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Archive for the ‘Excepcionalismo’ Category

William J. Astor analiza en esta nota cómo la incapacidad de los estadounidenses para reconocer sus grandes pecados (esclavitud, genocidio de los nativo americanos etc.) no les permite condenar las acciones de Israel en Gaza por lo que son: una atrocidad. Esta incapacidad es claramente un producto ideológico y cultural facilitado por el desconocimiento y la manipulación de la historia estadounidense. Añadiría que es, además, una expresión del excepcionalismo que ha dominado la representación de sí mismos que han hecho los estadounidenses desde las Trece Colonias.

Como bien señala Astor, israelíes y estadounidenses se consideran pueblos elegidos, lo que le ha ayudado a desconocer sus crímenes y alegar su inocencia y bondad innatas. Yo le añadiría que ambas son sociedades fundamentadas en el settler colonialism o colonialismo de asentamiento. En este tipo  de colonialismo, los pueblos indígenas que habitan  una región colonizada son desplazados, principalmente por la fuerza, por colonos llegados del exterior que terminan formando sociedades permanente en los territorios conquistados. En otras palabras, ambos son poderes coloniales que operan dentro de una mentalidad colonialista.


The Second City

América, tierra de inocentes

W. J. Astor

Bracing Views  11 de noviembre de 2023

Es deprimentemente cierto que ninguna nación o pueblo es inmune a cometer atrocidades. La historia está llena de ellos. Es decir, atrocidades.

¿Cometió Hamas atrocidades, sobre todo el 7/10? Sí. ¿Ha cometido Israel atrocidades en Gaza desde esos ataques terroristas? Sí.

Cualquier ser humano en su sano juicio se indigna por un comportamiento atroz. Lo que es particularmente irritante acerca de las atrocidades de Israel es que el gobierno de Estados Unidos las está permitiendo mientras afirma que Israel y Estados Unidos son los buenos, y que, sin importar cuántos inocentes mueran debido a las bombas, balas y misiles de Estados Unidos e Israel, todo es culpa de Hamas.

Incluso los asesinos en serie a veces saben que son monstruos. Nos imaginamos inocentes.

¿Por qué? Porque Estados Unidos es un país “bueno”. Menos mal que nunca promovimos la esclavitud ni participamos en masacres de nativos americanos.  O el encarcelamiento masivo de japoneses-estadounidenses en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.  O la misoginia generalizada. (Recordemos que a las mujeres ni siquiera se les permitió votar en las elecciones presidenciales hasta 1920). Lo bueno es que siempre hemos abrazado a los judíos, nunca los hemos discriminado ni rechazado a judíos desesperados durante el Holocausto.

Los estadounidenses deberían saber por nuestra propia historia que las personas “buenas” pueden hacer cosas horribles porque, como país, las hemos hecho nosotros mismos.

La mayoría de los estadounidenses ven a Israel como un aliado, una democracia moderna similar a la de Estados Unidos. Eso no significa que Israel sea inmune a un comportamiento atroz; Una vez más, nuestra propia historia muestra que Estados Unidos es capaz de masacrar a millones de personas en nombre del “destino manifiesto”. En el pasado, la mayoría de los estadounidenses estaban de acuerdo en que teníamos nuestros propios “animales humanos”, nuestros propios salvajes, y que “el único indio bueno es el indio muerto”. Así que, en nombre del destino, incluso de Dios, matamos a los valientes.

Evidence of the Massacre at My Lai | American Experience | Official Site |  PBS
Civiles vietnamitas masacrados por soldados estadounidenses en My Lai, 1968

El otro día, como distracción de la actualidad, volví a leer los ensayos y aforismos de Schopenhauer. Como europeo que vivía cuando la esclavitud estaba muy viva en los Estados Unidos antes de la guerra, Schopenhauer dijo lo siguiente sobre la “crueldad” y la “crueldad” en los “estados esclavistas de la Unión Norteamericana”:

Nadie puede leer [los relatos de la esclavitud en la América anterior a la guerra] sin horror, y pocos no se verán reducidos a lágrimas: porque cualquier cosa que el lector pueda haber oído, imaginado o soñado sobre la infeliz condición de los esclavos, de hecho sobre la dureza y la crueldad humanas en general, se desvanecerá en la insignificancia cuando lea cómo estos demonios en forma humana,  estos sinvergüenzas intolerantes, que van a la iglesia y observan el sábado, especialmente los párrocos anglicanos entre ellos, tratan a sus inocentes hermanos negros a quienes la fuerza y la injusticia han entregado en sus diabólicas garras. Este libro [Sobre la esclavitud en los EE.UU.] despierta los sentimientos humanos a tal grado de indignación que uno podría predicar una cruzada por la subyugación y el castigo de los estados esclavistas de América del Norte. Son una mancha en la humanidad.

Schopenhauer no se andaba con rodeos, y con razón. Sin embargo, todavía hay quienes en Estados Unidos argumentan que la esclavitud no era del todo mala, que algunos esclavos aprendieron habilidades útiles. Aunque no escucho a tales apologistas ofrecerse como esclavos ellos mismos.

Si un plan de estudios en Florida todavía puede poner una cara feliz a la profunda iniquidad de la esclavitud, que Estados Unidos eliminó (al menos por ley) en 1865, ¿nos sorprende que muchos puedan poner una cara feliz a lo que Israel está haciendo en Gaza?

¿Genocidio? ¿Genocidio? He estado allí, he hecho eso. Pero no pasa nada: “ellos” eran salvajes. “Nosotros”, los elegidos, no teníamos otra opción. ¿O sí?


Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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En este artículo publicado originalmente en el Project Syndicate, el eminente economista turco Dani Rodrik comparte unas interesantes reflexiones sobre uno de los temas principales de este blog: el excepcionalismo estadounidense.

Rodrik es profesor de economía política internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Es autor, entre otros, de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane Economy (Princeton University Press, 2017), Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science (Norton & Company, Inc., 2015)  y La paradoja de la globalización  (Antoni Bosch Editor, 2011).


El economista      26 de junio de 2022

Cuando comencé a dar clases en la Escuela Kennedy de Harvard, a mediados de la década de 1980, la competencia con Japón era la principal preocupación de la política económica estadounidense. El libro Japan as Number One, de Ezra Vogel, el primer experto en Harvard sobre Japón en aquel entonces, marcó el tono del debate.

Recuerdo que en ese momento me llamó la atención el grado en que la discusión, incluso entre los académicos, estaba teñida por un cierto sentido del derecho estadounidense a la preeminencia internacional. Estados Unidos no podía permitir que Japón dominara industrias clave y tuvo que responder con sus propias políticas industriales y comerciales, no solo porque podrían ayudar a la economía estadounidense, sino también porque Estados Unidos simplemente no podía ser el número dos.

Hasta entonces, había pensado que el nacionalismo agresivo era una característica del Viejo Mundo: sociedades inseguras que no se sentían cómodas con su posición internacional y tambaleándose por injusticias históricas reales o percibidas. Las élites estadounidenses, ricas y seguras, pueden haber valorado el patriotismo, pero su perspectiva global tendía hacia el cosmopolitismo. Pero el nacionalismo de suma cero no estaba lejos de la superficie, lo que quedó claro una vez que el lugar de Estados Unidos en la cima del tótem económico mundial se vio amenazado.

Dani Rodrik - School of Social Science | Institute for Advanced Study

Dani Rodrik

Después de tres décadas de triunfalismo estadounidense tras la caída del Muro de Berlín, ahora se está desarrollando un proceso similar, pero a una escala mucho mayor.

Está impulsado tanto por el ascenso de China, que representa un desafío económico más importante para Estados Unidos que el que representó Japón en la década de 1980, y también es un riesgo geopolítico, así como por la invasión de Ucrania por parte de Rusia.

Estados Unidos ha respondido a estos desarrollos buscando reafirmar su primacía global, un objetivo que los políticos estadounidenses combinan fácilmente con el de establecer un mundo más seguro y próspero. Consideran que el liderazgo de Estados Unidos es fundamental para la promoción de la democracia, los mercados abiertos y un orden internacional basado en reglas. ¿Qué podría ser más propicio para la paz y la prosperidad que eso? La opinión de que los objetivos de la política exterior de Estados Unidos son fundamentalmente benignos sustenta el mito del excepcionalismo estadounidense: lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para el mundo.

Si bien esto es indudablemente cierto a veces, el mito con demasiada frecuencia ciega a los políticos estadounidenses sobre la realidad de cómo ejercen el poder. Estados Unidos socava otras democracias cuando conviene a sus intereses y tiene un largo historial de intromisión en la política interna de países soberanos. Su invasión a Irak en 2003 fue una violación tan clara de la Carta de las Naciones Unidas como la agresión del presidente ruso Vladimir Putin contra Ucrania.

Los diseños estadounidenses de “mercados abiertos” y un “orden internacional basado en reglas” a menudo reflejan principalmente los intereses de las élites empresariales y políticas de los Estados Unidos en lugar de las aspiraciones de los países más pequeños. Y cuando las reglas internacionales divergen de esos intereses, Estados Unidos simplemente se mantiene alejado (como con la Corte Penal Internacional, o la mayoría de las convenciones fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo).

Muchas de estas tensiones fueron evidentes en un discurso reciente del secretario de Estado de Estados Unidos, Antony J. Blinken, sobre el enfoque de Estados Unidos hacia China. Blinken describió a China como “el desafío a largo plazo más serio para el orden internacional”, argumentando que “la visión de Beijing nos alejaría de los valores universales que han sustentado gran parte del progreso mundial”.

ما الأسباب؟.. تحوّل الحرب بين أميركا والصين من تجارية إلى تكنولوجية | أخبار  تكنولوجيا | الجزيرة نت

Según Blinken, Estados Unidos “dará forma al entorno estratégico en torno a Beijing para promover nuestra visión de un sistema internacional abierto e inclusivo”. Una vez más, ¿quién podría oponerse a tal visión? Pero a China y muchos otros les preocupa que las intenciones de Estados Unidos sean mucho menos benignas. Para ellos, la declaración de Blinken suena como una amenaza para contener a China y limitar sus opciones, mientras intimida a otros países para que se pongan del lado de Estados Unidos.

Nada de esto es para reclamar una equivalencia entre las acciones estadounidenses actuales y la invasión rusa de Ucrania o las graves violaciones de los derechos humanos de China en Xinjiang y la apropiación de tierras en el Himalaya y el Mar de China Meridional. A pesar de todas sus fallas, Estados Unidos es una democracia donde los críticos pueden criticar y oponerse abiertamente a la política exterior del gobierno. Pero eso hace poca diferencia para los países tratados como peones en la competencia geopolítica de Estados Unidos con China, que a menudo luchan por distinguir entre las acciones globales de las principales potencias.

 

Blinken trazó un vínculo claro entre las prácticas autoritarias de China y la supuesta amenaza del país al orden mundial. Esta es una proyección especulativa de la creencia de Estados Unidos en su propio excepcionalismo benigno. Pero, así como la democracia en el interior no implica buena voluntad en el exterior, la represión interna no tiene por qué conducir inevitablemente a la agresión externa. China también afirma estar interesada en un orden global próspero y estable, pero no uno organizado exclusivamente en los términos de Estados Unidos.

La ironía es que cuanto más trate Estados Unidos a China como una amenaza e intente aislarla, más parecerán las respuestas de China validar los temores de Estados Unidos. Con Estados Unidos tratando de convocar un club de democracias que se oponen abiertamente a China, no resultó sorprendente que el presidente Xi Jinping se acurrucara con Putin justo cuando Rusia se preparaba para invadir Ucrania. Como señala el periodista Robert Wright, los países excluidos de tales agrupaciones se unirán.

A quienes se preguntan por qué debería importarnos el declive del poder relativo de Estados Unidos, las élites de la política exterior estadounidense responden con una pregunta retórica: ¿Preferirían vivir en un mundo dominado por Estados Unidos o por China? En verdad, otros países preferirían vivir en un mundo sin dominación, donde los estados más pequeños retengan un grado razonable de autonomía, tengan buenas relaciones con todos los demás, no se vean obligados a elegir bandos y no se conviertan en daños colaterales cuando las grandes potencias luchen.

