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El enfoque histórico-cultural de Emely Rosenberg y la política expansionista estadounidense

por Pablo L. Crespo Vargas

Spreading the american dreamUno de los problemas, más significativos, que confrontaron los estudiosos de la historia diplomática estadounidense hasta comenzada la segunda mitad del siglo XX fue la falta de un acercamiento o una explicación cultural donde se analizaran los distintos aspectos del desarrollo de las relaciones internacionales de este país. Los cambios producidos en el pensamiento académico luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, donde se presentaron una serie de factores que incluyen mayores oportunidades de estudio gracias a los beneficios educativos a veteranos, el aumento de instituciones universitarias estatales, y los movimientos de derechos humanos, feministas e indigenistas, que motivaron a muchos a realizar estudios postsecundarios, sin importar la clase social de la que provenían, también se sintieron en la historiografía estadounidense.[1]
Los recién formados historiadores comenzaron a ver la historia desde una perspectiva fuera del punto de vista elitista que se había caracterizado hasta ese momento.[2] Uno de los mejores ejemplos de esta situación lo encontramos en la obra de Emily S. Rosenberg. Esta historiadora busca presentarnos como la cultura estadounidense jugó un papel trascendental en el desenvolvimiento de la política exterior de los Estados Unidos. Es importante señalar, que la autora, establece los límites a su trabajo en “examine the process by which some Americans, guided and justified by the faiths of liberal-developmentalism, sought to extend their technology-based economy and mass culture to nearly every part of the world.” En otras palabras, Rosenberg no trabaja el efecto de la americanización en otros países o culturas, aunque estos son estudiados con mayor detenimiento por otros investigadores, sino que se enfoca en cómo se dio este proceso desde la perspectiva estadounidense.
La tesis de la autora se centra en el desarrollo de una ideología llamada liberalismo-desarrollista [liberal-developmentalism], el cual tenía cinco puntos o ideas de gran importancia. El primero es la creencia de que todos los países debían copiar el desarrollo económico estadounidense. El segundo punto es la fe existente en el desarrollo de la economía a base de una iniciativa privada. Le seguía la creencia de mantener acceso libre al comercio y a las inversiones. La cuarta idea es el fomento del flujo continuo de la información y la cultura. Por último, se promovía la creencia de que el gobierno tenía la función de proteger la empresa privada, a la vez que se estimulaba y regulaba la participación estadounidense en la economía mundial y el intercambio cultural. Estas ideas se fueron desarrollando y utilizando para poder crear un ambiente favorable a los inversionistas estadounidenses que se aventuraran en el extranjero, teniendo el consentimiento del sistema gubernamental para ello.
En la obra se va presentando la evolución de estas ideas, que Rosenberg divide en tres periodos significativos. Primero, el estado promocional [Promotional State], desarrollado entre 1890 y 1912. En este periodo, el gobierno federal buscaba facilitar el desarrollo económico de las empresas privadas que se desarrollaron en el mercado internacional. Segundo, el estado cooperativista [Cooperative State], promovido después de la Primera Guerra Mundial. En él, el gobierno se inmiscuyó en el desarrollo de las inversiones estadounidenses en el extranjero, buscando posiciones ventajosas en el ámbito internacional; y a su vez, manteniendo la posición política que los Estados Unidos obtuvo al terminar este conflicto. Por último, se desarrolló el estado regulador [Regulatory State], que a partir de la década del 30 buscaba integrar las relaciones entre empresarios y gobierno federal para facilitan los objetivos de ambos.
Los dos puntos que la autora recalca son: (1) la estrecha relación entre la expansión económica estadounidense y los aspectos culturales que se desarrollaban en este país y (2) la correlación existente entre el grado de intromisión del gobierno de los Estados Unidos en los intereses económico y la proyección hegemónica desarrollada ante el resto del planeta. No ha de extrañarnos, que a mayor proyección mundial como potencia de primer orden, mayor era el grado de relación entre el gobierno y los intereses económicos. Sobre este último punto podemos observar dos hipótesis. En la primera, que el gobierno estadounidense utilizó la expansión económica desarrollada por los inversionistas para crear una plataforma que sirvió para promover y proyectar a los Estados Unidos como una potencia de primer orden. Segundo, que el gobierno fue empujado por los intereses económicos para desarrollar una hegemonía que los protegiera en el extranjero. Aunque podemos estar tentados a escoger solamente una explicación, la obra nos demuestra que en un principio los inversionistas y empresarios estadounidenses [los grupos misioneros también aprovecharon el momento] lograron atraer el interés gubernamental; pero, que al pasar el tiempo y los Estados Unidos transformarse en una nación de primer orden su interés por mantener un predominio económico era más latente y la proyección de la cultura estadounidense era vital para tales fines.
Dentro de los aspectos culturales se puede apreciar el surgimiento de ideas progresistas que son propagadas y asimiladas por la población en general. Algunas de estas ideas fueron vistas como precondiciones a una sociedad moderna y de avanzada de una nación destinada a ser modelo universal. Estas incluyen la supuesta superioridad de la sociedad cristiana protestante, la prepotencia anglosajona y el desarrollo económico de la sociedad estadounidense. Estas ideas crearon una mentalidad de superioridad que puede ser apreciada en las campañas misioneras, que buscaban expandir sus creencias religiosas en el extranjero, de la misma forma que los inversionistas buscaban prosperidad en los mercados internacionales.
Otro aspecto cultural que no podríamos dejar a un lado es la importancia que tuvo el llamado sueño americano [American Dream], el cual estaba relacionado con el desarrollo de alta tecnología y el consumo en masa. Si la proyección de este ideal anterior al periodo de la Segunda Guerra Mundial fue realizado por misioneros, misiones diplomáticas e intereses económicos; el desarrollo de los medios de comunicación masivos fue toda una innovación que se encargó de llevar a cada rincón del mundo el pensamiento y estilo de vida estadounidense luego de finalizada esta guerra. La intención, según nos indica la autora, era crear cierto grado de empatía hacia el estilo de vida democrático, de sabiduría e integración social estadounidense. Se puede pensar que la expansión cultural era parte importante en la creación de mercados económicos e intelectuales donde el pensamiento estadounidense predominaba.
Los planteamientos de la autora podrían estar presentando una fuerte influencia revisionista. De hecho, la presentación de una serie de problemas o contradicciones entre el ideal liberal desarrollista y lo practicado en realidad nos hace pensar en la obra del historiador William A. Williams: The Tragedy of American Diplomacy. Entre los puntos trágicos que presenta Rosenberg está la política de dos varas que el gobierno estadounidense utilizó para promover los intereses económicos y diplomáticos propios. El mejor ejemplo fue la política dirigida a condenar y demonizar los monopolios extranjeros; mientras que se promovía el que empresas estadounidenses monopolizaran en países de economía débil y con gobiernos de fácil corrupción.
Según la autora, las justificaciones que cada generación de estadounidenses presentó para el desarrollo de una conducta no liberal dentro del liberalismo-desarrollista son otro ejemplo de la importancia del aspecto cultural dentro de la historia diplomática. Estas son tres: “Doctrines of racial superiority and evangelical mission […], a faith in granting prerogatives to new middle-class professionals […] and a fervent anti-Communism”. Dos de ellas son de corte ideológico: la superioridad racial junto a la evangelización y el desarrollo del anti comunismo; pero su contenido está arraigado al desarrollo cultural de una nación que evolucionó en un marco anglosajón, de creencias religiosas protestantes y con una economía esencialmente capitalista donde el individuo era responsable de su prosperidad tanto terrenal como espiritual. A su vez, la responsabilidad del individuo al progreso llevó al desarrollo de una clase media profesional que promoviera cambios en la tecnología y en la calidad de vida que presentaba el llamado American Dream.
Los planteamientos de corte liberal que Rosenberg expone al presentar un punto de vista cultural pudieran molestar a historiadores conservadores que solo ven intereses estratégicos y económicos en sus señalamientos. Sin embargo, no podemos dejar a un lado, el desarrollo de una política exterior que no se basó únicamente en las pretensiones de grandeza que puede tener una élite, o en los deseos de riqueza que los empresarios vieron en los mercados internacionales, sino, que dentro de todo esto existe un intercambio de ideas, una proyección de lo que es el país y sus pobladores y cómo estos pueden interactuar con otras cultura, aunque en este caso se buscaba que otras culturas asimilaran la de ellos para así poder crear un cierto grado de identificación del cual se suponía que ambos lados se beneficiaran.
Obra principal:
Emily S. Rosenberg: Spreading the American Dream: American Economic and Cultural Expansion, 1890-1945 [1982], New York: Hill and Wang, 1999
Obras citadas:
Appleby, Joyce, Lynn Hunt & Margaret Jacob: Telling the Truth About History, New York, Norton, 1994
William, David: A Peoples History of the Civil War: Struggles for the Meaning of Freedom, New York, New Press, 2006
Williams, William A.: The Tragedy of American Diplomacy, New York, Delta Books, 1962
Otras obras de referencia sobre el tema:
Hogan, Michael J. & Thomas Paterson (eds.), Explaining the History of American Foreign Relations, 2nd ed., New York, Cambridge University Press, 2004
Joseph, Gilbert M, Catherine C. Legrand & Ricardo D. Salvatore (eds.): Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of U.S.-Latin American Relations, Duke University Press, 1998.
Kaplan, Amy & Donald E. Pease (eds.): Cultures of United States Imperialism, Duke University Press, 1999.

[1] David William: A Peoples History of the Civil War: Struggles for the Meaning of Freedom, 2006, pág. 11.
[2] Véase a Joyce Appleby, Lynn Hunt & Margaret Jacob: Telling the Truth About History, 1994, págs. 146-151.

