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Reseña de «Estados Unidos más allá de la crisis»

Castillo Fernández, Dídimo y Gandásegui (Hijo), Marco A. (coordinadores): Estados Unidos más allá de la crisis, México, Siglo XXI y CLACSO, 2012. 537 páginas.*

Por Leandro Morgenfeld

Vecinos en conflicto 8 de julio de 2014

UnknownPara comprender América Latina hay que estudiar a Estados Unidos. Acostumbrados a interpretar nuestro pasado y presente a través del prisma de la academia anglosajona, a primera vista puede parecer extraño o antojadizo que se analice el devenir de la crisis estadounidense desde el punto de vista latinoamericano. Y eso es justamente lo que se propone este libro: desentrañar diversas aristas vinculadas con la actual crisis de la potencia hegemónica mundial, desde el punto de vista latinoamericano. Luego de seis años de labor colectiva, un conjunto de intelectuales de la región, en el marco de un Grupo de Trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), presenta este libro, el tercero luego de Crisis de hegemonía de Estados Unidos y Estados Unidos: la crisis sistémica y las nuevas condiciones de legitimación. Coordinado por los sociólogos Dídimo Castillo Fernández y Marco A. Gandásegui, hijo, esta obra de nutre de 20 capítulos -sus autores son reconocidos investigadores de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, México, Panamá, Puerto Rico y Estados Unidos-, divididos en los tres grandes ejes que la articulan: Crisis mundial o crisis del capitalismo; Crisis de hegemonía y decadencia interna en Estados Unidos; Nueva geopolítica de Estados Unidos, escenarios para América Latina.
La primera parte trata sobre la crisis desatada en 2008 y las consecuencias para Estados Unidos y el resto del mundo a mediano y largo plazo. Theotonio Dos Santos analiza el carácter estructural de la misma; Carlos Eduardo Martins la compara con la de 1929 y avanza en planteos teóricos, abrevando en Marx, Braudel, Dos Santos y Marini; Orlando Caputo Leiva rebate los argumentos de quienes sostienen que es una crisis financiera; Jaime Ornelas Delgado se centra en el agotamiento del modelo económico neoliberal; y Gandásegui se ocupa de la crisis de hegemonía del sistema mundo, vinculándola con el cambio de época en el desarrollo capitalista.
La segunda parte plantea el debate sobre la declinación de Estados Unidos a nivel mundial. Adrián Sotelo Valencia sostiene el carácter estructural y global de la crisis, y discute con la idea de su posible encapsulamiento a partir de medidas correctivas; Katia Cobarrubias Hernández explica cómo la hegemonía financiera y monetaria de Estados Unidos, desde 1971, fue una de las causas de los desequilibrios actuales y terminó debilitando el propio dominio económico estadounidense; Daniel Munevar se centra en el déficit fiscal de Estados Unidos, su vínculo con la deuda pública y las opciones para evitar la depresión económica; Fabio Grobart Sunshine analiza el agotamiento relativo y la pérdida de liderazgo de Estados Unidos en materia de ciencia y tecnología, y las promesas incumplidas de Obama en relación a ese sector de punta; Castillo Fernández analiza los cambios en el proceso de producción y trabajo que acompañaron el neoliberalismo y el crecimiento de la informalidad, el desempleo y la precarización laboral, vinculados al aumento de la explotación; Alejandro I. Canales estudia la inmigración latinoamericana y la relaciona con el proceso de creciente precarización del trabajo; James Martín Cypher analiza las consecuencias regresivas de la crisis actual para los trabajadores y la clase media; y Jorge Hernández Martínez examina las redefiniciones ideológicas y los cambios en la geopolítica mundial a partir de la asunción de Obama, esencialmente continuador de la política exterior de Bush.
La tercera parte se centra en la nueva geopolítica de Estados Unidos, la política exterior de Obama hacia América Latina -en su primer año y medio como presidente- y también en los potenciales escenarios para la región. Darío Salinas Firgueredo analiza las supuestas amenazas actuales a la seguridad estadounidense, la ubicación de la región en la agenda de ese país y las respuestas latinoamericanas; Luis Suárez Salazar critica las estrategias del «gobierno permanente» de Estados Unidos hacia el resto del continente americano, enfatizando las continuidades Bush-Clinton-Bush(h)-Obama, por sobre las rupturas; Silvina M. Romano desarrolla una perspectiva crítica del vínculo entre democracia y desarrollo, y su relación con la seguridad, desde los años sesenta hasta la actualidad; Jaime Zuluaga Nieto se centra en los cambios en las políticas de seguridad y en su incidencia en América Latina, desde los atentados de septiembre de 2001; María José Rodríguez Rejas explica cómo las transformaciones en la política de seguridad hemisférica inciden en el proceso de militarización de América Latina, enfocándose en los proyectos del Plan México y el Plan Colombia; Catalina Toro Pérez indaga en las continuidades en la política de Washington hacia la región y se pregunta si hay posibilidad de alternativas; y Gian Carlo Delgado Ramos estudia el papel de los recursos naturales -en particular los minerales estratégicos- en las relaciones interamericanas, contraponiendo las nociones de seguridad que plantea el gobierno estadounidense con el concepto de «seguridad ecológica».
Además, completan el libro una Presentación, escrita por Theotonio dos Santos, un Prólogo, de John Saxe-Fernández, y una Introducción, a cargo de los dos coordinadores de la obra. El reconocido teórico brasilero de la teoría de la dependencia reafirma justamente la necesidad imperiosa de estudiar a Estados Unidos y el sistema imperial desde el punto de vista de América Latina y recuerda los obstáculos enfrentados desde los años setenta: «Fue difícil establecer una tradición de investigación sobre Estados Unidos en la región. La idea es de que bastaban los estudios hechos en Estados Unidos para informarnos sobre lo que era y lo que pasaba en ese país» (p. 7). Reivindica este libro, entonces, como parte de la lucha contra los retrasos de la academia latinoamericana en institucionalizar el estudio sistemático de los intereses y estrategias de los poderes del centro del sistema imperialista, producto de la mentalidad subordinada y dependiente que promueven las oligarquías locales y sus aliados externos.
Este análisis del centro imperial, desde una de las regiones históricamente más subordinadas al poder de Washington, se inscribe en la creciente preocupación por la reversión de esa dependencia. En palabras de Saxe-Fernández, «Los lazos oligárquico-imperiales de sujeción económica, empresarial y policial militar, se basan en la propensión histórica de las oligarquías criollas a estar satisfechas y hasta propiciar arreglos de coparticipación en la apropiación del excedente y en el manejo fiscal, presupuestal y de seguridad de las naciones que depredan: ya hay condiciones y contradicciones para superar esa trabazón de intereses» (p. 21). El desafío de este colectivo de investigación, que se proyecta a futuro en el marco de un nuevo Grupo de Trabajo CLACSO para el período 2013-2016, es entender el carácter de la crisis estadounidense, el devenir de la declinación imperial y las alternativas que este proceso presenta para Nuestra América en el siglo XXI, en la marco de su histórica lucha emancipadora.

*Revista de la Red Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea (Segunda Época), Año 1, N° 1, Córdoba, Junio de 2014. ISSN 2250.7264

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Huellas2

Acaba de salir el úlimo número de la revista Huellas de Estados Unidos de la Cátedra de Historia de Estados Unidos de la UBA. Componen este número un interesante grupo de trabajos sobre aspectos ideológicos de política exterior estadounidense y sobre el tema del consenso político. Completan este número un par de valiosos documentos sobre el racismo. Todos los ensayos y reseñas están disponibles en PDF.

Comparto aquí el índice de este número.
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Educación e imperio

por EFRÉN RIVERA RAMOS

El Nuevo Día, 19 de septiembre de 2013

indexUn libro publicado recientemente por la Editorial de la Universidad de Wisconsin arroja nueva luz sobre la relación entre las reformas educativas, el colonialismo y la modernización de Puerto Rico en la primera mitad del siglo 20.