Cuanto antes sea posible que los líderes estadounidenses reconozcan que otros no ven las ambiciones globales de Estados Unidos a través de los mismos lentes color de rosa, será mejor para todos.

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President Trump and the Irony of American Exceptionalism ...

Joseph Nye es un académico estadounidense que entre sus muchos haberes destaca ser el creador del concepto poder blando (soft power) para describir la capacidad de un país de incidir en el comportamiento de otro a través de medios no violentos, es decir, culturales y/o ideológicos. Profesor en la Universidad de Harvard desde 1964, Nye es uno de los más agudos analistas de la política internacional estadounidense.

En este corto artículo, Nye habla su sobre su más reciente obra Do Morals Matter Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump (Oxfiord University Press, 2020), analizando uno de los principales temas de esta bitácora: el excepcionalismo estadounidense.

Comparto con mis lectores este interesante trabajo.


El excepcionalismo de EE UU en la era Trump

Joseph Nye

El País   8 de junio de 2020

Do Morals Matter?: Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump ...En mi estudio reciente de 14 presidentes desde 1945, Do Morals Matter?llegué a la conclusión de que los estadounidenses quieren una política exterior moral, pero han estado divididos respecto de lo que eso significa. Los estadounidenses suelen creer que su país es excepcional porque definimos nuestra identidad no por la etnicidad, sino más bien por una visión liberal de la sociedad y un estilo de vida basado en la libertad política, económica y cultural. La Administración del presidente Donald Trump ha roto con esa tradición.

Por supuesto, el excepcionalismo estadounidense se enfrentó a contradicciones desde el principio. A pesar de la retórica liberal de los fundadores, el pecado original de la esclavitud quedó registrado en la Constitución de Estados Unidos en un acuerdo que permitió la unión de los Estados del norte y del sur.

Y los estadounidenses siempre han tenido discrepancias sobre cómo expresar valores liberales en la política exterior. Así que este excepcionalismo fue a veces una excusa para ignorar el derecho internacional, invadir otros países e imponer Gobiernos a sus pueblos.

Pero este excepcionalismo estadounidense también ha inspirado esfuerzos internacionales de tipo liberal para promover un mundo más libre y más pacífico a través de un sistema de derecho y organizaciones internacionales que protegen la libertad doméstica moderando las amenazas externas. Trump les ha dado la espalda a ambos aspectos de esta tradición.

En su discurso inaugural Trump declaró: “Estados Unidos primero… Buscaremos la amistad y la buena voluntad de las naciones del mundo, pero lo hacemos con la conciencia de que todas las naciones tienen el derecho de anteponer sus propios intereses”. También dijo: “No aspiramos a imponerle nuestro modo de vida a nadie, sino hacerlo brillar como un ejemplo”. Tuvo un buen argumento: cuando Estados Unidos resulta ejemplar, puede aumentar su capacidad de influir en los demás.

También hay una tradición intervencionista y de cruzada en la política exterior estadounidense. Woodrow Wilson perseguía una política exterior que diera en el mundo seguridad a la democracia. John F. Kennedy instaba a los estadounidenses a favorecer la diversidad en el mundo, pero mandó 16.000 tropas de su país a Vietnam, y ese número creció a 565.000 en la presidencia de su sucesor, Lyndon B. Johnson. De la misma manera, George W. Bush justificó la invasión y ocupación de Irak por parte de Estados Unidos con una Estrategia de Seguridad Nacional que promovía la libertad y la democracia.

Por cierto, desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha participado en siete guerras e intervenciones militares. Sin embargo, como dijo Ronald Reagan en 1982, “los regímenes plantados con bayonetas no echan raíces”.

En los años treinta, la opinión pública estadounidense creía que la intervención en Europa había sido un error y se volvió hacia dentro, hacia un aislacionismo estridente. Con la II Guerra Mundial, el presidente Franklin Roosevelt, su sucesor, Harry S. Truman, y otros aprendieron la lección de que Estados Unidos no podía permitirse replegarse hacia dentro una vez más. Tomaron conciencia de que el propio tamaño de Estados Unidos se había convertido en una segunda causa de excepcionalismo. Si el país con la economía más grande no tomaba la delantera en la producción de bienes públicos globales, nadie más lo haría.

Joseph Nye: “Millennials need to realize the power of democracy”

Joseph Nye

Los presidentes de posguerra crearon un sistema de alianzas de seguridad, instituciones multilaterales y políticas económicas relativamente abiertas. Hoy, este “orden internacional liberal” —el cimiento básico de la política exterior de Estados Unidos durante 70 años— está siendo cuestionado por el ascenso de nuevas potencias como China y por una nueva ola de populismo en el interior de las democracias.

Trump apeló con éxito a este estado de ánimo en 2016 cuando se convirtió en el primer candidato presidencial de un partido político importante en cuestionar el orden internacional que surgió después de 1945 liderado por Estados Unidos, y el desdén por sus alianzas e instituciones ha definido su presidencia. Sin embargo, una encuesta reciente del Consejo de Chicago sobre Asuntos Globales demuestra que más de las dos terceras partes de los estadounidenses quieren una política exterior con una mirada hacia fuera.

El sentimiento del pueblo de Estados Unidos está a favor de evitar las intervenciones militares, pero no de retirarse de alianzas o de una cooperación multilateral. El pueblo estadounidense no quiere regresar al aislacionismo de los años treinta.

El verdadero interrogante que enfrentan los norteamericanos es si Estados Unidos puede o no abordar exitosamente ambos aspectos de su excepcionalismo: la defensa de la democracia sin bayonetas y el respaldo de las instituciones internacionales. ¿Podemos aprender a defender los valores democráticos y los derechos humanos sin intervención militar y cruzadas, y al mismo tiempo ayudar a organizar las reglas e instituciones necesarias para un nuevo mundo de amenazas transnacionales como el cambio climático, las pandemias, los ciberataques, el terrorismo y la inestabilidad económica?

American-Exceptionalism

Ahora mismo, Estados Unidos fracasa en ambos frentes. En lugar de tomar la delantera en el fortalecimiento de la cooperación internacional en la lucha contra la covid-19, la Administración de Trump culpa a China por la pandemia y amenaza con retirarse de la Organización Mundial de la Salud.

China tiene muchas explicaciones que dar, pero convertir esto en una suerte de partido de fútbol político en la campaña electoral presidencial de Estados Unidos de este año es política doméstica, no política exterior. No hemos terminado aún con la pandemia, y la de la covid-19 no será la última.

Por otra parte, China y Estados Unidos producen el 40% de los gases de efecto invernadero que amenazan el futuro de la humanidad. Sin embargo, ninguno de los dos países puede resolver estas nuevas amenazas a la seguridad nacional por sí mismos. Por ser las dos economías más grandes del mundo, Estados Unidos y China están condenados a una relación que debe combinar competencia y cooperación. Para Estados Unidos, el excepcionalismo hoy incluye trabajar con los chinos para ayudar a producir bienes públicos globales, defendiendo al mismo tiempo valores como los derechos humanos.

Ésas son las cuestiones morales que los estadounidenses deberían discutir de cara a la elección presidencial de este año.

Joseph S. Nye, Jr. es profesor en la Universidad de Harvard y autor de Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump.

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The Importance of Being Exceptional
From Ancient Greece to Twenty-First-Century America
By David Bromwich

TomDispatch.com   October 23, 2014

The origins of the phrase “American exceptionalism” are not especially obscure. The French sociologist Alexis de Tocqueville, observing this country in the 1830s, said that Americans seemed exceptional in valuing practical attainments almost to the exclusion of the arts and sciences. The Soviet dictator Joseph Stalin, on hearing a report by the American Communist Party that workers in the United States in 1929 were not ready for revolution, denounced “the heresy of American exceptionalism.” In 1996, the political scientist Seymour Martin Lipset took those hints from Tocqueville and Stalin and added some of his own to produce his book American Exceptionalism: A Double-Edged Sword. The virtues of American society, for Lipset — our individualism, hostility to state action, and propensity for ad hoc problem-solving — themselves stood in the way of a lasting and prudent consensus in the conduct of American politics.

In recent years, the phrase “American exceptionalism,” at once resonant and ambiguous, has stolen into popular usage in electoral politics, in the mainstream media, and in academic writing with a profligacy that is hard to account for. It sometimes seems that exceptionalism for Americans means everything from generosity to selfishness, localism to imperialism, indifference to “the opinions of mankind” to a readiness to incorporate the folkways of every culture. When President Obama told West Point graduates last May that “I believe in American exceptionalism with every fiber of my being,” the context made it clear that he meant the United States was the greatest country in the world: our stature was demonstrated by our possession of “the finest fighting force that the world has ever known,” uniquely tasked with defending liberty and peace globally; and yet we could not allow ourselves to “flout international norms” or be a law unto ourselves. The contradictory nature of these statements would have satisfied even Tocqueville’s taste for paradox.

On the whole, is American exceptionalism a force for good? The question shouldn’t be hard to answer. To make an exception of yourself is as immoral a proceeding for a nation as it is for an individual. When we say of a person (usually someone who has gone off the rails), “He thinks the rules don’t apply to him,” we mean that he is a danger to others and perhaps to himself. People who act on such a belief don’t as a rule examine themselves deeply or write a history of the self to justify their understanding that they are unique. Very little effort is involved in their willfulness. Such exceptionalism, indeed, comes from an excess of will unaccompanied by awareness of the necessity for self-restraint.

Such people are monsters. Many land in asylums, more in prisons. But the category also encompasses a large number of high-functioning autistics: governors, generals, corporate heads, owners of professional sports teams. When you think about it, some of these people do write histories of themselves and in that pursuit, a few of them have kept up the vitality of an ancient genre: criminal autobiography.

All nations, by contrast, write their own histories as a matter of course. They preserve and exhibit a record of their doings; normally, of justified conduct, actions worthy of celebration. “Exceptional” nations, therefore, are compelled to engage in some fancy bookkeeping which exceptional individuals can avoid — at least until they are put on trial or subjected to interrogation under oath. The exceptional nation will claim that it is not responsible for its exceptional character. Its nature was given by God, or History, or Destiny.

An external and semi-miraculous instrumentality is invoked to explain the prodigy whose essence defies mere scientific understanding. To support the belief in the nation’s exceptional character, synonyms and variants of the word “providence” often get slotted in.  That word gained its utility at the end of the seventeenth century — the start of the epoch of nations formed in Europe by a supposed covenant or compact. Providence splits the difference between the accidents of fortune and purposeful design; it says that God is on your side without having the bad manners to pronounce His name.

Why is it immoral for a person to treat himself as an exception? The reason is plain: because morality, by definition, means a standard of right and wrong that applies to all persons without exception. Yet to answer so briefly may be to oversimplify. For at least three separate meanings are in play when it comes to exceptionalism, with a different apology backing each. The glamour that surrounds the idea owes something to confusion among these possible senses.

First, a nation is thought to be exceptional by its very nature. It is so consistently worthy that a unique goodness shines through all its works. Who would hesitate to admire the acts of such a country? What foreigner would not wish to belong to it? Once we are held captive by this picture, “my country right or wrong” becomes a proper sentiment and not a wild effusion of prejudice, because we cannot conceive of the nation being wrong.

A second meaning of exceptional may seem more open to rational scrutiny. Here, the nation is supposed to be admirable by reason of history and circumstance. It has demonstrated its exceptional quality by adherence to ideals which are peculiar to its original character and honorable as part of a greater human inheritance. Not “my country right or wrong” but “my country, good and getting better” seems to be the standard here. The promise of what the country could turn out to be supports this faith. Its moral and political virtue is perceived as a historical deposit with a rich residue in the present.

A third version of exceptionalism derives from our usual affectionate feelings about living in a community on the scale of a neighborhood or township, an ethnic group or religious sect. Communitarian nationalism takes the innocent-seeming step of generalizing that sentiment to the nation at large. My country is exceptional to me (according to this view) just because it is mine. Its familiar habits and customs have shaped the way I think and feel; nor do I have the slightest wish to extricate myself from its demands. The nation, then, is like a gigantic family, and we owe it what we owe to the members of our family: “unconditional love.” This sounds like the common sense of ordinary feelings. How can our nation help being exceptional to us?

