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¿Por qué mirar una vez más el 1898?

Mario Cancel Sepúlveda

80 grados   24 de octubre de 2014
americanizacionescuela¿Por qué volver a mirar hacia el 1898? Después de 116 años de relaciones económico-políticas, intercambio cultural intenso y tras una conmemoración crítica de un centenario, la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos debería estar bien digerida. La impresión que produce una mirada a ese largo periodo de tiempo es que Estados Unidos llegó para quedarse y que habrá que esperar, yo no lo veré, otro imperio invasor en el futuro para que Puerto Rico deje de ser americano. Me imagino que recordar el 1898 en un incierto año 2414, será lo mismo que pensar en el 1493: el hecho se reducirá al desembarco de un puñado de gente y una confrontación con una población de nativos agrestes. Es probable que la invasión de 1898 se reduzca a una nota al calce o un relato folclórico como ha sucedido con el 1595 o el 1797. Muy pocos le reconocerán relevancia a un asunto consumado y distante.Mirar hacia el 1898 fue casi un “deber moral” durante el siglo 20. La posibilidad de un centenario era atemorizante para algunos. La historiografía positivista crítica, la reflexión modernista y nacionalista, la ensayística de la década del 1930 y la reflexión académica de 1950, atravesaron ese Rubicón hace tiempo. La nueva historia social y la historiografía geopolítica de aliento caribeñista de las década de 1970 al 1990, ofrecieron unos contextos microscópicos y macroscópicos que habían sido pasado por alto por sus predecesores. La producción de la historiografía post-social, la que casualmente se denominó “novísima”, intentó con relativo éxito aproximaciones desde lugares inéditos como la cotidianidad y la discursividad, concentrando su indagación en las lógicas culturales de los invadidos y los invasores. Pero a fines de la década de 1990 y principios de este insípido siglo 21, el debate teórico y ¿generacional? resultó más atractivo que cualquier otra cosa. Los temas historiográficos se convirtieron en pretexto de discusiones teóricas. Y el asunto de “cómo se conoce el pasado” resultaba más relevante que “qué cosas se conocen del pasado”.Aquella anomalía propició una situación, desde mi punto de vista, extravagante y enriquecedora. Las tradiciones interpretativas modernistas y postmodernistas se vieron obligadas a coexistir. Hasta hace algunos años podía desayunar con un viejo intelectual de la “generación” del 1950, y tomar una carbonatada en un restaurante de comida rápida con un postmodernista.

En un curso general de historia de Puerto Rico en el Recinto Universitario de Mayagüez, luego de discutir con reserva las corrientes culturales que convergen en la noción de lo puertorriqueño (la problemática teoría de las “tres fuentes”) sugerí un asunto polémico. Pregunté si la presencia etnocultural anglosajona en Puerto Rico (antes y) después de 1898 debía ser considerada un componente (i)legítimo de la cultura puertorriqueña. Lo cierto es que lo sucedido alrededor del 1898 guarda, cierta correspondencia con lo que pasó después de1508. El 1898 fue un proceso de recolonización cultural y reconstrucción política. La anglosajonización y/o americanización, se constituyó en una promesa y un problema. Tanto en 1508 como en 1898, se desarrolló una relación asimétrica.

Una diferencia visible y vulgar entre el pos 1508 y el pos 1898, había sido la ausencia del mestizaje biológico masivo que caracterizó al primero: la separación racial, ineficaz en el siglo 16, funcionó en el siglo 20. A pesar del contraste entre el proceso de colonización y el de recolonización, hacia 1930 se aceptaba que la cultura anglosajona era un componente de relevancia del puertorriqueño común. Desde 1950 a esta parte, me parece innegable, la integración de modelos culturales estadounidenses ha avanzado sin cesar en el escenario del mercado y el consumo. La revolución de los medios masivos de comunicación y la revolución de la Internet, han servido para acelerar un proceso que no termina. La pregunta sobre el elemento anglosajón como una “cuarta fuente”, quedó, como era de esperarse, sin respuesta.

Mis lecturas de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses que produjeron materiales intelectuales sobre “our new possession” entre 1898 y 1926, tarea que elaboré con el Dr. José Anazagasty Rodríguez en dos volúmenes publicados en 2008 y 2011, me habían demostrado que la conciencia de la anglosajonidad en aquellos escritores era enorme. El imperialismo sajón y el 1898 eran la expresión del cumplimiento de un deber providencial. Aquel discurso de la anglosajonidad sirvió para articular una imagen despreciativa de la hispanidad que se dejaba “atrás” (en el pasado) con el propósito de legitimar una “ruptura” en nombre de la “modernización”. Convencer a los colonos de la validez de ese argumento no parecía complicado: los “nativos”, seres simples e ineducados, metáfora del “buen salvaje”, eran pura tabula rasa, naturalmente dóciles y fieles. A lo sumo, el puertorriqueño, identificado con el jíbaro y el indio, no era visto sino como la víctima de una hispanidad descuidada, inhumana y cruel, por lo que no podía señalarse como responsable de su pusilanimidad.

El problema de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses estaría en otra parte. Con las elites educadas locales la situación sería distinta. Los ideólogos separatistas anexionistas vinculados al 1898 en el estilo de Julio Henna y Roberto Todd, no tuvieron ningún problema en hacer suyo aquel discurso propenso a la anti-hispanidad del imperialismo benévolo. De igual manera, la imagen agresivamente antiespañola que dominaba los textos estadounidenses, convergía con la que poseían los ideólogos del separatismo independentista antes de 1898: Ramón E. Betances y Segundo Ruiz Belvis. Aquel conjunto de pensadores siempre han sido difíciles de convocar como modelos de hispanofilia, inclusive en el momento más feroz de aquella fiebre. La devaluación de la hispanidad también rindió un valioso servicio para las elites intelectuales liberales y autonomistas que, aunque esperaban mucho de España, miraban con asombro hacia Estados Unidos cuando se trataba de asuntos como la abolición, la economía y la educación. Salvador Brau Asencio y Francisco del valle Atiles son quizá el mejor modelo de ello.