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El sociólogo norteamericano Norman Birnbaum examina la trascendencia histórica de los discursos pronunciados por John F. Kennedy en 1963, justo cuando estamos a punto de comemorar el cincuentenario del asesinato del trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. 

Los otros discursos de Kennedy

Por Norman Birnbaum

16 de agosto de 2013

El país

Eva Vázquez

Eva Vázquez

La visita del presidente Kennedy a Berlín Occidental el 26 de junio de 1963, la entusiasta acogida de las multitudes y su apasionado discurso en el Ayuntamiento son ya legendarios. Allí proclamó que Estados Unidos defendería a la ciudad rodeada. Pero ya en agosto de 1961 Kennedy había comprendido que la construcción del Muro era, para la Unión Soviética y Alemania Oriental, el reconocimiento de la existencia de Berlín Occidental y sus ocupantes aliados. Hubo tensión entre las superpotencias (por el derecho de los aliados a entrar en Berlín Este), pero Jruschov y Kennedy retiraron sus carros de combate de Checkpoint Charlie. Algunos norteamericanos, como el general Clay, que había dirigido en 1948 el puente aéreo de abastecimiento a la ciudad, eran partidarios de derribar el Muro. Kennedy le escuchó con el mismo escepticismo que mostraría cuando los generales y asesores exigieron atacar Cuba durante la crisis de los misiles de noviembre de 1962. En Berlín, varios acuerdos locales sobre transacciones económicas y visitas familiares aliviaron a los habitantes de los dos lados. También se iniciaron los pasos hacia una reconciliación que sería el legado de Willy Brandt, continuado por Schmidt y Kohl.

En su breve discurso en el Ayuntamiento, Kennedy elogió el valor de los berlineses, denunció el poder comunista en términos muy duros y dijo que había escasas posibilidades de que la situación mejorase. Sus asesores Arthur Schlesinger y Theodore Sorensen, que estaban con él en Berlín, dieron a su siguiente discurso, en la Universidad Libre, un tono muy distinto, con la predicción de que el enfrentamiento entre los bloques sería sustituido por el reconocimiento de la coexistencia como interés común. Kennedy pidió a los ciudadanos de Occidente que, en lugar de malgastar energías en congratularse, promovieran la justicia social y económica en sus sociedades. Habló del movimiento de los derechos civiles y dijo que los “vientos de cambio” soplaban en contra del Telón de Acero: una frase tomada del primer ministro británico Harold Macmillan, que la había utilizado en Sudáfrica en 1960 para pedir el fin del apartheid.

Ese segundo discurso de Kennedy en Berlín expresó su visión política más general. En la primavera de 1963 estaba fue que eran factibles preocupado por la disparidad entre su imagen, muy muchas cosas que se favorable tanto en Estados Unidos como en el mundo, y creían imposibles unos logros que consideraba mediocres. No le gustaban los triunfalistas que veían la retirada de los misiles soviéticos de Cuba como una victoria sobre el adversario; él pensaba que se había evitado la guerra nuclear por los pelos. En la clase dirigente estadounidense, muchos, incluidos sus propios jefes militares, criticaban abiertamente que no hubiera aprovechado la crisis para expulsar a la URSS de Europa del Este o incluso para acabar con ella. Sabía que a Jrushchov le angustiaba la locura de Mao, dispuesto a asumir el peligro nuclear, y que muchos militares y políticos soviéticos no le perdonaban que dialogara con Estados Unidos. Kennedy temía otra crisis en la que los líderes políticos de las superpotencias no lograran arrebatar a sus generales el control de los acontecimientos. Los estadounidenses estaban aún atrapados en una cultura llena de imágenes de guerra nuclear y creían que ellos (y unos cuantos aliados obedientes) eran los únicos buenos. El presidente pensaba que la situación era aún muy delicada y deseaba contar con la cooperación soviética para fomentar la coexistencia. Pero antes tenía que tranquilizar a su propio país.

El 10 de junio pronunció en la American University de Washington un discurso en el que atrevió a ir mucho más allá que cualquier otro presidente. Insistió en la humanidad común de las poblaciones de los dos bloques, elogió a la Unión Soviética por sus sacrificios durante la guerra, se declaró dispuesto a colaborar para hacer posible, poco a poco, la coexistencia. Para su consternación, la reacción estadounidense fue tibia. En Rusia, la respuesta fue positiva, y el texto se publicó en la prensa, un hecho extraordinario para la época.

Kennedy estaba negociando con Jrushchov a traves de intermediarios extraoficiales. Su asesor científico, el físico Jerome Wiesner, había ido a Moscú para tantear la posibilidad de un acuerdo sobre la limitación de las pruebas nucleares. Tras el discurso del 10 de junio, Kennedy envió a Averell Harriman, que regresó con dicho tratado, que el Senado estadounidense ratificó por amplio margen ese otoño.

Mientras tanto, Estados Unidos se debatía con su más grave problema social. Los afroamericanos del sur exigían acabar con la segregación y que se les reconociera la plena igualdad civil teóricamente concedida desde hacía un siglo, y la sociedad estaba dividida. Al día siguiente de las palabras sobre la guerra fría, en un apasionado discurso televisado, Kennedy declaró que era un problema moral y necesitaba una respuesta moral. El discurso del 11 de junio no estaba planeado como el anterior, sino que fue una respuesta al intento del racista gobernador Wallace de Alabama de impedir que los afroamericanos asistieran a la universidad pública del Estado. En el plazo de unos días, Kennedy arriesgó su presidencia y sus posibilidades de reelección. Desafió el nacionalismo desmesurado y a quienes se beneficiaban de él y se atrevió a enfrentarse a las patologías más profundas del espíritu nacional. Cuando, dos semanas después, en la Universidad Libre de Berlín, pidió a las democracias occidentales que aceptaran los riesgos del progreso, era la encarnación de la autenticidad.

La guerra fría no terminó con la unificación de Alemania (profetizada por Kennedy en la Universidad Libre). Ya había perdido mucha intensidad. Sucesivos acuerdos internacionales, algunos tácitos e incluso negados, evitaron los peligros de conflictos involuntarios. Y las poblaciones de los dos bloques rechazaron la nuclearización de la política internacional.

Los choques continuaron. Pero, en 1973, Estados Unidos y la URSS no consintieron que Egipto e Israel les arrastraran y la URSS no a una guerra. Sus intervenciones como superpotencias consintieron que Egipto culminaron en derrotas militares y morales, para Estados e Israel les arrastraran a Unidos en Vietnam y para la Unión Soviética en Afganistán. una guerra La debacle del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia en 1968 se compensó con la brutalidad del apoyo estadounidense al golpe chileno de 1973. La temeridad de las superpotencias al estacionar nuevos misiles nucleares en Europa a finales de los setenta causó malestar en los dos bandos. La agitación hizo más poroso el Telón de Acero. En 1971 se firmaron los acuerdos de Helsinki, que tuvieron las consecuencias imprevistas. El bloque soviético aceptó las cláusulas sobre derechos humanos como algo inocuo. Pocos occidentales comprendieron su importancia: recuerdo a Kissinger dormitando en la reunión. Sin embargo, esas cláusulas fueron la base que dio legitimidad política a los grupos de oposición a las dictaduras en la Europa soviética y estimularon la democratización en Portugal y España.

Todo aquello podía no haber ocurrido. Poca gente lo predijo. Los discursos de Kennedy tuvieron gran trascendencia histórica porque mostraron que muchas cosas que se creían imposibles eran factibles. Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan y Bush padre abordaron las negociaciones con la URSS con normalidad. Los socialdemócratas y demócratas liberales de Alemania, con gran respaldo de la Iglesia protestante, lograron una serie de acuerdos con la República Democrática Alemana y la Unión Soviética. El Vaticano ejerció su propia diplomacia en el Este, con especial repercusión en Hungría y Polonia.

Los discursos de Kennedy de hace 50 años imaginaron la normalización de la política mundial y la eliminación gradual de la posibilidad de un fin apocalíptico para la humanidad. Hace 50 años, cualquier gran error político podía ser fatal. Hoy no son más que errores. Freud dijo que, cuando el psicoanálisis sustituía el sufrimiento neurótico por una infelicidad humana normal, eso era una gran victoria. El deseo de Kennedy de un mundo pacificado, hasta ahora, nos ha aportado una infelicidad normal, pero él se refirió además a algo más profundo. Si eso le costó su vida unos meses después es materia para otra reflexión.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/07/03/opinion/1372842683_799232.html

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Próximos a conmemorar el cincuentenario de la peor crisis de la Guerra Fría, comparto con ustedes esta interesante nota de Leandro Morgenfeld sobre la Crisis de los misiles. Morgenfeld es docente  de la UBA y un estudioso  de las relaciones argentino-estadounidenses. Padre de la bitácora Vecinos en conflicto, Morgenfeld es un analista agudo de las relaciones de América Latina y Estados Unidos.