Teacher of the World

Athens was just such an exceptional nation, or city-state, as Pericles described it in his celebrated oration for the first fallen soldiers in the Peloponnesian War. He meant his description of Athens to carry both normative force and hortatory urgency. It is, he says, the greatest of Greek cities, and this quality is shown by its works, shining deeds, the structure of its government, and the character of its citizens, who are themselves creations of the city. At the same time, Pericles was saying to the widows and children of the war dead: Resemble them! Seek to deserve the name of Athenian as they have deserved it!

The oration, recounted by Thucydides in the History of the Peloponnesian War, begins by praising the ancestors of Athenian democracy who by their exertions have made the city exceptional. “They dwelt in the country without break in the succession from generation to generation, and handed it down free to the present time by their valor.” Yet we who are alive today, Pericles says, have added to that inheritance; and he goes on to praise the constitution of the city, which “does not copy the laws of neighboring states; we are rather a pattern to others than imitators ourselves.”

The foreshadowing here of American exceptionalism is uncanny and the anticipation of our own predicament continues as the speech proceeds. “In our enterprises we present the singular spectacle of daring and deliberation, each carried to its highest point, and both united in the same persons… As a city we are the school of Hellas” — by which Pericles means that no representative citizen or soldier of another city could possibly be as resourceful as an Athenian. This city, alone among all the others, is greater than her reputation.

We Athenians, he adds, choose to risk our lives by perpetually carrying a difficult burden, rather than submitting to the will of another state. Our readiness to die for the city is the proof of our greatness. Turning to the surviving families of the dead, he admonishes and exalts them: “You must yourselves realize the power of Athens,” he tells the widows and children, “and feed your eyes upon her from day to day, till love of her fills your hearts; and then when all her greatness shall break upon you, you must reflect that it was by courage, sense of duty, and a keen feeling of honor in action that men were enabled to win all this.” So stirring are their deeds that the memory of their greatness is written in the hearts of men in faraway lands: “For heroes have the whole earth for their tomb.”

Athenian exceptionalism at its height, as the words of Pericles indicate, took deeds of war as proof of the worthiness of all that the city achieved apart from war. In this way, Athens was placed beyond comparison: nobody who knew it and knew other cities could fail to recognize its exceptional nature. This was not only a judgment inferred from evidence but an overwhelming sensation that carried conviction with it. The greatness of the city ought to be experienced, Pericles imagines, as a vision that “shall break upon you.”

Guilty Past, Innocent Future

To come closer to twenty-first-century America, consider how, in the Gettysburg Address, Abraham Lincoln gave an exceptional turn to an ambiguous past. Unlike Pericles, he was speaking in the midst of a civil war, not a war between rival states, and this partly explains the note of self-doubt that we may detect in Lincoln when we compare the two speeches. At Gettysburg, Lincoln said that a pledge by the country as a whole had been embodied in a single document, the Declaration of Independence. He took the Declaration as his touchstone, rather than the Constitution, for a reason he spoke of elsewhere: the latter document had been freighted with compromise. The Declaration of Independence uniquely laid down principles that might over time allow the idealism of the founders to be realized.

Athens, for Pericles, was what Athens always had been. The Union, for Lincoln, was what it had yet to become. He associated the greatness of past intentions — “We hold these truths to be self-evident” — with the resolve he hoped his listeners would carry out in the present moment: “It is [not for the noble dead but] rather for us to be here dedicated to the great task remaining before us — that from these honored dead we take increased devotion to that cause for which they gave the last full measure of devotion — that we here highly resolve that these dead shall not have died in vain — that this nation, under God, shall have a new birth of freedom.”

This allegorical language needs translation. In the future, Lincoln is saying, there will be a popular government and a political society based on the principle of free labor. Before that can happen, however, slavery must be brought to an end by carrying the country’s resolution into practice. So Lincoln asks his listeners to love their country for what it may become, not what it is. Their self-sacrifice on behalf of a possible future will serve as proof of national greatness. He does not hide the stain of slavery that marred the Constitution; the imperfection of the founders is confessed between the lines.  But the logic of the speech implies, by a trick of grammar and perspective, that the Union was always pointed in the direction of the Civil War that would make it free.

Notice that Pericles’s argument for the exceptional city has here been reversed. The future is not guaranteed by the greatness of the past; rather, the tarnished virtue of the past will be scoured clean by the purity of the future.  Exceptional in its reliance on slavery, the state established by the first American Revolution is thus to be redeemed by the second. Through the sacrifice of nameless thousands, the nation will defeat slavery and justify its fame as the truly exceptional country its founders wished it to be.

Most Americans are moved (without quite knowing why) by the opening words of the Gettysburg Address: “Four score and seven years ago our fathers…” Four score and seven is a biblical marker of the life of one person, and the words ask us to wonder whether our nation, a radical experiment based on a radical “proposition,” can last longer than a single life-span. The effect is provocative. Yet the backbone of Lincoln’s argument would have stood out more clearly if the speech had instead begun: “Two years from now, perhaps three, our country will see a great transformation.” The truth is that the year of the birth of the nation had no logical relationship to the year of the “new birth of freedom.” An exceptional character, however, whether in history or story, demands an exceptional plot; so the speech commences with deliberately archaic language to ask its implicit question: Can we Americans survive today and become the school of modern democracy, much as Athens was the school of Hellas?

The Ties That Bind and Absolve

To believe that our nation has always been exceptional, as Pericles said Athens was, or that it will soon justify such a claim, as Lincoln suggested America would do, requires a suppression of ordinary skepticism. The belief itself calls for extraordinary arrogance or extraordinary hope in the believer. In our time, exceptionalism has been made less exacting by an appeal to national feeling based on the smallest and most vivid community that most people know: the family.  Governor Mario Cuomo of New York, in his keynote address at the 1984 Democratic convention, put this straightforwardly. America, said Cuomo, was like a family, and a good family never loses its concern for the least fortunate of its members. In 2011, President Obama, acceding to Republican calls for austerity that led to the sequestration of government funds, told us that the national economy was just like a household budget and every family knows that it must pay its bills.

To take seriously the metaphor of the nation-as-family may lead to a sense of sentimental obligation or prudential worry on behalf of our fellow citizens. But many people think we should pursue the analogy further. If our nation does wrong, they say, we must treat it as an error and not a crime because, after all, we owe our nation unconditional love. Yet here the metaphor betrays our thinking into a false equation. A family has nested us, cradled us, nursed us from infancy, as we have perhaps done for later generations of the same family; and it has done so in a sense that is far more intimate than the sense in which a nation has fostered or nurtured us. We know our family with an individuated depth and authority that can’t be brought to our idea of a nation. This may be a difference of kind, or a difference of degree, but the difference is certainly great.

A subtle deception is involved in the analogy between nation and family; and an illicit transfer of feelings comes with the appeal to “unconditional love.” What do we mean by unconditional love, even at the level of the family? Suppose my delinquent child robs and beats an old man on a city street, and I learn of it by his own confession or by accident. What exactly do I owe him?

Unconditional love, in this setting, surely means that I can’t stop caring about my child; that I will regard his terrible action as an aberration. I will be bound to think about the act and actor quite differently from the way I would think about anyone else who committed such a crime. But does unconditional love also require that I make excuses for him? Shall I pay a lawyer to get him off the hook and back on the streets as soon as possible? Is it my duty to conceal what he has done, if there is a chance of keeping it secret? Must I never say what he did in the company of strangers or outside the family circle?

At a national level, the doctrine of exceptionalism as unconditional love encourages habits of suppression and euphemism that sink deep roots in the common culture. We have seen the result in America in the years since 2001. In the grip of this doctrine, torture has become “enhanced interrogation”; wars of aggression have become wars for democracy; a distant likely enemy has become an “imminent threat” whose very existence justifies an executive order to kill. These are permitted and officially sanctioned forms of collective dishonesty. They begin in quasi-familial piety, they pass through the systematic distortion of language, and they end in the corruption of consciousness.

The commandment to “keep it in the family” is a symptom of that corruption. It follows that one must never speak critically of one’s country in the hearing of other nations or write against its policies in foreign newspapers. No matter how vicious and wrong the conduct of a member of the family may be, one must assume his good intentions. This ideology abets raw self-interest in justifying many actions by which the United States has revealingly made an exception of itself — for example, our refusal to participate in the International Criminal Court. The community of nations, we declared, was not situated to understand the true extent of our constabulary responsibilities. American actions come under a different standard and we are the only qualified judges of our own cause.

The doctrine of the national family may be a less fertile source of belligerent pride than “my country right or wrong.” It may be less grandiose, too, than the exceptionalism that asks us to love our country for ideals that have never properly been translated into practice. And yet, in this appeal to the family, one finds the same renunciation of moral knowledge — a renunciation that, if followed, would render inconceivable any social order beyond that of the family and its extension, the tribe.

Unconditional love of our country is the counterpart of unconditional detachment and even hostility toward other countries. None of us is an exception, and no nation is. The sooner we come to live with this truth as a mundane reality without exceptions, the more grateful other nations will be to live in a world that includes us, among others.

David Bromwich teaches English at Yale University. A TomDispatch regular, he is the author most recently of Moral Imagination and The Intellectual Life of Edmund Burke: From the Sublime and Beautiful to American Independence.

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Liberals Need to Take Back the Idea of American Exceptionalism

HNN  August 10, 2014

Related Link  American Exceptionalism Watch (Ben Alpers)

The Wisconsin Public Radio/National Public Radio show To the Best of Our Knowledge regularly asks writers if they have a “Dangerous Idea” that they would like to talk about (unscripted). My Dangerous Idea was American exceptionalism.

I did not speak on the dangers of the right-wing rendition of American exceptionalism, but rather on the original idea of American exceptionalism, which is dangerous because it demands progressive action and struggle to realize. I spoke for several minutes. The producers then edited it down to three minutes. You can listen to my argument here. The following text is a slightly edited version of what I had to say:

American exceptionalism sounds like a very conservative idea, right?

But you know what? For more than 200 years, American exceptionalism was a radical idea. It was an idea of liberals and progressives. It was an idea that didn’t say “we are superior” – that we have all the answers. No, it was an idea about what America could be, should be and, if we act on it, would be.

Think back to the words of someone like Thomas Paine – “We have it in our power to begin the world over again” – and to his call for the creation of an unprecedented democratic republic. Think about the Founders and the writing of the U.S. Constitution. We hear about the Constitution’s conservatism. And yet those first words, “We the People.” Those are radical words. Those kinds of words provided American life with democratic imperative. They embedded a democratic impulse in American life.

You know, there’s a democratic spirit inside almost all Americans. The democratic idea of American exceptionalism insisted that We the People can govern – that we don’t need kings and aristocrats – that we can govern ourselves. And that we can govern ourselves not only politically, but also that we can govern ourselves economically and culturally.

And then think about the generations of Americans empowered by that argument, that vision, that promise: the Freethinkers, the Abolitionists, the women’s rights advocates, the labor unionists, the civil rights campaigners. Those folks believed in American exceptionalism and they used that belief – which they knew they shared with their fellow citizens – to challenge their fellow citizens to make America freer, more equal and more democratic.

That idea of American exceptionalism didn’t see American progress as natural or inevitable, but it was compelling. That idea of American exceptionalism empowered generations to make America better – to recognize that we were a grand experiment in democracy, and the only way you can carry out an experiment is to test its limits.

Now, something obviously went wrong. Today, when you hear the argument about American exceptionalism, it’s almost always a conservative argument – you know, it’s not about life, liberty and the pursuit of happiness, but about life, liberty and the pursuit of property – that is, protect property, limit government. It’s not about democracy; it’s about individualism.

But even sadder than that – because we’ve always heard conservatives argue that kind of thing – is that, at best, we are told we have to defend what exists, not advance what exists.

But of course, the saddest thing is that liberals and progressives seem embarrassed by the idea of American exceptionalism, because they have somehow allowed themselves [we have somehow allowed ourselves] to believe that an argument for American exceptionalism is an argument for American superiority, an argument that claims “we have all the answers.’’