Sin embargo, para quienes resintieron la invasión de 1898 y no llegaron a ver en la anglosajonidad un aliado en la ruta de la modernización, el desprecio anglosajón por la hispanidad acabó por transformarse en una injuria. La versión de la identidad nacional que aquellos sectores asumieron acabó en ver en la hispanidad, con sus virtudes y sus defectos, una condición sine qua non de la puertorriqueñidad. El nacionalismo político del momento de José De Diego (1914), José Coll y Cuchí (1923) y Pedro Albizu Campos (1930) representó un contrapunto interesante. Su análisis cultural y su revisión del pasado español a la luz de la modernización con la que se sueña, significó un contrapunto para la propuesta de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses.

Ante aquella glosa de la modernización que miraba con reticencia hacia el pasado, elaboraron otro relato de la modernización que miraba con reverencia hacia el pasado. Un elemento en común en ambos proyectos utópicos es que ninguno quería regresar al pasado. El progresismo y el liberalismo de ambas es evidente: lo que difiere es la función que se le adjudica a la hispanidad en el futuro imaginado.

Ambas utopías se apoyaban, debo reconocerlo, en una versión parcial y nebulosa del periodo ante bellum 1898. Frederick A. Ober (1899) y R. A. Van Middeldyk (1903), producen una imagen tan ilusoria y frágil como la de Brau Asencio (1903). El pasado que se vivió al lado del hispano (la nostalgia que producía el malo conocido), y el futuro que se aguardaba al lado del sajón (el optimismo que generaba el bueno por conocer), no diferían en un asunto. Al momento de precisar su tema central -la “nación”-, ambos la concebían como un apéndice o dependencia de otro. Bajo aquellas circunstancias, a nadie debe sorprender que el 1898 hubiese sido apropiado como una “frontera confusa”. En el caso de los estadounidenses, servía para completar el sueño de elaborar un imperio ultramarino donde cebarse materialmente y completar su obra civilizadora. En el caso de los puertorriqueños, significaría un tipo de año cero o un renacimiento que marcaba un antes y un después reconocibles. Las soluciones ideológicas a la “confusión” no fueron eficaces. El planteamiento de un problema de esa naturaleza siempre ameritará nuevas revisiones.

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“1898”, McGee y el imperialismo progresista

José Anazagasty Rodrìguez

 

80 grados   3 de octubre de 2014

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William J. McGee

La Era Progresista fue un periodo de la historia estadounidense, entre la última década del siglo 19 y las primeras dos del siglo 20, protagonizada por un movimiento social reformista que concretó diversas reformas en los campos sociales, políticos, económicos, y ambientales. Este movimiento acogió la instauración del progreso como su problemática primordial. Se trataba de un progresismo liberal y crítico del Gilded Age que, pese a ello, no se alejaba demasiado del polo conservador del liberalismo.

El progresismo, indeterminado, desafía cualquier intento de definirlo, esto por haber sido un movimiento heterogéneo, dinámico y complejo. Se trataba también de un movimiento que de muchas formas intentó reconciliar varias tendencias opuestas: entre lo nuevo y lo viejo, entre el individuo y la sociedad, entre la racionalidad científica y la lógica del protestantismo cristiano, entre el fomento del crecimiento económico y los excesos del desarrollo capitalista, entre otras tensiones. Sin embargo, muchos progresistas, arraigados a la modernización, defendieron y promovieron tenazmente la racionalidad científica, reclamando eficiencia y apoyando la intrusión tecnocrática en el ordenamiento y control social. Y algunos favorecieron la intervención estatal para garantizar incluso un crecimiento económico eficiente pero sensato, oponiéndose a los monopolios y los excesos corporativos. Pero el movimiento también apoyó la expansión territorial de los Estados Unidos, su ingreso a los círculos imperialistas a finales del siglo 19.

El origen de la Era Progresista coincidió con la génesis de la fase hemisférica del imperialismo estadounidense. Fue en los primeros años de la Era Progresista que Estados Unidos se inició como fuerza imperialista, esto tras adquirir en 1898 un imperio directo transcontinental que incluyó a varias islas. Sin embargo, las conexiones entre el progresismo y el imperialismo estadounidense son pocas veces destacadas por los estudiosos de la historia imperial estadounidense. Entre los historiadores estadounidenses y otros estudiosos de esa nación predomina una interpretación ortodoxa y dogmática que imagina el progresismo y el imperialismo como incompatibles. Pero contrario a esta tesis, y como demostró William E. Leuchtenburg, la mayoría de los progresistas favorecieron el imperialismo, algunos más que otros. Más aún, el contenido ideológico del progresismo y del imperialismo concordó muchas veces, un contenido también palpable en varias políticas coloniales estadounidenses. Un buen ejemplo fue la Ley de los 500 Acres, implantada en Puerto Rico por la administración militar-colonial estadounidense, la que estaba fundamentada en el llamado progresista a regular los monopolios, esfuerzo concretizado en las llamadas “antitrust laws.” Otro buen ejemplo fue el manejo de los recursos naturales en las colonias, como el ordenamiento racional y científico de los bosques puertorriqueños a través de la dasonomía y la silvicultura durante la Era Progresista, prácticas asociadas a Gifford Pinchot, conocido conservacionista progresista. De hecho, el conservacionismo de la época nos permite examinar algunos de los paralelos entre el contenido ideológico del progresismo y el imperialismo.