En la obra, titulada “Negotiating Empire: The Cultural Politics of Schools in Puerto Rico, 1898-1952”, su autora, la profesora Solsiree del Moral, de la Universidad de Amherst, documenta la centralidad de las escuelas públicas puertorriqueñas en el proceso de configuración de una nueva sociedad colonial embarcada en una profunda transformación social, política y cultural.

El libro complementa la valiosa investigación de Aida Negrón de Montilla, que analizó los esfuerzos de americanización a través del sistema de educación pública desplegados por los comisionados de instrucción designados por el presidente de Estados Unidos. Del Moral escudriña el período desde otra perspectiva: la de los maestros, padres y estudiantes de la época. Constituye, pues, una historia escrita “desde abajo”, que ilustra las complejidades de las respuestas de la heterogénea comunidad escolar a las políticas educativas de la nueva metrópolis imperial.

Sobresale en este trabajo meticuloso el examen constante de las variables de la raza, el género y la clase social, no sólo en la composición del magisterio de entonces, sino en el abordaje de los administradores y el liderato profesional, intelectual y político a los problemas de la educación en Puerto Rico.

Las consideraciones de género se detallan particularmente en el capítulo tres, dedicado al examen de la ciudadanía, el género y las escuelas. La autora examina desde las discusiones sobre las supuestas debilidades de las maestras para enfrentar los retos de la escolarización en el mundo rural hasta la estructura patriarcal de las asociaciones magisteriales y los debates sobre para qué debían educarse las niñas en la nueva sociedad emergente.

Resulta reveladora la referencia a la relación entre el analfabetismo, la masculinidad y la guerra, en el contexto del rechazo masivo del ejército estadounidense de los varones puertorriqueños que no sabían leer y escribir y sus efectos en la discusión pública del momento. El análisis revalida la necesidad de encarar sin ambages el tema del género en cualquier proyecto de reforma escolar. En el capítulo cuatro se destacan los asuntos de la raza y la clase social, ambos estrechamente vinculados tanto a las visiones imperiales sobre Puerto Rico como a las respuestas de las élites puertorriqueñas a la nueva situación. La intersección de raza y clase social se torna particularmente aguda en el caso de la creciente diáspora puertorriqueña en Estados Unidos.

El texto analiza un estudio sobre los niños puertorriqueños en Nueva York encomendado por la Cámara de Comercio de esa ciudad en 1935 a un grupo de científicos sociales. Los investigadores concluyeron que los estudiantes boricuas constituían un grupo inferior intelectualmente en comparación con otros sectores de la población. Recomendaron que se restringiera la migración de Puerto Rico hacia Estados Unidos.

La respuesta de prominentes educadores puertorriqueños no fue mejor. Para impugnar el estudio, un subcomisionado de educación de Puerto Rico alegó que la muestra no era representativa de los puertorriqueños de la isla, pues la mayoría de los estudiantes estudiados eran negros y pobres. Otro indicio, según la autora, de cómo el imaginario sobre la diáspora se ha ido moldeando tanto por la visiones circuladas por sectores diversos de la sociedad estadounidense como por los grupos profesionales, intelectuales y políticos dominantes en Puerto Rico.

Una contribución importante del libro es la conexión que establece entre las políticas educativas implantadas en Puerto Rico y las desarrolladas por los reformadores estadounidenses para Hawai, Filipinas, los pueblos indígenas, las comunidades negras del Sur y los grupos de nuevos inmigrantes. Coloca, además, las iniciativas impulsadas en Puerto Rico en el contexto mayor de los desarrollos pedagógicos del momento en la América Latina y el Caribe.

Se trata de una lectura iluminadora del pasado con aplicaciones de valor para el presente.

Fuente: http://www.elnuevodia.com/columna-educacioneimperio-1597160.html

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Gracias al gran trabajo de difusión del Reportero de la Historia, puedo compartir con mis lectores este interesante artículo escrito por Felipe Portales y publicado en Clarín. En su artículo, titulado “El negacionismo estadounidense”, Portales critica lo que él describe como la tendencia de los estadounidenses a negar “hechos evidentes de su realidad histórica”,  y que no es otra cosa que una manifestación de la idea del excepcionalismo norteamericano que hemos examinado en esta bitácora en varias ocasiones.

El negacionismo estadounidense

Felipe Portales

Clarín, 19 de agosto de 2013

El término “negacionismo” se ha acuñado para referirse a los intentos de negar la verdad histórica respecto del genocidio sufrido por el pueblo judío bajo el nazismo, el peor crimen contra la humanidad cometido en la historia. Pero en el fondo apunta a un concepto tan viejo como la misma humanidad: a la idea de que personas, grupos o naciones son muchas veces dominados por la tentación de negar hechos evidentes de su realidad histórica que vulneran gravemente la dignidad humana o la justicia o de atribuirles un significado exculpatorio, con el objeto de percibirse a sí mismos como impolutos.

Pareciera que el negacionismo adquiere un peso particularmente grave en situaciones de guerra virtual o real. Como lo afirma el dicho popular, la primera víctima de una guerra es la verdad. Pero en conexión con ello, constatamos desgraciadamente que ha predominado también el negacionismo en la generalidad de la autoconciencia nacional a lo largo de la historia, inclusive en tiempos de paz. De este modo, y partiendo por la desinformación tan común en la formación escolar de los pueblos, se va socializando la idea de que nuestra nación ha tenido siempre toda la razón en los conflictos internacionales en que se ha involucrado; de que prácticamente nunca ha hecho nada malo; y de que, en el peor de los casos, frente a hechos históricos completamente innegables y que hoy son incuestionablemente condenables, se considera que ellos fueron justificables en el contexto de la época. Y aún más, la formación escolar enfatiza también la excelencia general de la propia historia nacional en su ámbito propiamente interno. Todo esto en contradicción con la moral más elemental que postula y constata la esencial ambigüedad de la condición humana en esta tierra.

En este sentido, llama particularmente la atención el extremo a que se llega en Estados Unidos; y es muy preocupante, dada la gran hegemonía que aún tiene aquel país en el mundo.

De partida, la consideración estadounidense de que su democracia nace con su independencia no resiste análisis. ¡Cómo va a ser democracia un sistema social con esclavitud por casi un siglo! Además, fue de los últimos países occidentales en abolirla y para ello tuvo que padecer una cruenta guerra civil. Luego, durante otro siglo, Estados Unidos mantuvo una discriminación oficial y de apartheid contra los negros, que se mantuvo en ciertas instituciones nacionales y en varios Estados del sur. Recién en 1948 se terminó con ella en el Ejército y en 1954 respecto de la educación. Pero hubo que esperar hasta 1965 para que se le reconocieran a toda la población negra del país el conjunto de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Es decir, solo se puede hablar de democracia en Estados Unidos –considerándolo como un sistema político basado en un sufragio universal efectivo- desde esa fecha bastante reciente. A lo anterior hay que agregar que con la complicidad o tolerancia –al menos- de muchas autoridades sureñas se mantuvo durante décadas una virtual violencia institucional contra los negros, representada principalmente por la acción del Ku Klux Klan

Otro elemento fundamental del negacionismo estadounidense lo constituyó su expansión hacia el oeste que fue justificada como un “mandato divino” (Ver Albert K. Weinberg.- Destino Manifiesto) y que incluyó el desplazamiento y exterminio de casi toda su población autóctona. Esto significó uno de los peores genocidios –si no el peor- cometidos por la humanidad durante el siglo XIX. Y en vez de haberlo reconocido posteriormente, la sociedad estadounidense se envaneció de aquel durante el siglo XX, convirtiendo por décadas la matanza de indígenas en uno de los temas “épicos” de su cinematografía; siendo solo desechado luego de su desastrosa experiencia bélica en Vietnam.