We need to remember that American exceptionalism [as Thomas Paine, Walt Whitman, Herman Melville, Eugene Debs, Franklin and Eleanor Roosevelt, and Martin Luther King saw it] is a challenge to enhance freedom, equality and democracy. Indeed, the danger is that if we forget that dangerous idea, we will cease to be Americans.

So, we progressives should redeem it.

Harvey J. Kaye is professor of democracy and justice studies at the University of Wisconsin-Green Bay and the author of the new book “The Fight for the Four Freedoms: What Made FDR and the Greatest Generation Truly Great” (Simon & Schuster). Follow him on Twitter: @harveyjkaye. This article was first published on Our Future.

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Russian Communists and their supporters are seen through a transparent portrait of Soviet dictator Josef Stalin as they lay flowers at his tomb at the Red Square in Moscow on March 5, 2013, to mark the 60th anniversary of Stalin's death. Photo by KIRILL KUDRYAVTSEV/AFP/Getty Images

Russian Communists and their supporters are seen through a transparent portrait of Soviet dictator Josef Stalin as they lay flowers at his tomb at the Red Square in Moscow on March 5, 2013, to mark the 60th anniversary of Stalin’s death.
Photo by KIRILL KUDRYAVTSEV/AFP/Getty Images

El  artículo de Vladimir Putin publicado en el New York Times, criticando una posible intervención militar estadounidense en Siria, ha levantado una gran polémica, entre otras cosas, por su referencia al alegado carácter excepcional de la nación norteamericana. Si proponerselo, Putin generó un gran debate académico e ideológico en torno al significado del exepcionalismo estadounidense. En este interesante artículo, el lingüista Ben Zimmer analiza  el origen de la frase misma, cuestionando que ésta hubiese sido creada por José Stalin.

Did Stalin Really Coin «American Exceptionalism»?
By Ben Zimmer

Slate.com  September 27, 2013

The phrase «American exceptionalism» has been much in the news ever since Russian President Vladimir Putin wrote an op-ed piece in the New York Times taking issue with President Obama’s statement that America’s foreign policy «makes us exceptional.» «I would rather disagree with a case he made on American exceptionalism,» Putin countered. «It is extremely dangerous to encourage people to see themselves as exceptional, whatever the motivation.»

Putin’s comments revived an old discussion about the origins of the phrase. On Talking Points Memo, Josh Marshall addressed an article by Terrence McCoy—»How Joseph Stalin Invented ‘American Exceptionalism‘»—that appeared last year on the Atlantic’s website. And on Real Clear Politics, Robert Samuelson wrote that «the most interesting fact to surface in the ensuing debate over «American exceptionalism» is that the phrase was first coined by Putin’s long-ago predecessor, Joseph Stalin.» But should Stalin really get the credit?

First off, it’s important to note that «American exceptionalism» has moved through a few different historical waves (as linguist Mark Liberman observed last year in his piece, «The third life of American Exceptionalism«). The first wave was in the ’20s and ’30s, when American socialists argued over whether the United States was immune to what Marx thought was an inevitable move of capitalist societies toward communism by means of violent struggle. The second wave (the focus of Josh Marshall’s TPM post) came after World War II, when historians like Richard Hofstadter reframed the question of «American exceptionalism» in a more positive manner, as a way to explain how the U.S. had avoided the bloody conflicts experienced by Europe in the 20th century.

Most recently, as when «exceptionalism» became a buzzword among Republican presidential candidates in the last election, the term takes on highly patriotic overtones, resonating with Ronald Reagan’s image of the U.S. as «a shining city on a hill.» Republicans have faulted Obama for lacking faith in American exceptionalism, which may have encouraged his «exceptional» rhetoric in his address to the nation on Syria. That might play well for a domestic audience, but to Putin it sounded jingoistic.

But back to Putin’s predecessor, Stalin. McCoy’s piece for the Atlantic seeks to dispel the idea that Alexis de Tocqueville had something to do with creating the expression. (He did call the U.S. «exceptional» in Democracy in America, but not to imply that the country was somehow extraordinary, as Mark Liberman also noted.) In the place of the de Tocqueville myth, however, McCoy introduces another:

In 1929, Communist leader Jay Lovestone informed Stalin in Moscow that the American proletariat wasn’t interested in revolution. Stalin responded by demanding that he end this «heresy of American exceptionalism.» And just like that, this expression was born. What Lovestone meant, and how Stalin understood it, however, isn’t how Gingrich and Romney (or even Obama) frame it. Neither Lovestone nor Stalin felt that the United States was superior to other nations—actually, the opposite. Stalin «ridiculed» America for its abnormalities, which he cast under the banner of «exceptionalism,» Daniel Rodgers, a professor of history at Princeton, said in an interview.

Stalin, to say the least, wasn’t happy with Lovestone’s news. «Who do you think you are?» he shouted, according to Ted Morgan’s biography of Lovestone. «(Leon) Trotsky defied me. Where is he? (Grigory) Zinoviev defied me. Where is he? (Nikolai) Bukharin defied me. Where is he? And you! Who are you? Yes, you will go back to America. But when you get back there, nobody will know you except your wives.»

While the heated exchange between Lovestone and Stalin is well-attested (it led to Lovestone’s expulsion from the Communist Party), it’s rather easy to debunk the notion that Stalin introduced the phrase «American exceptionalism» at this meeting. The biography cited by McCoy states that Lovestone and his delegation set sail from New York on March 23, 1929, and the delegation arrived in Moscow on April 27. Lovestone’s confrontation with Stalin had to have been after that date. But the earliest example given by the Oxford English Dictionary is from a few months earlier, in the Jan. 29 issue of the Daily Worker:

1929 Brouder & Zack in Daily Worker (N.Y.) 29 Jan. 3/2   This American ‘exceptionalism’ applies to the whole tactical line of the C.I. as applied to America. (This theory pervades all the writings and speeches of the Lovestone–Pepper group up until the present.)

And Lovestone may have been using the term earlier than that, as the OED also includes a bracketed citation from the Nov. 1928 issue of the Communist in which he lays out the «exceptionalism» thesis: «We are now in the period of decisive clashes between socialist reformism and communism for the leadership of the majority of the working class. This is in all countries of high capitalist development with the exception of the United States where we have specific conditions.»

If Stalin did indeed tell Lovestone (presumably through an interpreter) to end the «heresy of American exceptionalism» when they met in the spring of 1929, Stalin would have been throwing the phrase back at him rather than coining it anew, since Lovestone’s position on the matter had already been reported in the Communist press. Of course, that doesn’t make for as good a story. Then again, as long as Americans are feeling so patriotic in this latest wave of «exceptionalism,» why shouldn’t Americans get credit for coining the expression, rather than a French writer like de Tocqueville or a Soviet leader like Stalin?

A version of this post originally appeared on Language Log.

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Gracias al gran trabajo de difusión del Reportero de la Historia, puedo compartir con mis lectores este interesante artículo escrito por Felipe Portales y publicado en Clarín. En su artículo, titulado “El negacionismo estadounidense”, Portales critica lo que él describe como la tendencia de los estadounidenses a negar “hechos evidentes de su realidad histórica”,  y que no es otra cosa que una manifestación de la idea del excepcionalismo norteamericano que hemos examinado en esta bitácora en varias ocasiones.

El negacionismo estadounidense

Felipe Portales

Clarín, 19 de agosto de 2013

El término “negacionismo” se ha acuñado para referirse a los intentos de negar la verdad histórica respecto del genocidio sufrido por el pueblo judío bajo el nazismo, el peor crimen contra la humanidad cometido en la historia. Pero en el fondo apunta a un concepto tan viejo como la misma humanidad: a la idea de que personas, grupos o naciones son muchas veces dominados por la tentación de negar hechos evidentes de su realidad histórica que vulneran gravemente la dignidad humana o la justicia o de atribuirles un significado exculpatorio, con el objeto de percibirse a sí mismos como impolutos.

Pareciera que el negacionismo adquiere un peso particularmente grave en situaciones de guerra virtual o real. Como lo afirma el dicho popular, la primera víctima de una guerra es la verdad. Pero en conexión con ello, constatamos desgraciadamente que ha predominado también el negacionismo en la generalidad de la autoconciencia nacional a lo largo de la historia, inclusive en tiempos de paz. De este modo, y partiendo por la desinformación tan común en la formación escolar de los pueblos, se va socializando la idea de que nuestra nación ha tenido siempre toda la razón en los conflictos internacionales en que se ha involucrado; de que prácticamente nunca ha hecho nada malo; y de que, en el peor de los casos, frente a hechos históricos completamente innegables y que hoy son incuestionablemente condenables, se considera que ellos fueron justificables en el contexto de la época. Y aún más, la formación escolar enfatiza también la excelencia general de la propia historia nacional en su ámbito propiamente interno. Todo esto en contradicción con la moral más elemental que postula y constata la esencial ambigüedad de la condición humana en esta tierra.

En este sentido, llama particularmente la atención el extremo a que se llega en Estados Unidos; y es muy preocupante, dada la gran hegemonía que aún tiene aquel país en el mundo.

De partida, la consideración estadounidense de que su democracia nace con su independencia no resiste análisis. ¡Cómo va a ser democracia un sistema social con esclavitud por casi un siglo! Además, fue de los últimos países occidentales en abolirla y para ello tuvo que padecer una cruenta guerra civil. Luego, durante otro siglo, Estados Unidos mantuvo una discriminación oficial y de apartheid contra los negros, que se mantuvo en ciertas instituciones nacionales y en varios Estados del sur. Recién en 1948 se terminó con ella en el Ejército y en 1954 respecto de la educación. Pero hubo que esperar hasta 1965 para que se le reconocieran a toda la población negra del país el conjunto de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Es decir, solo se puede hablar de democracia en Estados Unidos –considerándolo como un sistema político basado en un sufragio universal efectivo- desde esa fecha bastante reciente. A lo anterior hay que agregar que con la complicidad o tolerancia –al menos- de muchas autoridades sureñas se mantuvo durante décadas una virtual violencia institucional contra los negros, representada principalmente por la acción del Ku Klux Klan

Otro elemento fundamental del negacionismo estadounidense lo constituyó su expansión hacia el oeste que fue justificada como un “mandato divino” (Ver Albert K. Weinberg.- Destino Manifiesto) y que incluyó el desplazamiento y exterminio de casi toda su población autóctona. Esto significó uno de los peores genocidios –si no el peor- cometidos por la humanidad durante el siglo XIX. Y en vez de haberlo reconocido posteriormente, la sociedad estadounidense se envaneció de aquel durante el siglo XX, convirtiendo por décadas la matanza de indígenas en uno de los temas “épicos” de su cinematografía; siendo solo desechado luego de su desastrosa experiencia bélica en Vietnam.

Un tercer elemento está referido a su auto-percepción de haber generado una sociedad de acuerdo a los valores cristianos del amor, cuando en realidad un ethos fundamental de su sociedad ha sido el individualismo, materialismo y consumismo que no pueden ser más antitéticos con los valores evangélicos. Dicho espíritu se ha reflejado en la conformación de una sociedad riquísima pero con una muy mala distribución de bienes, generando millones de personas que, escandalosamente, subsisten precariamente. Y, por otro lado, ha sido un país que ha agudizado las diferencias de ingreso a nivel mundial, desarrollando para ello un imperialismo y explotación económica que ha perjudicado especialmente a los pueblos latinoamericanos.

Un cuarto elemento ha sido la consideración de haber sido una nación promotora de la libertad y la democracia en el mundo, cuando uno de los elementos fundamentales y permanentes de su política exterior –especialmente respecto de América Latina- ha sido su imperialismo político. Así tenemos que se apoderó en el siglo XIX de cerca de la mitad de México; a fines del mismo siglo conquistó Puerto Rico y Filipinas, y hegemonizó Cuba; en la primera mitad del siglo invadió esporádicamente México y varios países del Caribe; luego de la segunda guerra mundial, a través de la Escuela de las Américas, deformó a la oficialidad de las Fuerzas Armadas de los países americanos en las doctrinas de la “seguridad nacional”, para que se ajustaran a sus intereses hemisféricos; para terminar en las décadas de los 60 y 70 apoyando numerosos golpes de Estado orientados por dicha doctrina.