Me propongo a continuación, y mediante una lectura de uno de los escritos de William J. McGee publicado en National Geographic Magazine en 1898 antes de que este sirviera como oficial gubernamental bajo Theodore Roosevelt, develar algunos aspectos de esa afinidad y del apoyo progresista al imperialismo.

El movimiento conservacionista, antecesor del ambientalismo moderno estadounidense, se dividió en dos tendencias principales. Una de estas tendencias enfatizó el uso y manejo eficiente de los recursos naturales para garantizar el crecimiento económico sostenido de la nación. La otra tendencia enfatizaba la restauración y conservación de los recursos naturales por razones estéticas, morales y recreacionales. La tensión entre estas tendencias han marcado las políticas ambientales estadounidenses desde entonces, como ilustra la historia del US Forest Service. Jhon Muir fue el gestor más importante de la segunda tendencia mientras que Gifford Pinchot fue el gestor más importante de la primera.

William Joseph McGee, quien ya discutí en un artículo previo, también fue un importante representante de esta segunda tendencia y ambos apoyaron el imperialismo estadounidense, inclusive como actores importantes en la administración de Theodore Roosevelt. McGee fue antropólogo, etnólogo, inventor, geólogo y conservacionista. Fue ideólogo del conservacionismo en las esferas gubernamentales de la administración Roosevelt, participando inclusive de la redacción de los discursos presidenciales. McGee fue también Vicepresidente y Secretario del Inland Waterway Commision, dirigente del Bureau of Ethnology, y Presidente y Vicepresidente del National Geographic Society.

Para McGee el conservacionismo era la fase más avanzada de la evolución, esta entendida desde la perspectiva lamarckista. McGee, igual que Frederick J. Turner, consideraba la expansión territorial determinante en la evolución de los Estados Unidos. Es por ello que McGee celebró y justificó la adquisición de un imperio directo transcontinental a finales del siglo 19. Fue precisamente en el mismo año de la Guerra Hispanoamericana, 1898, que McGee pronunció ante una sección conjunta de la National Geographic Society y la American Society for the Advancement of Science un discurso sobre el crecimiento territorial de los Estados Unidos en el que explicaba, elogiaba y hasta legitimaba la expansión territorial. Su discurso sería más tarde publicado en National Geographic Magazine ese mismo año.

Según McGee, la anexión de Hawái, Filipinas y Puerto Rico resumían una larga pero interrumpida historia de expansión territorial estadounidense, la que describió como una carrera sin paralelos, esto por el tremendo y rápido crecimiento territorial que envolvió. Además, McGee afirmaba que esta fue una carrera expansionista amigable y de anexiones voluntarias que no envolvieron conquistas inspiradas en “motivos mercenarios.” Insistía además en que esa carrera benefició a los habitantes de las tierras agregadas tanto como a los estadounidenses. Afirmaba también que el crecimiento territorial de los Estados Unidos no era sino la expresión de su “destino manifiesto”, un destino afín con las leyes naturales de la evolución. En adición, McGee alegaba que el crecimiento territorial envolvió la rápida asimilación y “conquista noble” de la naturaleza, la superación de diversos obstáculos naturales mediante la innovación tecnológica producto del carácter innovador de los estadounidenses. Finalmente, cada extensión territorial, insistía McGee, estuvo precisamente caracterizada por efectos positivos y significativos en el carácter nacional e individual de los estadounidenses.

Para McGee, con toda aquella épica historia expansionista como precedente, no había razones para pensar que sería distinto con “la isla jardín de Porto Rico,” y “las cientos de islas filipinas.” Con esos planteamientos McGee movilizó varios de los mismos conceptos utilizados por los imperialistas estadounidenses, incluyendo la idea de los Estados Unidos como una nación excepcional y benevolente cuyo destino expreso, aparte de perfeccionar continuamente su carácter, era expandirse alrededor del globo, conquistar la naturaleza y llevar las buenas nuevas de sus innovaciones, el progreso, al resto de los habitantes del planeta. Pero quizá lo más interesante de las expresiones de McGee fue su caracterización de la expansión territorial estadounidense, del imperialismo, como un proceso natural.

Según McGee, si los nuevos territorios representaban una pequeña extensión de tierra, una mera “onda en la corriente del progreso nacional,” el proceso y sus consecuencias serían similares a expansiones previas. Los estadounidenses, realizando su destino manifiesto, incorporarían esas tierras y sus habitantes rápidamente para, y guiados por la benevolencia, transferirles grandes beneficios a los habitantes de aquellas tierras, de paso conquistando la naturaleza y sus frenos al progreso humano mediante la ciencia y la tecnología. Para McGee la posesión de las islas les requería a los estadounidenses producir dispositivos que le permitieran acortar el tiempo y aniquilar el espacio, una fuerza naval para McGee. El entonces Vicepresidente de la National Geographic Society vaticinaba, probablemente inspirado en Alfred T. Mahan, que Estados Unidos se convertiría en la “nación naval de la Tierra.” Para McGee, vencer esos obstáculos marítimos significaba, como significó vencer las fuerzas naturales en expansiones previas, el avance del carácter estadounidense, tanto a nivel individual como a nivel nacional. Y eso no era otra cosa para él que el progreso mismo de la humanidad.