Un tercer elemento está referido a su auto-percepción de haber generado una sociedad de acuerdo a los valores cristianos del amor, cuando en realidad un ethos fundamental de su sociedad ha sido el individualismo, materialismo y consumismo que no pueden ser más antitéticos con los valores evangélicos. Dicho espíritu se ha reflejado en la conformación de una sociedad riquísima pero con una muy mala distribución de bienes, generando millones de personas que, escandalosamente, subsisten precariamente. Y, por otro lado, ha sido un país que ha agudizado las diferencias de ingreso a nivel mundial, desarrollando para ello un imperialismo y explotación económica que ha perjudicado especialmente a los pueblos latinoamericanos.

Un cuarto elemento ha sido la consideración de haber sido una nación promotora de la libertad y la democracia en el mundo, cuando uno de los elementos fundamentales y permanentes de su política exterior –especialmente respecto de América Latina- ha sido su imperialismo político. Así tenemos que se apoderó en el siglo XIX de cerca de la mitad de México; a fines del mismo siglo conquistó Puerto Rico y Filipinas, y hegemonizó Cuba; en la primera mitad del siglo invadió esporádicamente México y varios países del Caribe; luego de la segunda guerra mundial, a través de la Escuela de las Américas, deformó a la oficialidad de las Fuerzas Armadas de los países americanos en las doctrinas de la “seguridad nacional”, para que se ajustaran a sus intereses hemisféricos; para terminar en las décadas de los 60 y 70 apoyando numerosos golpes de Estado orientados por dicha doctrina.

Otro negacionismo particularmente chocante ha sido su “buena conciencia” respecto del uso de la bomba atómica en dos ocasiones contra cientos de miles de civiles inermes; sin duda el peor crimen de guerra efectuado en la historia. Y producto de ello ha seguido desarrollando de forma virtualmente demencial –y en lo que le han acompañado desgraciadamente varias otras naciones- un cada vez más apocalíptico arsenal nuclear.

Además, -y sin pretender ser exhaustivo- tenemos que en las últimas décadas la sociedad estadounidense parece creer que uno de sus objetivos fundamentales ha sido la promoción universal de los derechos humanos. Por cierto que en diversos casos lo ha hecho; pero más preponderante ha sido el apoyo brindado a dictaduras que se han subordinado a sus roles hegemónicos. Esto se ha visto especialmente en Asia, Africa y el Medio Oriente. Incluso, Estados Unidos ha llegado a invadir un país como Irak, en contra de la voluntad de Naciones Unidas. Y ha aplicado la violación del derecho internacional, la tortura y el asesinato como políticas oficiales. De este modo, ha ordenado la detención sin juicio por años de centenares de personas de diversas nacionalidades; ha aplicado “legalmente” formas de tortura como el “submarino”, el aislamiento por largos períodos de tiempo y el mantener detenidos en forma vejatoria e inhumana; y ha ordenado el asesinato de personas como fue el caso de Bin Laden.

Lo anterior se ha expresado en la región en el fomento o apoyo a las deposiciones de los presidentes de izquierda de Haití, Honduras y Paraguay; y en la sistemática hostilidad hacia gobiernos democráticos de izquierda de la región, como los de Bolivia, Ecuador y Venezuela; utilizando para ello argumentos reales o supuestos de violaciones de algunos derechos civiles y políticos. Mientras que respecto de gobiernos de derecha como los de Colombia y México, donde se viola gravemente el derecho a la vida, Estados Unidos ha mantenido una clara complacencia.

Por cierto, la sociedad estadounidense le ha aportado a la humanidad notables avances; particularmente en los ámbitos de la libertad religiosa; de la libertad académica; del desarrollo de la ciencia y tecnología para fines pacíficos; y de los modelos racionales de organización. Pero mientras continúe con sus negacionismos en temas tan relevantes como los anteriores y siga actuando sobre esas bases, no solo ensombrecerá todas sus contribuciones, sino que también estará colocando en grave peligro –particularmente por el riesgo de un conflicto nuclear- la subsistencia misma de la civilización humana.

Fuente: http://www.elclarin.cl/web/index.php?option=com_content&view=article&id=9014:el-negacionismo-estadounidense&catid=13&Itemid=12

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Próximos a conmemorar el cincuentenario de la peor crisis de la Guerra Fría, comparto con ustedes esta interesante nota de Leandro Morgenfeld sobre la Crisis de los misiles. Morgenfeld es docente  de la UBA y un estudioso  de las relaciones argentino-estadounidenses. Padre de la bitácora Vecinos en conflicto, Morgenfeld es un analista agudo de las relaciones de América Latina y Estados Unidos.