Otro negacionismo particularmente chocante ha sido su “buena conciencia” respecto del uso de la bomba atómica en dos ocasiones contra cientos de miles de civiles inermes; sin duda el peor crimen de guerra efectuado en la historia. Y producto de ello ha seguido desarrollando de forma virtualmente demencial –y en lo que le han acompañado desgraciadamente varias otras naciones- un cada vez más apocalíptico arsenal nuclear.

Además, -y sin pretender ser exhaustivo- tenemos que en las últimas décadas la sociedad estadounidense parece creer que uno de sus objetivos fundamentales ha sido la promoción universal de los derechos humanos. Por cierto que en diversos casos lo ha hecho; pero más preponderante ha sido el apoyo brindado a dictaduras que se han subordinado a sus roles hegemónicos. Esto se ha visto especialmente en Asia, Africa y el Medio Oriente. Incluso, Estados Unidos ha llegado a invadir un país como Irak, en contra de la voluntad de Naciones Unidas. Y ha aplicado la violación del derecho internacional, la tortura y el asesinato como políticas oficiales. De este modo, ha ordenado la detención sin juicio por años de centenares de personas de diversas nacionalidades; ha aplicado “legalmente” formas de tortura como el “submarino”, el aislamiento por largos períodos de tiempo y el mantener detenidos en forma vejatoria e inhumana; y ha ordenado el asesinato de personas como fue el caso de Bin Laden.

Lo anterior se ha expresado en la región en el fomento o apoyo a las deposiciones de los presidentes de izquierda de Haití, Honduras y Paraguay; y en la sistemática hostilidad hacia gobiernos democráticos de izquierda de la región, como los de Bolivia, Ecuador y Venezuela; utilizando para ello argumentos reales o supuestos de violaciones de algunos derechos civiles y políticos. Mientras que respecto de gobiernos de derecha como los de Colombia y México, donde se viola gravemente el derecho a la vida, Estados Unidos ha mantenido una clara complacencia.

Por cierto, la sociedad estadounidense le ha aportado a la humanidad notables avances; particularmente en los ámbitos de la libertad religiosa; de la libertad académica; del desarrollo de la ciencia y tecnología para fines pacíficos; y de los modelos racionales de organización. Pero mientras continúe con sus negacionismos en temas tan relevantes como los anteriores y siga actuando sobre esas bases, no solo ensombrecerá todas sus contribuciones, sino que también estará colocando en grave peligro –particularmente por el riesgo de un conflicto nuclear- la subsistencia misma de la civilización humana.

Fuente: http://www.elclarin.cl/web/index.php?option=com_content&view=article&id=9014:el-negacionismo-estadounidense&catid=13&Itemid=12

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Revisando viejos archivos, encontré este ensayo sobre el expansionismo norteamericano que escribí hace ya varios años por encargo del Departamento de Educación del gobierno de Puerto Rico. Desafortunadamente,  el libro de ensayos del que debió formar parte nunca fue publicado. Lo comparto con mis lectores con la esperanza  que les sea interesante o útil.  

 La expansión territorial es una de las características más importantes del desarrollo histórico de los Estados Unidos. En sus primeros cien años de vida la nación norteamericana experimentó un impresionante crecimiento territorial. Las trece colonias originales se expandieron  hasta convertirse en  un país atrapado por dos océanos. Como veremos, este fue un proceso complejo que se dio a través de la anexión, compra y conquista de nuevos territorios

Es necesario aclarar que la expansión territorial norteamericana fue algo más que un simple proceso de crecimiento territorial, pues estuvo asociada a elementos de tipo cultural, político, ideológico, racial y estratégico. El expansionismo es un elemento vital en la historia de los Estados Unidos, presente desde el mismo momento de la fundación de las primeras colonias británicas en Norte América. Éste fue considerado un elemento esencial en los primeros cien años de historia de los Estados Unidos como nación independiente, ya que se veía no sólo como algo económica y geopolíticamente necesario, sino también como una expresión de  la esencia nacional norteamericana.

No debemos olvidar que la  fundación de las trece colonias que dieron vida a los Estados Unidos formó parte de un proceso histórico más amplio: la expansión europea  de los siglos XVI y XVII. Durante ese periodo las principales naciones de Europa occidental se lanzaron a explorar y conquistar  dando forma a vastos imperios en Asia y América. Una de esas naciones fue Inglaterra, metrópoli de las trece colonias norteamericanas. Es por ello que el expansionismo norteamericano puede ser considerado, hasta cierta forma, una extensión del imperialismo inglés.

Los Estados Unidos  experimentaron dos tipos de expansión en su historia: la continental y la extra-continental. La primera es la expansión territorial contigua, es decir, en territorios adyacentes  a los Estados Unidos.  Ésta fue  vista como algo natural y justificado pues se ocupaba terreno  que se consideraba “vacío” o habitado por pueblos “inferiores”. La llamada expansión extra-continental se dio a finales del siglo XIX y llevó a los norteamericanos a trascender los límites del continente americano para adquirir territorios alejados de los Estados Unidos (Hawai, Guam y Filipinas). Ésta  provocó una fuerte oposición y un intenso debate en torno a la naturaleza misma de la nación norteamericana, pues muchos le consideraron contraria a la tradición y las instituciones políticas de los Estados Unidos.

 El Tratado de París de 1783

El primer crecimiento territorial de los Estados Unidos se dio en el mismo momento de alcanzar su independencia. En 1783, norteamericanos y británicos llegaron a acuerdo por el cual Gran Bretaña reconoció la independencia de las  trece colonias y se fijaron los límites geográficos de la nueva nación. En el Tratado de París las fronteras de la joven república fueron definidas de la siguiente forma: al norte los Grandes Lagos, al oeste el Río Misisipí y al sur el paralelo 31. Con ello la joven república duplicó su territorio.

Los territorios adquiridos en 1783 fueron objeto de polémica,  pues surgió la pregunta de qué hacer con ellos. La solución a este problema fue la creación de las Ordenanzas del Noroeste (Northwest Ordinance, 1787). Con ésta ley se creó un sistema de territorios en preparación para convertirse en estados. Los nuevos estados entrarían a la unión norteamericana en igualdad de condiciones y derechos que los trece originales. De esta forma los líderes norteamericanos rechazaron el colonialismo y crearon un mecanismo para la incorporación política de nuevos territorios. Las Ordenanzas del Noroeste sentaron un precedente histórico que no sería roto hasta 1898: todos los territorios adquiridos por los Estados Unidos en su expansión continental serían incorporados como estados de la Unión cuando éstos cumpliesen los requisitos definidos para ello.

La compra de Luisiana

La república estadounidense nace en medio de un periodo muy convulso de la historia de la Humanidad: el periodo de las Revoluciones Atlánticas. Entre 1789 y 1824, el mundo atlántico vivió un etapa de gran violencia e inestabilidad política producida por el estallido de varias revoluciones socio-políticas (Revolución Francesa, Guerras napoleónicas, Revolución Haitiana, Guerras de independencia en Hispanoamérica). Estas revoluciones tuvieron un impacto severo en las relaciones exteriores de los Estados Unidos y en su proceso de expansión territorial.

Para el año 1801 Europa disfrutaba de un raro periodo de paz. Aprovechando esta situación   Napoleón Bonaparte obligó a España a cederle a Francia el territorio de Luisiana. Con ello el emperador francés buscaba crear un imperio americano usando como base la colonia francesa de Saint Domingue (Haití). Luisiana era una amplia extensión de tierra al oeste de los Estados Unidos en donde se encuentran ríos muy importantes para la transportación.

Esta transacción preocupó profundamente a los funcionarios del gobierno norteamericano por varias razones. Primero, ésta ponía en peligro del acceso norteamericano al río Misisipí y al puerto y la ciudad de Nueva Orleáns, amenazando así la salida al Golfo de México, y con ello al comercio del oeste norteamericano. Segundo, el control francés de Luisiana cortaba las posibilidades de expansión al Oeste. Tercero, la presencia de una potencia europea agresiva y poderosa como vecino de los Estados Unidos no era un escenario que agradaba al liderato estadounidense. En otras palabras, la adquisición de Luisiana por Napoleón amenazaba las posibilidades de expansión territorial y representaba una seria amenaza a la economía y la seguridad nacional de los Estados Unidos. Por ello no nos debe sorprender que algunos sectores políticos norteamericanos propusieran una guerra para evitar el control napoleónico sobre Luisiana. A pesar de la seriedad de este asunto, el liderato norteamericano optó por una solución diplomática. El presidente Thomas Jefferson ordenó al embajador norteamericano en Francia, Robert Livingston, comprarle Nueva Orleáns a Napoleón. Para sorpresa de Livingston, Napoleón aceptó vender toda la Luisiana porque el reinició de la guerra en Europa y el fracaso francés en Haití frenaron sus sueños de un imperio americano. En 1803, se llegó a un acuerdo por el cual los Estados Unidos adquirieron Luisiana por $15,000,000, lo que constituyó uno de los mejores negocios de bienes raíces de la historia.

La compra de Luisiana representó un problema moral y político para el Presidente Jefferson, pues éste era un defensor de una interpretación estricta de la constitución estadounidense. Jefferson pensaba que la constitución no autorizaba la adquisición de territorios, por lo que la compra de Luisiana podía ser inconstitucional. A pesar de sus reservas constitucionales, el presidente adoptó una posición pragmática y apoyó la compra de Luisiana. Para entender porque Jefferson hizo esto es necesario enfocar su visión de la política exterior y del expansionismo norteamericano. Jefferson era el más claro y ferviente defensor del expansionismo entre los fundadores de la nación norteamericana. Éste tenía un proyecto expansionista muy ambicioso que pretendía lograr de forma pacífica.  Según él, los Estados Unidos tenían el deber de ser ejemplo para los pueblos oprimidos expandiendo la libertad por el mundo. De esta forma Jefferson se convirtió en uno de los creadores de la idea de que los Estados Unidos eran una nación predestinada a guiar al mundo a una nueva era por medio del abandono de la razón de estado y la aplicación de las convicciones morales a la política exterior. Esta idea de Jefferson estaba asociada a la distinción entre  republicanismo y monarquía. Las monarquías respondían a los intereses de los reyes y las repúblicas como los Estados Unidos a los intereses del pueblo, por ende, las repúblicas eran pacíficas y las monarquías no. Jefferson rechazaba la idea de que las repúblicas debían de permanecer pequeñas para sobrevivir. Éste creía posible la expansión pacífica de los Estados Unidos, es decir, la transformación de la nación norteamericana en un imperio sin sacrificar la libertad y el republicanismo democrático.

Territorio adquirido en la compra de Luisiana

Para Jefferson, conservar el carácter agrario del país era imprescindible para salvaguardar la naturaleza republicana de los Estados Unidos, pues era necesario que el país continuara siendo una sociedad de ciudadanos libres e independientes. Sólo a través de la expansión se podía garantizar la abundancia de tierra y, por ende, la subsistencia de las instituciones republicanas norteamericanas. Al apoyar la compra de Luisiana, Jefferson superó sus escrúpulos con relación a la interpretación de la constitución para garantizar su principal razón de estado: la expansión.

La era de los buenos sentimientos

Años de controversias relacionadas a los derechos comerciales de los Estados Unidos culminaron en 1812 con el estallido de una guerra contra Gran Bretaña. El fin de la llamada Guerra de 1812 trajo consigo un periodo de estabilidad y consenso nacional conocido como la  Era de los buenos sentimientos. Sin embargo,  a nivel internacional la situación de los Estados Unidos era todavía complicada, pues era necesario resolver dos asuntos muy importantes: mejorar las relaciones con Gran Bretaña y definir la frontera sur. La solución de ambos asuntos estuvo relacionada con la expansión territorial.