En su artículo McGee recurrió a los números y varias tablas y gráficas para detallar la expansión territorial de los Estados Unidos a lo largo de su historia. Para él, cada expansión territorial, medida en millas cuadradas, fue seguida de un aumento poblacional considerable así como de un incremento significativo en la actividad comercial. Pero para McGee el auténtico crecimiento de la nación no estaba en esos indicadores territoriales, poblacionales y comerciales sino más bien en el avance de la iniciativa estadounidense, en la progresión de su vigor intelectual, físico y moral, en lo que llamó la “individualidad inteligente” de los estadounidenses, quienes unidos laboraban para “elevar” la humanidad y mejorar el mundo. Este énfasis en los lazos sociales y la cooperación era característico del progresismo. Para McGee el mejor indicador, aunque indirecto, del crecimiento en dicho vigor e individualidad, donde recaía el verdadero crecimiento de la nación, era la riqueza derivada de la expansión territorial:

The strenght of America is indeed faintly suggested by broad territorial expanse, teeming millions of people, and half the railways of the world; the real strenght lies in the immeasurable capabilities of individuals, who have already made noble conquest of nature’s forces; and there are no units for measuring the spontaneous powers of freemen united by common impulse in the common task of elevating mankind and bettering the world. While there is no direct way of measuring the individuality—much less the unity—of the American people, there are certain values indicating this quality even more clearly tan area or population; one of these is wealth, individual and collective.

McGee, al convertir la lucrativa expansión territorial estadounidense en un proceso natural, y por ende normal, ofreció a sus oyentes, miembros de la National Geographic Society y la American Society for the Advancement of Science, una interpretación lamarckista de imperialismo estadounidense, una similar a la de la “Tesis de la Frontera” de Frederick Jason Turner. Para McGee, y como el mismo expresó, el progreso estadounidense residía en la “conquista de la naturaleza” y no en la “conquista de las naciones” o en políticas nacionales. Para el conocido conservacionista-progresista la historia de Estados Unidos era la de una nación formada en su choque con la naturaleza, una historia en la que los estadounidenses además de acomodarse a las circunstancias ambientales transformaban su entorno a su favor, tomando, como se infiere del evolucionismo de Lamarck, una participación activa en la mutación del ambiente y consecuentemente de su propia especie. Y esa transformación era para McGee tan subjetiva como material. En la lucha con la naturaleza se construían la sociedad estadounidense y su identidad nacional. Allí también se construía el imperio y el futuro mismo de toda la humanidad, con los Estados Unidos a la vanguardia de su evolución.

El resultado ideológico de la narrativa lamarckista, turneriana y progresista de McGee fue conspicuo, coherente y efectivo: la naturalización del imperialismo. Y lo hizo, como es típico también de la retórica colonialista, en dos sentidos. Primero, McGee redujo el imperialismo a un fenómeno natural; el imperialismo estadounidense, parte de la historia humana, solo seguía las leyes naturales. Segundo, McGee convirtió el imperialismo en un fenómeno regular, un fenómeno que corrientemente ocurre, y por ende normal o natural. McGee lo hizo regular, habitual, ordinario. La expansión territorial era para McGee una expresión corriente de la conquista de la naturaleza y además conforme a las leyes de la evolución. El imperialismo estadounidense, como confirmaba el influyente conservacionista, no era una nueva política nacional sino la continuación de un proceso natural, centenario, exitoso y usual en la historia de la nación estadounidense:

He errs who forgets the history of this country. Every citizen of the United States would do well to remember the decades past, and realize that the growth of 1898 marks no new policy, and is but the normal continuation of a course of development successfully pursued for a century.

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Reseña de «Estados Unidos más allá de la crisis»

Castillo Fernández, Dídimo y Gandásegui (Hijo), Marco A. (coordinadores): Estados Unidos más allá de la crisis, México, Siglo XXI y CLACSO, 2012. 537 páginas.*