La crisis de los misiles y el sistema interamericano

La crisis de los misiles y el sistema interamericano
Por Leandro Morgenfeld (http://www.marcha.org.ar/1/)
A pocos días de cumplirse 50 años de la denominada “Crisis de los misiles” que puso al mundo al borde de una guerra nuclear un análisis de lo sucedido y el sistema interamericano, impulsado por EE.UU., que resultó de dicho acontecimiento.
En octubre de 1962 se temió, como nunca antes, el estallido de la tercera guerra mundial. El enfrentamiento Washington-Moscú llegó al punto de máxima tensión y se vivieron días dramáticos, hasta que finalmente se vislumbró una salida diplomática. Hoy, medio siglo más tarde, todavía se discuten los entretelones de las negociaciones entre Kennedy, Jruschov y Castro. Lo que no cabe duda es que la crisis permitió a Washington reposicionarse en América y evitar una mayor influencia del proceso revolucionario cubano.
La crisis desatada tras el descubrimiento estadounidense de misiles soviéticos con capacidad nuclear en Cuba no sólo llevó al mundo al borde de la guerra, sino que tuvo consecuencias importantes en el sistema interamericano. La tensión internacional se desató cuando aviones espía de Estados Unidos lograron fotografiar la instalación de misiles soviéticos en la isla caribeña, a pocas millas de Florida. La temida tercera conflagración mundial estuvo a punto de estallar en ese momento. La crisis efectivamente no se circunscribió a los dramáticos 13 días que transcurrieron entre el descubrimiento estadounidense de los misiles soviéticos emplazados en Cuba (15 de octubre) y el acuerdo entre la Casa Blanca y el Kremlin (28 de octubre). Es necesario analizar el contexto de la crisis, no circunscribiéndolo a ese momento específico de laguerra fría, sino ahondando en la relación Washington-La Habana desde una perspectiva histórica, incluyendo los procesos más cercanos al estallido de la misma, como la invasión de Bahía de Cochinos y la Operación Mangosta. Sólo así pueden entenderse las razones de la decisión soviética de desplegar misiles nucleares en Cuba (para evitar lo que se consideraba como un probable nuevo ataque estadounidense a la Isla), aunque también esa riesgosa jugada tenía que ver con el enfrentamiento global entre Washington y Moscú, y en particular con el conflicto por Berlín que se desarrollaba en ese momento.
El despliegue militar soviético, según muestran documentos recientemente desclasificados, fue superior al que entonces habían considerado las autoridades de la Administración Kennedy (el número de militares que Moscú envió a Cuba llegó casi a 50.000). La primera semana del conflicto, desde que se descubrieron los misiles -sin hacerse público- hasta el famoso discurso de Kennedy en el que dio cuenta del hallazgo a través de las fotografías de los aviones U-2 y se dispuso el bloqueo naval a Cuba, bajo el eufemismo de una «cuarentena», es clave para entender la posición estadounidense. A partir de documentación ahora desclasificada, puede entenderse cómo se llegó a tomar la decisión del bloqueo, aplazando otras alternativas más temerarias impulsadas por los halcones del Pentágono, como el ataque aéreo, que hubiera iniciado una escalada y un enfrentamiento nuclear de consecuencias imprevisibles. El haber contado con una semana, antes de que el hallazgo se hubiera filtrado, permitió a la Administración Kennedy barajar alternativas menos riesgosas que la del ataque a Cuba, que casi con seguridad hubiera provocado una escalada de consecuencias trágicas para la humanidad entera.
La segunda semana del conflicto, cuando ya era público, también es clave para comprender el desenlace final. Estados Unidos desplegó las estrategias de la «zanahoria» y el «garrote». Las acciones militares y las declaraciones guerreristas de los gobiernos de Washington y Moscú estuvieron acompañadas de negociaciones diplomáticas sigilosas, a través de canales informales. Las mismas llegaron a buen puerto: el Kremlin se comprometió a retirar los misiles y la Casa Blanca a no invadir Cuba. Además, aunque esto no se hizo público, Estados Unidos prometió retirar los misiles de la OTAN que había emplazado en Turquía para amenazar a la Unión Soviética. La crisis, de todas formas, no se cerró definitivamente el 28 de octubre, sino que siguió hasta que se concretaron los acuerdos. A partir de entonces, se estableció una línea de comunicación directa entre la Casa Blanca y el Kremlin para evitar en el futuro los cortocircuitos que en octubre de 1962 casi desembocaron en una guerra nuclear.
Más allá de las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la crisis provocó una movilización en todo el continente americano. Posibilitó a Washington reposicionarse en la región, luego de las dificultades que había tenido en enero de 1962 para excluir a Cuba del sistema interamericano (Argentina, Brasil, México, Chile, Bolivia y Ecuador se habían opuesto a expulsar a la isla de la OEA). La subordinación del continente tras los mandatos del Departamento de Estado, que se manifestó el 23 de octubre de 1962 (la OEA votó aplicar el Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca para garantizar el bloqueo contra Cuba) fue posible, entre otras cuestiones, gracias al giro que se produjo en la relación entre Estados Unidos y Argentina tras el golpe contra Arturo Frondizi y la asunción de José María Guido. El canciller argentino Muñiz, en la OEA, dio impulso a la creación de una fuerza interamericana de intervención, que incluiría una “brigada argentina”, integrada por 10.000 efectivos militares, lista para interceder en cualquier lugar del continente. Además, Argentina participó en el bloqueo, enviando dos buques de guerra y aviones. Se produjo, en esos meses, un inédito alineamiento argentino tras las políticas del Departamento de Estado. Altos mandos de las fuerzas armadas visitaron frecuentemente el Pentágono, entre ellos el jefe del ejército, Onganía, quien adhirió en forma entusiasta a la Doctrina de Seguridad Nacional, impulsada por la Junta Interamericana de Defensa. Con este giro en la relación bilateral, se anticipaba la política de acercamiento a Washington que se profundizaría tras el golpe contra Illia, en 1966.
La crisis de los misiles, entonces, permitió a la Casa Blanca y al Pentágono avanzar en su política de aislar a Cuba del resto del continente y evitar que su influencia se expandiera. Ofreciendo ayuda financiera al gobierno de Guido, que zozobraba ante la aguda crisis económica y las presiones militares, Washington pudo profundizar su histórico objetivo estratégico de alentar la balcanización latinoamericana.

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La Doctrina Monroe (DM) es uno de los componentes ideológicos más importantes en el desarrollo de la  política exterior de los Estados Unidos.  Por ello no debe sorprender la gran atención que ha recibido por parte de  numerosos y diversos investigadores. Una búsqueda sencilla en el catálogo cibernético de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos daría como resultado la existencia de más de 500 obras relacionadas con la famosa doctrina. La lista de autores es igualmente impresionante, pues entre quienes han dedicado tiempo a su estudio destacan Albert Bushnell Hart, Dexter Perkins, Arthur P. Whitaker, Samuel Flagg Bemis, Hiram Bingham, William Appleman Williams, Armin Rappaport, Ernest R. May, Edward P. Crapol, Gaddis Smith y Greg Grandin.

Sin embargo, es necesario reconocer que pesar de todo lo escrito, no todo está dicho sobre la Doctrina Monroe. El libro The Monroe Doctrine: Empire and Nation in Nineteenth-Century America (New York: Hill and Wang, 2011)del historiador Jay Sexton es una prueba de ello. Sexton, profesor en la Universidad de Oxford, utiliza la DM para examinar el desarrollo histórico de los Estados Unidos en el siglo XIX, transformando las palabras de Monroe en algo más que un pronunciamiento de política exterior. Para el autor, James Monroe no creó una doctrina; sus creadores fueron aquellos que a lo largo del siglo XIX  debatieron su significado, y la usaron para adelantar sus objetivos y causas. Sexton plantea, que la DM evolucionó en relación y/o respuesta a los cambios y dinámicas de  la política interna norteamericana, así como también al contexto geopolítico. Este proceso culminó a principios del siglo XX con su transformación en una pieza clave de la mitología nacional estadounidense. Sin embargo, este carácter icónico escondía, según el autor, la complejidad que caracterizó el desarrollo de la DM a lo largo del siglo XIX.

Jay Sexton

En su análisis de la DM Sexton enfoca tres procesos históricos del siglo XIX estadounidense: la lucha para apuntalar la independencia frente a Gran Bretaña, la consolidación de la unidad nacional y la expansión imperial.

El autor nos recuerda que la DM nace y se desarrolla en el contexto del ascenso hegemónico del imperio británico.  De forma muy convincente Sexton muestra que el británico fue el imperio  más poderoso del siglo XIX y subraya el carácter conflictivo de las relaciones de los Estados Unidos con su antigua metrópoli. El imperio británico proyectaba su sombra sobre los Estados Unidos, pues tras su independencia, la joven nación se mantuvo atrapada en las redes del sistema mundial británico. De acuerdo con el autor, era clara la subordinación-dependencia económica de los Estados Unidos frente a Gran Bretaña, pues entre ambas naciones existía una relación simbiótica en la que los ingleses eran los suplidores de capital, crédito y productos terminados, y mercado para las materias primas exportadas por los estadounidenses. Los beneficios que obtenían los norteamericanos de esta relación eran claros: además de capital de inversión, tenían acceso al mercado británico gracias a la reducción unilateral de las tarifas británicas, lo que dejaba a los estadounidenses en libertad de imponerles tarifas a los productos de su antigua metrópoli. A nivel diplomático, el poder de Gran Bretaña también significó problemas y beneficios para los Estados Unidos. Por ejemplo, tanto la compra de Luisiana  como el pago de la indemnizacion a México en 1848 fueron posibles gracias a préstamos de bancos  británicos. El reto para los norteamericanos era cómo aprovechar ese poder sin convertirse en un peón de los británicos.

A la dependencia en Gran Bretaña Sexton le suma la vulnerabilidad de la joven nación norteamericana. Sexton es muy claro, la Revolución no creó una nación. Esa nación se formó a lo largo del siglo XIX y conllevó compromisos políticos, cambios constitucionales, integración económica, despertares religiosos, el fin la esclavitud, expansión territorial, innovación tecnológica y el desarrollo de una ideología racista y nacionalista. Los Estados Unidos del siglo XIX eran una nación insegura por su debilidad externa frente a las potencias europeas y por su vulnerabilidad interna ante el peligro de la división y destrucción de la unión política entre los estados.