Mejorar las relaciones con Gran Bretañas tras dos guerras resultó ser una tarea delicada que fue facilitada por realidades económicas: Gran Bretaña era el principal mercado de los Estados Unidos.En 1818, los británicos y norteamericanos resolvieron algunos de sus problemas a través de la negociación. Los reclamos anglo-norteamericanos sobre el territorio de  Oregon era  uno de ellos. Los británicos tenían una antigua relación  con la región gracias a sus intereses en el comercio de pieles en la costa noroeste del  Pacífico.  Por su parte, los norteamericanos basaban sus reclamos en los viajes del Capitán Robert Gray (1792) y en famosa la expedición de Lewis y Clark  (1804-1806). En 1818, los Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron una ocupación conjunta de Oregon.  De acuerdo a ésta, el territorio permanecería abierto por un periodo de diez años.

Una vez resuelto los problemas con Gran Bretaña los norteamericanos se enfocaron en las disputas con España con relación a Florida. El interés norteamericano en la Florida era viejo y basado en necesidades estratégicas: evitar que Florida cayera en manos de una potencia europea. En 1819, España y los Estados Unidos firmaron el Tratado Adams-Onís por el que Florida pasó a ser un territorio norteamericano a cambio de que los Estados Unidos pagaran los reclamos de los residentes de la península hasta un total de $5 millones. La adquisición de Florida también puso fin a los temores de los norteamericanos de un posible ataque por su frontera sur.

La Doctrina Monroe

El fin de la era de las revoluciones atlánticas a principios de la década de 1820 generó nuevas preocupaciones en los  Estados Unidos. Los líderes estadounidenses vieron con recelo los acontecimientos en Europa, donde las fuerzas más conservadoras controlaban las principales reinos e imperaba un ambiente represivo y extremadamente reaccionario.  El principal temor  de los norteamericanos era la posibilidad da una intervención europea para reestablecer el control español en sus excolonias americanas. A los británicos también les preocupaba tal contingencia  y tantearon la posibilidad de una alianza con los Estados Unidos. La propuesta británica provocó un gran debate entre los miembros de la administración del presidente James Monroe. El Secretario de Estado John Quincy Adams  desconfiaba de los británicos y temía que cualquier compromiso con éstos pudiese limitar las posibilidades de expansión norteamericana. Adams temía la posibilidad de una intervención europea en América, pero estaba seguro que  de darse  tal intervención Gran Bretaña se opondría de todas maneras para defender sus intereses, sobre todo, comerciales. Por ello concluía que los Estados Unidos no sacarían ningún beneficio aliándose con Gran Bretaña. Para él, la mejor opción para los Estados Unidos era mantenerse actuando solos.

Los argumentos de Adams influyeron la posición del presidente Monroe quien rechazó la alianza con los británicos. El 2 de diciembre de 1823, Monroe leyó un importante mensaje ante el Congreso. Parte del  contenido de este mensaje pasaría a ser conocido como la Doctrina Monroe. En su mensaje, Monroe enfatizó la singularidad (“uniqueness”) de los Estados Unidos y definió el llamado principio de la “noncolonization,” es decir, el rechazo norteamericano a la colonización, recolonización y/o transferencia de territorios americanos. Además, Adams estableció una política de exclusión de Europa de los asuntos americanos y definió  así las ideas principales de la Doctrina Monroe. Las palabras de Monroe constituyeron una declaración formal de que los Estados Unidos pretendían convertirse en el poder dominante en el hemisferio occidental.

Es necesario aclarar que la Doctrina Monroe fue una fanfarronada porque en 1823 los Estados Unidos no tenían el  poderío para hacerla cumplir. Sin embargo, esta doctrina será una de las piedras angulares de la política exterior norteamericana en América Latina hasta finales del siglo XX y una de las bases ideológicas del expansionismo norteamericano.

El Destino Manifiesto

John L. O’Sullivan

En 1839, el periodista norteamericano John L. O’Sullivan escribió un artículo periodístico justificando la expansión territorial de los Estados Unidos. Según O’Sullivan, los Estados Unidos eran un pueblo  escogido por Dios y destinado a expandirse a lo largo de América del Norte. Para O’Sullivan, la expansión no era una opción para los norteamericanos, sino un destino que éstos no podían renunciar ni evitar porque estarían rechazando la voluntad de Dios. O’Sullivan también creía que los norteamericanos tenían una misión que cumplir: extender la libertad y la democracia, y ayudar a las razas inferiores.  Las ideas de O’Sullivan no eran nuevas, pero llegaron en un momento de gran agitación nacionalista y expansionista en la historia de los Estados Unidos.  Éstas fueron adaptadas bajo una frase que el propio O’Sullivan acuñó, el destino manifiesto, y se convirtieron en la justificación básica del expansionismo norteamericano.

La idea del destino manifiesto estaba enraizada en la visión de los Estados Unidos como una nación excepcional destinada a civilizar a los pueblos atrasados y expandir la libertad por el mundo. Es decir, en una visión mesiánica y mística que veía en la expansión norteamericana la expresión de la voluntad de Dios. Ésta estaba también basada en un concepto claramente racista que dividía a los seres humanos en razas superiores e inferiores. De ahí que se pensara que era deber de las razas superiores “ayudar” a las inferiores. Como miembros de una “raza superior”, la anglosajona, los norteamericanos debían cumplir con su deber y misión.

La anexión de Oregon

Como sabemos, en 1819, los Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron ocupar de forma conjunta el territorio de Oregon. Ambos países reclamaban ese territorio como suyo y al no poder ponerse de acuerdo optaron por compartirlo.  Por los próximos veinte cinco años, miles de colonos norteamericanos emigraron y se establecieron en Oregon estimulados por el gobierno de los Estados Unidos.

Las elecciones presidenciales de 1844 estuvieron dominadas por el tema de la expansión. La candidatura de James K. Polk por los demócratas estuvo basada en la propuesta de “recuperar” Oregon y anexar Texas. Polk era un expansionista realista que presionó a los británicos dando la impresión de ser intransigente y estar dispuesto a una guerra, pero que en el momento apropiado fue capaz de negociar. En 1846, el Presidente Polk solicitó la retirada británica del territorio de Oregon aprovechando que complicada por problemas en su imperio, Gran Bretaña no estaba en condiciones para resistir tal pedido.  Tras una negociación se acordó establecer la frontera en el paralelo 49 y todo el territorio al sur de esa  frontera pasó a ser parte de los Estados Unidos.

American Progress, John Gast , 1872

Texas

En 1821, un ciudadano norteamericano llamado Moses Austin fue autorizado por el gobierno mexicano a establecer 300 familias estadounidenses en Texas, que para esa época era un territorio mexicano. La llegada de Austin y su grupo de emigrantes marcó el origen de una colonia norteamericana en Texas. El número de norteamericanos residentes en Texas creció considerablemente  hasta alcanzar un total de 20,000 en el año 1830. Las relaciones con el gobierno de México se afectaron negativamente cuando los mexicanos, preocupados por el gran número de norteamericanos residentes en Texas, buscaron reestablecer el control político del territorio. Para ello los mexicanos recurrieron a frenar la emigración de ciudadanos estadounidenses y a limitar el gobierno propio que disfrutaban los texanos (norteamericanos residentes en Texas). Todo ello llevó a los texanos a tomar acciones drásticas. En 1836, éstos se rebelaron contra el gobierno mexicano buscando su independencia.  Tras una derrota inicial en la Batalla del Álamo, los texanos derrotaron a los mexicanos en la Batalla de San Jacinto y con ello lograron su independencia.

Después de derrotar a los mexicanos y declararse independientes, los texanos solicitaron se admitiera a Texas como un estado de la unión norteamericana. Este pedido provocó un gran debate en los Estados Unidos, pues no todos los norteamericanos estaban contentos con la idea de que Texas, un territorio esclavista, se convirtiera en un estado de la unión. Los sureños eran los principales defensores de la concesión de la estadidad a Texas, pues sabían que con ello aumentaría la representación de los estados esclavistas en el Congreso (la asamblea legislativa estadounidense). Los norteños se  oponían a la concesión de la estadidad a Texas porque no quería fortalecer políticamente a la esclavitud dando vida a un nuevo estado esclavista. Además, algunos norteamericanos estaban temerosos de la posibilidad de un guerra innecesaria con México por causa de Texas, pues creían que el gobierno mexicano no toleraría que los Estados Unidos anexaran su antiguo territorio.

El tema de Texas sacó a flote las complejidades y contradicciones de la expansión norteamericana. La expansión podría traer consigo la semilla de la libertad como alegaban algunos, pero también de la esclavitud y la autodestrucción nacional. Cada nuevo territorio sacaba a relucir la pregunta sobre el futuro de la esclavitud en los Estados Unidos y esto provocaba intensos debates e inclusive la amenaza de la secesión de los estados sureños.

La guerra con México

La elección de Polk como presidente de los Estados Unidos aceleró el proceso de estadidad para Texas. Éste era un ferviente creyente de la idea del destino manifiesto y de la expansión territorial. Durante su campaña presidencial, Polk se comprometió con la anexión de Texas. En 1845, Texas fue no sólo anexada, sino también incorporada como un estado de la Unión. Ello obedeció a tres razones: la necesidad de asegurar la frontera sur, evitar intervenciones extranjeras en Texas y el peligro de una movida texana a favor de Gran Bretaña. Como habían planteado los opositores a la concesión de la estadidad a Texas, México no aceptó la anexión de Texas y  rompió sus relaciones diplomáticas con los Estados Unidos. Con la anexión de Texas, los Estados Unidos hicieron suyos los problemas fronterizos que existían entre los texanos y el gobierno de México, lo que eventualmente provocó una guerra con ese país. La superioridad militar de los norteamericanos sobre los mexicanos fue total. Las tropas estadounidenses llegaron inclusive a ocupar la ciudad capital del México.

Las fáciles victorias norteamericanos desataron un gran nacionalismo en los Estados Unidos y llevaron a algunos norteamericanos a favorecer la anexión de todo el territorio mexicano. Los sureños se opusieron a la posible anexión de todo México por razones raciales, pues consideraban a los mexicanos racialmente incapaces de incorporarse a los Estados Unidos.  Algunos estados del norte, bajo la influencia de un fuerte sentimiento expansionista, favorecieron la anexión de todo México. Tras grandes debates sólo fue anexado una parte del territorio mexicano.

Territorio arrebatado a México en 1848

En el Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848)  que puso fin a la guerra, los Estados Unidos duplicaron su territorio al adquirir los actuales estados de California, Nuevo México, Arizona, Utah, y Nevada; México perdió la mitad de su territorio; México reconoció la anexión de Texas y los Estados Unidos acordaron pagarle  a México una indemnización de  $15 millones. Con ello los Estados Unidos lograron expandirse del océano Atlántico hasta el océano Pacífico. La guerra aumentó del poder de los Estados Unidos, fortaleció la seguridad del país y se abrió posibilidades de comercio con Asia a través de los puertos californianos. Sin embargo, la expansión alcanzada también expuso las debilidades domésticas de los Estados Unidos, exacerbando el  debate en torno a la esclavitud en los nuevos territorios, lo que endureció el problema del seccionalismo y llevó a la guerra civil. La victoria sobre México también promovió la expansión en territorios en poder de los amerindios norteamericanos lo que desembocó en  las llamadas guerras indias y en la reubicación forzosa de miles de nativos americanos.

Expansionismo y esclavitud

La década de 1850 estuvo caracterizada por un profundo debate en torno al futuro de la esclavitud en los Estados Unidos. Los estados sureños vieron en la expansión territorial un mecanismo para fortalecer la esclavitud incorporando territorios esclavistas a la unión norteamericana. Con ello pretendían alterar el balance político de la nación a su favor creando una mayoría de estados esclavistas. Es necesario señalar que los esfuerzos de los estados sureños fueran bloqueados por el  Norte que se oponía  a la expansión de la esclavitud.

El principal objetivo de los expansionistas en este periodo fue la isla de Cuba por ser ésta una colonia esclavista de gran importancia económica y estratégica para los Estados Unidos. En 1854, los norteamericanos trataron, sin éxito, de comprarle Cuba a España por $130 millones de dólares. Los Estados Unidos tendrían que esperar más de cuarenta años para  conseguir por las armas lo que no lograron por la diplomacia.