La crisis de los misiles y el sistema interamericano

La crisis de los misiles y el sistema interamericano
Por Leandro Morgenfeld (http://www.marcha.org.ar/1/)
A pocos días de cumplirse 50 años de la denominada “Crisis de los misiles” que puso al mundo al borde de una guerra nuclear un análisis de lo sucedido y el sistema interamericano, impulsado por EE.UU., que resultó de dicho acontecimiento.
En octubre de 1962 se temió, como nunca antes, el estallido de la tercera guerra mundial. El enfrentamiento Washington-Moscú llegó al punto de máxima tensión y se vivieron días dramáticos, hasta que finalmente se vislumbró una salida diplomática. Hoy, medio siglo más tarde, todavía se discuten los entretelones de las negociaciones entre Kennedy, Jruschov y Castro. Lo que no cabe duda es que la crisis permitió a Washington reposicionarse en América y evitar una mayor influencia del proceso revolucionario cubano.
La crisis desatada tras el descubrimiento estadounidense de misiles soviéticos con capacidad nuclear en Cuba no sólo llevó al mundo al borde de la guerra, sino que tuvo consecuencias importantes en el sistema interamericano. La tensión internacional se desató cuando aviones espía de Estados Unidos lograron fotografiar la instalación de misiles soviéticos en la isla caribeña, a pocas millas de Florida. La temida tercera conflagración mundial estuvo a punto de estallar en ese momento. La crisis efectivamente no se circunscribió a los dramáticos 13 días que transcurrieron entre el descubrimiento estadounidense de los misiles soviéticos emplazados en Cuba (15 de octubre) y el acuerdo entre la Casa Blanca y el Kremlin (28 de octubre). Es necesario analizar el contexto de la crisis, no circunscribiéndolo a ese momento específico de laguerra fría, sino ahondando en la relación Washington-La Habana desde una perspectiva histórica, incluyendo los procesos más cercanos al estallido de la misma, como la invasión de Bahía de Cochinos y la Operación Mangosta. Sólo así pueden entenderse las razones de la decisión soviética de desplegar misiles nucleares en Cuba (para evitar lo que se consideraba como un probable nuevo ataque estadounidense a la Isla), aunque también esa riesgosa jugada tenía que ver con el enfrentamiento global entre Washington y Moscú, y en particular con el conflicto por Berlín que se desarrollaba en ese momento.
El despliegue militar soviético, según muestran documentos recientemente desclasificados, fue superior al que entonces habían considerado las autoridades de la Administración Kennedy (el número de militares que Moscú envió a Cuba llegó casi a 50.000). La primera semana del conflicto, desde que se descubrieron los misiles -sin hacerse público- hasta el famoso discurso de Kennedy en el que dio cuenta del hallazgo a través de las fotografías de los aviones U-2 y se dispuso el bloqueo naval a Cuba, bajo el eufemismo de una «cuarentena», es clave para entender la posición estadounidense. A partir de documentación ahora desclasificada, puede entenderse cómo se llegó a tomar la decisión del bloqueo, aplazando otras alternativas más temerarias impulsadas por los halcones del Pentágono, como el ataque aéreo, que hubiera iniciado una escalada y un enfrentamiento nuclear de consecuencias imprevisibles. El haber contado con una semana, antes de que el hallazgo se hubiera filtrado, permitió a la Administración Kennedy barajar alternativas menos riesgosas que la del ataque a Cuba, que casi con seguridad hubiera provocado una escalada de consecuencias trágicas para la humanidad entera.
La segunda semana del conflicto, cuando ya era público, también es clave para comprender el desenlace final. Estados Unidos desplegó las estrategias de la «zanahoria» y el «garrote». Las acciones militares y las declaraciones guerreristas de los gobiernos de Washington y Moscú estuvieron acompañadas de negociaciones diplomáticas sigilosas, a través de canales informales. Las mismas llegaron a buen puerto: el Kremlin se comprometió a retirar los misiles y la Casa Blanca a no invadir Cuba. Además, aunque esto no se hizo público, Estados Unidos prometió retirar los misiles de la OTAN que había emplazado en Turquía para amenazar a la Unión Soviética. La crisis, de todas formas, no se cerró definitivamente el 28 de octubre, sino que siguió hasta que se concretaron los acuerdos. A partir de entonces, se estableció una línea de comunicación directa entre la Casa Blanca y el Kremlin para evitar en el futuro los cortocircuitos que en octubre de 1962 casi desembocaron en una guerra nuclear.
Más allá de las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la crisis provocó una movilización en todo el continente americano. Posibilitó a Washington reposicionarse en la región, luego de las dificultades que había tenido en enero de 1962 para excluir a Cuba del sistema interamericano (Argentina, Brasil, México, Chile, Bolivia y Ecuador se habían opuesto a expulsar a la isla de la OEA). La subordinación del continente tras los mandatos del Departamento de Estado, que se manifestó el 23 de octubre de 1962 (la OEA votó aplicar el Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca para garantizar el bloqueo contra Cuba) fue posible, entre otras cuestiones, gracias al giro que se produjo en la relación entre Estados Unidos y Argentina tras el golpe contra Arturo Frondizi y la asunción de José María Guido. El canciller argentino Muñiz, en la OEA, dio impulso a la creación de una fuerza interamericana de intervención, que incluiría una “brigada argentina”, integrada por 10.000 efectivos militares, lista para interceder en cualquier lugar del continente. Además, Argentina participó en el bloqueo, enviando dos buques de guerra y aviones. Se produjo, en esos meses, un inédito alineamiento argentino tras las políticas del Departamento de Estado. Altos mandos de las fuerzas armadas visitaron frecuentemente el Pentágono, entre ellos el jefe del ejército, Onganía, quien adhirió en forma entusiasta a la Doctrina de Seguridad Nacional, impulsada por la Junta Interamericana de Defensa. Con este giro en la relación bilateral, se anticipaba la política de acercamiento a Washington que se profundizaría tras el golpe contra Illia, en 1966.
La crisis de los misiles, entonces, permitió a la Casa Blanca y al Pentágono avanzar en su política de aislar a Cuba del resto del continente y evitar que su influencia se expandiera. Ofreciendo ayuda financiera al gobierno de Guido, que zozobraba ante la aguda crisis económica y las presiones militares, Washington pudo profundizar su histórico objetivo estratégico de alentar la balcanización latinoamericana.

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La Doctrina Monroe (DM) es uno de los componentes ideológicos más importantes en el desarrollo de la  política exterior de los Estados Unidos.  Por ello no debe sorprender la gran atención que ha recibido por parte de  numerosos y diversos investigadores. Una búsqueda sencilla en el catálogo cibernético de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos daría como resultado la existencia de más de 500 obras relacionadas con la famosa doctrina. La lista de autores es igualmente impresionante, pues entre quienes han dedicado tiempo a su estudio destacan Albert Bushnell Hart, Dexter Perkins, Arthur P. Whitaker, Samuel Flagg Bemis, Hiram Bingham, William Appleman Williams, Armin Rappaport, Ernest R. May, Edward P. Crapol, Gaddis Smith y Greg Grandin.

Sin embargo, es necesario reconocer que pesar de todo lo escrito, no todo está dicho sobre la Doctrina Monroe. El libro The Monroe Doctrine: Empire and Nation in Nineteenth-Century America (New York: Hill and Wang, 2011)del historiador Jay Sexton es una prueba de ello. Sexton, profesor en la Universidad de Oxford, utiliza la DM para examinar el desarrollo histórico de los Estados Unidos en el siglo XIX, transformando las palabras de Monroe en algo más que un pronunciamiento de política exterior. Para el autor, James Monroe no creó una doctrina; sus creadores fueron aquellos que a lo largo del siglo XIX  debatieron su significado, y la usaron para adelantar sus objetivos y causas. Sexton plantea, que la DM evolucionó en relación y/o respuesta a los cambios y dinámicas de  la política interna norteamericana, así como también al contexto geopolítico. Este proceso culminó a principios del siglo XX con su transformación en una pieza clave de la mitología nacional estadounidense. Sin embargo, este carácter icónico escondía, según el autor, la complejidad que caracterizó el desarrollo de la DM a lo largo del siglo XIX.

Jay Sexton

En su análisis de la DM Sexton enfoca tres procesos históricos del siglo XIX estadounidense: la lucha para apuntalar la independencia frente a Gran Bretaña, la consolidación de la unidad nacional y la expansión imperial.

El autor nos recuerda que la DM nace y se desarrolla en el contexto del ascenso hegemónico del imperio británico.  De forma muy convincente Sexton muestra que el británico fue el imperio  más poderoso del siglo XIX y subraya el carácter conflictivo de las relaciones de los Estados Unidos con su antigua metrópoli. El imperio británico proyectaba su sombra sobre los Estados Unidos, pues tras su independencia, la joven nación se mantuvo atrapada en las redes del sistema mundial británico. De acuerdo con el autor, era clara la subordinación-dependencia económica de los Estados Unidos frente a Gran Bretaña, pues entre ambas naciones existía una relación simbiótica en la que los ingleses eran los suplidores de capital, crédito y productos terminados, y mercado para las materias primas exportadas por los estadounidenses. Los beneficios que obtenían los norteamericanos de esta relación eran claros: además de capital de inversión, tenían acceso al mercado británico gracias a la reducción unilateral de las tarifas británicas, lo que dejaba a los estadounidenses en libertad de imponerles tarifas a los productos de su antigua metrópoli. A nivel diplomático, el poder de Gran Bretaña también significó problemas y beneficios para los Estados Unidos. Por ejemplo, tanto la compra de Luisiana  como el pago de la indemnizacion a México en 1848 fueron posibles gracias a préstamos de bancos  británicos. El reto para los norteamericanos era cómo aprovechar ese poder sin convertirse en un peón de los británicos.

A la dependencia en Gran Bretaña Sexton le suma la vulnerabilidad de la joven nación norteamericana. Sexton es muy claro, la Revolución no creó una nación. Esa nación se formó a lo largo del siglo XIX y conllevó compromisos políticos, cambios constitucionales, integración económica, despertares religiosos, el fin la esclavitud, expansión territorial, innovación tecnológica y el desarrollo de una ideología racista y nacionalista. Los Estados Unidos del siglo XIX eran una nación insegura por su debilidad externa frente a las potencias europeas y por su vulnerabilidad interna ante el peligro de la división y destrucción de la unión política entre los estados.