Por Leandro Morgenfeld

Vecinos en conflicto 8 de julio de 2014

UnknownPara comprender América Latina hay que estudiar a Estados Unidos. Acostumbrados a interpretar nuestro pasado y presente a través del prisma de la academia anglosajona, a primera vista puede parecer extraño o antojadizo que se analice el devenir de la crisis estadounidense desde el punto de vista latinoamericano. Y eso es justamente lo que se propone este libro: desentrañar diversas aristas vinculadas con la actual crisis de la potencia hegemónica mundial, desde el punto de vista latinoamericano. Luego de seis años de labor colectiva, un conjunto de intelectuales de la región, en el marco de un Grupo de Trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), presenta este libro, el tercero luego de Crisis de hegemonía de Estados Unidos y Estados Unidos: la crisis sistémica y las nuevas condiciones de legitimación. Coordinado por los sociólogos Dídimo Castillo Fernández y Marco A. Gandásegui, hijo, esta obra de nutre de 20 capítulos -sus autores son reconocidos investigadores de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, México, Panamá, Puerto Rico y Estados Unidos-, divididos en los tres grandes ejes que la articulan: Crisis mundial o crisis del capitalismo; Crisis de hegemonía y decadencia interna en Estados Unidos; Nueva geopolítica de Estados Unidos, escenarios para América Latina.
La primera parte trata sobre la crisis desatada en 2008 y las consecuencias para Estados Unidos y el resto del mundo a mediano y largo plazo. Theotonio Dos Santos analiza el carácter estructural de la misma; Carlos Eduardo Martins la compara con la de 1929 y avanza en planteos teóricos, abrevando en Marx, Braudel, Dos Santos y Marini; Orlando Caputo Leiva rebate los argumentos de quienes sostienen que es una crisis financiera; Jaime Ornelas Delgado se centra en el agotamiento del modelo económico neoliberal; y Gandásegui se ocupa de la crisis de hegemonía del sistema mundo, vinculándola con el cambio de época en el desarrollo capitalista.
La segunda parte plantea el debate sobre la declinación de Estados Unidos a nivel mundial. Adrián Sotelo Valencia sostiene el carácter estructural y global de la crisis, y discute con la idea de su posible encapsulamiento a partir de medidas correctivas; Katia Cobarrubias Hernández explica cómo la hegemonía financiera y monetaria de Estados Unidos, desde 1971, fue una de las causas de los desequilibrios actuales y terminó debilitando el propio dominio económico estadounidense; Daniel Munevar se centra en el déficit fiscal de Estados Unidos, su vínculo con la deuda pública y las opciones para evitar la depresión económica; Fabio Grobart Sunshine analiza el agotamiento relativo y la pérdida de liderazgo de Estados Unidos en materia de ciencia y tecnología, y las promesas incumplidas de Obama en relación a ese sector de punta; Castillo Fernández analiza los cambios en el proceso de producción y trabajo que acompañaron el neoliberalismo y el crecimiento de la informalidad, el desempleo y la precarización laboral, vinculados al aumento de la explotación; Alejandro I. Canales estudia la inmigración latinoamericana y la relaciona con el proceso de creciente precarización del trabajo; James Martín Cypher analiza las consecuencias regresivas de la crisis actual para los trabajadores y la clase media; y Jorge Hernández Martínez examina las redefiniciones ideológicas y los cambios en la geopolítica mundial a partir de la asunción de Obama, esencialmente continuador de la política exterior de Bush.
La tercera parte se centra en la nueva geopolítica de Estados Unidos, la política exterior de Obama hacia América Latina -en su primer año y medio como presidente- y también en los potenciales escenarios para la región. Darío Salinas Firgueredo analiza las supuestas amenazas actuales a la seguridad estadounidense, la ubicación de la región en la agenda de ese país y las respuestas latinoamericanas; Luis Suárez Salazar critica las estrategias del «gobierno permanente» de Estados Unidos hacia el resto del continente americano, enfatizando las continuidades Bush-Clinton-Bush(h)-Obama, por sobre las rupturas; Silvina M. Romano desarrolla una perspectiva crítica del vínculo entre democracia y desarrollo, y su relación con la seguridad, desde los años sesenta hasta la actualidad; Jaime Zuluaga Nieto se centra en los cambios en las políticas de seguridad y en su incidencia en América Latina, desde los atentados de septiembre de 2001; María José Rodríguez Rejas explica cómo las transformaciones en la política de seguridad hemisférica inciden en el proceso de militarización de América Latina, enfocándose en los proyectos del Plan México y el Plan Colombia; Catalina Toro Pérez indaga en las continuidades en la política de Washington hacia la región y se pregunta si hay posibilidad de alternativas; y Gian Carlo Delgado Ramos estudia el papel de los recursos naturales -en particular los minerales estratégicos- en las relaciones interamericanas, contraponiendo las nociones de seguridad que plantea el gobierno estadounidense con el concepto de «seguridad ecológica».
Además, completan el libro una Presentación, escrita por Theotonio dos Santos, un Prólogo, de John Saxe-Fernández, y una Introducción, a cargo de los dos coordinadores de la obra. El reconocido teórico brasilero de la teoría de la dependencia reafirma justamente la necesidad imperiosa de estudiar a Estados Unidos y el sistema imperial desde el punto de vista de América Latina y recuerda los obstáculos enfrentados desde los años setenta: «Fue difícil establecer una tradición de investigación sobre Estados Unidos en la región. La idea es de que bastaban los estudios hechos en Estados Unidos para informarnos sobre lo que era y lo que pasaba en ese país» (p. 7). Reivindica este libro, entonces, como parte de la lucha contra los retrasos de la academia latinoamericana en institucionalizar el estudio sistemático de los intereses y estrategias de los poderes del centro del sistema imperialista, producto de la mentalidad subordinada y dependiente que promueven las oligarquías locales y sus aliados externos.
Este análisis del centro imperial, desde una de las regiones históricamente más subordinadas al poder de Washington, se inscribe en la creciente preocupación por la reversión de esa dependencia. En palabras de Saxe-Fernández, «Los lazos oligárquico-imperiales de sujeción económica, empresarial y policial militar, se basan en la propensión histórica de las oligarquías criollas a estar satisfechas y hasta propiciar arreglos de coparticipación en la apropiación del excedente y en el manejo fiscal, presupuestal y de seguridad de las naciones que depredan: ya hay condiciones y contradicciones para superar esa trabazón de intereses» (p. 21). El desafío de este colectivo de investigación, que se proyecta a futuro en el marco de un nuevo Grupo de Trabajo CLACSO para el período 2013-2016, es entender el carácter de la crisis estadounidense, el devenir de la declinación imperial y las alternativas que este proceso presenta para Nuestra América en el siglo XXI, en la marco de su histórica lucha emancipadora.

*Revista de la Red Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea (Segunda Época), Año 1, N° 1, Córdoba, Junio de 2014. ISSN 2250.7264

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The New York Times

 


July 2, 2013

Why the Civil War Still Matters

 

By ROBERT HICKS

FRANKLIN, Tenn. — IN his 1948 novel “Intruder in the Dust,” William Faulkner described the timeless importance of the Battle of Gettysburg in Southern memory, and in particular the moments before the disastrous Pickett’s Charge on July 3, 1863, which sealed Gen. Robert E. Lee’s defeat. “For every Southern boy fourteen years old,” he wrote, “there is the instant when it’s still not yet two o’clock on that July afternoon.”