La compra de Alaska

William H. Seward

En el periodo posterior a la guerra civil la política exterior norteamericana estuvo desorientada, lo que frenó el renacer de las ansias expansionistas. El resurgir del expansionismo estuvo asociado a la figura del Secretario de Estado William H. Seward (1801-1872). Seward era un ferviente expansionista que tenía interés en la creación de un imperio norteamericano que incluyera  Canadá, América Latina y Asia. Los planes imperialistas de Seward no pudieron concretarse y éste tuvo que conformarse con la adquisición de Alaska.

Alaska había sido explorada a lo largo de los siglos XVII y XVIII por británicos, franceses, españoles y rusos. Sin embargo, fueron estos últimos quienes iniciaron la colonización del territorio. En 1867, los Estados Unidos y Rusia entraron en conversaciones con relación al futuro de Alaska. Ambos países tenían interés en la compra-venta de Alaska por diferentes razones. Para Seward, la compra de Alaska era necesaria para garantizar la seguridad del noroeste norteamericano y expandir el comercio con Asia. Por sus parte, los rusos necesitaban dinero, Alaska era un carga económica y la colonización del territorio había sido muy difícil. Además, el costo de la defensa de Alaska era prohibitivo para Rusia. En marzo de 1867 se llegó a un acuerdo de compra-venta por $7.2 millones.

El problema de Seward no fue comprar Alaska, sino convencer a los norteamericanos de la necesidad de ello. La compra enfrentó fuerte oposición, pues se consideraba que Alaska era un territorio inservible. De ahí que se le describiera con frases como  “Seward´s Folly,” Seward´s Icebox,” o “Polar Bear Garden.” Tras mucho debate, la compra fue eventualmente aceptada y aprobada por el Congreso. Lo que en su momento pareció una locura resultó ser un gran negocio para los Estados Unidos, pues hoy en día Alaska produce el 25% del petróleo de los Estados Unidos y posee el 30% de las reservas de petróleo estadounidenses.

Hawai

Para comienzos de la década de 1840, Hawai se había convertido en una de las paradas más importantes para los barcos norteamericanos en un ruta a China. Esto generó el interés de ciertos sectores de la sociedad norteamericana.  Los primeros norteamericanos en establecerse en las islas fueron comerciantes y misioneros.  A éstos le siguieron inversionistas interesados en la producción de azúcar. Antes de 1890 el principal objetivo norteameamericano no era la anexión de Hawai, sino prevenir que otra potencia controlara el archipiélago. La actitud norteamericana hacia Hawai cambió gracias a la labor misionera, la creciente importancia de la producción azucarera como consecuencia de la reciprocidad comercial con los Estados Unidos y la importancia estratégica de las islas. El crecimiento de la población no hawaiana (norteamericanos, japoneses y chinos)  despertó la preocupación de los locales, quienes se sentían invadidos y temerosos de perder el control de su país ante la creciente influencia de los extranjeros.  La muerte en 1891  del rey Kalākaua y el ascenso al trono de  su hermana Liliuokalani provocó una fuerte reacción de parte de la comunidad norteamericana en la islas, pues la reina era una líder nacionalista que quería reafirmar la soberanía hawaiana. Los azucareros y misioneros norteamericanos la destronan en 1893 y solicitaron la anexión a los Estados Unidos. Contrario a los esperado por los norteamericanos residentes en Hawai, la estadidad no les fue concedida. Además, el Presidente Grover Cleveland encargó a James Blount investigar lo ocurrido en Hawai.  Blount viajó  a las islas y redactó un informa muy criticó de las acciones de los norteamericanos en Hawai, concluyendo que a mayoría de los hawaianos favorecían a la monarquía. Cleveland era un anti-imperialista convencido por lo que el informe de Blount lo colocó en un gran dilema: ¿restaurar por la fuerza a la reina o anexar Hawai?  Lo controversial de ambas posibles acciones llevó a Cleveland a no hacer nada.

Liliuokalani, última reina de Hawaii

Ante la imposibilidad de la estadidad, los norteamericanos en Hawai optaron por organizar un gobierno republicano. El estallido de la Guerra hispano-cubano-norteamericana en 1898 abrió las puertas a la anexión de  Hawai. Noventa  y cinco  años más tarde el Presidente William J. Clinton firmó una  disculpa oficial por el derrocamiento de la reina Liliuokalani.

La expansión extra-continental

Como hemos visto, a lo largo del siglo XIX los norteamericanos se expandieron ocupando territorios contiguos como Luisiana,  Texas y California. Sin embargo, para finales del siglo XIX la expansión territorial norteamericana entró en una nueva etapa caracterizada por la adquisición de territorios ubicados fuera  de los límites geográficos de América del Norte. La    adquisición  de Puerto Rico, Filipinas, Guam y Hawai dotó a los Estados Unidos de un imperio insular.

La expansión de finales del siglo XIX difería del expansionismo de años anteriores por varias razones. Primero, los  territorios adquiridos no sólo no eran contiguos, sino que algunos de ellos estaban ubicados muy lejos de los Estados Unidos. Segundo, estos territorios tenían una gran concentración poblacional. Por ejemplo, a la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico la isla tenía casi un millón de habitantes. Tercero, los territorios estaban habitados por pueblos no blancos con culturas, idiomas y religiones muy diferentes a los Estados Unidos. En las Filipinas los norteamericanos encontraron católicos, musulmanes y cazadores de cabezas. Cuarto, los territorios estaban ubicados en zonas peligrosas o estratégicamente complicadas. Las Filipinas estaban rodeadas de colonias europeas y demasiado cerca de una potencia emergente y agresiva: Japón. Quinto, algunos de esos territorios resistieron violentamente la dominación norteamericana. Los filipinos no aceptaron pacíficamente el dominio norteamericano y se rebelaron. Pacificar las Filipinas les costó a los norteamericanos miles de vidas y millones de dólares. Sexto, contrario a lo que había sido la tradición norteamericana, los nuevos territorios no fueron incorporados, sino que fueron convertidos en colonias de los Estados Unidos. Todos estos factores explican porque algunos historiadores ven en las acciones norteamericanas de finales del siglo XIX un rompimiento con el pasado expansionistas de los Estados Unidos. Sin embargo, para otros historiadores –incluyendo quien escribe– la expansión de 1898 fue un episodio más de un proceso crecimiento imperialista iniciado a fines del siglo XVIII.

Para explicar la  expansión extra-continental se han usado varios argumentos. Algunos historiadores  han alegado que los norteamericanos se expandieron más allá de sus fronteras geográficas por causas económicas. Según éstos, el desarrollo industrial que vivió el país en las últimas décadas del siglo XIX hizo que los norteamericanos fabricaran más productos de los que podían consumir. Esto provocó excedentes que generaron serios problemas económicos como el desempleo, la inflación, etc. Para superar estos problemas los norteamericanos salieron a buscar nuevos mercados donde vender sus productos y fuentes de materias primas. Esa búsqueda provocó la adquisición de colonias y la expansión extra-continental.

Otros historiadores han favorecidos explicaciones de tipo ideológico. Según éstos, la idea de que la expansión era el destino de los Estados Unidos jugó, junto al sentido de misión, un papel destacado en el expansionismo norteamericanos de finales del siglo XIX. Los norteamericanos tenían un destino que cumplir y nada ni nadie podía detenerlos porque era la expresión de la voluntad divina.

La religión y la raza también ha jugado un papel importante en la explicación de las acciones imperialistas de los Estados Unidos. Según algunos historiadores, los norteamericanos fueron empujados por el afán misionero, es decir, por la idea de que la expansión del cristianismo era la voluntad de Dios. En otras palabras, para muchos norteamericanos la expansión era necesaria para llevar con ella la palabra de Dios a pueblos no cristianos.  Como miembros de una raza superior –la anglosajona– los estadounidenses debían cumplir un papel civilizador entre las razas inferiores y para ello era necesaria la expansión extra-continental.

Alfred T. Mahan

Los factores militares y estratégicos también han jugado un papel de importancia en la explicación del comportamiento imperialista de los norteamericanos. Según algunos historiadores, la necesidad de bases navales para la creciente marina de guerra de los Estados Unidos fue otra causa del expansionismo extra-continental. Éstos apuntan a la figura del Capitán Alfred T. Mahan como una fuerza influyente en el desarrollo del expansionismo extra-continental . En 1890, Mahan publicó un libro titulado The Influence of Sea Power upon History que influyó considerablemente a toda una generación de líderes norteamericanos. En su libro Mahan proponía la construcción de una marina de guerra poderosa que fuera capaz de promover y defender los intereses estratégicos y comerciales de los Estados Unidos. Según Mahan, el crecimiento de la Marina debía estar acompañado de la adquisición de colonias para la construcción de bases navales y carboneras.

Una de las explicaciones más novedosas del porque del expansionismo imperialista recurre al género. Según la historiadora norteamericana Kristin Hoganson, el impulso imperialista era una manifestación de la crisis de  la masculinidad norteamericana amenazada por el sufragismo femenino y las nuevas actitudes y posiciones femeninas. En otras palabras, algunos norteamericanos como Teodoro Roosevelt defendieron y promovieron el imperialismo como un mecanismo para reafirmar el dominio masculino sobre la sociedad norteamericana.

La expansión norteamericana de finales del siglo XIX fue un proceso muy complejo y, por ende, difícil de explicar con una sola causa. En otras palabras, es necesario prestar atención a todas las posibles explicaciones del imperialismo norteamericano para poder entenderle.

La Guerra hispano-cubano-norteamericana

En 1898, los Estados Unidos y España pelearon una corta, pero muy importante guerra. La principal causa de la llamada guerra hispanoamericana fue la isla de Cuba. Para finales del siglo XIX, el otrora poderoso imperio español estaba compuesto por las Filipinas, Cuba y Puerto Rico. De éstas la más importante era, sin lugar a dudas, Cuba porque esta isla era la principal productora de azúcar del mundo. La riqueza de Cuba era fundamental para el gobierno español, de ahí que los españoles mantuvieron un estricto control sobre la isla. Sin embargo, este control no pudo evitar el desarrollo de un fuerte sentimiento nacionalista entre los cubanos. Hartos del colonialismo español, en 1895 los cubanos se rebelaron provocando una sangrienta guerra de independencia.  Al comienzo de este conflicto el gobierno norteamericano buscó mantenerse neutral, pero el interés histórico en la isla, el desarrollo de la guerra, las inversiones norteamericanas en la isla (unos $50 millones) y la cercanía de Cuba (a sólo 90 millas de la Florida) hicieron imposible que los norteamericanos no intervinieran buscando acabar con la guerra. La situación se agravó cuando el 15 de febrero de 1898 un barco de guerra norteamericano, el USS Maine, anclado en la bahía de la Habana, explotó  matando a 266 marinos. La destrucción del Maine  generó un gran sentimiento anti-español en los Estados Unidos que obligó al gobierno norteamericano a declararle la guerra a España.

El Maine hundido en la bahía de la Habana

La guerra fue una conflicto corto que los Estados Unidos ganaron con mucha facilidad gracias a su enorme superioridad militar y económica. En el Tratado de París que puso fin a la guerra hispanoamericana, España renunció a Cuba, le cedió Puerto Rico a los norteamericanos como compensación por el costo de la guerra y entregó las Filipinas a los Estados Unidos a cambio $20,000,000. A pesar de lo corto de su duración, esta guerra tuvo consecuencias muy importantes. Primero, la guerra marcó la transformación de los Estados Unidos en una potencia mundial. El poderío que demostraron los norteamericanos al derrotar fácilmente a España dio a entender al resto del mundo que la nación norteamericana se había convertido en un país poderoso al que había que tomar en cuenta y respetar. Segundo, gracias a la guerra los Estados Unidos se convirtieron en una nación con colonias en Asia y el Caribe lo que cambió su situación geopolítica y estratégica. Tercero, la guerra cambió la historia de varios países: España se vio debilitada y en medio de una crisis; Cuba ganó su independencia, pero permaneció bajo la influencia y el control indirecto de los Estados Unidos; las Filipinas no sólo vieron desaparecer la oportunidad de independencia, sino que también fueron controladas por los norteamericanos por medio de una controversial guerra; Puerto Rico pasó a ser una colonia de los Estados Unidos.