Según Sexton, el  mensaje de Monroe de 1823 recoge la inseguridad de los Estados Unidos y  la desconfianza tradicional hacia los británicos, pero también presagiaba la colaboración imperial anglo-norteamericana.  El Presidente y sus colaboradores actuaron con gran cuidado y aunque mostraron reservas de colaborar con sus primos europeos, también estaban preocupados de actuar sin el apoyo de éstos. Los miembros del gabinete de Monroe estaban de acuerdo en que una intervención exitosa de la Santa Alianza en el Hemisferio Occidental constituiría una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos. ¿Por qué este temor? Según el autor, los artífices de la DM –James Monroe, John C. Calhoun, John Quincy Adams y William Wirt­– se veían inmersos en una lucha ideológica contra las monarquías europeas. Basados en una mentalidad que Sexton compara con la de  la Guerra Fría, éstos consideraban que era necesario contener la amenaza que representaban las potencias europeas. Para ellos, la colonización o intervención europea en el Hemisferio Occidental constituiría una amenaza directa para los Estados Unidos que  obligaría a la nación estadounidense a aumentar los impuestos, crear un fuerza militar permanente (“standing army”) y centralizar el poder político. Todo ello generaría protestas y problemas regionales, que pondrían en peligro a la Unión, promoviendo el separatismo. En otras palabras, el mensaje de Monroe vinculó de forma directa las percepciones de amenazas extranjeras y vulnerabilidades internas.

Monroe y su equipo llegaron a la conclusión  de que la seguridad de los Estados Unidos sólo estaría garantizada a través de la creación de un sistema hemisférico controlado por los norteamericanos. Para ello elaboraron una doctrina que mantenía la puerta abierta a la colaboración con Gran Bretaña sin aceptar las condiciones de la propuesta del Ministro George Canning, informaba a la Santa Alianza que los Estados Unidos verían cualquier intervención en Hispanoamérica como una amenaza y dejaba claro que el gobierno norteamericano no intervendría en Europa y, además, respetaría  las posesiones coloniales europeas. En otras palabras, la administración Monroe declaró unilateralmente que el anti-colonialismo y el no-intervencionismo regían en el Hemisferio Occidental, sentando así las bases de la DM: las clausulas de no-colonización y no-intervención. Esta declaración dejó claro lo que los europeos no podían hacer, pero evitó la pregunta de qué haría Estados Unidos, manteniendo la puerta abierta a la expansión territorial.

Las palabras pronunciadas por Monroe en 1823 perdieron importancia en la década de 1830 porque las razones que las hicieron importantes dejaron de ser relevantes. Según Sexton, la DM fue rescatada del olvido por los conflictos seccionales de la década de 1840, que generaron múltiples interpretaciones de ésta. En la década de 1860 se materializaron de forma simultánea dos antiguos temores de los líderes norteamericanos: la secesión de un grupo de estados –que además buscaron aliarse con poderes externos– y la intervención directa de un potencia europea en el Hemisferio Occidental. En respuesta, los norteamericanos construyeron una nueva DM  que se convirtió en un poderoso símbolo nacional reclamado como suyo por políticos de diverso origen. Según el autor, esta nueva DM sentó las bases del imperialismo norteamericano de finales del siglo XIX.

La invasión francesa de México y la creación de una monarquía marioneta gobernada por Maximiliano,  conllevó un gran reto para la DM y una amenaza ideológica a la visión republicana de los estadounidenses. Además, México era considerado vital por los norteamericanos para la seguridad nacional por las fronteras compartidas y las relaciones económicas. Complicado por la guerra civil, Abraham Lincoln asumió una actitud moderada ante la invasión francesa. De ahí que  entre 1861 y 1865, ni Lincoln ni su Secretario de Estado William H. Seward usaran en público la frase Doctrina Monroe.  Ante los problemas en casa, se evitó provocar a los franceses. Lincoln  no invocó la DM, pero sí buscó, como Monroe en 1823, usar el poder británico en beneficio de los Estados Unidos y le pidió a los británicos que presionaran a Francia sobre el tema de México.

La DM también jugó un papel importante durante la guerra civil. Tal como había intentado Stephen Douglas antes del inicio de las hostilidades, la DM fue usada durante el conflicto civil  como un mecanismo para buscar la reunificación de los estados. Según el autor, Seward le sugirió a Lincoln que le declarara la guerra a España o Francia por su intervencionismo en el Hemisferio Occidental, para cambiar así el foco de atención pública de la esclavitud. La DM también fue usada por los enemigos y opositores políticos de Lincoln en el norte,  quienes acusaron a Seward de debilidad en la defensa de la seguridad nacional de los Estados Unidos. Tanto demócratas como republicanos atacaron a la administración Lincoln por la no aplicación de la DM en el caso de México. Un grupo de senadores demócratas buscó introducir en el Congreso resoluciones pidiendo la aplicación estricta de DM en México. En 1864, el republicano por Maryland Henry Winter Davis logró que la Cámara de Representantes aprobara, de forma unánime, una resolución condenando la intervención francesa en México. La DM también formó parte de la campaña presidencial de 1864, ya que los oponentes de Lincoln –demócratas y republicanos– hicieron uso de ella para atacarle.

Maximiliano I

Según el autor, el resultado de todas estas movidas fue una discusión pública sin precedentes sobre la naturaleza de la DM, que definió como los norteamericanos entendían el papel de su país a nivel internacional.   Los políticos y los partidos competieron por ser los defensores más ardientes de la DM, y en el proceso defendieron la necesidad de la supremacía hemisférica estadounidense. Sexton es muy claro al señalar que sus acciones no estaban motivadas por  la defensa o solidaridad con América Latina, sino por el deseo de lucir como defensores de la seguridad nacional y promotores de los intereses nacionales, y con ello ganar votos. Además, tenían una visión negativa de América Latina ya que justificaban la aplicación de la DM basados en la alegada inferioridad racial de los latinoamericanos y la lealtad de éstos a la Iglesia Católica. Erróneamente explicaron la salida de Francia de México como un resultado exclusivo de la DM, ignorando la lucha de los mexicanos y la oposición que enfrentó la aventura napoleónica en la propia Francia. De acuerdo con Sexton, esta falsedad fue repetida por décadas por políticos y libros de textos. Sexton concluye que para finales de la guerra civil, la DM se había convertido en un importante símbolo nacionalista que apelaba a distintos sectores políticos. La DM pasó a representar una política exterior  más activa y asertiva.

El imperialismo es un elemento clave en este libro, ya que Sexton interpreta la llamada expansión continental norteamericana como una empresa imperial en la que DM jugó un papel  fundamental. Un elemento central en el análisis de Sexton es el concepto “imperial anticolonialism” (anti-colonialismo imperial), que el autor toma prestado a nada más y nada menos que al gran historiador estadounidense William Appleman Williams. Sexton habla de la simultaneidad e interdependencia del anticolonialismo y el imperialismo en el siglo XIX estadounidense, y les identifica como factores importantes para entender la evolución de la DM.  Según él, ambos conceptos se funden a nivel de las políticas internas y externas de los Estados Unidos en el período que estudia. El anti-colonialismo norteamericano se fundamenta, de acuerdo con el autor, en las luchas contra Gran Bretaña y quedó consignado en dos documentos de gran importancia histórica: la Constitución y las Ordenanzas del Noroeste. La nueva república también fue anticolonial en el sentido de que sus líderes se opusieron a la expansión colonial europea en el Hemisferio Occidental. Sin embargo, los principios anticoloniales de la república norteamericana estaban entrelazados con la creación de un imperio desde bien temprano en su historia republicana.

Este  proceso imperialista –así le llama el autor– conllevó: la expulsión de los indios de sus tierras, la emigración y colonización de los blancos, la expansión de la esclavitud y la conquista de territorio a otros países (guerra con México). Durante el siglo XIX, Estados Unidos también buscó proyectar su poder en otras regiones no anexadas como México y el Caribe. También  hubo quienes plantearon la transformación del mundo a imagen de los Estados Unidos, idea que, según el autor, ganó fuerza a lo largo del siglo XIX, fomentando una política intervencionista que a su vez hizo que muchos apoyaran la adquisición de colonias en 1898.

Como parte de su análisis del imperialismo estadounidense, el autor enfoca el papel que  la DM jugó en el expansionismo de mediados de la década de 1840. Una de las figuras claves de este periodo fue el Presidente James K. Polk. Además de un amigo del Sur y de la esclavitud, Polk fue también un nacionalista convencido de que la expansión territorial –la creación de un imperio transcontinental, le llama Sexton– beneficiaría a todos los estados de la Unión, uniéndoles en un fervor nacionalista que solucionaría el debate en torno a la esclavitud. Polk y otros nacionalistas de su época acogieron el destino imperial de los Estados Unidos revelado por la ideología del Destino Manifiesto, pero enfrentaron las limitaciones que imponía la tradición anticolonial norteamericana.  El problema de Polk era ganar apoyo popular para su política expansionista, ya que no todos los norteamericanos compartían sus ansias imperialistas.

Tropas norteamericanas en el Zócalo

La política exterior de Polk estuvo definida por una percepción exagerada de amenaza y por la transformación del mensaje de Monroe de 1823 en un llamado a la expansión. El objetivo de Polk era transformar a Estados Unidos en un imperio transcontinental a través de la adquisición de California. Para ello se inventó una supuesta conspiración británica para  tomar control de las ricas tierras y estratégicos puertos californianos. En su mensaje ante el Congreso en diciembre de 1845, el Presidente defendió el derecho de los Estados Unidos a expandirse como una acción defensiva y de reafirmación de la DM, evitando la colonización europea de territorio americano. En otras palabras, la guerra contra México no sería una agresión, sino una movida defensiva para evitar que Gran Bretaña tomara control de California.

Sexton reconoce que es común entre los historiadores preguntarse por qué los EEUU no formó un imperio colonial antes de 1898. Para el autor, quienes se hacen esta pregunta olvidan que tanto la expansión al Oeste como el sometimiento de las tribus amerindias fueron actos coloniales. Este proceso consumió gran parte de los recursos y la atención de los norteamericanos en el periodos posterior a la guerra civil, pero ello no conllevó que la nación se hiciera aislacionista. Todo lo contrario, después de la guerra civil los norteamericanos vivieron lo que Sexton denomina como un poderosos internacionalismo cultural. Durante el periodo de la globalización temprana –y las innovaciones tecnológicas y el aumento comercial que ésta conllevó– los estadounidenses se vieron a sí mismos como propagadores de la civilización.