Según Sexton, el  mensaje de Monroe de 1823 recoge la inseguridad de los Estados Unidos y  la desconfianza tradicional hacia los británicos, pero también presagiaba la colaboración imperial anglo-norteamericana.  El Presidente y sus colaboradores actuaron con gran cuidado y aunque mostraron reservas de colaborar con sus primos europeos, también estaban preocupados de actuar sin el apoyo de éstos. Los miembros del gabinete de Monroe estaban de acuerdo en que una intervención exitosa de la Santa Alianza en el Hemisferio Occidental constituiría una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos. ¿Por qué este temor? Según el autor, los artífices de la DM –James Monroe, John C. Calhoun, John Quincy Adams y William Wirt­– se veían inmersos en una lucha ideológica contra las monarquías europeas. Basados en una mentalidad que Sexton compara con la de  la Guerra Fría, éstos consideraban que era necesario contener la amenaza que representaban las potencias europeas. Para ellos, la colonización o intervención europea en el Hemisferio Occidental constituiría una amenaza directa para los Estados Unidos que  obligaría a la nación estadounidense a aumentar los impuestos, crear un fuerza militar permanente (“standing army”) y centralizar el poder político. Todo ello generaría protestas y problemas regionales, que pondrían en peligro a la Unión, promoviendo el separatismo. En otras palabras, el mensaje de Monroe vinculó de forma directa las percepciones de amenazas extranjeras y vulnerabilidades internas.

Monroe y su equipo llegaron a la conclusión  de que la seguridad de los Estados Unidos sólo estaría garantizada a través de la creación de un sistema hemisférico controlado por los norteamericanos. Para ello elaboraron una doctrina que mantenía la puerta abierta a la colaboración con Gran Bretaña sin aceptar las condiciones de la propuesta del Ministro George Canning, informaba a la Santa Alianza que los Estados Unidos verían cualquier intervención en Hispanoamérica como una amenaza y dejaba claro que el gobierno norteamericano no intervendría en Europa y, además, respetaría  las posesiones coloniales europeas. En otras palabras, la administración Monroe declaró unilateralmente que el anti-colonialismo y el no-intervencionismo regían en el Hemisferio Occidental, sentando así las bases de la DM: las clausulas de no-colonización y no-intervención. Esta declaración dejó claro lo que los europeos no podían hacer, pero evitó la pregunta de qué haría Estados Unidos, manteniendo la puerta abierta a la expansión territorial.

Las palabras pronunciadas por Monroe en 1823 perdieron importancia en la década de 1830 porque las razones que las hicieron importantes dejaron de ser relevantes. Según Sexton, la DM fue rescatada del olvido por los conflictos seccionales de la década de 1840, que generaron múltiples interpretaciones de ésta. En la década de 1860 se materializaron de forma simultánea dos antiguos temores de los líderes norteamericanos: la secesión de un grupo de estados –que además buscaron aliarse con poderes externos– y la intervención directa de un potencia europea en el Hemisferio Occidental. En respuesta, los norteamericanos construyeron una nueva DM  que se convirtió en un poderoso símbolo nacional reclamado como suyo por políticos de diverso origen. Según el autor, esta nueva DM sentó las bases del imperialismo norteamericano de finales del siglo XIX.

La invasión francesa de México y la creación de una monarquía marioneta gobernada por Maximiliano,  conllevó un gran reto para la DM y una amenaza ideológica a la visión republicana de los estadounidenses. Además, México era considerado vital por los norteamericanos para la seguridad nacional por las fronteras compartidas y las relaciones económicas. Complicado por la guerra civil, Abraham Lincoln asumió una actitud moderada ante la invasión francesa. De ahí que  entre 1861 y 1865, ni Lincoln ni su Secretario de Estado William H. Seward usaran en público la frase Doctrina Monroe.  Ante los problemas en casa, se evitó provocar a los franceses. Lincoln  no invocó la DM, pero sí buscó, como Monroe en 1823, usar el poder británico en beneficio de los Estados Unidos y le pidió a los británicos que presionaran a Francia sobre el tema de México.

La DM también jugó un papel importante durante la guerra civil. Tal como había intentado Stephen Douglas antes del inicio de las hostilidades, la DM fue usada durante el conflicto civil  como un mecanismo para buscar la reunificación de los estados. Según el autor, Seward le sugirió a Lincoln que le declarara la guerra a España o Francia por su intervencionismo en el Hemisferio Occidental, para cambiar así el foco de atención pública de la esclavitud. La DM también fue usada por los enemigos y opositores políticos de Lincoln en el norte,  quienes acusaron a Seward de debilidad en la defensa de la seguridad nacional de los Estados Unidos. Tanto demócratas como republicanos atacaron a la administración Lincoln por la no aplicación de la DM en el caso de México. Un grupo de senadores demócratas buscó introducir en el Congreso resoluciones pidiendo la aplicación estricta de DM en México. En 1864, el republicano por Maryland Henry Winter Davis logró que la Cámara de Representantes aprobara, de forma unánime, una resolución condenando la intervención francesa en México. La DM también formó parte de la campaña presidencial de 1864, ya que los oponentes de Lincoln –demócratas y republicanos– hicieron uso de ella para atacarle.

Maximiliano I

Según el autor, el resultado de todas estas movidas fue una discusión pública sin precedentes sobre la naturaleza de la DM, que definió como los norteamericanos entendían el papel de su país a nivel internacional.   Los políticos y los partidos competieron por ser los defensores más ardientes de la DM, y en el proceso defendieron la necesidad de la supremacía hemisférica estadounidense. Sexton es muy claro al señalar que sus acciones no estaban motivadas por  la defensa o solidaridad con América Latina, sino por el deseo de lucir como defensores de la seguridad nacional y promotores de los intereses nacionales, y con ello ganar votos. Además, tenían una visión negativa de América Latina ya que justificaban la aplicación de la DM basados en la alegada inferioridad racial de los latinoamericanos y la lealtad de éstos a la Iglesia Católica. Erróneamente explicaron la salida de Francia de México como un resultado exclusivo de la DM, ignorando la lucha de los mexicanos y la oposición que enfrentó la aventura napoleónica en la propia Francia. De acuerdo con Sexton, esta falsedad fue repetida por décadas por políticos y libros de textos. Sexton concluye que para finales de la guerra civil, la DM se había convertido en un importante símbolo nacionalista que apelaba a distintos sectores políticos. La DM pasó a representar una política exterior  más activa y asertiva.

El imperialismo es un elemento clave en este libro, ya que Sexton interpreta la llamada expansión continental norteamericana como una empresa imperial en la que DM jugó un papel  fundamental. Un elemento central en el análisis de Sexton es el concepto “imperial anticolonialism” (anti-colonialismo imperial), que el autor toma prestado a nada más y nada menos que al gran historiador estadounidense William Appleman Williams. Sexton habla de la simultaneidad e interdependencia del anticolonialismo y el imperialismo en el siglo XIX estadounidense, y les identifica como factores importantes para entender la evolución de la DM.  Según él, ambos conceptos se funden a nivel de las políticas internas y externas de los Estados Unidos en el período que estudia. El anti-colonialismo norteamericano se fundamenta, de acuerdo con el autor, en las luchas contra Gran Bretaña y quedó consignado en dos documentos de gran importancia histórica: la Constitución y las Ordenanzas del Noroeste. La nueva república también fue anticolonial en el sentido de que sus líderes se opusieron a la expansión colonial europea en el Hemisferio Occidental. Sin embargo, los principios anticoloniales de la república norteamericana estaban entrelazados con la creación de un imperio desde bien temprano en su historia republicana.

Este  proceso imperialista –así le llama el autor– conllevó: la expulsión de los indios de sus tierras, la emigración y colonización de los blancos, la expansión de la esclavitud y la conquista de territorio a otros países (guerra con México). Durante el siglo XIX, Estados Unidos también buscó proyectar su poder en otras regiones no anexadas como México y el Caribe. También  hubo quienes plantearon la transformación del mundo a imagen de los Estados Unidos, idea que, según el autor, ganó fuerza a lo largo del siglo XIX, fomentando una política intervencionista que a su vez hizo que muchos apoyaran la adquisición de colonias en 1898.