That wasn’t quite true at the time — as the humorist Roy Blount Jr. reminds us, black Southern boys of the 1940s probably had a different take on the battle. But today, how many boys anywhere wax nostalgic about the Civil War? For the most part, the world in which Faulkner lived, when the Civil War and its consequences still shaped the American consciousness, has faded away.

Which raises an important question this week, as we move through the three-day sesquicentennial of Gettysburg: does the Civil War still matter as anything more than long-ago history?

Fifty years ago, at the war’s centennial, America was a much different place. Legal discrimination was still the norm in the South. A white, middle-class culture dominated society. The 1965 Immigration and Nationality Act had not yet rewritten our demographics. The last-known Civil War veteran had died only a few years earlier, and the children and grandchildren of veterans carried within them the still-fresh memories of the national cataclysm.

All of that is now gone, replaced by a society that is more tolerant, more integrated, more varied in its demographics and culture. The memory of the war, at least as it was commemorated in the early 1960s, would seem to have no place.

Obviously, there are those for whom Civil War history is either a profession or a passion, who continue to produce and read books on the war at a prodigious rate. But what about the rest of us? What meaning does the war have in our multiethnic, multivalent society?

For one thing, it matters as a reflection of how much America has changed. Robert Penn Warren called the war the “American oracle,” meaning that it told us who we are — and, by corollary, reflected the changing nature of America.

Indeed, how we remember the war is a marker for who we are as a nation. In 1913, at the 50th anniversary of Gettysburg, thousands of black veterans were excluded from the ceremony, while white Union and Confederate veterans mingled in a show of regional reconciliation, made possible by a national consensus to ignore the plight of black Americans.

Even a decade ago, it seemed as if those who dismissed slavery as simply “one of the factors” that led us to dissolve into a blood bath would forever have a voice in any conversation about the war.

In contrast, recent sesquicentennial events have taken pains to more accurately portray the contributions made by blacks to the war, while pro-Southern revisionists have been relegated to the dustbin of history — a reflection of the more inclusive society we have become. As we examine what it means to be America, we can find no better historical register than the memory of the Civil War and how it has morphed over time.

Then again, these changes also imply that the war is less important than it used to be; it drives fewer passionate debates, and maybe — given that one side of those debates usually defended the Confederacy — that’s a good thing.

But there is an even more important reason the war matters. If the line to immigrate into this country is longer than those in every other country on earth, it is because of the Civil War.

It is true, technically speaking, that the United States was founded with the ratification of the Constitution. And it’s true that in the early 19th century it was a beacon of liberty for some — mostly northern European whites.

But the Civil War sealed us as a nation. The novelist and historian Shelby Foote said that before the war our representatives abroad referred to us as “these” United States, but after we became “the” United States. Somehow, as divided as we were, even as the war ended, we have become more than New Yorkers and Tennesseans, Texans and Californians.

And Gettysburg itself still matters, for the same reason Abraham Lincoln noted so eloquently in his famous address at the site on Nov. 19, 1863. The battle consecrated the “unfinished work” to guarantee “that this nation, under God, shall have a new birth of freedom — and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth.”

In that way, the Civil War is less important to the descendants of those who fought in it than it is to those whose ancestors were living halfway around the globe at the time. For if you have chosen to throw your lot in with this country, the American Civil War is at the foundation of your reasons to do so.

True, we have not arrived at our final destination as either a nation or as a people. Yet we have much to commemorate. Everything that has come about since the war is linked to that bloody mess and its outcome and aftermath. The American Century, the Greatest Generation and all the rest are somehow born out of the sacrifice of those 750,000 men and boys. None of it has been perfect, but I wouldn’t want to be here without it.

Robert Hicks is the author of the novels “The Widow of the South” and “A Separate Country.”

 

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AHA

La American Historical Association (AHA), la asociación de historiadores  más antigua y prestigiosa de los Estados Unidos, acaba de reinaugurar su blog AHA Today. Por la variedad de sus contenidos, éste es un recurso muy valioso para aquellos interesados en el estudio e investigación de la historia estadounidense.

 

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Black History Month

188093_113842875308104_6230891_n[1]En Estados Unidos se dedica el mes de febrero a conmemorar y recordar los eventos históricos  y personajes de la comunidad afroamericana. El llamado Black History Month, que se viene celebrando desde la década de 1920,  ha servido para reafirmar la identidad de los afroamericanos, subrayando sus aportaciones, recordando los abusos e injusticias a las que fueron sometidos desde que sus ascentros llegaron encadenados de África y celebrando a sus héroes y mártires. La página web de la American Historical Association nos regala una lista de recursos on-line relacionados con el Black History Month. La lista ha sido recopilada por Jessica Pritchard e incluye una impresionante selección de mapas, documentos, biografías, etc. Comparto con ustedes esta lista de recursos. No puedo dejar de preguntarme si una celebración similar sería posible en el Perú. ¿En Puerto Rico?

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima 9 de febrero de 2013

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Tapa definitiva Vecinos en conflictoAcabo de leer un libro que me resultó, además de interesante, muy instructivo. Me refiero a Vecinos en conflicto: Argentina y Estados Unidos en las Conferencias Panamericanas (1880-1955). Escrito por Leandro Morgenfeld y publicado en 2011 por Ediciones Continente, Vecinos en conflicto es un estudio concienzudo del desarrollo de las relaciones argentino-estadounidenses desde las últimas décadas del siglo XIX hasta mediados del siglo XX.  Morgenfeld no es un autor ajeno a esta bitácora, pues en octubre pasado compartimos sus comentarios sobre el cincuentenario de la Crisis de los misiles. Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires, Morgenfeld es, sin lugar a dudas, uno de los analistas latinoamericanos de las relaciones interamericanas más destacados en la actualidad.