En este contexto, la DM fue muy debatida, pero no desde la perspectiva que combinaba amenazas externas e internas  que predominó en el periodo previo  a la guerra civil. Sexton identifica tres grupos que participaron en este debate. El primero de ellos estaba compuesto por los conservadores aislacionistas, quienes veían a la DM como parte de una lucha irreconciliable entre el Viejo y el Nuevo Mundo. El segundo grupo –los liberales intervencionistas– planteaban que la DM tenía que ser actualizada para que reflejara la nueva situación internacional. El último grupo, dirigido por James Blaine, veía a la DM como un símbolo para una política exterior activa  y nacionalista.  Éstos querían que Estados Unidos tuviese el control comercial y estratégico sobre el Hemisferio Occidental e invocaban la DM para apoyar políticas  como la anexión de islas caribeñas, la construcción de una canal interoceánico y el establecimiento de la supremacía comercial estadounidense en América Latina, pero siempre escudándose detrás del anticolonialismo. Para la década de 1890, los defensores de una política activa y nacionalista se impusieron, pero ese no fue proceso libre de controversia y debate.

La crisis venezolana de 1895 marcó un momento muy importante en la evolución de la DM, ya que la actitud asumida por el Presidente Grover Cleveland y por el Secretario de Estado Richard Olney durante la crisis llevó la DM a donde nadie antes la había podido llevar. Éstos  declararon la soberanía norteamericana en el Hemisferio Occidental al lograr que los británicos acataran la DM. Cleveland y Olney  expandieron el alcance de la DM usándole como justificación para intervenir en la controversia británica-venezolana, pero también buscaban limitar su alcance para que no fuera usada para justificar intervenciones en América Latina.  Según ellos, Monroe  se limitó a condenar la colonización europea del Hemisferio Occidental y no propuso o justificó la intervención de los Estados Unidos en los asuntos internos de los países de la región.

La crisis con España y la eventual guerra de 1898 abrió un periodo muy importante en el desarrollo de la DM. Quienes favorecían la intervención de Estados Unidos en Cuba ­–y luego la adquisición de ésta, las Filipinas, Guam y Puerto Rico– evitaron el uso de la DM. Imperialistas como Theodore Roosevelt,  Alfred T. Mahan y Henry Cabot Lodge no recurrieron a la DM porque ésta  estaba asociada a los demócratas conservadores como  Cleveland,  que querían evitar una intervención en Cuba. Éstos tampoco usaron la DM para justificar la adquisición de un imperio insular porque ésta encarnaba un excepcionalismo nacional que contradecía, según Sexton, la justificación de la expansión colonial. Los imperialistas apelaron a conceptos cosmopolitas como el deber civilizador y la responsabilidad racial.

Quienes sí usaron la DM fueron los opositores de la anexión de las colonias españolas, los anti-imperialistas. Éstos recurrieron a la tradición anticolonial, el realismo geopolítico y el racismo para rechazar el imperio insular. Los anti-imperialistas creían que la DM simbolizaba una tradición anticolonial que era violada por la  anexión de las Filipinas. De esta forma ignoraban el pasado imperial estadounidense, en especial, la guerra con México y la conquista del Oeste.

Los primeros años del siglo XX fueron testigos, de acuerdo con Sexton, del resurgir de la DM como el principal símbolo de la política exterior de los Estados Unidos. Tal renacer estuvo acompañado de nuevos significados que reflejaran la convergencia de las posiciones opuestas del debate 1898. En otras palabras, se dio una fusión entre la tradición realista y el  nuevo lenguaje que enfatizaba las responsabilidades y deberes civilizadores. Roosevelt es uno de los artífices de esta fusión, ya que presentó a la DM como un instrumento que promovía los intereses estadounidenses y de la civilización occidental. Según el autor, este casamiento entre el nacionalismo y el internacionalismo amplió el atractivo de la DM.  Los imperialistas no optaron por más anexiones coloniales y los anti-imperialistas siguieron siendo enemigos del colonialismo, pero no necesariamente de un imperialismo general.  Esto permitió crear un DM muchos más explícitamente intervencionista, pero que a la vez reflejaba dudas sobre la anexión de pueblos no blancos que habitaban territorios no continuos a los Estados Unidos.  Sexton usa la Enmienda Platt y la adquisición de la zona del canal de Panamá como ejemplos de esta conciliación entre anti-colonialismo y la promoción de intereses estratégicos y económicos estadounidenses. En ambas se camuflaron acciones imperialistas en términos anticoloniales (independencia de Cuba) y de la defensa de la auto-determinación (independencia de Panamá). Estas acciones generaron críticas, pero no un debate nacional como en 1898. En otras palabras, hubo muy poca oposición doméstica por la combinación de alegados elementos humanitarios y anticoloniales con una lógica estratégica y económica.

The Monroe Doctrine por William Allen Rogers

El último tema tocado por Sexton es el Corolario Roosevelt a la DM. Según el autor, en las primeras décadas del siglo XX la amenaza británica fue sustituida por la amenaza alemana, ya que los estadounidense percibieron, erróneamente, a Alemania como una amenaza para sus planes de hegemonía hemisférica. Las crisis con la deuda de Venezuela y de la República Dominicana y el peligro de posibles intervenciones europeas llevaron a Roosevelt a declarar su famoso Corolario. Roosevelt había favorecido una política exterior agresiva desde principios de la década de 1890 y usó la amenaza  europea como excusa y pretexto. Como no todos sus compatriotas compartían su visión de la política exterior, el Presidente se refugió en una tradición reverenciada: la DM. En vez de crear la Doctrina Roosevelt optó por usar un símbolo anticolonial para legitimar una política claramente intervencionista.  Según Sexton, Roosevelt temía enfrentar una oposición como la que se desató en 1898.

Theodore Roosevelt and his Big Stick in the Caribbean (1904) de William Allen Rogers

El corolario anunciaba de forma descarada la intención de los Estados Unidos de llevar a cabo una políica intervencionista, de convertirse en un gendarme internacional. Limitado por la oposición doméstica, Roosevelt no buscó la expansión territorial ni el colonialismo formal. Esto, sin embargo, no significó que renunciara  a la búsqueda de hegemonía hemisférica. Contrario a otros planteamientos anteriores –el  de Monroe en 1823 y el de Olney en  1895– el Corolario no mencionó la amenaza de una monarquía europea como medio de unión nacional ni buscaba aislara a los EEUU de las potencias europeas porque anunciaba el comienzo de un nuevo papel internacional para los Estados Unidos.

Este libro es uno muy valioso por varios factores. En primer lugar, porque su autor hace un análisis excelente de la evolución de la Doctrina Monroe a lo largo del siglo XIX. Sexton examina de forma magistral los diversos debates que se dieron en torno a la famosa doctrina demostrando su carácter controversial y reñido. No hubo una DM, sino varias que dependieron no solo de factores geopolíticos e internacionales, sino también domésticos. En esto último punto radica el segundo valor de este libro: su  autor no ve a la DM como un mero pronunciamiento de política exterior. Para él, la DM fue también un importante elemento en el desarrollo político de los Estados Unidos, especialmente vinculado a temas como la unidad nacional, la guerra civil, el expansionismo, etc. Es en estas dos esferas –la nacional y la internacional­– que la DM es construida y reconstruida a lo largo del siglo XIX hasta convertirse en un elemento  icónico de la historia norteamericana.

El tercer valor de este libro esta asociado al análisis que hace su autor del imperialismo norteamericano. Para Sexton, el imperialismo no fue una experiencia casi accidental que tuvieron los Estados Unidos a finales del siglo XIX como consecuencia de una corta e involuntaria, pero importantísima guerra contra España.  No, para el autor el imperialismo es un elemento constitutivo de la formación nacional estadounidense. Por ello cataloga sin tapujos a la conquista del Oeste y las guerras contra los indios como actos coloniales.  De esta forma se une a un número, afortunadamente en crecimiento, de historiadores que han superado la mitología del expansionismo continental y del imperialismo por accidente para enfrentar de forma  crítica las prácticas, instituciones y discursos del imperialismo estadounidense. Este valiente reconocimiento me parece un aportación singular, especialmente cuando se analiza una de los elementos más importantes de tal imperialismo, la Doctrina Monroe.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 23 de setiembre de 2012

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Noam Chomsky y el editor Anthony Arnove rinden un merecido homenaje al gran historiador, dramaturgo  y activista norteamericano Howard Zinn (1922-2010), autor del clásico The People´s History of the United States (La otra historia de los Estados Unidos, 1980).

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Stephen M. Walt

El excepcionalismo norteamericano sigue siendo un tema de discusión en los medios estadounidenses gracias a los ataques de los pre-candidatos republicanos a la presidencia contra Obama por su supuesto rechazo a la excepcionalidad norteamericana. Una de las aportaciones más interesantes a esta discusión es un artículo del Dr. Stephen M. Walt aparecido en  la edición de noviembre  del 2011 de la revista Foreign Policy.  El Dr. Walt es profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y coautor junto a John Mearsheimer del controversial e importante libro The Israeli Lobby and the U. S. Foreign Policy (2007), analizando la influencia de los grupos de presión pro-israelíes sobre la política exterior norteamericana.

Titulado “The Myth of American Exceptionalism”, el artículo de Walt examina críticamente la alegada excepcionalidad de los Estados Unidos. Lo primero que hace el autor es reconocer el peso histórico y, especialmente político, de esta idea. Por más de doscientos años los líderes y políticos estadounidenses han  hecho uso de la idea del excepcionalismo. De ahí las críticas que recibe Obama por parte de los republicanos por su alegada abandono del credo de la excepcionalidad.

Esta pieza clave de la formación nacional norteamericana parte, según Walt, de la idea de que los valores, la historia  y el sistema político de los Estados Unidos no son sólo únicos, sino también universales. El autor reconoce que esta idea está asociada a la visión de los Estados Unidos como nación destinada a jugar un papel especial y positivo, recogida muy bien por la famosa frase de la ex Secretaria de Estado Madeleine Albright, quien en 1998 dijo que Estados Unidos era la nación indispensable (“we are the indispensable nation”).

Para Walt, el principal problema con la idea del excepcionalismo es que es un mito, ya que el comportamiento internacional de los Estados Unidos no ha estado determinado por su alegada unicidad, sino por su poder y por lo que el autor denomina como la naturaleza inherentemente competitiva de la política internacional (Walt compara la política internacional con un deporte de contacto (“contact sport”). Además, la creencia en la  excepcionalidad no permite que los estadounidenses se vean como realmente son: muy similares a cualquier otra nación poderosa de la historia. El predominio de esta imagen falseada tampoco ayuda a los estadounidenses a entender  cómo son vistos por otros países ni a comprender las críticas a la hipocresía de los Estados Unidos en temas como las armas nucleares, la promoción de la democracia y otros. Todo ello le resta efectividad a la política exterior de la nación norteamericana.

Como parte de su análisis,  Walt identifica y examina cinco mitos del excepcionalismo norteamericano:

  1. No hay nada excepcional en el excepcionalismo norteamericano: Contrario a lo que piensan muchos estadounidenses, el comportamiento de  su país no ha sido muy diferente al de otras potencias mundiales. Según Walt, los Estados Unidos no ha enfrentado responsabilidades únicas  que le han obligado a asumir cargas y responsabilidades especiales. En otras palabras, Estados Unidos no ha sido una nación indispensable como alegaba la Sra. Albright. Además, los argumentos  de superioridad moral y de buenas intenciones tampoco han sido exclusivos  de los norteamericanos. Prueba de ello son el “white man´s burden” de los británicos, la “mission civilisatrice” de los franceses o la “missão civilizadora” de los portugueses. Todo ellos, añado yo, sirvieron para justificar el colonialismo como una empresa civilizadora.
  2. La superioridad moral: quienes creen en la excepcionalidad de los Estados Unidos alegan que ésta es una nación virtuosa, que promueve la libertad, amante de la paz, y respetuosa de la ley y de los derechos humanos. En otras palabras, moralmente superior y siempre regida por propósitos nobles y superiores. Walt platea que Estados Unidos tal vez no sea la nación más brutal de la historia, pero tampoco es el faro moral que imaginan algunos de sus conciudadanos. Para demostrar su punto enumera algunos de los  “pecados” cometidos por la nación estadounidense: el exterminio y sometimiento de los pueblos americanos originales como parte de su expansión continental, los miles de muertos de la guerra filipino-norteamericana de principios del siglo XX, los bombardeos que mataron miles de alemanes y japoneses durante la segunda guerra mundial, las más de 6 millones de toneladas de explosivos lanzadas en Indochina en los años 1960 y 1970, los más de 30,000 nicaragüenses muertos en los años 1980 en la campaña contra el Sandinismo y los miles de muertos causados por la invasión de Irak.  A esta lista el autor le añade la negativa a firmar tratados sobre derechos humanos, el rechazo a la Corte Internacional de Justicia, el apoyo a dictaduras violadores de derechos humanos en defensa de intereses geopolíticos, Abu Ghraib, el “waterboarding” y el “extraordinary rendition”.
  3. El genio especial de los norteamericanos: los creyentes de la excepcionalidad han explicado el desarrollo y poderío norteamericano como la confirmación de la superioridad y unicidad de los Estados Unidos. Según éstos, el éxito de su país se ha debido al genio especial de los norteamericanos. Para Walt, el poderío estadounidense ha sido producto de la suerte, no de su superioridad moral o genialidad. La suerte de poseer una territorio grande y con abundante recursos naturales. La suerte de estar ubicado lejos de los problemas y guerras de las potencias europeas. La suerte de que las potencias europeas estuvieran enfrentadas entre ellas y no frenaran la expansión continental de los Estados Unidos. La suerte de que dos guerras mundiales devastaran a sus competidores.
  4. EEUU como la fuente de “most of the good in the World”: los defensores de la excepcionalidad ven a Estados Unidos como una fuerza positiva mundial. Según Walt, es cierto que Estados Unidos ha contribuido a la paz y estabilidad mundial a través de acciones como el Plan Marshall, los acuerdos de Bretton Wood y su retórica a favor de los derechos humanos y la democracia. Pero no es correcto pensar que las acciones estadounidenses son buenas por defecto. El autor plantea que es necesario que los estadounidenses reconozcan el papel que otros países jugaron en el fin de la guerra fría, el avance d e los derechos civiles, la justicia criminal, la justicia económica, etc.  Es preciso que los norteamericanos reconozcan sus “weak spots” como el rol de su país como principal emisor de  gases de invernadero, el apoyo del gobierno norteamericano al régimen racista de Sudáfrica, el apoyo irrestricto a Israel, etc.
  5. “God is on our side”: un elemento crucial del excepcionalismo estadounidense es la idea de que Estados Unidos es un pueblo escogido por Dios, con una plan divino a seguir. Para el autor, creer que se tiene un mandato divino es muy peligroso porque lleva a creerse  infalible y caer en el riesgo de ser víctima de gobernantes incompetentes o sinvergüenzas como el caso de la Francia napoleónica y el Japón imperial. Además, un examen de la historia norteamericana en la última década deja claro sus debilidades y fracasos: un “ill-advised tax-cut”, dos guerras desastrosas y una crisis financiera producto de la corrupción y la avaricia. Para Walt, los norteamericanos deberían preguntarse, siguiendo a Lincoln, si su nación está del lado de Dios y no si éste está de su lado.

Walt concluye señalando que, dado los problemas que enfrenta Estados Unidos, no es sorprendente que se recurra al patriotismo del excepcionalismo con fervor. Tal patriotismo podría tener sus beneficios, pero lleva a un entendimiento incorrecto del papel internacional que juega la nación norteamericana y  a la toma de malas decisiones. En palabras de Walt,

  Ironically, U.S. foreign policy would probably be more effective if Americans were less convinced of their own unique virtues and less eager to proclaim them. What   we        need, in short, is a more realistic and critical assessment of America’s true  character and contributions.

Este análisis de los elementos que componen el discurso del excepcionalismo norteamericano es un esfuerzo valiente y sincero  que merece todas mis simpatías y respeto. En una sociedad tan ideologizada como la norteamericana, y en donde los niveles de ignorancia e insensatez son tal altos, se hacen imprescindibles  voces como las  Stephen M. Walt. Es indiscutible que los norteamericanos necesitan superar las gríngolas ideológicas que no les permiten verse tal como son y no como se imaginan. El mundo entero se beneficiaría de un proceso así.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, 14 de diciembre de 2011

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A mediados de abril de 1961, un grupo de exiliados cubanos armados y entrenados por el gobierno de los Estados Unidos desembarcaron en Cuba con la intención de derrocar el gobierno revolucionario cubano. La famosa invasión de Bahía de Cochinos es, sin lugar a dudas, uno de los más grandes fiascos de la  guerra fría. Mucho se ha escrito y comentado sobre este singular evento. Hoy, cincuenta años después, contamos con una nueva interpretación con una valor muy especial, ya que fue escrita por los historiadores de la oficina que tuvo en sus manos la planificación y ejecución de la invasión, la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

La Freedom of Information Act es una ley estadounidense que capacita a ciudadanos norteamericanos a requerir del gobierno de Estados Unidos la revelación total o parcial de documentos e información bajo su poder. Amparado en esta ley,  el National Security Archive –un instituto de investigación ubicado en la George Washington University– logró que la CIA hiciera público  la Official History of Bay of Pigs Operation.

Invasores capturados por las fuerzas revolucionarias cubanas

Esta historia –redactada por Jack Peiffer, historiador oficial de la CIA–  revela que la invasión fue un fracaso mayor de lo que hasta ahora sabíamos. Entre otras cosas, deja claro que incapaces de distinguir entre los aviones de la fuerza aérea  cubana y los de la CIA, los invasores dispararon contra su apoyo aéreo. Otro dato interesante es el uso de fondos destinados para la invasión para contratar sicarios profesionales para que asesinaran a Fidel Castro. La participación directa de estadounidenses en la invasión es otro tema relevante. Según esta historia, cuatro pilotos norteamericanos murieron en Bahía de Cochinos, pero no fue hasta 1976 que  recibieron medallas   póstumas por sus servicios.

Me parece indiscutible que esta versión oficial abonará al análisis de un momento cumbre de la guerra fría.

            Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 15 de agosto de 2011

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El Dr. Richard J. Walter, profesor de historia latinoamericana en la Washington University (St. Louis), acaba de publicar un interesante libro titulado Peru and the United States, 1960-1975: How Theirs Ambassadors Managed Foreign Relations in a Turbulent Era (University Park, Pennsylvania State University Press, 2010, ISBN: 9780271036311). La obra de Walter examina el desarrollo de las relaciones peruano-norteamericanas de forma novedosa, ya que no se limita al tradicional examen de las acciones de los “policy-makers”, enfatizando el papel jugado por los embajadores, tanto del Perú como de los Estados Unidos.El objetivo del autor es presentar una imagen más balanceada de las relaciones peruano-estadounidenses durante lo que él denomina como un periodo turbulento.