Como parte de su análisis del imperialismo estadounidense, el autor enfoca el papel que  la DM jugó en el expansionismo de mediados de la década de 1840. Una de las figuras claves de este periodo fue el Presidente James K. Polk. Además de un amigo del Sur y de la esclavitud, Polk fue también un nacionalista convencido de que la expansión territorial –la creación de un imperio transcontinental, le llama Sexton– beneficiaría a todos los estados de la Unión, uniéndoles en un fervor nacionalista que solucionaría el debate en torno a la esclavitud. Polk y otros nacionalistas de su época acogieron el destino imperial de los Estados Unidos revelado por la ideología del Destino Manifiesto, pero enfrentaron las limitaciones que imponía la tradición anticolonial norteamericana.  El problema de Polk era ganar apoyo popular para su política expansionista, ya que no todos los norteamericanos compartían sus ansias imperialistas.

Tropas norteamericanas en el Zócalo

La política exterior de Polk estuvo definida por una percepción exagerada de amenaza y por la transformación del mensaje de Monroe de 1823 en un llamado a la expansión. El objetivo de Polk era transformar a Estados Unidos en un imperio transcontinental a través de la adquisición de California. Para ello se inventó una supuesta conspiración británica para  tomar control de las ricas tierras y estratégicos puertos californianos. En su mensaje ante el Congreso en diciembre de 1845, el Presidente defendió el derecho de los Estados Unidos a expandirse como una acción defensiva y de reafirmación de la DM, evitando la colonización europea de territorio americano. En otras palabras, la guerra contra México no sería una agresión, sino una movida defensiva para evitar que Gran Bretaña tomara control de California.

Sexton reconoce que es común entre los historiadores preguntarse por qué los EEUU no formó un imperio colonial antes de 1898. Para el autor, quienes se hacen esta pregunta olvidan que tanto la expansión al Oeste como el sometimiento de las tribus amerindias fueron actos coloniales. Este proceso consumió gran parte de los recursos y la atención de los norteamericanos en el periodos posterior a la guerra civil, pero ello no conllevó que la nación se hiciera aislacionista. Todo lo contrario, después de la guerra civil los norteamericanos vivieron lo que Sexton denomina como un poderosos internacionalismo cultural. Durante el periodo de la globalización temprana –y las innovaciones tecnológicas y el aumento comercial que ésta conllevó– los estadounidenses se vieron a sí mismos como propagadores de la civilización.

En este contexto, la DM fue muy debatida, pero no desde la perspectiva que combinaba amenazas externas e internas  que predominó en el periodo previo  a la guerra civil. Sexton identifica tres grupos que participaron en este debate. El primero de ellos estaba compuesto por los conservadores aislacionistas, quienes veían a la DM como parte de una lucha irreconciliable entre el Viejo y el Nuevo Mundo. El segundo grupo –los liberales intervencionistas– planteaban que la DM tenía que ser actualizada para que reflejara la nueva situación internacional. El último grupo, dirigido por James Blaine, veía a la DM como un símbolo para una política exterior activa  y nacionalista.  Éstos querían que Estados Unidos tuviese el control comercial y estratégico sobre el Hemisferio Occidental e invocaban la DM para apoyar políticas  como la anexión de islas caribeñas, la construcción de una canal interoceánico y el establecimiento de la supremacía comercial estadounidense en América Latina, pero siempre escudándose detrás del anticolonialismo. Para la década de 1890, los defensores de una política activa y nacionalista se impusieron, pero ese no fue proceso libre de controversia y debate.

La crisis venezolana de 1895 marcó un momento muy importante en la evolución de la DM, ya que la actitud asumida por el Presidente Grover Cleveland y por el Secretario de Estado Richard Olney durante la crisis llevó la DM a donde nadie antes la había podido llevar. Éstos  declararon la soberanía norteamericana en el Hemisferio Occidental al lograr que los británicos acataran la DM. Cleveland y Olney  expandieron el alcance de la DM usándole como justificación para intervenir en la controversia británica-venezolana, pero también buscaban limitar su alcance para que no fuera usada para justificar intervenciones en América Latina.  Según ellos, Monroe  se limitó a condenar la colonización europea del Hemisferio Occidental y no propuso o justificó la intervención de los Estados Unidos en los asuntos internos de los países de la región.

La crisis con España y la eventual guerra de 1898 abrió un periodo muy importante en el desarrollo de la DM. Quienes favorecían la intervención de Estados Unidos en Cuba ­–y luego la adquisición de ésta, las Filipinas, Guam y Puerto Rico– evitaron el uso de la DM. Imperialistas como Theodore Roosevelt,  Alfred T. Mahan y Henry Cabot Lodge no recurrieron a la DM porque ésta  estaba asociada a los demócratas conservadores como  Cleveland,  que querían evitar una intervención en Cuba. Éstos tampoco usaron la DM para justificar la adquisición de un imperio insular porque ésta encarnaba un excepcionalismo nacional que contradecía, según Sexton, la justificación de la expansión colonial. Los imperialistas apelaron a conceptos cosmopolitas como el deber civilizador y la responsabilidad racial.

Quienes sí usaron la DM fueron los opositores de la anexión de las colonias españolas, los anti-imperialistas. Éstos recurrieron a la tradición anticolonial, el realismo geopolítico y el racismo para rechazar el imperio insular. Los anti-imperialistas creían que la DM simbolizaba una tradición anticolonial que era violada por la  anexión de las Filipinas. De esta forma ignoraban el pasado imperial estadounidense, en especial, la guerra con México y la conquista del Oeste.

Los primeros años del siglo XX fueron testigos, de acuerdo con Sexton, del resurgir de la DM como el principal símbolo de la política exterior de los Estados Unidos. Tal renacer estuvo acompañado de nuevos significados que reflejaran la convergencia de las posiciones opuestas del debate 1898. En otras palabras, se dio una fusión entre la tradición realista y el  nuevo lenguaje que enfatizaba las responsabilidades y deberes civilizadores. Roosevelt es uno de los artífices de esta fusión, ya que presentó a la DM como un instrumento que promovía los intereses estadounidenses y de la civilización occidental. Según el autor, este casamiento entre el nacionalismo y el internacionalismo amplió el atractivo de la DM.  Los imperialistas no optaron por más anexiones coloniales y los anti-imperialistas siguieron siendo enemigos del colonialismo, pero no necesariamente de un imperialismo general.  Esto permitió crear un DM muchos más explícitamente intervencionista, pero que a la vez reflejaba dudas sobre la anexión de pueblos no blancos que habitaban territorios no continuos a los Estados Unidos.  Sexton usa la Enmienda Platt y la adquisición de la zona del canal de Panamá como ejemplos de esta conciliación entre anti-colonialismo y la promoción de intereses estratégicos y económicos estadounidenses. En ambas se camuflaron acciones imperialistas en términos anticoloniales (independencia de Cuba) y de la defensa de la auto-determinación (independencia de Panamá). Estas acciones generaron críticas, pero no un debate nacional como en 1898. En otras palabras, hubo muy poca oposición doméstica por la combinación de alegados elementos humanitarios y anticoloniales con una lógica estratégica y económica.

The Monroe Doctrine por William Allen Rogers

El último tema tocado por Sexton es el Corolario Roosevelt a la DM. Según el autor, en las primeras décadas del siglo XX la amenaza británica fue sustituida por la amenaza alemana, ya que los estadounidense percibieron, erróneamente, a Alemania como una amenaza para sus planes de hegemonía hemisférica. Las crisis con la deuda de Venezuela y de la República Dominicana y el peligro de posibles intervenciones europeas llevaron a Roosevelt a declarar su famoso Corolario. Roosevelt había favorecido una política exterior agresiva desde principios de la década de 1890 y usó la amenaza  europea como excusa y pretexto. Como no todos sus compatriotas compartían su visión de la política exterior, el Presidente se refugió en una tradición reverenciada: la DM. En vez de crear la Doctrina Roosevelt optó por usar un símbolo anticolonial para legitimar una política claramente intervencionista.  Según Sexton, Roosevelt temía enfrentar una oposición como la que se desató en 1898.

Theodore Roosevelt and his Big Stick in the Caribbean (1904) de William Allen Rogers

El corolario anunciaba de forma descarada la intención de los Estados Unidos de llevar a cabo una políica intervencionista, de convertirse en un gendarme internacional. Limitado por la oposición doméstica, Roosevelt no buscó la expansión territorial ni el colonialismo formal. Esto, sin embargo, no significó que renunciara  a la búsqueda de hegemonía hemisférica. Contrario a otros planteamientos anteriores –el  de Monroe en 1823 y el de Olney en  1895– el Corolario no mencionó la amenaza de una monarquía europea como medio de unión nacional ni buscaba aislara a los EEUU de las potencias europeas porque anunciaba el comienzo de un nuevo papel internacional para los Estados Unidos.

Este libro es uno muy valioso por varios factores. En primer lugar, porque su autor hace un análisis excelente de la evolución de la Doctrina Monroe a lo largo del siglo XIX. Sexton examina de forma magistral los diversos debates que se dieron en torno a la famosa doctrina demostrando su carácter controversial y reñido. No hubo una DM, sino varias que dependieron no solo de factores geopolíticos e internacionales, sino también domésticos. En esto último punto radica el segundo valor de este libro: su  autor no ve a la DM como un mero pronunciamiento de política exterior. Para él, la DM fue también un importante elemento en el desarrollo político de los Estados Unidos, especialmente vinculado a temas como la unidad nacional, la guerra civil, el expansionismo, etc. Es en estas dos esferas –la nacional y la internacional­– que la DM es construida y reconstruida a lo largo del siglo XIX hasta convertirse en un elemento  icónico de la historia norteamericana.

El tercer valor de este libro esta asociado al análisis que hace su autor del imperialismo norteamericano. Para Sexton, el imperialismo no fue una experiencia casi accidental que tuvieron los Estados Unidos a finales del siglo XIX como consecuencia de una corta e involuntaria, pero importantísima guerra contra España.  No, para el autor el imperialismo es un elemento constitutivo de la formación nacional estadounidense. Por ello cataloga sin tapujos a la conquista del Oeste y las guerras contra los indios como actos coloniales.  De esta forma se une a un número, afortunadamente en crecimiento, de historiadores que han superado la mitología del expansionismo continental y del imperialismo por accidente para enfrentar de forma  crítica las prácticas, instituciones y discursos del imperialismo estadounidense. Este valiente reconocimiento me parece un aportación singular, especialmente cuando se analiza una de los elementos más importantes de tal imperialismo, la Doctrina Monroe.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 23 de setiembre de 2012

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El amigo Jorge Moreno me ha hecho el honor de publicar en su blog, El Reportero de la Historia, un video donde hago una corta exposición sobre el contenido de mi libro, La amenaza colonial el imperialismo norteamericano y las Filipinas, 1900-1934 (CSIC, 2010). Gracias Jorge.

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Acabo de leer un interesantísimo artículo escrito por el historiador Andrew J. Rotter y titulado “Empires of the Senses: How Seeing, Hearing, Smelling, and Touching Shaped Imperial Encounters” (Diplomatic History, 35:1, January 2011, p. 3-19). Rotter, profesor en Colgate University, es un estudioso de las relaciones internacionales de Estados Unidos con Asia y miembro de un grupo, afortunadamente en crecimiento, de historiadores que  han ido más allá de los enfoques tradicionales en el estudio de la historia de las relaciones exteriores norteamericanas. Éstos han incorporado la cultura como parte de su análisis de las relaciones internaciones, enfocando elementos como clase, género, raza y religión. En el caso específico del artículo que comentaré, el autor enfoca un tema completamente nuevo para mí: los sentidos.

Andrew J. Rotter

El autor comienza su ensayo con un planteamiento que comparto plenamente: el imperialismo es un fenómeno complejo de interacción, que conlleva negociación, vigilancia e imposición, resistencia y acomodo. El imperialismo no es un proceso sencillo, unilateral o limitado a la conquista y/o explotación de un territorio. Por el contrario, el imperialismo es muy proceso complejo, en donde hay espacios de encuentro e intercambio, con sombras y matices.

Que todas las relaciones humanas son moldeadas por los sentidos, incluido el imperialismo, es la idea guía que este ensayo. Según Rotter, el imperialismo conlleva interacciones indiscutiblemente personales, pero mediadas por la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto. A través del estudio comparativo del imperio inglés en India y del norteamericano en las Filipinas, el autor se propone mostrar cómo los sentidos ayudaron a colonizadores y sujetos coloniales a comprenderse y a conocerse.  Esto no quiere decir que no tuvieran diferencias en sus percepciones sensoriales, porque como bien señala el autor, los sentidos no son solo expresiones biológicas, sino también claras construcciones sociales.

El planteamiento central de Rotter es que tanto británicos como norteamericanos se veían como civilizadores y creían que parte de su labor civilizadora era establecer en sus colonias lo que el autor denomina como un orden sensorial.  En otras palabras, la misión civilizadora de los británicos en India y norteamericanos en las Filipinas  conllevó la imposición de un orden de los sentidos considerado por éstos como “civilizado”. Obviamente, tanto los indios como los filipinos tenían ideas diferentes a la de sus colonizadores sobre qué era considerado sensorialmente civilizado y, por ende, aceptable. Estas diferencias provocaron un enfrentamiento sensorial que produjo, según el autor,  choques pero también puntos de encuentro entre ingleses, indios, filipinos y norteamericanos.

Al comparar las experiencias británica y norteamericana el autor busca superar el provincialismo característico de las “narrativas nacionales” (bastante marcado en la historiografía norteamericana, subrayaría yo). El autor es muy claro al señalar que ninguna nación o imperio debe ser considerada única, lo que constituye un rechazo directo del excepcionalismo estadounidense. El estudio comparativo le permitirá al autor poner a prueba su hipótesis de “que el civilizar a otros re-ordenándoles sus sentidos era, de hecho, un proyecto occidental, o por lo menos anglosajón.” (7)  Además, el autor alega, con toda la razón, que el enfoque comparativo permite identificar diferencias y similitudes entre las prácticas imperialistas, ya que no hay un solo imperialismo.

Rotter le dedica el grueso de su ensayo al análisis del proceso de civilización al que fueron sometidos los sentidos en las Filipinas y la India. De éstos reseñaré tres: el oído, el gusto y el tacto.

De acuerdo con el autor, tanto británicos como norteamericanos buscaron civilizar los sonidos “salvajes” de sus colonias, reduciendo el volumen de sus sujetos coloniales. ¿Qué le molestaba a los colonizadores? Los gritos llamando al rezo en las mezquitas, la música a gran volumen en los templos hindúes, las bandas de músicas filipinas, la insistencia de las campanas de las iglesias católicas filipinas; en fin, las calles llenas de vida bulliciosa y de difícil comprensión para la mente anglosajona. Para los colonizadores, el bullicio de sus colonias además de intolerable e incivilizado, era producto de una seria indisciplina sónica que debía ser resuelta a través de la educación.   Británicos y estadounidenses buscaron a través de la enseñanza del inglés –un idioma civilizado– controlar el volumen de lo que los filipinos e indios hablaban en voz alta para que sonaran como pueblos civilizados.

La educación serviría también para inculcar modales entre los asiáticos. De ahí que  tanto británicos como  norteamericanos usaron las escuelas para combatir lo que consideraban un problema permanente de Asia: los pedos y los eructos en público. Los colonizadores inculcaron lo que el autor denomina como modales sónicos, clasificando y condenando como muestras de descortesía –de ausencia de civilización– ambas acciones, que parece que eran bastantes comunes entre  sus sujetos coloniales.

El sentido del gusto fue usado extensamente por británicos y norteamericanos para describir  a sus colonias como extrañas e indisciplinadas.  En general, los colonizadores rechazaron la comida de sus colonias. Aunque en el caso de los británicos,  hubo algunos que  regresaron a casa con  un cocinero indio, la mayoría rechazó la cocina india por el temor a ser contaminados. Los norteamericanos mostraron miedo y desprecio por la comida filipina, pues pensaban que la inferioridad filipina era contagiosa. Tanto británicos como estadounidenses tuvieron problemas con el uso que se hacía de las especies en sus colonias.

Una de las historias más ilustrativas de este ensayo tiene que ver con el tema gusto  y la comida. Según Rotter,  en 1913 una maestra filipina llamada Paz Marquez le escribió una carta a su prometido porque estaba preocupada por la visita del entonces gobernador de las Filipinas Francis Burton Harrison a su provincia. A la Señorita Marquez le preocupaba qué dar de comer al Gobernador Harrison:

“Alguien propuso un típico almuerzo filipino. Pero no, porque es una idea ridícula. Queremos convencer a los americanos de  que somos suficientemente civilizados para ser independientes y seremos rechazados si comemos en una hoja de plátano” (15)

De acuerdo al autor, la Señorita Márquez cerraba su misiva le preguntándole a su prometido si efectivamente era incivilizado comer en una hoja de plátano. Esta carta refleja varias cosas. En primer lugar, el deseo del sujeto colonial por mostrarse apto –civilizado– ante los ojos del colonizador y juez de su proceso civilizatorio, prerrequisito para alcanzar su independencia. La Señorita Marquez, como también buena parte de sus compatriotas, no se cuestiona ni el discurso ni la relación colonial. No, a ella lo que le preocupaba era quedar bien y lograr la aceptación del poder imperial representado por nada menos que el gobernador colonial. Sin embargo,  esta carta también refleja un proceso de acomodo, de juego. La Señorita Marquez sabe que el norteamericano no aprecia y, por ende, no come la comida filipina; entonces, ¿para qué cocinársela? Mejor recurrir al engaño, dándole al estadounidense lo que éste come y de paso “demostrar” lo logros de su proceso civilizador. Es una pena que no sepamos qué comió Harrison y si lo disfrutó.

El tacto, como los demás sentidos, fue “racializado” tanto por británicos como por estadounidenses, quienes temían contagiarse de alguna enfermedad si tocaban a los naturales de sus colonias. De acuerdo con  Rotter, el color oscuro de la piel de indios y filipinos fascinaba y repugnaba a británicos y norteamericanos. Éstos temían lo que creían escondía el color de la piel de sus sujetos coloniales: suciedad. El autor menciona una caricatura que ilustra de forma magistral su planteamiento.  Titulada “Cares of a Growing Family”, la caricatura muestra al Presidente William McKinley observando a un grupo de niños negros que representan al recién adquirido imperio insular –Puerto Rico, Cuba y las Filipinas. El Presidente está sentado sobre una caja de jabones que tiene una inscripción muy clara: “Soap, Haye you tried?” (“Jabón, ¿lo has probado?”).  Esta caricatura racista y paternalista refleja muy bien la preocupación sanitaria de los norteamericanos y su relación con el color de la piel de los nuevos miembros de la familia estadounidense. El jabón se convierte así, en otra aportación imperial y civilizadora.

Cares of a Growing Family, 1898

Para protegerse de la India y de los indios, los británicos se aislaron en sus cuarteles y recurrieron a los llamados “cholera belts”. Estos eran una pieza de ropa usada comúnmente por los soldados británicos en la India, que consistía de una cinturón o faja ancha de franela o seda que protegía al cuerpo de la humedad y frío, erróneamente asociados al cólera. Los estadounidenses recurrieron a los “stomach bandages” para evitar el vómito, la diarrea y el calambre abdominal.

El contacto sexual entre colonizadores y colonizados estuvo asociado al tema del tacto.  Este era  asunto  que preocupaba a las autoridades coloniales, especialmente, por el peligro de las enfermedades venéreas.  De ahí que tomaran medidas para controlar la prostitución como la Indian Contagious Diseases Act of 1868 que obligaba a las prostitutas a registrarse  y hacerse exámenes médicos. Los norteamericanos tomaron medidas similares en las Filipinas. En ambos casos se eximía del examen médico a los  soldados porque ello les hubiese sometido a un contacto físico inapropiado e indigno para hombres civilizados.

El autor concluye su ensayo señalando que ni británicos ni estadounidenses lograron imponer un nuevo régimen sensorial a indios filipinos. Sin embargo, sí lograron fomentar que sus sujetos coloniales se comportaran como seres “civilizados” en el uso de sus sentidos. Tanto los líderes del Partido del Congreso indio como los “ilustrados” filipinos –es decir, las clases dirigentes–  se convirtieron en promotores de la sanidad pública, insistiendo que sus pueblos adoptaran medidas sanitarias, aprendieron a comer con cuchillo y tenedor, y se vistieron con ropas occidentales. En palabras del autor: “Los subalternos se esforzaron en aprender los modales occidentales, esperando no ofender los sentidos.” (18).

Tanto en las Filipinas como en la India, la relación colonial conllevó resistencia y ajuste,  y el eventual desarrollo de acomodos y acuerdos no solo a nivel político, sino también a nivel sensorial. El esfuerzo occidental para imponer su cultural sensorial provocó una respuesta local. Según Rotter, este encuentro terminó cambiando las cuatro culturas sensoriales involucradas: el curry se convirtió en un plato nacional británico, se desarrolló un gusto por los textiles indios y filipinos, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos se hizo más común que los médicos tocaran a sus pacientes, los estadounidenses aprendieron a apreciar las frutas tropicales filipinas, etc.

Este es un interesantísimo ensayo y una gran aportación al estudio del imperialismo norteamericano, y del imperialismo en general. Rotter hace un estudio cultural y comparativo del colonialismo estadounidense en las Filipinas desde una óptica teórica y metodológicamente novedosa, examinando un tema que me resultó fascinante: los sentidos. El autor no estudia los acostumbrados temas políticos, sociales y/o económicos. Por el contrario, realiza un interesante análisis cultural de  la experiencia sensorial británica en la India y estadounidense en las Filipinas. Además, el autor desarrolla algo poco común en la historiografía norteamericana del imperialismo y las relaciones internacionales: un estudio comparativo. Este tampoco es un análisis tradicional del imperialismo, ya que el autor enfoca el intercambio cultural entre colonizado y colonizador, enfatizando los puntos de encuentro entre éstos: los intercambios, los acuerdos, los compromisos. El colonialismo es presentado como una proceso dinámico y de dos vías, en el que tanto colonia como metrópoli se ven afectados.

No puedo cerrar sin señalar que este ensayo es producto de una investigación que no ha finalizado, cosa que el autor reconoce. Esto explica que en algunos momentos la justificación de sus postulados –como el nivel comparativo– pueda resultar un tanto general y carente de contundencia, lo que  no le quita méritos a un trabajo que aporta una visión refrescante al análisis del imperialismo. Será cosa de esperar a que Rotter culmine su investigación y comparta sus hallazgos finales.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

23 de enero de 2012

NOTA: Todos los énfasis y las traducciones del inglés con mías.

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Noam Chomsky y el editor Anthony Arnove rinden un merecido homenaje al gran historiador, dramaturgo  y activista norteamericano Howard Zinn (1922-2010), autor del clásico The People´s History of the United States (La otra historia de los Estados Unidos, 1980).

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