Este libro, tesis doctoral de su autor, enfoca el desarrollo de las relaciones argentino-estadounidenses a través de un análisis profundo de la interacción entre ambas naciones en las diez conferencias panamericanas realizadas entre 1889 y 1954.  Según Morgenfeld, durante gran parte de ese periodo, Argentina saboteó o entorpeció los intentos norteamericanos de usar las conferencias panamericanas como herramienta para adelantar sus intereses económicos y geopolíticos en el hemisferio occidental. Este enfrentamiento argentino-norteamericano estuvo definido por varios factores: el carácter competitivo  de las economías argentina y estadounidense, las políticas arancelarias norteamericanas, la orientación europeísta de la Argentina –dada la dependencia de su oligarquía en el mercado británico–, el nacionalismo argentino y las aspiraciones hegemónicas de Estados Unidos.

La extensión y profundidad del análisis de este libro –unidos a la naturaleza de esta bitácora– me obligan a limitar mis comentarios a los puntos más significativos del trabajo de Morgenfeld. Comenzaré con su enfoque teórico.

Leandro-Morgenfeld

Leandro Morgenfeld

Morgenfeld parte de una visión materialista histórica en la que las relaciones internacionales se fundamentan en elementos de carácter económico-sociales comprendidos “en el marco de las relaciones políticas, económicas, sociales, estratégicas e ideológicas más generales.” (422) De ahí que afirme que las políticas externas de Argentina y Estados Unidos estuvieron “determinadas por los intereses económicos sociales que defendían las clases dirigentes de sus países”. (424) Morgenfeld, consciente de las limitaciones de este tipo de argumento, plantea que “esto no quiere decir que respondieran mecánica ni automáticamente  a las necesidades de las clases dominantes y de los capitales argentinos y estadounidenses, sino que la dirección de dichas políticas podía desplegarse, en el mediano y largo plazo, según los límites que imponían estas necesidades.” (424) El autor reconoce, además, la influencia de otros factores en este proceso: las coyunturas en que se desarrollaron cada una de las conferencias panamericanas, las luchas políticas internas, las disputas de carácter ideológico, los aspectos estratégicos, los aspectos culturales y los individuos (las ambiciones personales de los representantes poíticos y diplomáticos de cada país).  En otras palabras, Morgenfeld tiene claro que los factores económicos-sociales no se dan un vacío político, ideológico o cultural.  Este es un acercamiento que me parece valioso, ya que resalta la importancia de las clases sociales en el estudio de las relaciones internacionales sin caer en determinismos.

Delegados de la Primera Conferencia Panamericana, Washington, 1889

Delegados de la Primera Conferencia Panamericana, Washington, 1889

Como parte de su enfoque materialista, el autor se muestra muy preocupado por ubicar las relaciones argentino-estadounidense en el contexto del desarrollo del capital y de las luchas inter-imperialistas. De ahí que preste atención al papel y evolución de Argentina como país dependiente y exportador, y el de Estados Unidos como potencia industrial y financiera ascendente. Esta evolución, y  el carácter competitivo de las economías de ambos países, determinó la participación de la delegación argentina en las conferencias panamericanas. En otras palabras, las disputas comerciales causadas por el efecto del proteccionismo estadounidense sobre los productos argentinos fue un factor determinante en la actitud que Argentina asumió frente a las propuestas norteamericanas. Durante el periodo analizado por el autor, los intereses agropecuarios norteamericanos fueron capaces de bloquear o limitar el acceso de los productos argentinos al mercado del vecino del norte, mientras que Argentina importaba cada vez más productos estadounidenses.  Los delegados argentinos en las conferencias buscaron, infructuosamente, revertir esta relación asimétrica. Esta situación unida al hecho de que hasta mediados del siglo XX la relación con Estados Unidos era mucho menor que la que los argentinos mantenían con Europa, llevaron a Argentina “a ser quizás el país más escéptico respecto al proyecto panamericano que impulsaba el país del Norte para consolidar su hegemonía en la región”. (428)

Para detener el avance norteamericano en América Latina, Argentina buscó “encolumnar tras de sí a los países latinoamericanos, con desigual éxito, según las coyunturas diversas.” (428) Argentina logró sabotear los planes estadounidenses  en la misma Primera Conferencia Panamericana celebrada en Washington en 1889. En los primeros años del siglo XX, Argentina mantuvo en jaque a los estadounidenses al cuestionar el intervencionismo norteamericano en el Caribe y América Central. Entre 1914 y 1929,Argentina mantuvo lo que el autor describe como un triángulo económico con Estados Unidos y Gran Bretaña. El vecino norteamericano pasó a ser su principal inversor  extranjero mientras se mantuvo una relación comercial especial con los británicos. Durante este periodo el gobierno argentino mantuvo sus críticas contra las intervenciones estadounidenses en América Central y contra el proteccionismo estadounidense. Durante los años de crisis iniciados en 1929, se mantuvo la relación triangular.

Pan-American Conference in Rio de Janeiro, 1906

Delegados de la Tercera Conferencia Panamericana, Rio de Janeiro, 1906

El principal conflicto en las relaciones argentino-estadounidenses se dio durante la segunda guerra mundial por la negativa de Argentina a romper relaciones diplomáticas con los países del Eje, por lo que quedo fuera del sistema interamericano. El gobierno argentino insistió en mantener su neutralidad por la “fuerza y presión de los sectores nacionalistas, neutralistas y antiestadounidenses.” (429)  Gran Bretaña, consciente de que Estados Unidos buscaba desplazarle, fue mucho más tolerante con la neutralidad argentina. Una vez acabado el conflicto mundial, las necesidades geopolíticas de la recién estrenada guerra fría jugaron a favor de la readmisión de Argentina en el sistema interamericano.

En el periodo de la posguerra, Argentina asumió una actitud mucho más cooperativa con Estados Unidos  por varias razones. Primero, porque la reciente dependencia en las importaciones estratégicas, préstamos e insumos militares estadounidenses debilitó la capacidad de resistencia argentina. Segundo, porque el fracaso de su proyecto de desarrollo, obligó a Perón a buscar un acercamiento con Estados Unidos, dulcificando las posiciones y actitudes argentinas. Perón buscaba ayuda económica y financiamiento estadounidenses y por ello adoptó una estrategia de negociación. Tercero, porque el poderío e influencia de Estados Unidos hacían más difícil a Argentina enfrentar a su vecino del Norte o influir sobre las demás naciones americanas. A pesar de todo ello, las relaciones bilaterales no siempre fueron buenas, especialmente, por la política “tercermundista” de Perón.

Morgenfeld concluye que la  “continuidad que se observa, en los 75 años analizados, es el enfrentamiento o bien la reticencia argentina a seguir las políticas estadounidenses en el continente”. (430) Es necesario subrayar que la actitud argentina frente a las aspiraciones hegemónicas norteamericanas no fue producto de visiones o actitudes anti-imperialistas o latinoamericanistas, sino mas bien consecuencia de la vinculación-dependencia de la oligarquía argentina con Europa. De acuerdo con el autor, Argentina fue incapaz de desarrollar una agenda propia o de promover la integración latinoamericana frente a Estados Unidos por su condición de nación dependiente y la actitud europeísta y racista de su oligarquía.

George Marshall se dirige a la Novena Conferencia Panamericana en Bogotá, 1948

No puedo terminar si hacer un varios cometarios finales. Comenzaré con el tema del panamericanismo, que por razones obvias es uno central en esta obra. Para el autor, el panamericanismo estadounidense respondía a  “necesidades geoestratégicas” y económicas. El gobierno estadounidense impulsó el panamericanismo como una herramienta para enfrentar la presencia de otras potencias capitalistas en la región americana y el América del Sur en particular. Es necesario recordar que los europeos –especialmente, los británicos– disfrutaron hasta la primera guerra mundial de una posición dominante en el comercio y las inversiones extranjeras en América del Sur.  El panamericanismo respondía, según el autor, a las necesidades de “los grandes exportadores estadounidenses” que querían ampliar sus mercados externos  y del interés de  los capitalistas financieros de ampliar su presencia en América del Sur.  En términos estratégicos, el panamericanismo buscaba “afirmar la unidad –bajo la hegemonía estadounidense­– del continente americano, que incluyera formas de resolver los litigios, de llegar acuerdos de paz, de establecer la defensa continental y de repeler potenciales ataques extracontinentales. Era la puesta en práctica, en algún sentido, de la vieja doctrina Monroe.” (423) En conclusión, los estadounidenses usaron  el panamericanismo como una herramienta para expansión de su capital y para “horadar” la presencia hegemónica británica en América del Sur.

Uno de los puntos que más me sorprendió de este libro es que su autor identifica la presencia de puertorriqueños como miembros de la delegación estadounidense a dos conferencias panamericanas: la Tercera Conferencia Panamericana (Rio de Janeiro, 1906) y la Octava Conferencia Panamericana (Lima, 1938). A la reunión de Rio acudió Tulio Larrinaga y a la conferencia de Lima Emilio del Toro, Juez Presidente de la Corte Suprema de Puerto Rico. Por razones obvias, Morgenfeld no le presta mayor atención a este punto que también ha pasado inadvertido para la historiografía puertorriqueña. ¿Quién decidió la presencia de estos puertorriqueños en la delegaciones estadounidenses? ¿Qué se buscaba con ello? ¿Qué papel jugaron ambos durante las reuniones panamericanas? Estas son peguntas que, a mi entender, merecen ser atendidas, ya que podrían aportar en el estudio de un tema más amplio: el papel jugado por la colonia más antigua del mundo en la diplomacia latinoamericana de su metrópoli.

Debo también destacar un elemento metodológico: Vecinos en conflictos es el resultado de un impresionante trabajo de investigación en  archivos argentinos y estadounidenses. Morgenfeld consultó las fuentes contenidas por el Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina (AMREC) y por la National Archives and Records Administration (NARA) en Washington D.C.. La combinación y análisis crítico de fuentes argentinas y estadounidenses le imprimen a este libro una gran profundidad y seriedad metodológica.

Relaciones Peligrosas. Argentina y EEUUPara terminar, este libro es una aportación muy valiosa al estudio no sólo de las relaciones argentino-estadounidenses, sino también de las relaciones interamericanas en general. Morgenfeld hace un excelente trabajo analizando la interacción argentino-estadounidense en las conferencias panamericanas en un marco regional amplio. Vecinos en conflicto subraya también  la importancia del estudio de Estados Unidos en América Latina. Es por todo ello que me genera gran expectativa la salida del próximo libro de Morgenfeld  Relaciones peligrosas. Argentina y Estados Unidos(Buenos Aires: Capital Intelectual, diciembre 2012), que, además, se da en una coyuntura muy interesante como consecuencia del embargo de la Fragata Libertad y del fallo del Juez Thomas Griesa, ordenándole a Argentina pagar $1450 millones a los fondos buitre.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, 1ro de diciembre de 2012

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Comparto con todos ustedes mi participación el pasado 8 de noviembre en el programa HablaPUCP, donde fui entrevistado por el Dr. Eduardo Dargent sobre el resultado de las elecciones estadounidenses.

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