El análisis de Walter parte de un planteamiento categórico: “Peru has rarely been a top priority or concern for the United States in formulating its overall policies toward Latin America.” (“Perú rara vez ha sido una prioridad o una gran preocupación en la formulación de la política latinoamericana de los Estados Unidos”. Página 2.) A pesar de la dureza de su planteamiento inicial, el autor reconoce que los años 1960 a 1975 son una excepción porque durante ese periodo Perú captó la atención de los Estados Unidos por varios factores: el golpe de estado de 1962 contra el Presidente Manuel Prado, la campaña anti-guerrillera de 1965-1966, el periodo de gobierno militar (1968-1975) y el tema de la expropiación de la International Petroleum Company (IPC). Estos factores se combinaron para convertir este periodo en uno muy especial en las relaciones del Perú y los Estados Unidos.

El objetivo principal de Walter es examinar el papel que jugaron los embajadores de ambos países durante esos veinticinco años dentro de un amplio contexto económico, político y diplomático. Para ello examina documentación contenida por diversos archivos y bibliotecas presidenciales en los Estados Unidos, así como también la correspondencia y despachos de los embajadores peruanos depositada en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.

Entre 1963 y 1975, la embajada de los Estados Unidos en el Perú estuvo ocupada por John Wesley Jones (1963-1968), Taylor G. Belcher (1969-1974) y Robert W. Dean (1977-1977). En general, Walter les presenta como oficiales bien intencionados e interesados en mejorar las relaciones de su país y la república peruana. Sus comentarios y sugerencias no siempre fueron atendidos por presidentes y oficiales diplomáticos más preocupados en proteger los intereses de corporaciones norteamericanas que entender las aspiraciones nacionalistas peruanas. Un buen ejemplo es el trabajo de John Wesley Jones buscando llegar a compromisos entre el gobierno de Fernando Belaúnde Terry y la administración Johnson sobre el tema de la IPC. Jones desarrolló una muy buen relación con Belaúnde y buscó que Washington le apoyara, pero no pudo combatir la imagen negativa que los funcionarios norteamericanos –incluyendo al propio Presidente Lyndon B. Johnson (LBJ)– tenían del presidente peruano, a quien consideraban un soñador poco comprometido con la lucha anticomunista.

Fernando Berckemeyer

En este mismo periodo la embajada peruana en Washington estuvo ocupada por Fernando Berckemeyer (1960-1963 y 1968-1974), Celso Pastor de la Torre (1963-1968) y el Almirante José Arce Larco (1974).Los embajadores peruanos no tenían el poder ni el acceso directo a las fuentes de poder en Washington como el que disfrutaban sus homólogos estadounidenses en Lima. Eso no significó que no hicieran una gran esfuerzo por adelantar y defender los intereses y reivindicaciones de su país.

Al analizar el papel histórico de los embajadores norteamericanos y peruanos, Walter hace planteamientos muy interesantes sobre el desarrollo de la política exterior de los Estados Unidos para el Perú desde el golpe de estado de 1962 hasta el gobierno militar. Algunas de sus observaciones merecen ser comentadas.

El tema de la IPC es uno omnipresente a largo de casi todo el libro. El poder y arrogancia de esta corporación norteamericana era causa de un fuerte nacionalismo entre los peruanos que los estadounidenses fueron incapaces de entender o valorar. Preocupados por defender los intereses de una corporación norteamericana, los oficiales estadounidenses enfrentaron las aspiraciones nacionalistas del gobierno peruano, adoptando lo que podríamos denominar como una guerra económica no declarada. Esta guerra estuvo caracterizada por el cese de la ayuda económica que recibía el gobierno peruano de parte de los Estados Unidos y del bloqueo de préstamos internacionales. En otras palabras, el gobierno estadounidense hizo uso de la llamada diplomacia del dólar, pero escondida en una retórica de conciliación.

De acuerdo con el autor, la presidencia de Belaúnde estuvo marcada desde sus comienzos por los problemas con la administración Johnson

Fernando Belaúnde Terry

provocados por el tema de la IPC. Según Walter, este asunto “would burden Belaúnde throughout his term, finally contributing significantly to break the back of his presidency.” (38) El presidente Johnson quería el éxito de Belaúnde, pero si la actitud peruana con relación a la IPC prevalecía no habría otra alternativa que aplicar la famosa enmienda Hickenlooper que cortaba la ayuda económica estadounidense a países que confiscaran de propiedades norteamericanas. Aunque con ello se radicalizara a los moderados y aumentara así el sentimiento nacionalista en el Perú. Los norteamericanos temían que el posible éxito peruano en la confiscación de la IPC provocara acciones similares en otros países latinoamericanos. La solución fue retener la ayuda económica –préstamos– para que el gobierno de Belaúnde que tomara acciones confiscatorias contra la IPC.

Walter plantea que las acciones de la administración Johnson contra Belaúnde fueron paradójicas y contradictorias porque el líder peruano era un reformista democrático inteligente, carismático y progresista, que encajaba muy bien dentro del ideal de la Alianza para el Progreso, creada por Washington para combatir los efectos de la Revolución Cubana. A pesar de que Belaúnde no era un radical, Washington se mostró más preocupado en defender los intereses de la IPC que en “support Belaúnde´s reform agenda.” (139) El bloqueo de la ayuda económica norteamericana le hizo mucho daño a Belaúnde y contribuyó al fracaso de sus planes reformistas. En palabras de Walter,

“One could argue that withholding of U.S. assistance was of little overall consequence in the larger scheme. However, while the amounts withheld might been relatively small, they could have gone to development projects with significant impact. Moreover, the perception was also important. The United States seemed to be singling out Peru for special punitive treatment over the IPC issue, a policy that not only exacerbated Peruvian resentment and nationalistic reaction but also made Belaúnde´s position ever more precarious.” (141)

Walter concluye que la política de los EEUU para Belaúnde fue “a colossal failure” que ayudó a debilitarle, promovió su caída y llevó al establecimiento de un gobierno militar que nacionalizó la IPC y asumió “a diplomatic posture that at least initially seemed to threaten a serious break in what traditionally had been a rather close relationship between the two nations.” (140) Aunque reconoce el peso de los EEUU en la caída de Belaúnde, Walter también plantea que las reformas del presidente peruano enfrentaban obstáculos internos que hubieran dificultado su ejecución independientemente de cuál fuese la política estadounidense.

Según el autor, el régimen militar que se estableció en Perú tras el derrocamiento de Belaúnde fue “a puzzle and a challenge” para el gobierno de los Estados Unidos. Para los oficiales estadounidenses, un gobierno militar que expropiaba compañías estadounidenses, iniciaba una reforma agraria y se acercaba a países como la Unión Soviética, China y Cuba no era algo fácil de asimilar ni de enfrentar. En situaciones normales, tales acciones habrían provocado la intervención de los EEUU para remover un gobierno poco amistoso. Para ello se habría recurrido a las fuerzas armadas locales y ahí estaba dilema peruano: en Perú eran las fuerzas armadas las que llevaban a cabo las políticas que los estadounidenses habrían querido poner fin.

Juan Velasco Alvarado

El gobierno de Juan Velasco Alvarado coincidió con el inicio de la presidencia de Richard M. Nixon, cuya política hacia el régimen militar no fue muy diferente a la de Johnson para con el gobierno Belaunde. El gobierno de Nixon reaccionó a las expropiaciones llevadas a cabo por Velasco reteniendo la ayuda económica que recibía el Perú de parte de los Estados Unidos y bloqueando la concesión de préstamos por organismos internacionales. Igual que la administración Johnson, Nixon puso en práctica sanciones económicas que eran negadas oficialmente.

A pesar de la provocaciones del gobierno de Velasco, la administración Nixon mostró su desagrado, “but usually reacted with relative restrain.” (309) El contexto regional benefició a los militares peruanos en su relación con los Estados Unidos, ya que la atención de Nixon y Henry Kissinger se enfocó en el Chile de Allende. Además, Perú se vio, hasta cierto punto, aislado entre dos regímenes de derecha (Chile y Brasil), “dampened any aspirations the Peruvian military regime might have to lead an anti-U.S.-Latin American bloc.” (309)

Walter concluye que, la gran falla de los “policy-makers” estadounidenses estuvo en subestimar el papel jugado por el nacionalismo peruano en la disputa sobre la IPC. Los embajadores estadounidenses (Jones y Belcher) buscaron, infructuosamente, hacer entender a Washington la fuerza del nacionalismo peruano y cómo podía complicar las relaciones entre ambos países. De ahí que sugirieran pragmatismo y flexibilidad, pero en el contexto de la guerra fría “nationalism was too often conjoined with communism, ignoring the broad appeal of the former and the limited appeal of the latter.” (314)

El autor incluye en su conclusión con una interesante reflexión sobre la dimensión real de las relaciones peruano-estadounidense. Walter plantea que además de los conflictos y las diferencias, se desarrolló una relación “less official and perhaps more lasting and more influential” (“menos oficial y tal vez más duradera e influyente” 315) a nivel cultural. El autor enumera los factores que le hacen llegar a tal conclusión

  1. Las abundantes referencias a la vida de celebridades estadounidenses en publicaciones como Caretas, El comercio y La prensa.
  2. La presencia dominante de las películas de Hollywood en el mercado peruano, a pesar del “comeback” del cine europeo de la posguerra.
  3. La influencia de los programas de televisión norteamericanos “added to cultural mix and helped create or perpetuate visions, both good and bad, of life north of the Rio Grande.” (315)
  4. La influencia del rock and roll y de la música popular estadounidense, especialmente, el jazz.
  5. El hecho de que el 50% de los libros, revistas y periódicos importados al Perú provenían de los EEUU.
  6. La circulación en Perú de traducciones al español de autores estadounidenses como John Steinbeck, Ernest Hemingway y William Faulkner.
  7. La circulación de la edición traducida de revistas estadounidenses como Time.
  8. El hecho de que el inglés era el idioma extranjero de mayor estudio en el Perú. Prueba de ello la presencia del Peruvian-North American Cultural Institute en el centro de Lima, donde se ofrecían cursos de inglés y se contaba una biblioteca de libros en inglés. Walter también menciona que la United States Information Agency (USIA) estableció una biblioteca en Lima y también ofrecía cursos de inglés.
  9. La cantidad creciente de peruanos –de clase media– que visitaban los Estados Unidos, y viceversa.
  10. La presencia de los Cuerpos de Paz en el Perú antes de su expulsión en 1974.
  11. La presencia creciente de grupos misioneros estadounidenses en la Amazonía peruana.
  12. La visita al Perú de “distinguished U. S. citizens” como Robert Kennedy, Earl Warren, Richard Lindbergh, los astronautas de las misiones Apollo y la esposa del Presidente Nixon. (317 11. La existencia de programas de intercambio como el del American Institute for Free Labor Development (AIFLD).
  13. El aumento el número de estudiantes peruanos estudiando en universidades norteamericanas (464 en 1963, 1,474 en 1975).
  14. El hecho de que el “boom” en los estudios latinoamericanos que provocó la Revolución Cubana en los EEUU significó un creciente interés en el estudio del Perú.
  15. El aumento en el número de peruanos residentes en los EEUU; primero, miembros de las clases alta y media huyendo del gobierno de Velasco; luego, miembros de las clases huyendo del deterioro económico del Perú. Creció de 7,201 en 1960 a 55,496 en 1980.

Debo confesar que esta lista me causó una gran impresión, ya que cada uno de estos temas podría ser material de investigación académica. La lista de Walter deja claro que es posible desarrollar una escuela historiográfica peruana de estudios de las relaciones de Perú y los Estados Unidos. Espero estar equivocado, pero mi impresión tras tres años de residencia en el Perú, es que estos temas no son atendidos por mis colegas peruanos, a pesar de su innegable importancia.

Walter cierra su libro planteando que a pesar de los factores culturales antes mencionados, el mayor vínculo entre los Estados Unidos y Perú seguía siendo económico. A pesar de los problemas con las expropiaciones y de la búsqueda peruana por nuevos mercados, los Estados Unidos se mantuvieron como el principal socio comercial del Perú, ya que controlaban un tercio de sus importaciones y exportaciones. Además, la presencia del capital estadounidense ascendió de $446 millones en 1960 a $1.2 mil millones en 1975, más de la mitad de ese capital estaba invertido en el sector minero. Otro factor de importancia era la influencia de la comunidad de hombres de negocios norteamericanos residentes en Lima, quienes tenían su propio periódico, el Andean Times. Por último, este periodo fue testigo de la aumento de la influencia “of American-made products on the growing mass consumer-oriented market”. (320)

Este es un libro muy valioso por cuatro razones. Primero, porque Walter evita un enfoque tradicional al integrar en su libro los puntos de vistas peruano y norteamericano. Su objetivo es claro: mostrarnos los dos lados de esta historia, y lo logra. Segundo, porque el autor rescata del olvido el importante papel que jugaron los embajadores norteamericanos y peruanos durante uno de los periodos más escabrosos en las relaciones del Perú y los Estados Unidos. Tercero, porque Walter hace uso de un impresionante conjunto de fuentes primarias tanto peruanas como norteamericanas. Cuarto, porque esta obra subraya la necesidad de que la historiografía peruana preste más atención al desarrollo de las relaciones del Perú con los Estados Unidos, país de una innegable influencia e importancia política, económica y cultural en la historia peruana.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, 21 de mayo de 2011

NOTA: Todas las traducciones son mías.

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La excelente página cibernética TomDispatch publica un corto e interesante artículo del historiador norteamericano William J. Astore, titulado “Freedom Fighters for a Fading Empire”,  analizando la representación de las fuerzas armadas estadounidenses como un ente libertador. [Traducido al español por Rebelión.org bajo el título «Combatientes por la libertad de un imperio que se desvanece«]. Astore, un coronel retirado de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, se ha desempeñado como profesor en  la Naval Postgraduate School y en la USAF Academy. En la actualidad, Astore es catedrático en el Pennsylvania College of Technology.

Astore comienza su ensayo citando al Presidente Barack Obama, quien en una visita sorpresa a Afganistán a comienzos de diciembre de 2010, señaló que las fuerzas armadas de los Estados Unidos eran “the finest fighting force that the world has ever known” (“la mejor fuerza de combate que el mundo haya conocido”). De esta forma Obama reprodujo lo que, según Astore, es una tendencia entre los líderes norteamericanos: la representación de las fuerzas militares estadounidenses no sólo como las más poderosas y eficientes de la Historia, sino también como  una fuerza de liberación y democratización. Esta hiperbólica, pero sincera representación es un reflejo, según Astore, de la idea del excepcionalismo norteamericano, a la que le hemos dedicado algo de tiempo en esta bitácora.

 

El autor reconoce que aunque el ex oficial de la Fuerza Aérea que hay en él se sintió alagado con las palabras de Obama, el historiador en que se ha convertido, no. El objetivo de este artículo es examinar las palabras del presidente –y lo que ellas encierran– de forma crítica. Dos preguntas guían los pasos de Astore: ¿Poseen los Estados Unidos las mejores fuerzas armadas de la Historia? ¿Qué dice esta “retórica triunfalista” del “narcisismo nacional” estadounidense?

Astore comienza con la primera pregunta y llega rápidamente a una conclusión: en términos de “sheer destructive power” (“poder destructivo absoluto”) las fuerzas armadas de los Estados Unidos son, sin lugar a dudas,  las más poderosas del mundo actual. Para justificar este planteamiento a Astore le basta con mencionar la superioridad nuclear, aérea y naval de los Estados Unidos. Sin embargo, esto no significa que las fuerzas armadas estadounidenses sean “the finest military force ever”.  Para justificar este argumento el autor recurre al tema de los resultados frente a los enemigos recientes de los Estados Unidos: los Talibanes en 2001 y Saddam Hussein en 2003.  En ambos casos, los estadounidenses se impusieron fácilmente porque enfrentaron a un enemigo muy inferior. Astore también recurre a la historia para cuestionar la alegada superioridad histórica de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Según él, tras las victorias en las dos guerras mundiales, las cosas no marcharon bien para los militares norteamericanos: en Corea sufrieron un “empate frustrante”, en Vietnam una dolorosa derrota y la Operación Escudo del Desierto fue una “victoria defectuosa”. Además, acciones como la invasión de Granada y Panamá fueron, según Astore, meras refriegas. La mayor victoria de los Estados Unidos durante ese periodo, el fin de la Guerra Fría, tampoco fue responsabilidad de los militares, ya que los norteamericanos se impusieron gracias a su “poder económico y conocimiento tecnológico”. En otras palabras, el autor cuestiona el desempeño de las fuerzas armadas estadounidenses en la segunda mitad del siglo XX poniendo seriamente en duda su alegada superioridad histórica.

Una vez cuestionada la posición histórica de las fuerzas armadas estadounidenses, Astore enfoca su representación como una fuerza liberadora guiada por una misión: “spread democracy and freedom” (“difundir democracia y libertad”) . Citando al periodista Nir Rosen, Astore deja claro el significado de esta idea entre los estadounidenses:

“There’s… a deep sense among people in the [American] policy world, in the military, that we’re the good guys. It’s just taken for granted that what we’re doing must be right because we’re doing it. We’re the exceptional country, the essential nation, and our role, our intervention, our presence is a benign and beneficent thing.”

Astore rechaza de plano la supuesta bondad inherente de las acciones militares norteamericanas. Como bien han demostrado los eventos ocurridos en Iraq, el intervencionismo militar estadounidense  no liberó a los iraquíes, sino que les condenó a la guerra civil, al exilio, a la destrucción  y al miedo generalizado. En Afganistán, no le ha ido mejor a las fuerzas armadas, pues son vistas por el pueblo afgano como invasores aliados  de un gobierno corrupto y despreciado por su pueblo. En ambos países, la invasión y ocupación estadounidense vino acompaña de choques culturales, de malentendidos, de violencia indiscriminada (los “drones” que acaban con todos los asistentes a una boda afgana), de arrogancia y paternalismo. En este contexto es muy difícil sostener que los militares norteamericanos son los chicos buenos encargados de liberar y democratizar.

Por último, Astore es muy claro y convincente: esta narrativa basada en el autobombo no permite que los estadounidenses entiendan la magnitud, significado y costo humano y político de sus acciones militares a partir de los eventos de 9/11. La idea de que los soldados estadounidenses son una fuerza liberadora esconde la dura realidad imperial de la política exterior de los Estados Unidos en los últimos diez años.   Un grave error en un periodo de claro deterioro del poderío norteamericano. De acuerdo con el autor,

“Better not to contemplate such harsh realities. Better to praise our troops as so many Mahatma Gandhis, so many freedom fighters. Better to praise them as so many Genghis Khans, so many ultimate warriors.”

Este breve trabajo examina el lado militar del excepcionalismo norteamericano, dejando ver otra faceta del auto-engaño nacional que acompaña la cada vez más clara decadencia estadounidense. Concuerdo con Astore en su  acercamiento crítico de la representación altamente ideologizada de las fuerzas militares norteamericanos. Sin embargo, echo de menos el  matiz religioso que sectores más conservadores de la sociedad estadounidense le adjudican a sus soldados, marinos, pilotos, infantes de marina, etc. En otras palabras, Astore se concentra en la representación de las fuerzas armadas como defensores y promotores de la libertad y la democracia, dejando fuera su representación como cruzados; como defensores y promotores de la fe cristiana entre paganos y herejes.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 8 de enero de 2011

NOTA: Todas las traducciones son mías.

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