Con la expansión extra-continental de finales del siglo XIX se cerró la expansión territorial de los Estados Unidos, pero no su crecimiento imperialista ni su transformación en la potencia dominante del siglo XX.

            Norberto Barreto Velázquez, PhD

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Acabo de leer un interesantísimo artículo escrito por el historiador Andrew J. Rotter y titulado “Empires of the Senses: How Seeing, Hearing, Smelling, and Touching Shaped Imperial Encounters” (Diplomatic History, 35:1, January 2011, p. 3-19). Rotter, profesor en Colgate University, es un estudioso de las relaciones internacionales de Estados Unidos con Asia y miembro de un grupo, afortunadamente en crecimiento, de historiadores que  han ido más allá de los enfoques tradicionales en el estudio de la historia de las relaciones exteriores norteamericanas. Éstos han incorporado la cultura como parte de su análisis de las relaciones internaciones, enfocando elementos como clase, género, raza y religión. En el caso específico del artículo que comentaré, el autor enfoca un tema completamente nuevo para mí: los sentidos.

Andrew J. Rotter

El autor comienza su ensayo con un planteamiento que comparto plenamente: el imperialismo es un fenómeno complejo de interacción, que conlleva negociación, vigilancia e imposición, resistencia y acomodo. El imperialismo no es un proceso sencillo, unilateral o limitado a la conquista y/o explotación de un territorio. Por el contrario, el imperialismo es muy proceso complejo, en donde hay espacios de encuentro e intercambio, con sombras y matices.

Que todas las relaciones humanas son moldeadas por los sentidos, incluido el imperialismo, es la idea guía que este ensayo. Según Rotter, el imperialismo conlleva interacciones indiscutiblemente personales, pero mediadas por la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto. A través del estudio comparativo del imperio inglés en India y del norteamericano en las Filipinas, el autor se propone mostrar cómo los sentidos ayudaron a colonizadores y sujetos coloniales a comprenderse y a conocerse.  Esto no quiere decir que no tuvieran diferencias en sus percepciones sensoriales, porque como bien señala el autor, los sentidos no son solo expresiones biológicas, sino también claras construcciones sociales.

El planteamiento central de Rotter es que tanto británicos como norteamericanos se veían como civilizadores y creían que parte de su labor civilizadora era establecer en sus colonias lo que el autor denomina como un orden sensorial.  En otras palabras, la misión civilizadora de los británicos en India y norteamericanos en las Filipinas  conllevó la imposición de un orden de los sentidos considerado por éstos como “civilizado”. Obviamente, tanto los indios como los filipinos tenían ideas diferentes a la de sus colonizadores sobre qué era considerado sensorialmente civilizado y, por ende, aceptable. Estas diferencias provocaron un enfrentamiento sensorial que produjo, según el autor,  choques pero también puntos de encuentro entre ingleses, indios, filipinos y norteamericanos.

Al comparar las experiencias británica y norteamericana el autor busca superar el provincialismo característico de las “narrativas nacionales” (bastante marcado en la historiografía norteamericana, subrayaría yo). El autor es muy claro al señalar que ninguna nación o imperio debe ser considerada única, lo que constituye un rechazo directo del excepcionalismo estadounidense. El estudio comparativo le permitirá al autor poner a prueba su hipótesis de “que el civilizar a otros re-ordenándoles sus sentidos era, de hecho, un proyecto occidental, o por lo menos anglosajón.” (7)  Además, el autor alega, con toda la razón, que el enfoque comparativo permite identificar diferencias y similitudes entre las prácticas imperialistas, ya que no hay un solo imperialismo.

Rotter le dedica el grueso de su ensayo al análisis del proceso de civilización al que fueron sometidos los sentidos en las Filipinas y la India. De éstos reseñaré tres: el oído, el gusto y el tacto.

De acuerdo con el autor, tanto británicos como norteamericanos buscaron civilizar los sonidos “salvajes” de sus colonias, reduciendo el volumen de sus sujetos coloniales. ¿Qué le molestaba a los colonizadores? Los gritos llamando al rezo en las mezquitas, la música a gran volumen en los templos hindúes, las bandas de músicas filipinas, la insistencia de las campanas de las iglesias católicas filipinas; en fin, las calles llenas de vida bulliciosa y de difícil comprensión para la mente anglosajona. Para los colonizadores, el bullicio de sus colonias además de intolerable e incivilizado, era producto de una seria indisciplina sónica que debía ser resuelta a través de la educación.   Británicos y estadounidenses buscaron a través de la enseñanza del inglés –un idioma civilizado– controlar el volumen de lo que los filipinos e indios hablaban en voz alta para que sonaran como pueblos civilizados.

La educación serviría también para inculcar modales entre los asiáticos. De ahí que  tanto británicos como  norteamericanos usaron las escuelas para combatir lo que consideraban un problema permanente de Asia: los pedos y los eructos en público. Los colonizadores inculcaron lo que el autor denomina como modales sónicos, clasificando y condenando como muestras de descortesía –de ausencia de civilización– ambas acciones, que parece que eran bastantes comunes entre  sus sujetos coloniales.

El sentido del gusto fue usado extensamente por británicos y norteamericanos para describir  a sus colonias como extrañas e indisciplinadas.  En general, los colonizadores rechazaron la comida de sus colonias. Aunque en el caso de los británicos,  hubo algunos que  regresaron a casa con  un cocinero indio, la mayoría rechazó la cocina india por el temor a ser contaminados. Los norteamericanos mostraron miedo y desprecio por la comida filipina, pues pensaban que la inferioridad filipina era contagiosa. Tanto británicos como estadounidenses tuvieron problemas con el uso que se hacía de las especies en sus colonias.

Una de las historias más ilustrativas de este ensayo tiene que ver con el tema gusto  y la comida. Según Rotter,  en 1913 una maestra filipina llamada Paz Marquez le escribió una carta a su prometido porque estaba preocupada por la visita del entonces gobernador de las Filipinas Francis Burton Harrison a su provincia. A la Señorita Marquez le preocupaba qué dar de comer al Gobernador Harrison:

“Alguien propuso un típico almuerzo filipino. Pero no, porque es una idea ridícula. Queremos convencer a los americanos de  que somos suficientemente civilizados para ser independientes y seremos rechazados si comemos en una hoja de plátano” (15)

De acuerdo al autor, la Señorita Márquez cerraba su misiva le preguntándole a su prometido si efectivamente era incivilizado comer en una hoja de plátano. Esta carta refleja varias cosas. En primer lugar, el deseo del sujeto colonial por mostrarse apto –civilizado– ante los ojos del colonizador y juez de su proceso civilizatorio, prerrequisito para alcanzar su independencia. La Señorita Marquez, como también buena parte de sus compatriotas, no se cuestiona ni el discurso ni la relación colonial. No, a ella lo que le preocupaba era quedar bien y lograr la aceptación del poder imperial representado por nada menos que el gobernador colonial. Sin embargo,  esta carta también refleja un proceso de acomodo, de juego. La Señorita Marquez sabe que el norteamericano no aprecia y, por ende, no come la comida filipina; entonces, ¿para qué cocinársela? Mejor recurrir al engaño, dándole al estadounidense lo que éste come y de paso “demostrar” lo logros de su proceso civilizador. Es una pena que no sepamos qué comió Harrison y si lo disfrutó.

El tacto, como los demás sentidos, fue “racializado” tanto por británicos como por estadounidenses, quienes temían contagiarse de alguna enfermedad si tocaban a los naturales de sus colonias. De acuerdo con  Rotter, el color oscuro de la piel de indios y filipinos fascinaba y repugnaba a británicos y norteamericanos. Éstos temían lo que creían escondía el color de la piel de sus sujetos coloniales: suciedad. El autor menciona una caricatura que ilustra de forma magistral su planteamiento.  Titulada “Cares of a Growing Family”, la caricatura muestra al Presidente William McKinley observando a un grupo de niños negros que representan al recién adquirido imperio insular –Puerto Rico, Cuba y las Filipinas. El Presidente está sentado sobre una caja de jabones que tiene una inscripción muy clara: “Soap, Haye you tried?” (“Jabón, ¿lo has probado?”).  Esta caricatura racista y paternalista refleja muy bien la preocupación sanitaria de los norteamericanos y su relación con el color de la piel de los nuevos miembros de la familia estadounidense. El jabón se convierte así, en otra aportación imperial y civilizadora.

Cares of a Growing Family, 1898

Para protegerse de la India y de los indios, los británicos se aislaron en sus cuarteles y recurrieron a los llamados “cholera belts”. Estos eran una pieza de ropa usada comúnmente por los soldados británicos en la India, que consistía de una cinturón o faja ancha de franela o seda que protegía al cuerpo de la humedad y frío, erróneamente asociados al cólera. Los estadounidenses recurrieron a los “stomach bandages” para evitar el vómito, la diarrea y el calambre abdominal.

El contacto sexual entre colonizadores y colonizados estuvo asociado al tema del tacto.  Este era  asunto  que preocupaba a las autoridades coloniales, especialmente, por el peligro de las enfermedades venéreas.  De ahí que tomaran medidas para controlar la prostitución como la Indian Contagious Diseases Act of 1868 que obligaba a las prostitutas a registrarse  y hacerse exámenes médicos. Los norteamericanos tomaron medidas similares en las Filipinas. En ambos casos se eximía del examen médico a los  soldados porque ello les hubiese sometido a un contacto físico inapropiado e indigno para hombres civilizados.

El autor concluye su ensayo señalando que ni británicos ni estadounidenses lograron imponer un nuevo régimen sensorial a indios filipinos. Sin embargo, sí lograron fomentar que sus sujetos coloniales se comportaran como seres “civilizados” en el uso de sus sentidos. Tanto los líderes del Partido del Congreso indio como los “ilustrados” filipinos –es decir, las clases dirigentes–  se convirtieron en promotores de la sanidad pública, insistiendo que sus pueblos adoptaran medidas sanitarias, aprendieron a comer con cuchillo y tenedor, y se vistieron con ropas occidentales. En palabras del autor: “Los subalternos se esforzaron en aprender los modales occidentales, esperando no ofender los sentidos.” (18).

Tanto en las Filipinas como en la India, la relación colonial conllevó resistencia y ajuste,  y el eventual desarrollo de acomodos y acuerdos no solo a nivel político, sino también a nivel sensorial. El esfuerzo occidental para imponer su cultural sensorial provocó una respuesta local. Según Rotter, este encuentro terminó cambiando las cuatro culturas sensoriales involucradas: el curry se convirtió en un plato nacional británico, se desarrolló un gusto por los textiles indios y filipinos, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos se hizo más común que los médicos tocaran a sus pacientes, los estadounidenses aprendieron a apreciar las frutas tropicales filipinas, etc.

Este es un interesantísimo ensayo y una gran aportación al estudio del imperialismo norteamericano, y del imperialismo en general. Rotter hace un estudio cultural y comparativo del colonialismo estadounidense en las Filipinas desde una óptica teórica y metodológicamente novedosa, examinando un tema que me resultó fascinante: los sentidos. El autor no estudia los acostumbrados temas políticos, sociales y/o económicos. Por el contrario, realiza un interesante análisis cultural de  la experiencia sensorial británica en la India y estadounidense en las Filipinas. Además, el autor desarrolla algo poco común en la historiografía norteamericana del imperialismo y las relaciones internacionales: un estudio comparativo. Este tampoco es un análisis tradicional del imperialismo, ya que el autor enfoca el intercambio cultural entre colonizado y colonizador, enfatizando los puntos de encuentro entre éstos: los intercambios, los acuerdos, los compromisos. El colonialismo es presentado como una proceso dinámico y de dos vías, en el que tanto colonia como metrópoli se ven afectados.

No puedo cerrar sin señalar que este ensayo es producto de una investigación que no ha finalizado, cosa que el autor reconoce. Esto explica que en algunos momentos la justificación de sus postulados –como el nivel comparativo– pueda resultar un tanto general y carente de contundencia, lo que  no le quita méritos a un trabajo que aporta una visión refrescante al análisis del imperialismo. Será cosa de esperar a que Rotter culmine su investigación y comparta sus hallazgos finales.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

23 de enero de 2012

NOTA: Todos los énfasis y las traducciones del inglés con mías.

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