentes al uso de tortura en las Filipinas y acusó a los nacionalistas filipinos  de haber llevado a cabo una guerra cruel y bárbara.  Desafortunadamente para Root, paralelo con su testimonio dio inicio en Manila una corte marcial contra el Mayor Littleton Waller, acusado de haber ordenado el fusilamiento de once guías y portadores filipinos.  En octubre de 1901, un grupo de rebeldes filipinos le infligió una sorpresiva derrota al ejército norteamericano al matar a 48 soldados estadounidenses en la villa de Balangiga en la isla de Samar.  Los eventos de Balangiga provocaron una dura reacción de los militares norteamericanos y, sin lugar dudas, influyeron el ánimo del Mayor Waller. Éste se encontraba en Samar y al mando de una expedición que terminó trágicamente, pues “perdido, febril y paranoico”, Waller pensó que sus guías le conducían a una trampa y les asesinó. Durante la corte marcial, el Mayor Waller testificó que había recibido órdenes del General Jacob H. Smith de convertir la isla de Samar en un “páramo aullante” (“howling wilderness”). Según Waller, sus órdenes eran claras: “matar y quemar” con la mayor intensidad posible, matar a cualquier filipino mayor de diez años de edad. Las órdenes de Smith no sólo eran producto de los eventos en Balangiga, sino que salvaron al Mayor Waller, quien fue exculpado de las acusaciones de que era objeto.  [El General Smith fue juzgado en una corte marcial acusado no de asesinato, sino por conducta que “perjudicaba el buen orden y la disciplina militar”. Por recomendación del Secretario Root, Smith pasó a retiro y no se le sometió a mayor castigo.]

300px-Phillipines[1]
El testimonio de Waller causó gran indignación y revuelo en la sociedad norteamericana. Para complicar aún más las cosas para la administración Roosevelt, un veterano de la guerra filipino-norteamericana llamado Charles S. Riley testificó ante el comité del Senado haber sido testigo presencial del uso de “water cure” en un prisionero filipino de nombre Tobeniano Ealdama. Las acusaciones de Riley fueron confirmadas por otros veteranos, forzando al gobierno a llevar a cabo una corte marcial contra el Capitán Edwin Glenn, oficial acusado de haber torturado a Ealdama. El juicio de Glenn duró una semana y contó con el testimonio de la alegada víctima, quien describió cómo había sido torturado. El testimonio del acusado es muy interesante porque sus argumentos resuenan hoy en día entre los defensores del “water boarding” y del “extreme rendition”. Según Glenn, la tortura de Ealdama estaba justificada por “razones militares”  y constituía “un uso legítimo de la fuerza justificado por las leyes de la guerra”. El acusado fue encontrado culpable y condenado a perder un mes de paga y a pagar un multa de cincuenta dólares.  Parece que la corte marcial no dañó la carrera militar del capitán, pues según Kramer, Glenn se retiró del ejército con el rango de Brigadier General.

Según Kramer, los testimonios de Waller, Glenn, Riley y otros veteranos llevaron al gobierno,  apoyado por periodista a favor de la guerra, a iniciar una intensa campaña en defensa del Ejército. Para ello recurrieron a argumentos patrióticos condenando a quienes se atrevían a criticar las acciones de soldados norteamericanos. También se recurrió al racismo al tildar a los filipinos de salvajes que no estaban cobijados por las leyes de la guerra entre naciones civilizadas. En otras palabras, no se podía dar un trato civilizado a un grupo de salvajes.

El 4 de julio de 1902, el presidente Teodoro Roosevelt dio fin oficial a la guerra filipino-norteamericana declarando la victoria de las fuerzas norteamericanas. Ello ayudó a que el tema de las atrocidades fueran quedando en el olvido. Aunque los antiimperialistas continuaron criticando la conducta de las fuerzas militares en las Filipinas, las noticias procedentes de la Filipinas  ya no causaban revuelo entre los norteamericanos.  Es así como la “water cure”, la quema de villas y el asesinato indiscriminado pasaron a formar parte de la amnesia imperialista norteamericana hasta ser rescatados por este ensayo de Paul A. Kramer.

En momentos en que los estadounidenses discuten qué hacer con los oficiales de la CIA y los funcionarios de la administración Bush hijo involucrados en la tortura de prisioneros de la llamada guerra contra el terrorismo, este pequeño ensayo debería servir para recordarles que aún están a tiempo para enmendar pecados del pasado, y de paso recuperar parte del respeto internacional perdido tras un periodo demasiado largo de una arrogante insensatez.

Norberto Barreto Velázquez, Ph. D.
Lima, Perú, 29 de abril de 2009

Nota: Todas las traducciónes del ensayo de Kramer son mías.

Read Full Post »

A %d blogueros les gusta esto: