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En esta segunda entrega de la serie de artículos del Dr. Aaron Gamaliel Ramos sobre Haití, el autor enfoca varios temas: el costo para los haitianos del reconocimiento de su independencia por las potencias mundial, la mirada geopolítica estadounidense, la presencia de Frederick Douglass en Haití y la terrible ocupación militar estadounidense.

La primera parte de esta serie la pueden encontrar aquí.


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Haití en el espacio estadounidense

 Aaron Gamaliel Ramos

Claridad  15 de febrero de 2023

Especial para CLARIDAD

Este es el segundo de tres artículos sobre Haití dirigidos a conocer las raíces históricas de su actual crisis. En este capítulo considero el interés estadounidense por controlar el Estado haitiano. El primero de ellos se publicó en las páginas del suplemento cultural En Rojo

Introducción

En el tablero de luchas entre las naciones colonialistas de principios del siglo 19, el Haití liberado se fue convirtiendo en pieza codiciada. A pesar de las pretensiones de las metrópolis colonialistas de aislar a Haití de los circuitos económicos del capitalismo agrario de los primeros decenios de ese siglo, la nueva nación no disminuyó su importancia económica. Antes bien, se fue convirtiendo en un país codiciado por los intereses capitalistas de aquellos tiempos.

Durante sus años finales como colonia, el Sainte-Domingue francés suplió buena parte de las mercancías agrícolas ansiadas por los consumidores de Francia, sobre todo azúcar y café, superando la producción de otras colonias de las Antillas. De modo que, desde los primeros lustros del siglo 19, los intereses económicos y financieros de diversos países se interesaron en penetrar a Haití, iniciativa en la que encontraron el apoyo de la oligarquía haitiana, interesada en proveer continuidad al papel de Haití como principal exportador de mercancías agrícolas, pero bajo su mando.

Aunque Estados Unidos y varios países europeos tuvieron relaciones comerciales con el Haití liberado desde sus inicios, estos se resistieron a reconocer formalmente la existencia de la República de Haití, puesto que ella representaba la anulación de la esclavitud, que era el fundamento de las economías coloniales de aquellos tiempos. De ahí que los poderosos manejadores del colonialismo esclavista, que fueron aniquilados por la revolución haitiana, se transformaran en los principales acreedores de la nueva nación, exigiendo reparaciones a un pueblo que, en justicia, debió de haberlas recibido.

Cuando repensaron su oposición a reconocer la existencia de Haití como país, no lo hicieron como un acto de generosidad hacia un pueblo que pretendía construir un país de afrodescendientes libres desde las más dificultosas condiciones, sino como un modo de reapropiarse de sus recursos y sus riquezas, a través de la inserción de la producción agrícola en los circuitos comerciales de la época.

El reconocimiento de Haití

El reconocimiento por Francia fue el más costoso para Haití, ya que los esclavizadores franceses exigieron una altísima compensación por la pérdida de las propiedades de la clase esclavista.

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Jean-Pierre Boyer

En 1824, el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer envió una delegación a París para negociar una indemnización a cambio del reconocimiento de Haití por su antigua metrópoli colonial. Francia reconoció a Haití en 1826, luego de extorsionar al gobierno de Boyer, obligándole a resarcir en metálico lo que los combatientes antiesclavistas habían conquistado en el campo de batalla. Como resultado de ello, Haití acabó pagando a Francia la suma de 150 millones de francos, que fue muchísimo más que lo que el gobierno de Estados Unidos pagó a la República francesa en 1803 por la compra del territorio de Luisiana. El Reino Unido lo haría una década más tarde, en 1833, junto a la aprobación de la Ley de abolición de la esclavitud en las colonias británicas.

A Estados Unidos se le hizo mucho más difícil reconocer a la primera república afrodescendiente del mundo. A diferencia de las metrópolis europeas, cuyas colonias estuvieron localizadas en una zona ultramarina distante de Europa, Estados Unidos construyó su sistema esclavista en su propio seno. El reconocimiento de Haití amenazaba los intereses de los dueños de las empresas esclavistas del Sur, temerosos de que el ejemplo haitiano sacudiera los fundamentos económicos de la nación. Por ello, las varias propuestas para que Estados Unidos reconociera a la república negra, tropezaran con el monstruoso racismo que existía, tanto en el sector económico de ese país, como en el seno de su propio gobierno.

De ahí que, a pesar de los intercambios comerciales informales que tuvieron ambas naciones durante cuatro décadas, Estados Unidos acabó reconociendo a Haití mucho más tarde que otras naciones. Lo hizo en 1862, justo cuando los estados del sur se separaron de la Unión de estados federados, iniciando la guerra civil de ese país, la cual tuvo como eje las pretensiones de la clase esclavócrata estadounidense de expandir el sistema esclavista hacia el oeste del país.

Haití en la mirada geopolítica estadounidense

Además de sus intereses económicos, los intereses geopolíticos de Estados Unidos fueron determinantes a la hora de entablar relaciones diplomáticas con el nuevo país. Haití había incrementado su papel como exportador de mercancías agrícolas, y los intereses navieros estadounidenses consideraban a Haití como un eje importante en el comercio marítimo en la región del Caribe, el cual aspiraban a controlar.

Además, a Estados Unidos le preocupaban los esfuerzos europeos de ampliar su presencia en esta parte del mundo, que fue precisamente el motivo que llevó al presidente estadounidense James Monroe a advertir a las metrópolis coloniales europeas en 1832, que no debían entremeterse en los asuntos del hemisferio occidental, que Estados Unidos consideraba como suyo. Con ello, se iniciaba las acciones de Estados Unidos dirigidas a dominar, no apenas la economía haitiana, sino toda la isla de La Española. Como parte de ese esquema, intentaron la adquisición del Mole-Saint Nicolas, en la región noroccidental del país, que mira hacia Cuba, para convertirlo en una base naval, garantizando el monopolio estadounidense del comercio marítimo en la región.

De ese modo, Haití se fue convirtiendo en una colonia informal de Estados Unidos, país que pretendía hacer girar las riendas del poder estatal haitiano hacia sus garfios imperiales. Como parte de ese esfuerzo, el presidente estadounidense Benjamin Harrison designó al reconocido abolicionista Frederick Douglass como ministro Residente y Cónsul General de los Estados Unidos en Haití, convirtiéndolo en un instrumento del naciente imperialismo estadounidense.

Un abolicionista negro en Haití

Aunque Douglass aceptó su nombramiento con la esperanza de que su presencia en Haití sería un potente factor para la paz, el bienestar y la prosperidad del pueblo de Haití, el Departamento de Estado tenía otros planes con su presencia, como «la esperanza de usarla para socavar la independencia de Haití mientras fortalecía el proyecto expansionista estadounidense en el Caribe».[1]

Merlin_4129046Durante su breve estancia en Haití, entre 1889 y 1891, Douglass se percató de que su misión no era estimular el desarrollo de una nación habitada por sus congéneres, sino abrirle las puertas al capital estadounidense. Desde el inicio de su gestión, Douglass percibió que, lejos de la visión romántica de un embajador estadounidense negro en afinidad con un país de mayoría negra, el poder imperial estadounidense esperaba de él que utilizara su negritud para abrirle el camino a los intereses económicos de ese país, sobre todo el sector naviero que se expandía por la región.

Lejos de un embajador, ejerciendo su papel diplomático, la presencia de Douglass en Haití se vio reducida a recibir órdenes de empresarios estadounidenses golosos y racistas en detrimento de los empresarios y ciudadanos haitianos, lo que se convertiría en el estándar de conducta que regiría la asistencia de Estados Unidos hacia ese país durante el siglo veinte, e incluso hasta nuestros días.

La ocupación de Haití

Varias décadas después del experimento con Douglass Estados Unidos optó por el modo directo de control sobre Haití, enviando soldados de la Marina de Guerra en 1915, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, con el pretexto de «restaurar el orden y preservar la estabilidad política y económica del país en el Caribe», proceso que se extendió hasta 1934.

En realidad, de lo que se trataba era de sustituir las cúpulas de los estados de América Latina y el Caribe mediante la promoción de golpes militares dirigidos instalar gobiernos favorables a Estados Unidos, o el control directo de ellos mediante su invasión y ocupación. En ambos casos se obligaba a los países a convertirse en repúblicas bananeras, bajo un modelo que privilegiaba los intereses de monopolios dedicados a la producción de mercancías agrícolas para la exportación, apoyado por oligarquías serviles que ejercían su represión sobre sociedades altamente estratificadas.

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Tropas estadounidenses en Haití

Durante la ocupación de casi dos décadas Estados Unidos cumplió buena parte de los objetivos que se propuso, entre ellos la consolidación de un Estado favorable a sus intereses estadounidenses, la creación de la Garde d’Haiti, que fue una fuerza policiaca adiestrada para suprimir a los movimientos de luchas campesinas, y la instalación de instituciones americanas en el país, que canalizarían las llamadas «ayudas» a la población. La ocupación también tuvo una clara preferencia por los mulatos en el poder, que se beneficiaron del esfuerzo estadounidense de implantar la estructura racista de Jim Crow en el seno de la primera república afrodescendiente.

Durante los diecinueve años que duró la intrusión en Haití, el gobierno de Washington realizó obras de infraestructura y servicios agrícolas en ese país, a la vez que incrementaba el flujo de exportaciones estadounidenses, tales como instrumentos y productos agrícolas, hacia ese país. Con ello se incrementó la corrupción gubernamental y el endeudamiento del estado haitiano en el mercado financiero internacional.

Una nueva constitución aprobada en 1918 viabilizó la posesión de tierras por extranjeros. En ese proceso, que fue primordialmente controlado por las élites mulatas, muchos campesinos fueron despojados de sus tierras, obligándolos a emigrar hacia las ciudades del país, en las cuales se topaban con un Estado manejado por élites que despreciaban al pueblo campesino haitiano..

Sin embargo, el control mulato sobre el aparato de Estado se fue debilitando luego de la Segunda Guerra Mundial, como resultado de la fuerza ganada por los movimientos negristas haitianos durante el periodo entre las dos grandes guerras mundiales del siglo veinte.

Conclusión

A lo largo del siglo veinte hubo intentos de modernizar al estado, los cuales se desmoronaba por los vaivenes entre su papel figurativo de representar el bien de la nación en su conjunto y su misión real de ser instrumento para proteger los intereses de la clase dominante haitiana. En ese proceso, el bienestar de la población haitiana quedó siempre relegado en la agenda de los que controlaban las riendas del poder.

Afirmado el control estadounidense de Haití, el país vivió periodos altibajos de luchas entre los diversos sectores de la clase dominante que se resolvieron con asesinatos de varios presidentes. Con la toma del poder por François Duvalier en 1957, Haití se fue tornando en una dictadura servil más, dentro de las muchas que amamantó Washington con el fin de convertir naciones con futuros, en meros tugurios marcados por la pobreza persistente y ciclos de violencia que culminaban en intervenciones militares extranjeras.

Con ello, se trastocaba la agenda trazada por los fundadores de la República de Haití en 1804, quienes imaginaron una nación independiente, con un Estado volcado hacia el bienestar del pueblo que logró destruir las estructuras deshumanizantes que sirvieron para enriquecer al mundo europeo.

 

[1] «Frederick Douglass and American Empire in Haiti». National African-American Rerparations Commission (December 15, 2021)

 

 

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Comparto la primera de una serie de artículos del Dr. Aaron Gamaliel Ramos, analizando el interés histórico del imperialismo estadounidense en Haití. En esta primera entrega, el Dr. Ramos enfoca el desarrollo pol´ítico haitiano dede su independencia y a lo largo del siglo XIX.

El Dr. Ramos es profesor retirado de la Universidad de Puerto Rico y un experto en temas caribeños. Entre sus mútliples publicaciones podemos mencionar  a Islands at the crossroads: politics in the non-independent Caribbean (2001) e Islas migajas: los países no independientes del Caribe contemporáneo (2016).


Haití. La primera revolución social victoriosa trazó el camino de la  independencia – Colectivo Voces Ecológicas

Haití: El estado oligárquico

Aaron Gamaliel Ramos

Este es el primero de tres artículos sobre Haití dirigidos a conocer las raíces históricas de su actual crisis. Los siguientes textos considerarán el interés de Estados Unidos por ejercer control sobre Haití, y el papel de las misiones internacionales en ese país.

Introducción

La visión sobre Haití que se tiene en muchos países de América, incluyendo el nuestro, se fue erigiendo desde las miradas y los silencios acerca de esa nación que los imperios colonialistas lograron imprimir en buena parte de los pueblos sobre los cuales ejercieron dominio. En el núcleo central de la imagen, Haití aparece como una nación al margen de los países civilizados del mundo e incapaz de ser parte del concierto de Estados que lo configuran. De ahí que buena parte de las sugerencias para resolver sus dificultades como nación descansen en asignaciones de fondos manejadas por entidades foráneas y de planes de intervención por ejércitos extranjeros.

Sin embargo, desde una lectura anticolonial de la historia de este país se pueden descubrir las raíces en el tiempo de los obstáculos que ha enfrentado la nación haitiana levantar una nación desarrollada, administrada por un Estado moderno, durante sus más de dos siglos de existencia.

En este ensayo intereso compartir algunas claves que contribuyan a entender los obstáculos que ha tenido Haití para desarmar el Estado depredador que, durante los pasados dos siglos, ha desempeñado su papel de espaldas a la nación haitiana.

Haití, sus primeros años

El primer lustro del siglo diecinueve conoció la más asombrosa hazaña de la historia del Caribe, cuando la población esclavizada de la antigua colonia francesa de Saint-Domingue destruyó la colonia más rentable de la región, forjando esperanzas de que un pueblo formado por afrodescendientes libres pudiera construir una nación, a la par con las principales naciones de la época, que sirviera de modelo a aquellos que luchaban contra la esclavización humana.

El primero de enero de 1804 se estableció el nuevo país de Haití sobre las ruinas de la colonia de Saint-Domingue, que Francia había regido desde 1659, convirtiéndola en la empresa más rentable de la región del Caribe. En ese año, Jean Jacques Dessalines, quien fue el principal dirigente de la revolución, proclamó una constitución que estableció la cesación de la esclavitud por siempre. Se había cumplido la misión de crear una nación de afrodescendientes en el Caribe, con un gobierno republicano, una constitución liberal, códigos legales adaptados al país, y libertades religiosas de las cuales otros países carecían.[1]

Paradójicamente, el pueblo cuyos combatientes derrotaron al poderoso ejército imperial de Francia en la Batalla de Vertieres de 1803, iniciando su ruta hacia la formación de la primera república habitada y dirigida por afrodescendientes, acabó convirtiéndose en un país empobrecido, con una oligarquía haitiana al mando de un estado ubicado de espaldas a las necesidades del pueblo haitiano.

Haití. Batalla de Vertières: El día que la diáspora africana venció a los  esclavistas – Jubileo Sur / Americas

Batalla de Vertieres

En la trayectoria formativa del estado en Haití identifico dos períodos clave. Una fase inicial, en la cual la autoridad pública estuvo mayormente centrada en la protección del pueblo afrodescendiente de los intentos europeos por devolverlos a la esclavitud, y el período de la construcción del Estado oligárquico que fue tomando forma con la desaparición de la generación fundacional.

Durante sus primeros años como nación independiente se erigió un Estado militar, con la misión de proteger la nación de la apetencia esclavista europea. La primera constitución haitiana, de 1805, establecía un gobierno regido por un emperador y comandante en jefe del ejército, que era un cargo electivo, y organizaba el territorio nacional en seis divisiones militares, comandadas por generales de división. Además, establecía que «ningún hombre blanco, de cualquier nación que fuese, pondrá su pie en este territorio con el título de amo o propietario, ni en el futuro adquirirá ninguna propiedad en el mismo».[2]

Jean Dessalines, Haitian Leader born - African American RegistryDesde de puesto de Gobernador General de Haití, el fundador de la nación Jean Jacques Dessalines dejó como legado su desconfianza en los europeos, firmando un decreto disponiendo que: «Los generales de división, al mando de los departamentos, ordenarán a los generales de brigada que erijan fortificaciones en la cima de las montañas más altas del interior, y los generales de brigada, de vez en cuando, informarán sobre el progreso de su trabajo».[3]

Como resultado de ello, se erigieron fuertes en diversos lugares del país, incluyendo la imponente Ciudadela Laferrière, que Henri Christophe edificó en el norte del país, a unos 836 metros de altura, con el propósito de divisar la entrada de tropas francesas en su aguardado retorno. Siempre desconfiado del interés europeo en devolver a los haitianos a la esclavitud, Dessalines instruyó a su pueblo a que, «a la primera señal de alarma las ciudades se esfuman y la nación se pone de pie».[4] Fue esa prevención la que llevaría a Dessalines a preservar su enorme ejército, preocupado por el hecho de que las aniquiladas tropas francesas habían encontrado refugio en la parte oriental de La Española.

Culminada la fase imperial de la nueva nación, el país se fue configurando por un campesinado de cultura africana en economías de subsistencia a lo largo y ancho de sus fértiles tierras, y una oligarquía en ciernes interesada en integrar a la nueva nación a los flujos económicos de aquellos tiempos.

La oligarquía naciente

Las luchas que definirían el curso torcido de la nación haitiana aparecerían poco después, cuando se planteó el tipo de economía que habría de tener el país.

En su visión agrarista, el propio Dessalines había colocado la propiedad territorial nacionalizada al servicio del campesinado haitiano, lo que lo convirtió en enemigo de la antigua clase de libertos, negros y mulatos, quienes interesaban apropiarse de los bienes de los antiguos colonos franceses para controlar las riendas del poder político.[5]

A la muerte de Dessalines, estos dos sectores reclamaron privilegios que no disfrutaría la mayoría campesina. De una parte, los oficiales combatientes de la revolución, principalmente negros, ansiaban la posesión de tierras como recompensa por su sacrificio. Asimismo, el sector mestizo aprovechó sus vínculos de sangre con la antigua clase dominante francesa para reclamar privilegios que le daba su ascendencia y su color.

Conoce la Citadelle Laferrière, un lugar hipnótico de Haití - Ciudades con  Encanto

Ciudadela Laferrière

Las luchas epidérmicas entre ambos sectores oligárquicos fueron definiendo la historia haitiana durante los pasados dos siglos. La oligarquía mulata naciente intentó abrir los canales comerciales para la exportación de la producción agrícola, estableciendo vínculos con mercaderes del exterior, localizados en diferentes colonias del Caribe, principalmente Curazao y Jamaica.[6]

En su visión sobre el futuro del país el sector mulato de la nación reprodujo los códigos sociales heredados de las prácticas de exclusión prevalecientes durante el dominio francés, entre ellas la demarcación entre el mundo urbano y el rural y entre lo civilizado y lo retrógrado. Se fueron convirtiendo de ese modo en una nueva clase dominante que preservaba la discriminación contra las mayorías campesinas como la principal lógica de Estado.

La construcción del Estado

Desde muy temprano en su historia, el Estado que se fue construyendo orientó su misión a apoyar la economía de exportación hacia el mercado internacional, colocándose de espaldas a la nación haitiana, formada principalmente por campesinos libres.

El sociólogo haitiano Jean Casimir considera que, en la construcción del Haití independiente se fue reproduciendo el modelo típico del estado colonial, donde el poder político se construye de espaldas a la nación sobre la cual ejerce su poder. El naciente estado haitiano se fue convirtiendo en una maquinaria dominada por una oligarquía criolla que percibía su existencia separada del pueblo, añorando controlar el poder para su propio enriquecimiento, mediante sus vínculos a los intereses extranjeros de la época, y relegando los intereses del campesinado libre que iniciaba su trayectoria fuera de la dominación esclava.

Para Casimir, «los grupos privilegiados en el emergente Haití permanecieron dentro de los confines del pensamiento colonial racista y proesclavista. Manifestaban su visión de mundo a través de las herramientas conceptuales que habían heredado del poder imperial,  soñando emular los gustos de la civilización occidental.[7]

La lucha de clase

La nación haitiana se fue forjando en la tensión entre el interés oligárquico por construir un país estructurado en el modelo de la antigua colonia, y el interés de las masas haitianas de disponer de tierras propias para subsistir en la sociedad post esclavista. Es decir, las luchas del campesinado contra la oligarquía revelaban el interés de los primeros en permanecer como un campesinado libre, en oposición al interés de los segundos en convertirlos en trabajadores de una economía de plantaciones bajo su mando, propuesta que había ocupado un lugar en las mentes de los primeros dirigentes revolucionarios.

Cuando la oligarquía naciente intentó abrir los canales comerciales para la exportación de la producción agrícola, aprobó códigos rurales abusivos que pretendían forzar al trabajador a servir forzosamente en la finca de un propietario o hacendado, «colocando en manos de los soldados el disciplinar a los holgazanes, los rebeldes y los vagos».[8]

Para ello, los nuevos oligarcas haitianos reprodujeron la visión europea de que se trataba de gentes incivilizadas, provenientes de África y, por ello, condenadas a ocupar los escalafones más bajos de la estructura de producción.

Alejandro Petión | Sutori

Alejandro Petion

Fue Alejandro Petion, presidente de la República de Haití entre 1806 y 1818, quien alcanzó a poner fin a los esfuerzos de la oligarquía por reproducir la colonia esclavista francesa, subdividiendo las tierras del país para crear un sistema de pequeñas propiedades, y sustituyendo la prioridad del azúcar por el café.[9]  De ese modo se fue forjando una economía orientada hacia el interior, que viabilizaba la alimentación de la población de las masas haitianas, frente al cerco tendido al nuevo país por las metrópolis coloniales de esa época.

El historiador haitiano Leslie Manigat sugiere que Petión abrió las puertas a la distribución masiva de tierras como resultado del cálculo político, pues pareció estar preocupado por la reacción que tendría una decisión adversa hacia el campesinado mayoritariamente negro de parte de un presidente mulato.[10]

De ese modo, Haití acabó teniendo dos grandes porciones poblacionales desconectadas. De una parte, se forjó una nación haitiana, de campesinos libres que resistieron las presiones de la oligarquía para devolverlos a la plantación. De otra parte, la oligarquía haitiana fue forjando un Estado que le servía de instrumento para enlazar sus intereses con el capitalismo agrario de aquellos tiempos.

A lo largo del siglo diecinueve hubo intentos de modernizar el Estado que fracasaron como resultado de las luchas de sectores dominantes negros y mulatos por su control, y de la renuencia de ambos sectores oligárquicos en incorporar al campesinado libre de Haití en su inventario de preocupaciones. Aunque ha tenido en sus manos las riendas del poder a lo largo de la trayectoria histórica de la primera república afrodescendiente del planeta, acabaron desvalijando la riqueza del país de la mano de intereses extranjeros, convirtiendo a Haití en uno de los países más empobrecidos del mundo.

Continuará..

[1] Julia Gaffield, The Racialization of International Law after the Haitian Revolution: The Holy See and National Sovereignty. The American Historical Review, Volume 125, Issue 3 (June 2020), p. 841

[2] Segunda Constitución de Hayti, 20 de mayo de 1805, promulgada por el Emperador Jacques I (Dessalines). Declaración preliminar (12).

[3] Histoire de la Citadelle (Ferrière) Henry et le palais Sans-Souci. Bulletin de L’Ispan, No. 3, 1er août, 2009.

[4] Segunda Constitución de Haití (5 de mayo de 1805), Disposiciones Generales (28).

[5] Gérard Pierre Charles, L’économie haïtienne et sa voie de développement. Maisonneuve et Larose, 1967.

[6] Carolyn Fick 1990.

[7] Jean Casimir, The Haitians: a Decolonial History (North Carolina: University of North Carolina Press, 2020), 127-28

[8] Franklin J. Franco, Haití: De Dessalines a nuestros días. Santo Domingo, Editora Nacional, 1988, p. 19

[9] James G. Leyburn, El pueblo haitiano, Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1986, pp. 68-83

[10] Leslie Manigat, Éventails d’Histoire Vivante d’Haïti, p. 328.

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Smedley Darlington Butler es una  de las figuras más interesantes en el desarrollo del imperialismo estadounidense. Como oficial del Cuerpo de Infantes de Marina, participó en las principales intervenciones militares estadounidenses en las primersas décadas del siglo XX: Cuba, Nicaragua, Panamá, Haití, China y México. Sin embargo, también se convirtió en un duro crítico del uso de la fuerza para adelantar y promover los grandes intereses económicos de los Estados Unidos.

En en este trabajo el Dr. Patrick Iber reseña el libro del periodista Jonathan M. Katz titulado  Gangsters of Capitalism: Smedley Butler, the Marines, and the Making and Breaking of America’s Empire (MacMillan, 2022). Iber es profesor asociado de historia en la Universidad de Wisconsin-Madison y autor de Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America.


The Drinks of the Marine Corps: Smedley Butler and the Origin of “Old  Gimlet Eye” - National Museum of the Marine Corps

El marine que se volvió contra el imperio estadounidense

Patrick Iber

The New Republic    11 de enero de 2022

Hay algunas figuras cuyo lugar en la historia del pasado estadounidense es tan central que los escolares no pueden evitar conocerlas: George Washington, o Abraham Lincoln, o Rosa Parks. Pero también hay un grupo de personas que no han pasado a la leyenda nacional, y tal vez cuyas vidas no se consideran aptas para explicar a los niños. Es más probable que se hallen, si es que se encuentran, en las instituciones que a menudo atraen la atención de los jóvenes entre las edades de 18 y 22 años. Entre ellos, probablemente solo haya una sola persona que será descubierta casi exclusivamente por dos grupos generalmente no superpuestos: ávidos lectores del corpus de Noam Chomsky y miembros del Cuerpo de Marines. Ese hombre, de pie solitario a horcajadas sobre el centro en forma de lente de un peculiar diagrama de Venn, tiene el improbable nombre de Smedley Darlington Butler. El nombre refleja la herencia cuáquera de Pensilvania de Butler: su padre, Thomas Butler, fue congresista en el escaño que una vez ocupó el padre de su esposa, Smedley Darlington. Ambos eran familias prominentes, pero el joven Mayor Butler no seguiría una carrera en la política. Tenía 16 años cuando estalló la guerra hispano-cubano-estadounidense. Estados Unidos prometió que estaba entrando en la lucha para liberar a las colonias españolas de ultramar restantes de la tiranía. A pesar de la tradición cuáquera de pacifismo, Butler creía en la misión. “Apreté los puños cuando pensé en esos pobres demonios cubanos que estaban hambrientos y siendo asesinados por los bestiales tiranos españoles”, escribió más tarde. Cuando leyó sobre la explosión  del USS  Maine en el puerto de La Habana en 1898, que el “periodismo amarillo” de la época  pintó como un ataque español, decidió alistarse en los Marines. Su carrera militar lo llevaría de Cuba a China a Centroamérica, donde se convirtió en una leyenda en el Cuerpo de Marines, representando el valor marcial y la virtud. Famoso en su día, tema de ficción y cine, se retiró con  dos  Medallas de Honor y un mayor número de apodos —Old Gimlet Eye, the Leatherneck’s Friend, the Fighting Quaker— que atestiguaban su lugar en la cultura.

En los países que ayudó a ocupar, un recuerdo diferente de Smedley Butler persiste. En Haití, simplemente era conocido como “El Diablo”. En Nicaragua, las madres solían callar a sus hijos con el reclamo: “¡Silencio! El Mayor Butler te atrapará”. El tiempo de Butler en los Marines coincidió con su transformación de un auxiliar de la Marina a tener su propia identidad y propósito como infantería colonial. Esto podría ser suficiente para explicar por qué Butler haría una aparición en los escritos antiimperialistas de Noam Chomsky. Pero no es la razón. En su retiro en la década de 1930, Butler tuvo una segunda carrera exitosa como orador público. Contó historias de su servicio militar. Y lo hizo desde un punto de vista notablemente crítico, incluso confesional.

Escribiendo en la revista socialista Common Sense  en 1935, lo expresó de esta manera:

Pasé 33 años y 4 meses en servicio activo como miembro de la fuerza militar más ágil de nuestro país: el Cuerpo de Marines. Y durante ese período pasé la mayor parte de mi tiempo de bandido altamente calificado al servicio de las grandes, para Wall Street y para los banqueros. En resumen, yo era un extorsionador del capitalismo.

Estas son las citas que enviarán al entusiasta de Chomsky corriendo a las pilas de la biblioteca de la universidad. Mientras tanto, en la Biblioteca del Cuerpo de Marines en Quantico, los escritos contra la guerra de Butler están aislados de sus memorias y otros textos sobre él, en una estantería separada para el pensamiento radical que incluye las obras de Marx.

Imagen 1Si perdió su ventana juvenil para Butleriana, ya sea por no ser miembro del Cuerpo de Marines o por no dedicar un estante en su dormitorio a las obras recopiladas de Chomsky, el nuevo y atractivo libro de Jonathan M. Katz es una oportunidad para corregir la omisión. En Gangsters of Capitalism, Katz sigue a Butler a través de los archivos y a pie, recorriendo el camino de Butler en todo el mundo: desde Cuba hasta Filipinas, Nicaragua y Haití. A veces, las visitas de Katz a los terrenos de Butler revelan las formas en que el imperio apenas ha relajado su comprensión. A veces revelan cuán dramáticamente ha cambiado el mundo. Juntos, muestran la fuerza de la crítica de Butler y algunas de sus limitaciones.

Cuando Butler aterrizó en Cuba, llegó a la Bahía de Guantánamo. La corta campaña de combate terrestre del Ejército de los Estados Unidos ya había terminado esencialmente, y España se vio obligada a renunciar a sus reclamos sobre Cuba. Con fines propagandísticos, Estados Unidos atribuyó la victoria a sus propias tropas e ignoró la lucha mucho más larga de los cubanos por su propia independencia. La intervención de Estados Unidos pronto se dirigió a reducir los cambios sociales por los que los cubanos habían estado luchando junto con su independencia. El presidente McKinley, que había tratado de comprar Cuba a España en 1897, interpretó que la “estabilidad” en Cuba significaba que las relaciones de propiedad permanecerían en gran parte intactas. El poeta y mártir cubano  José Martí, quien murió en combate en 1895, había previsto tales imposiciones, preguntando: “Una vez que Estados Unidos esté en Cuba, ¿quién lo expulsará?”

Sin embargo, la autorización para la guerra del Congreso prohibió a los Estados Unidos adquirir el territorio directamente (como lo haría el país con Puerto Rico y las Islas Vírgenes). En cambio, los Estados Unidos esencialmente hicieron de Cuba un protectorado, insistiendo  en la inclusión de la “Enmienda Platt” en la constitución de Cuba. Esa enmienda otorgó a los Estados Unidos el derecho de intervenir con el propósito de “mantener un gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual”. Y además requería el arrendamiento de tierras que pudieran servir como una estación de carbón o naval: la Bahía de Guantánamo. Fue precisamente esta cualidad legalmente ambigua de ser controlado por los Estados Unidos pero no ser parte de él lo que, 100 años después, hizo que Guantánamo fuera atractivo como la prisión y el sitio negro más notorios de la guerra contra el terrorismo.

El siguiente destino de Butler fue Filipinas. Al igual que los cubanos, los filipinos habían estado luchando por la independencia de España y por el cambio social. Pero a diferencia del caso de Cuba, ninguna ley estadounidense prohibió a las islas la incorporación territorial directa. McKinley razonó  que los filipinos no eran aptos para el autogobierno, y que las islas podrían perderse fácilmente ante otra potencia. En su mente, Estados Unidos no tuvo más remedio que tomar las islas y “civilizar” a sus residentes. Pero el ejército estadounidense terminó en una prolongada guerra de guerrillas. Atrapadas en un atolladero aterrador, las tropas estadounidenses emplearon abusos que volverían a ocurrir en prácticamente todos los conflictos con dinámicas similares en los años posteriores. Temerosas y sin distinguir entre insurgentes (que también eran, en este caso, combatientes de la independencia) y civiles, las fuerzas estadounidenses atacaron aldeas, creando nuevos enemigos. Y emplearon la tortura, como la “cura de agua” aprendida de los españoles, que implicaba forzar la apertura de la boca y verter cubos de agua por las gargantas de las víctimas supinas hasta que se “hincharan como sapos”.

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Parte del entusiasmo por mantener el territorio filipino provino de la creencia de que abriría el acceso al gran mercado chino, y China demostró ser el próximo destino de Butler. Allí, Estados Unidos estaba interviniendo en la Rebelión de los Bóxers como parte de una alianza de ocho naciones  para sofocar el movimiento anti-extranjero. Butler recibió dos disparos, uno en el muslo y otro en un botón que salvó sus pulmones. Ascendido a capitán, todavía tenía solo 19 años cuando representó a los Primeros Marines mientras marchaban hacia la Ciudad Prohibida. Las tropas saquearon y mataron a residentes chinos de Beijing indiscriminadamente. “Supongo que no deberíamos haber tomado nada, pero la guerra es un infierno de todos modos y ninguno de nosotros estaba en el estado de ánimo para mejorarla”, escribió Butler más tarde.

El imperialismo de esta era fue alimentado por un sentido de superioridad civilizatoria y racial. En el extremo más suave del espectro, esto justificó el control condescendiente, y en el extremo brutal, justificó el asesinato y la deshumanización. Pero los costos de la ocupación generaron descontento: los informes de la conducta de Estados Unidos en Filipinas y en China horrorizaron a algunos en los Estados Unidos. Mark Twain, por ejemplo, se agrió con el imperio estadounidense y escribió  en 1901 sobre el satírico “Blessings-of-Civilization Trust” que los Estados Unidos ofrecieron. Imaginó al sujeto colonial, descrito como la “Persona sentada en la oscuridad”, pensando: “Debe haber dos Américas: una que libera al cautivo, y otra que le quita la nueva libertad de un otrora cautivo, y escoge una pelea con él sin nada en lo que fundarlo; luego lo mata para conseguir su tierra”. O, como escribió un soldado afroamericano simplemente sobre la Guerra de Filipinas: “Todo esto nunca habría ocurrido si el ejército de ocupación hubiera tratado [a los filipinos] como personas”.

La versión particular de Estados Unidos de “elevación” fue en gran parte comercial. Los marines se encontraron construyendo infraestructura y emprendiendo iniciativas de salud pública que permitirían el buen funcionamiento del comercio internacional. Pero el “comercio” estaba frecuentemente representado por intereses comerciales concretos. En las décadas siguientes, Butler se encontraría en Panamá, que Estados Unidos ayudó a  separarse de Colombia para que pudiera construir un canal allí. Intervino en conflictos civiles en Nicaragua y Haití, lo que llevó a largas ocupaciones estadounidenses de ambos países. Se suponía que la “diplomacia del dólar” de la época, una política de tratar de atraer a los bancos privados de Estados Unidos a la gestión de las finanzas de los países más pobres, reemplazaría las guerras de ocupación al estilo filipino por “sustituir dólares por balas”. Pero también requirió muchas balas, ya que a menudo eran los marines los que terminaban defendiendo la propiedad y las inversiones de los Estados Unidos. Los Estados Unidos se apoderaron de las aduanas sin aumentar los ingresos y dirigieron el reembolso a los bancos estadounidenses, privando a los gobiernos de fondos para el desarrollo.

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Soldados estadounidenses a la entrada Palacio de Gobierno de Haití .

Butler con frecuencia se encontraba lidiando con intereses financieros y corporativos que estaban presionando al gobierno de los Estados Unidos para que actuara. Le molestaba. Las cartas de Butler a casa en la década de 1910 contienen los comienzos de los sentimientos antiimperialistas que expresaría en la década de 1930. En Nicaragua, donde la intervención de los marines ayudó a establecer un gobierno conservador que aceptaría la gestión financiera de Estados Unidos, escribió: “Lo que me enoja es que toda la revolución está inspirada y financiada por estadounidenses que tienen “wild-cat business” aquí abajo y quieren hacerlas buenas poniendo un gobierno que declare un monopolio a su favor”. A veces, estos sentimientos estaban sazonados con un racismo manifiesto hacia la gente de los países a los que fue enviado. “Es terrible que perdamos a tantos hombres luchando en las batallas de estos d—d spigs, todo porque [el banco de Wall Street] Brown Bros. tiene algo de dinero aquí”. En Haití, el propio Butler fue responsable de la institución del trabajo de corvée para la construcción de carreteras, que era un reclutamiento de trabajo no remunerado que se aplicaba con violencia, incluido el asesinato de aquellos que intentaban escapar. “¿No es eso esclavitud?”, preguntó un sobreviviente.

Gangsters of Capitalism no es solo una biografía de Butler. El marine muerto hace mucho tiempo también sirve como Virgilio de Katz, guiándolo en un viaje alrededor del mundo y a través del infierno de la vida después de la muerte del imperio. El propio Katz se enteró de Butler como reportero de Associated Press en Haití. Con sede en la capital haitiana de Puerto Príncipe durante el terremoto de 2010, Katz informó sobre el desastre, que  mató al menos a 100.000 personas; escapó de la casa que servía como oficina de AP poco antes de que colapsara. La pobreza de Haití, la  más cruda del hemisferio, indudablemente agravó el desastre natural del terremoto en una tragedia humana. (Chile tuvo un terremoto de mayor magnitud el mismo año, y las muertes numerados en  cientos.)

Y la pobreza de Haití es inextricable de su trato castigador por parte del resto del mundo, incluido Estados Unidos. En el siglo XVIII, había sido la colonia más rica de Francia, con una economía que dependía de la mano de obra esclava para producir azúcar, café y otros productos tropicales. Su revolución de 1791 a 1804, que tomó la forma de una revuelta de esclavos, la convirtió en la primera república negra del mundo. Su abolición de la esclavitud aterrorizó a los propietarios de esclavos en todo el continente americano. El país recién independizado enfrentó décadas de represalias imperiales. A través de la diplomacia de las cañoneras, Francia obligó a Haití a aceptar una enorme indemnización a cambio de reconocimiento. Años más tarde, Estados Unidos también intervino, con el argumento de que su objetivo era evitar que las potencias europeas ocuparan países del hemisferio occidental para cobrar deudas. Más de la mitad de las reservas de oro de Haití fueron llevadas a Nueva York en 1914, y la ocupación siguió de 1915 a 1934. El pago final de la indemnización de Haití se hizo en 1947, no a Francia, sino al National City Bank de Nueva York, el actual Citibank.

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Oficiales estadounidenses, Haití, 1915.

Como la mayoría de las potencias imperiales, Estados Unidos describió su ocupación como altruista. Pero su idea de altruismo colocó los intereses comerciales estadounidenses y la “estabilidad” política en primer lugar. Aquellos que se levantaron en rebelión fueron brutalmente reprimidos. Estados Unidos insistió en cambios a la constitución para permitir la propiedad extranjera de la tierra, lo que requirió la disolución de la legislatura de Haití a punta de pistola. Las fuerzas de ocupación estadounidenses trabajaron con las élites locales para imponer su visión del orden social, bloqueando las desigualdades existentes y desmantelando los mecanismos a través de los cuales podrían abordarse. Mucho después de que las tropas estadounidenses se hayan ido, estos legados permanecen.

Mientras Katz sigue a Butler por todo el mundo, descubre que los recuerdos de las intervenciones estadounidenses son complejos. En Panamá, los grafitis que piden la expulsión de Estados Unidos de América Latina son pintados por pandillas callejeras que usan los nombres de “Irak” o “Pentágono”. El alcalde de Balangiga en Filipinas, el sitio de un ataque mortal contra las tropas estadounidenses que llevó a represalias generalizadas y brutales, le cuenta a Katz sobre el servicio de su propio hermano en los Marines de los Estados Unidos. Cuando Katz trata de resumir los puntos de vista del alcalde como “Tienes que recordar y olvidar al mismo tiempo”, el alcalde acepta instantáneamente.

Algunas de las visitas de Katz producen evidencia más convincente de legados en curso que otras. Butler fue parte de una ocupación de la ciudad mexicana de Veracruz en 1914, que las compañías petroleras estadounidenses habían alentado a proteger sus inversiones durante la Revolución Mexicana. Pero conectar esa ocupación con la política energética nacionalista del actual presidente mexicano requiere muchos puntos. En otros lugares, la dinámica de la represión se ha invertido. En Nicaragua, el gobierno de Daniel Ortega utiliza la historia del imperialismo estadounidense para  justificar un gobierno autoritario. Y en China, un grupo de académicos que hablaron con Katz no están ansiosos por responder a sus preguntas sobre si China, cuyo comportamiento hacia las islas cercanas y su presión financiera sobre los gobiernos aliados sería reconocible para Butler, también podría actuar como una potencia imperial.

El retiro formal de Butler del Cuerpo de Marines se produjo en 1931. Había pasado algunos años en la década de 1920 como director de seguridad pública de Filadelfia, cuando tomó una línea dura contra el vicio mientras intentaba interrumpir las redes de protección operadas por oficiales de policía corruptos. Lo vio todo como parte de una lucha más amplia contra el “gangsterismo”. A finales de la década de 1920, sus hijos estaban en la universidad, y él necesitaba ingresos suplementarios. Pronto se dio cuenta de que había una audiencia para sus historias. A veces lo metían en problemas: lo pusieron bajo arresto domiciliario después de contar una historia sobre Mussolini atropellando a un niño. Pero sus observaciones privadas pronto se convirtieron en parte de la conversación pública en un país que experimenta la Gran Depresión y observa el desarrollo del fascismo y el militarismo en Europa.

51d8aZNSksL._SX355_BO1,204,203,200_En los Estados Unidos, Butler se opuso a su propagación. En 1934, testificó  ante el Congreso que había sido abordado por banqueros de Wall Street para organizar un golpe fascista contra Franklin Roosevelt. Si este “complot comercial” había avanzado hasta el punto de ser una amenaza seria sigue sin resolverse, pero Butler ciertamente había sido testigo de cómo las empresas cambiaban un gobierno que encontraban desagradable muchas veces en su carrera. “Mi interés”, dijo, “es mantener una democracia”. En 1935, algunos de sus discursos más populares fueron compilados en un panfleto llamado  War Is a Racket, que  caracteriza el conflicto militar como algo “llevado a cabo para el beneficio de unos pocos, a expensas de muchos”. Era, como dice Katz, “una jeremiada para una audiencia masiva” que esperaba que detuviera la próxima guerra.

Butler murió en 1940 y se desvaneció de la prominencia pública. Pero Katz argumenta que la vida de Smedley Butler es una que debemos recordar. Como para reforzar el punto, mientras Gangsters of Capitalism  estaba en prensa, los EE.UU. Los militares  se retiraron de Afganistán, poniendo fin a una guerra de 20 años que trajo más prosperidad al norte de Virginia que al propio Afganistán. En septiembre, la Patrulla Fronteriza hizo retroceder a un grupo de haitianos  que buscaban refugio en la frontera con Estados Unidos. Al mismo tiempo, la administración Biden buscó encontrar un contratista privado para contratar guardias de habla criolla para  operar un centro de detención de migrantes en la Bahía de Guantánamo, probablemente para haitianos detenidos en el mar. Todo esto hace que Butler sea tan relevante como si estuviera escribiendo ayer.

Parte del desafío de evaluar el legado de Butler es que ha sido recordado de maneras muy diferentes por diferentes personas. Un joven infante de marina podría aprender del Mayor Butler que se mantuvo como un valiente militar y que fue uno de los primeros teóricos de la contrainsurgencia. A este infante de marina en entrenamiento le gustaría tener la seguridad de que si son llamados a arriesgar su vida, lo harán por la defensa nacional, y que podrán estar orgullosos de lo que han hecho. Podrían estar inclinados a descartar al Mayor Butler antibélico como una manivela amarga.

Al mismo tiempo, deben saber que muchos veteranos se sienten atraídos por los textos ocultos de Butler mientras intentan comprender sus experiencias de despliegue. Podrían reconocer en Butler una advertencia sobre las limitaciones inherentes de poner las tareas de la violencia estatal en manos de jóvenes asustados, por valientes que sean. Que, incluso con la mejor de las intenciones, la principal preocupación del gobierno de los Estados Unidos nunca será el bienestar de las personas ocupadas, siempre será el de los estadounidenses, y esto producirá resentimiento. Podrían reconocer que la presencia de Estados Unidos cambia el equilibrio interno de poder en las sociedades, a menudo hacia el autoritarismo. Los estadounidenses a menudo dan por sentadas sus propias buenas intenciones, que luchan por comprender la resistencia a sus intentos de controlar y cambiar el mundo.

La explicación de Butler para esto, por supuesto, es que los intereses comerciales están moviendo los hilos, manipulando la política exterior en su beneficio. Estas son las líneas de “extorsionador para el capitalismo” a menudo citadas por el antiimperialista Chomsky, quien admira tanto a Butler el disidente que una vez colocó una pegatina de las palabras de Butler en la puerta de su oficina. Según esta forma de pensar, el ejército estadounidense proporciona las tropas de choque del capital global, en una conspiración para garantizar la rentabilidad de las corporaciones estadounidenses. Trate de encontrar la mentira, si lo desea, en la declaración de Butler: “Ayudé a que México, y especialmente Tampico, fuera seguro para los intereses petroleros estadounidenses en 1914. Ayudé a hacer de Haití y Cuba un lugar decente para que los chicos del National City Bank recaudaran ingresos en…. Ayudé a purificar Nicaragua para la casa bancaria internacional de Brown Brothers en 1909-1912”. No hay ninguno.

Pero también hay limitaciones para esa visión del mundo, y Butler, por muy bien posicionado que estuviera, no lo vio todo. Tenía razón en que el bienestar de la economía de los Estados Unidos, y de las corporaciones estadounidenses, tiene un lugar importante en el pensamiento estratégico de los Estados Unidos. Pero el gobierno de los Estados Unidos consiste en muchos departamentos superpuestos, y cuando se toman medidas en el extranjero, no solo obedecen a una sola lógica. La geopolítica, la ideología y las consideraciones domésticas a menudo se cruzan: Woodrow Wilson, al ordenar la ocupación de Veracruz, fue presionado  por las compañías petroleras estadounidenses; también actuó para detener la llegada de un cargamento de armas alemanas a Victoriano Huerta, el gobernante que representó la restauración de la dictadura en México. En eventos fuera del tiempo de Butler, está el ejemplo de la United Fruit Company  presionando  a la CIA para derrocar al gobierno de Guatemala en 1954 cuando se enfrentó a la nacionalización de su tierra. Pero por lo que vale, el ex jefe del Partido Comunista de Guatemala  pensó que  “nos habrían derrocado incluso si no hubiéramos cultivado plátanos”. A medida que Estados Unidos profundizaba su guerra en Vietnam, no había negocios estadounidenses de importancia.

El problema no es solo que la política exterior de Estados Unidos es codiciosa y que sus intenciones son malas; es que incluso cuando sus intenciones son buenas, también puede producir desastres.

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El Mayor General Smedley D. Butler con las mascotas de los Infantes de Marina, Quantico, Virginia, 1931. Fue Butler quien introdujo a los bulldogs ingleses como mascotas de los Marines en la década de 1920.

El modelo de Butler produce ideas. Las empresas estadounidenses presionan para que la política exterior de los Estados Unidos satisfaga sus necesidades, y el destino de la propiedad de los Estados Unidos recibe una deferencia desproporcionada. Pero reducir la política exterior de Estados Unidos a un “complot empresarial” puede producir una especie de antiimperialismo barato, en el que el mal comportamiento es simplemente el resultado de grupos de presión o intereses ocultos. Su simplicidad a veces desplaza las situaciones más complejas que también surgen. Una historia de la ocupación de Nicaragua de 1912 a 1933, escrita por  el erudito Michel Gobat, reveló que benefició a los pequeños agricultores y a las élites frustradas. Mostró cuán seriamente los Estados Unidos tomaron la tarea, a fines de la década de 1920, de supervisar el voto justo en el campo. Entrenó a una fuerza militar de élite, que pretendía supervisar las elecciones y luchar contra la rebelión izquierdista de Augusto Sandino. Y, sin embargo, después de que el ejército estadounidense abandonara Nicaragua, el jefe de la fuerza de élite que había entrenado tomó el poder en el país. Su familia lo mantuvo durante la mayor parte de las siguientes cuatro décadas en una dictadura brutal. No fue el resultado deseado; fue, como dice Gobat, uno de los “efectos iliberales del imperialismo liberal”. Esta es una crítica más profunda y desafiante que la que ofrece Butler. El problema no es solo que la política exterior de Estados Unidos es codiciosa y que sus intenciones son malas; es que incluso cuando sus intenciones son buenas, la naturaleza de su presencia también puede producir desastres.

Pero si hay momentos que requieren más sofisticación, es notable lo lejos que te llevará un poco de Mayor Butler vulgar. A Butler se le pagaba por sus discursos, después de todo, no por una disertación. En uno de sus viajes por el sendero Butler, en Haití, Katz está hablando con trabajadores de la construcción cerca de un parque industrial, que a su vez está cerca de la tumba de un hombre asesinado por los marines en 1919. Cuando Katz explica su proyecto de libro y que la mayoría de los estadounidenses no tienen idea de que su país alguna vez ocupó Haití, la mayoría de los trabajadores se ríen. Uno está incrédulo. “¡No creo que los estadounidenses no sepan de eso!”, grita. “¿Cómo es eso posible?” A veces el mundo es un lugar vulgar, donde otros pagan el precio de la ignorancia estadounidense.

 

Traducción de Norberto Barreto Velázquez

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Comparto este interesante artículo de la profesora Alyssa Goldstein Sepinwall, analizando cómo Hollywood ha ignorado o mal representado la gesta de la revolución haitiana. La Dr. Goldstein Sepinwall es profesora de Historia en la  California State University-San Marcos. Sus especialidades de investigación incluyen las revoluciones francesa y haitiana, la historia haitiana moderna, la esclavitud y el cine, el colonialismo francés, la historia franco-judía, la historia y los videojuegos, y la historia del género. Su libro más reciente, Slave Revolt on Screen: The Haitian Revolution in Film and Video Games  fue publicado en junio de 2021 por la University Press of Mississippi.


La batalla por Palm Tree Hill por enero Suchodolski, 1845 (Wikimedia Commons)

Cómo Hollywood ha ignorado la revolución haitiana

 Alyssa Goldstein Sepinwall 

Black Perspectives  16 de ulio de 2021 

Los afro-estadounidenses han estado interesados durante mucho tiempo en Haití. Décadas antes del llamado “giro haitiano” dado por la academia estadounidense  en el siglo XXI, los académicos afro-estadounidenses habían sido pioneros en el estudio de la historia haitiana en inglés. En el  Journal of Negro History y en otros lugares,  Mercer Cook,  Rayford Logan y otros publicaron  estudios fundacionales sobre el Haití colonial (Saint-Domingue francés), la revolución haitiana y la independencia haitiana. De manera similar, en el arte y la literatura, las figuras del Renacimiento de Harlem vieron a Haití como un faro de la autodeterminación negra. Como el primer sitio en las Américas donde los afrodescendientes derrocaron a sus opresores blancos, Haití inspiró durante mucho tiempo a los pensadores afro-estadounidenses.

Al igual que sus contrapartes académicos, los actores y directores afro-estadounidenses han tratado de hacer que la revolución haitiana (1791-1804) sea más conocida en los Estados Unidos. El intento del actor Danny Glover de hacer una película sobre la revolución en las décadas de 2000 y 2010 es el ejemplo más famoso. Pero como observo en mi libro Slave Revolt on Screen: The Haitian Revolution in Film and Video Games, estrellas como Harry Belafonte, Sidney Poitier, William Marshall y Ellen Holly también buscaron hacer películas sobre héroes revolucionarios haitianos, incluidos Toussaint Louverture, Jean-Jacques Dessalines y Henri Christophe.

El emperador Jones (1933) - FilmaffinitySin embargo, ha resultado mucho más difícil para los artistas negros hacer películas sobre la revolución que para los historiadores escribir sobre ella. Un factor es el costo. Con una película épica que requiere mucho más dinero para producir que una monografía, y las divisiones desiguales del capital cinematográfico resultantes de los legados económicos de la esclavitud y el racismo, incluso las estrellas negras más importantes de Hollywood no han podido dar luz verde a sus propias películas sobre temas como la revolución de Haití. Otra razón tiene que ver con la imaginación históricamente limitada de los productores blancos en este sentido. A Glover se  le preguntó “¿Dónde están los héroes blancos?” antes de que se le negara la financiación para su biopic de Toussaint. Y cuando se le pidió a Belafonte que protagonizara un remake de  El emperador Jones  (que caricaturizó la historia de Christophe), intentó hacer una película más respetuosa sobre la revolución haitiana. Pero los productores le dijeron que si se negaba a interpretar el papel como estaba escrito, “Tendremos una estrella negra que lo hará”.

De hecho, como han demostrado estudiosos como Valerie Smith  y  Donald Bogle,  Hollywood ha recurrido durante mucho tiempo a tropos racistas al representar la vida y la cultura negras. Smith explica que el racista Nacimiento de una nación (1915) de D.W. Griffith tuvo una influencia descomunal: las imágenes establecidas en esa película fueron “reproducidas a lo largo de la historia del cine estadounidense, tipos que van desde hombres y mujeres indolentes, serviles y bufonestas hasta viciosos violadores negros”. El desafío de lograr que los productores financien una película sobre la Revolución de Haití se ha visto exacerbado por el hecho de que este evento no encaja en el tipo de historias de historia negra que los estudios prefieren. A diferencia de la trama ficticia de  Django Desencadenado, la Revolución haitiana fue planeada por pueblos afrodescendientes sin la ayuda de un héroe blanco. A diferencia de la insurrección liderada por Nat Turner (presentada en  El nacimiento de una nación de NateParker), los haitianos derrocaron a sus opresores y forzaron el fin de la esclavitud.

Lydia Bailey (1952) - Rotten Tomatoes

Contrariamente a la creencia popular, Hollywood no ha ignorado por completo la revolución haitiana. Pero dadas estas desigualdades, no es sorprendente que la única película de estudio ambientada durante la Revolución haitiana no fuera escrita por afro-estadounidenses, sino por blancos de izquierda. Lydia Bailey  (1952) de Fox no fue precisamente el tipo de película sobre la revolución haitiana que los escritores afro-estadounidenses han propuesto: sus protagonistas no eran Louverture y Dessalines, sino dos estadounidenses blancos que se enamoraban en medio de la revolución.

La historia de por qué se hizo Lydia Bailey,  y la insistencia del estudio en centrar a los personajes blancos, es demasiado complicada de detallar aquí. Pero vale la pena señalar dos cosas sobre la película. Primero, Fox lo hizo en medio de una ola de imágenes de mensajes sociales de posguerra sobre el racismo. En 1947 Fox había publicado  Gentleman’s Agreement,una película pionera que destacaba el feo problema del antisemitismo estadounidense, incluso entre aquellos que afirmaban haberse opuesto a los nazis. Recién salidos del éxito de esa película, los guionistas de Lydia Bailey Philip Dunne y Michael Blankfort lo pretendían como una salva contra el racismo anti-negro. Hicieron que la revolución haitiana fuera análoga a la de Estados Unidos, en lugar de un ataque salvaje de los negros contra los blancos franceses que los blancos estadounidenses la habían retratado durante mucho tiempo. Esta representación anticipó la erudición de las Revoluciones Atlánticas por varias décadas. En la película, la protagonista blanca Albion Hamlin se encuentra con Toussaint Louverture y decide que la violencia revolucionaria haitiana contra los franceses está justificada. Al enterarse de la esclavitud, Albion le dice a un amigo haitiano (interpretado por William Marshall), “Si yo fuera un nativo hoy en día cuya libertad se viera amenazada por los despiadados de Napoleón, mataría a todos los hombres blancos sobre los que pudiera poner mis manos”. La postura antirracista de la película también fue influenciada por la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP). Trabajando con Fox como parte de las iniciativas de derechos civiles de la posguerra, el líder dela NAACP, Walter White, instó al estudio a retratar a los personajes negros haitianos de la película respetuosamente mientras ayudaba a las audiencias a comprender el significado histórico de Haití.

En muchos sentidos, Lydia Bailey  se apartó notablemente de los estereotipos más antiguos de Hollywood. Por lo tanto, muchos escritores negros elogiaron la película como un hito en la representación de los negros en la pantalla. En enero de 1952, antes del estreno,  Ebony  proclamó: “La historia negra será glorificada en una película importante de Hollywood por primera vez”. Otro artículo de Ebony  exclamó: “Por primera vez se ha construido una película alrededor de un país negro con grandes líderes… Nunca una imagen ha llevado una acusación tan tremenda de esclavitud”. En julio,  Jet  llamó a Lydia Bailey  la “primera imagen que realmente representa la valentía de los negros cuyo amor por la libertad no se derritió frente a las armas”.

LYDIA BAILEY Daybill Movie poster Anne Francis | Moviemem Original Movie  PostersSin embargo, la prensa negra también presentó críticas a  Lydia Bailey. Durante la producción, un editor de California Eagle  escuchó rumores de una escena atroz (lo que implica que los negros y los blancos tenían olores diferentes). Ella escribió: “Lydia Bailey  puede estar dando empleo a 180 actores negros, pero [esto] me da vuelta el estómago”. El escritor preguntó cómo “una industria que no emplea a los negros como escritores” podría hacer “una imagen sincera y sensible relacionada con la vida negra”. Walter White tuvo una visión más positiva una vez que vio la película final (con esa escena alterada). Le dijo a los lectores: “Les ruego que no se pierdan” a  Lydia Bailey. Aun así, White cuestionó la sorprendente imposición de la película de un baltimoreano blanco en el círculo íntimo de Toussaint.

En general, dado el clima de la época, los periódicos negros vieron a Lydia Bailey  como  un hito.  Marion Campfield, del Defensor de Chicago, bromeó sobre su “desdén por la autenticidad histórica”, pero instó a los espectadores a apoyarlo con visitas repetidas. Lo más crucial, argumentó, fue el tratamiento de Fox de “la valiente lucha de Haití para vivir con orgullo con sensibilidad y dignidad”. Elogió el guion por hacer que los haitianos ejemplificara la libertad y la igualdad, en lugar de los franceses. En Los  Angeles Sentinel,Hazel Lamarre declaró: “Hollywood … se ha dejado abierto a la crítica cuando se hacen películas que tratan con personas de color”. Pero agregó: “’Lydia Bailey’ está fuera de esta clase”. Lamarre calificó la película de “inspiradora”. Un crítico en el  California Eagle  predijo que a los blancos del sur no les gustaría la película, pero que era “la mejor para salir de Hollywood”.

Setenta años después, llama la atención que Lydia Bailey  siga siendo la única película de Hollywood centrada en la Revolución. La voluntad de los estudios de hacer películas que justificaran la violencia revolucionaria negra se disipó en medio de la histeria anticomunista, así como la ansiedad de los blancos  sobre el movimiento de derechos civiles. La ola de mejores películas de historia negra que los escritores esperaban en 1952 no se materializó.

A raíz de Black Panther, visto de manera similar como histórica,¿los productores estarán más dispuestos a financiar películas sobre la Revolución Haitiana? Sin duda, hay motivos para el escepticismo. La comedia de Chris Rock de 2014  Top Five  relató un biopic de la Revolución haitiana que fracasa en la taquilla porque los blancos ignoran o son hostiles a las historias de revuelta de esclavos. El punto de Rock aún no está desactualizado: los financiadores y el público blanco todavía no parecen estar listos para una historia centrada en las personas esclavizadas que recurren a la violencia para liberarse. Aún así, como  brenda Stevenson ha predicho,el impulso de las películas recientes y la creciente influencia de los cineastas negros pueden hacer que sea “difícil dar marcha atrás”. De hecho, un reciente informe de McKinsey se hizo eco de lo que los principales escritores y productores negros han enfatizado,que Hollywood pierde miles de millones al año al no ingitar sus proyectos. Si los estudios están dispuestos a escuchar, las audiencias finalmente pueden llegar a ver películas de gran presupuesto con la Revolución haitiana en la pantalla, escritas desde perspectivas negras.

  1. Véase Millery Polyné, From Douglass to Duvalier: U.S. African Americans, Haiti, and Pan Americanism, 1870-1964  (Gainesville: University Press of Florida, 2010); Maurice Jackson y Jacqueline Bacon, eds.,  African Americans and the Haitian Revolution  (Nueva York: Routledge, 2010); Leslie Alexander, “The Black Republic: The Influence of the Haitian Revolution on Northern Black Political Consciousness, 1816–1862, en Alyssa G. Sepinwall, ed.,  Haitian History: New Perspectives  (Nueva York: Routledge, 2012), 197 – 214; y Brandon Byrd,  The Black Republic: African Americans and the Fate of Haiti  (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2019).

 

Traducción de Norberto Barreto Velázquez

 

 

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The U.S. Occupation of Haiti: A Bibliography

U.S. Marines in occupied Haiti

U.S. Marines in occupied Haiti

July 28, 2015 marked the one-hundred year anniversary of the landing of U.S. Marines on Haitian soil. A number of organizations marked the occasion and, to conclude my own series on the U.S. occupation of Haiti, I would now like to present a bibliography of important works on that event. This list highlights not only books, dissertations, and articles that pertain to political relations between the United States and Haiti during that era but also to those that address the black intellectual response to U.S. imperialism in Haiti. It is by no means exhaustive, though. I welcome further suggestions for readings in the comments and also encourage readers to consult The Public Archive, Haiti: Then and Now, and The Haitian History Blog for additional resources about the occupation. Finally, scholars in a range of disciplines should look forward to a special issue of The Journal of Haitian Studies dedicated to the centennial of the U.S. occupation of Haiti. That issue is slated for a Fall 2015 publication.

Alexis, Yveline. “Nationalism & The Politics of Historical Memory: Charlemagne Peralte’s Rebellion Against U.S. Occupation of Haiti, 1915-1986.” Ph.D. dissertation., The University of Massachusetts Amherst, 2011.

Bellegarde-Smith, Patrick. In the Shadow of Powers: Dantés Bellegarde in Haitian Social Thought. Atlantic Highlands, NJ: Humanities Press, 1985.

Blancpain, François. Haïti et les États-Unis: 1915-1934: Histoire d’une occupation. Paris, L’Harmattan, 1999.

Brissman, D’Arcy Morgan. “Interpreting American Hegemony: Civil Military Relations during the United States Occupation of Haiti, 1915-1934.” Ph.D. dissertation: Duke University, 2001.

Corbould, Clare. “At the Feet of Dessalines: Performing Haiti’s Revolution during the New Negro Renaissance.” In Beyond Blackface: African Americans and the Creation of American Popular Culture, 1890-1930, edited by W. Fitzhugh Brundage, 259-288. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2011.

Dalleo, Raphael. “’The Independence So Hardly Won Has Been Maintained:’ C.L.R. James and the U.S. Occupation of Haiti.” Cultural Critique 87 (Spring 2014): 38-59.

Davidson, Matthew. “Empire and its Practitioners: Health, Development, and the U.S. Occupation of Haiti, 1915-1934.” M.A. thesis: Trent University, 2014.

Dubois, Laurent. “Occupation.” In Haiti: The Aftershocks of History. New York: Metropolitan Books, 2012.

Gaillard, Roger. Charlemagne Péralte le caco. Port-au-Prince: R. Gaillard, 1982.

Ménard, Nadève. “The Occupied Novel: The Representation of Foreigners in Haitian Novels Written During the United States Occupation, 1915-1934.” Ph.D. dissertation., University of Pennsylvania, 2002.

Millet, Kethly. Les paysans haïtiens et l’occupation américaine d’Haïti, 1915-1930. La Salle,        Québec: Colectif Paroles, 1978.

Pamphile, Leon D. The NAACP and the American Occupation of Haiti. Phylon 47, no. 1 (1st Qtr., 1986): 91-100.

Polyné, Millery. “‘To Combine the Training of the Head and the Hands’: The 1930 Robert R. Moton Commission in Haiti.” In From Douglass to Duvalier: U.S. African Americans, Haiti, and Pan Americanism, 1870-1964. Gainesville: University Press of Florida, 2010.

Plummer, Brenda Gayle. “The Afro-American Response to the Occupation of Haiti, 1915-1934.”Phylon 43, no. 2 (2nd Qtr., 1982): 125-143.

Renda, Mary. Taking Haiti: Military Occupation and the Culture of U.S. Imperialism, 1915-1940. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2001.

Schmidt, Hans. The United States Occupation of Haiti, 1915-1934.2nd ed. New Brunswick: Rutgers University Press, 1995.

Shannon, Magdaline W. Jean Price-Mars, the Haitian Elite and the American Occupation, 1915-1935. New York: St. Martin’s Press, 1996.

Suggs, Henry Lewis. “The Response of the African American Press to the United States Occupation of Haiti, 1915-1934.” The Journal of African American History 87 (Winter 2002): 70-82.

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Killing Haitian Democracy

The US’s repeated imperialist interventions in Haiti have left a legacy of despotism.

 
US Marines marching in Haiti in 1934. Bettmann / CORBIS

US Marines marching in Haiti in 1934. Bettmann / CORBIS

On July 28, 1915 the United States invaded Haiti, and imposed its diktat on the nation for close to two decades. The immediate pretext for the military intervention was the country’s chronic political instability that had culminated in the overthrow, mob killing, and bloody dismemberment of President Jean Vilbrun Guillaume Sam.

The American takeover was in tune with the Monroe Doctrine, first declared in 1823, that justified the United States presumption that it had the unilateral right to interfere in the domestic affairs of Latin America. But it was not until the late 1800s when America had become a major world capitalist power that it actually acquired the capacity to fulfill its extra-continental imperial ambitions. In 1898 it seized Cuba, Puerto Rico, and Guam and soon afterwards took control of the Philippines, the Dominican Republic, and Haiti.

The US’s goal was to transform the Caribbean into an “American Mediterranean” inoculated from the influence of French, German, and Spanish power.

The 1915 invasion was in fact the culmination of America’s earlier interferences in Haiti — on eight separate occasions US marines had temporarily landed to allegedly “protect American lives and property.” The latter part of this claim was more accurate than the former, for these earlier skirmishes served to solidify and enhance the presence of American financial banking interests.

This priority became clear when, on December 17, 1914, US marines, acting on the orders of US Secretary of State William Jennings Bryan, forcibly removed Haiti’s entire gold reserve — valued at $500,000 — from the vaults of Banque Nationale. The bullion was transported to New York on the gunboat Machias and deposited in the National City Bank.

American imperialism had thus announced its designs; it was bent on undercutting French and German economic dominance as well as signaling to Haitian authorities that they would be forced to pay their debt to US private banks. From Washington’s perspective, Haiti had to establish a political order serving American economic and strategic objectives. Ultimately, the means to that end was an occupation.

The first task of the occupiers was to select a new president to replace Sam. Rosalvo Bobo, who headed a caco army that led the insurrection ending with Sam’s brutal demise, was on the verge of moving into thePalais National. The United States, however, had other ideas. Washington viewed Bobo as too nationalistic to assume the reins of power.

While Capt. Edward Beach, the chief of staff of Adm. Caperton who led the Marines’ takeover of Haiti, acknowledged Bobo’s immense popularity, he deemed him “utterly unsuited to be Haiti’s President” because he was “an idealist and dreamer.” In fact, Beach informed Bobo that the United States considered him “a menace and a curse to [Haiti]” and thus forbade him to stand as a candidate for the presidency.

A revolutionary nationalist like Bobo was inimical to American interests. While he was being forced into exile and his cacos were launching a futile uprising against the occupying forces, Adm. Caperton installed a new president who would “realize that Haiti must agree to any terms laid down by the United States.” This new president was Philippe Sudré Dartiguenave.

The US not only imposed the unpopular Dartiguenave on Haiti, it also compelled Haitian authorities to sign a treaty legalizing the occupation. Caperton had orders “to remove all opposition” to the treaty’s ratification. If that failed, the United States had every intention to “retain control” and “proceed to complete the pacification of Haiti.”

Not surprisingly, on November 11, 1915 the Haitian Senate ratified the treaty and placed the country under an American protectorate. The United States was to take full control of the country’s military, law enforcement, and financial system. The repressive and fraudulent means by which the occupation was rendered officially “legal” symbolized what “democracy” and “constitutional rule” meant under imperial rule.

Not satisfied with the mere ratification of the treaty, the United States sought to compel the Haitian National Assembly to adopt a new constitution made in Washington. Faced with the assembly’s opposition, Maj. Smedley Butler, the head of the Gendarmerie d’Haiti — the military contingent created by the United States to replace the Haitian army that it had disbanded — arbitrarily dissolved the assembly.

Having no room to maneuver, Dartiguenave signed the decree of dissolution. In waging their own coup d’état, the occupying forces continued a long-held practice of Haitian politics, but they modernized it. As Butler proclaimed, the gendarmerie had to dissolve the assembly “by genuinely Marine Corps methods” because it had become “so impudent.”

The “impudence” of the assembly partly stemmed from its refusal to grant foreigners the right to own property in Haiti. The US found this refusal unacceptable and decided that a coup was warranted to impose the laws of the capitalist market.

Armed with military power, imbued with an imperial mentality, and convinced of their “manifest destiny” and racial superiority, the American occupiers expected deference and obedience from Haitians. In fact, the key American policymakers in both Washington and Port-au-Prince entertained racist phobias and stereotypes and were bewildered by Haitian culture.

At best, the occupiers regarded Haitians as the product of a bizarre mixture of African and Latin cultures who had to be treated like children lacking the education, maturity, and discipline for self-government. At worst, Haitians were like their African forbears, inferior human beings, “savages,” “cannibals,” “gooks,” and “niggers.”

Robert Lansing, the secretary of state in the Woodrow Wilson administration, exemplified the racist American view:

The experience of Liberia and Haiti show that the African race are devoid of any capacity for political organization and lack genius for government. Unquestionably there is in them an inherent tendency to revert to savagery and to cast aside the shackles of civilization which are irksome to their physical nature . . . It is that which makes the Negro problem practically unsolvable.

For the occupiers, Haitians thus had no capacity to run their own affairs or even appreciate the alleged benefits of America’s invasion. As High Commissioner Russell put it, “Haitian mentality only recognizes force, and appeal to reason and logic is unthinkable.”

And indeed, the American-led gendarmerie used brutal force to impose its grip on Haitian society and squash all opposition. Adm. Caperton declared martial law on September 3, 1915. It would last fourteen years, facilitating the establishment of a new regime ofcorvée (forced, unpaid labor), as well as the brutal suppression of thecaco guerrilla resistance against American forces.

Overseen by the repressive control of the gendarmerie, the unpopularcorvée system compelled peasants to work as virtual “slave gangs.” The massive mobilization of coerced labor helped build roads that reached remote areas of the territory; the creation of a viable network of transportation was not merely a means of spurring economic and commercial development, but a result of American strategic considerations.

Putting down the cacos who had supported Bobo and joined the popular guerrillas of Charlemagne Péralte required the penetration of the countryside to prevent any further recruitment of peasants into the forces of resistance.

The corvée system of forced labor extraction,and the military repression of the guerrillas were thus symbiotically connected. Riddled with abuse, the corvée failed to stifle opposition, however. Instead, coercing the peasantry to labor on infrastructural projects just fueled greater resistance to the occupation.

Popular support for the cacos grew, and soon there was an embryonic movement of national liberation with an increasingly sophisticated guerrilla force under the leadership of Péralte. Péralte, who called himself Chef Suprême de la Révolution en Haïti, explained that he was fighting the occupiers to gain Haiti’s liberation from American imperialism.

In the eyes of American authorities, however, the cacos, Péralte, and his supporters were nothing but “bandits,” “criminals,” and “killers” who had to be thoroughly “pacified.” And so they were. Péralte was shot on November 1, 1919 and his successor, Benoît Batraville, suffered a similar fate on May 19 of the following year. By 1921 the American pacification of the country was virtually complete. Some 2,000 thousand insurgents had been killed, and more than 11,000 of their sympathizers had been incarcerated.

Still, pacification did not imply popular acquiescence. It is true that the traditional Haitian elites initially collaborated with and even welcomed American imperialism. But as they experienced the unmitigated racism of the occupying forces, the elites turned against them and espoused varied forms of nationalist resistance.

While not inclined to back the caco insurgents, these elites developed a sense of nationhood that curbed the significance of color but had little impact on the salience of class identities. In the eyes of most Haitians, those who had participated actively in the occupation machinery, like President Dartiguenave or his successor, Louis Borno, were opportunistic collaborators or simply traitors.

In fact, many of these collaborators had authoritarian reflexes and shared some of the paternalistic and racist ideology of their American overlords. Convinced that Haitians were not prepared for any democratic form of self-government, these elites believed in thedespotisme éclairé of the plus capables (the enlightened despotism of the most capable).

In addition, from their privileged class position they regarded the rest of their compatriots — especially the peasantry — with contempt. In an official letter to the nation’s prefects, President Borno openly expressed this disdain:

Our rural population, which represents nine-tenths of the Haitian population, is almost totally illiterate, ignorant and poor . . . it is still incapable of exercising the right to vote, and would be the easy prey of those bold speculators whose conscience hesitates at no lie.

[The] present electoral body . . . is characterized by a flagrant inability to assume . . . the heavy responsibilities of a political action.

Borno was a dictator, but a dictator under American control. His rule embodied what Haitians called la dictature bicéphale, the “dual despotism” of American imperialism and its domestic clients. This regime of repression had unintended consequences. It intensified the level of nationalist resistance to the occupation and contributed to a convergence of interests between intellectuals, students, public workers, and peasants.

This growing mobilization against the occupation precipitated the 1929 Marchaterre massacre, when some fifteen hundred peasants protesting high taxation confronted armed marines who then opened fire on the crowd. Twenty-four Haitians died and fifty-one were wounded. The massacre set in motion a series of events that would eventually lead the United States to reassess its policies and presence in Haiti.

President Herbert Hoover created a commission whose primary objective was to investigate “when and how we are to withdraw from Haiti.” The commission — which took the name of its chair, Cameron Forbes, who served in the Philippines as chief constabulary and then as governor — acknowledged that the US had not accomplished its mission and that it had failed “to understand the social problems of Haiti.”

While the commission astonishingly claimed that the occupation’s failure was due to the “brusque attempt to plant democracy there by drill and harrow” and to “its determination to set up a middle class,” it ultimately recommended the withdrawal of the United States from Haiti.

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The commission advised, however, that the withdrawal not be immediate, but rather that it should take place only after the successful “Haitianization” of the public services as well as the gendarmerie. Forbes also understood that President Borno had no legitimacy and could be sacrificed. Borno was forced to retire and arrange the election of an interim successor who would in turn organize general elections. Sténio Vincent, a moderate nationalist who favored a gradual, negotiated ending to the occupation, thus became president in November 1930.

Vincent’s gradualism was in tune with the Forbes Commission’s recommendation for the accelerated Haitianization of the commanding ranks of the government and the eventual withdrawal of all American troops. While Forbes and Vincent operated on the assumption that the United States’ withdrawal would not occur until 1936, the election of Franklin Roosevelt in 1932 altered events.

Roosevelt’s new “Good Neighbor” strategy toward Latin America was rooted in the premise that direct occupation through military intervention was expensive, counterproductive, and in most instances unnecessary. It was not that the forceful occupation of another country was precluded; it simply became a last resort.

Roosevelt understood that in Latin America, the United States could impose its hegemony through local allies and surrogates, especially through military corps and officers that it had trained, organized, and equipped. It is this perspective that explains the American decision to withdraw from Haiti. In fact, what Haitians came to call “second independence” arrived two months earlier than expected. On a visit to Cape Haitien, in the north of the country, Roosevelt announced that the American occupation would end on August 15, 1934.

After close to twenty years of dual dictatorship, Haitians were left with a changed nation. American rule had contributed to the centralization of power in Port-au-Prince and the modernization of the monarchical presidentialism that had always characterized Haitian politics. With the American occupation, praetorian power came to reside in the barracks of the capital, which had supplanted the regional armed bands that had hitherto been decisive in the making, and unmaking, of political regimes.

Moreover, the subordination of the Haitian president to American marine forces had nurtured a politics of military vetoes and interference that would eventually undermine civilian authority and help incite the numerous coups of post-occupation Haiti. To remain in office, the executive would have to depend on the support of the military, which had been centralized in Port-au-Prince.

The supremacy of Port-au-Prince also implied the privileging of urban classes to the detriment of the rural population. Peasants continued to be excluded from the moral community of les plus capables, and they came under a strict policing regime of law and order.

The occupation never intended to cut the roots of authoritarianism; instead, it planted them in a more rational and modern terrain. By establishing a communication network that became a means of policing and punishing the population, and by creating a more effective and disciplined coercive force, American rule left a legacy of authoritarian and centralized power. It suppressed whatever democratic and popular forms of accountability and protests it confronted, and nurtured the old patterns of fraudulent electoral practices, giving the armed forces ultimate veto on who would rule Haiti.

Elections during the occupation, and for more than seventy years afterward, were never truly free and fair. In most cases, the outcome of elections had less to do with the actual popular vote than with compromises reached between Haiti’s ruling classes and imperial forces. Thus, elections lacked the degree of honesty and openness required to define a democratic order. The occupation imposed its rule through fraud, violence, and deceit, and little changed after it ended.

It is true that the imperial presence from 1915 to 1934 contributed to the building of a modest infrastructure of roads and clinics, but it did so with the most paternalistic and racist energy. American authorities convinced themselves that their mission was to bring development and civilization to Haiti. They presumed that Haitians were utterly incapable of doing so on their own. Not surprisingly, they used methods of command and control to achieve their project, a practice that reinforced the existing authoritarian patterns of unaccountable, undemocratic governance.

Interestingly, when one examines the strategy and rhetoric from the 1915–1934 occupation, one can see that it foreshadowed the contemporary “modernization” and “failed states” theories that have justified western interventionism during and after the Cold War era. Except for its unmitigated racism, the old interventionism differs little from the twenty-first century doctrines of “humanitarian militarism” and “responsibility to protect.”

In fact, since the fall of the US-backed Duvalier dictatorship in 1986 and the catastrophic earthquake of 2010, the country has been involved in an unending democratic transition marred by persistent imperial interventions that have transformed it into a quasi-protectorate of the international community.

Foreign powers, particularly the United States and to a lesser extent France and Canada, have regarded Haiti as a “failed state” that could not function without the massive political, military, and economic presence of outsiders.

One hundred years after the first American occupation and three decades after Jean-Claude Duvalier’s popular ouster, Haiti has been reoccupied twice by American marines, who have paved the way for the current, interminable, and humiliating presence of a United Nations “peace-keeping” force. The imperial language has barely changed. American rhetoric justifies occupation in the name of “stability,” “domestic security,” and the dangers of “populist and anti-market political forces.” The US continues to promise the development of a modern capitalist economy, a middle class society, and a democratic order.

That all of these occupations failed miserably to achieve these goals indicate the obdurate limits and contradictions of any project of development sponsored and imposed by imperial forces. These occupations warn us also about the justifications, dangers, and vicissitudes of interventions in the current era of neoliberal globalization.

Facilitated by the corruptions of its ruling classes, old and new imperial interventions have consistently failed to deliver what they promise; in fact, they have condemned Haiti to virtual trusteeship, a vassal country suffering from a recurring emergency syndrome.

Robert Fatton Jr is a professor in the Department of Politics at the University of Virginia. His most recent book is Haiti: Trapped in the Outer Periphery.

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The “Black Republic:” The Meaning of Haitian Independence before the Occupation

Dessalines (1758-1806) famously declared that he had "avenged America" after securing Haitian independence.

Jean Jacques Dessalines (1758-1806) famously declared that he had “avenged America” after securing Haitian independence.

This is the second entry in a series on the centennial of the U.S. occupation of Haiti. The introduction to this series can be found here.

On January 1, 1804, Jean Jacques Dessalines and his fellow generals met at Gonaïves to declare formally their independence from France. The Haitian Declaration of Independence and the establishment of the first republic governed by men of African descent in the Western Hemisphere stunned whites and blacks in the United States. White planters and their sympathizers denounced Haiti, inventing the phrase “the horrors of Saint-Domingue” to describe the violent process by which an enslaved people had risen up, overthrown their masters, and fulfilled the worst fears of a slaveholding nation.[1] African Americans, however, articulated a much different interpretation of the Haitian Revolution. For some, the act of self-emancipation in Haiti stirred their own hopes for freedom. For others, the creation of a “Black Republic” was a radical assertion of racial equality, an unprecedented opportunity for blacks in the Western Hemisphere to demonstrate their ability to prosper as citizens and leaders of a modern nation. For many, then, Haiti had a special mission—a mission endorsed by its own political leaders—to the entire world. 

Enslaved blacks in the antebellum South were quick to embrace Haiti as an emblem of black freedom. In his biography of Frederick Douglass, Booker T. Washington noted that enslaved men and women knew “of the Haytian struggle for liberty” even if they were ignorant of everything except [their] master and the plantation.”[2] This was certainly true in the region of Douglass’s birth. One bishop of the African Methodist Episcopal Church born on Maryland’s Eastern Shore in 1821 recalled “old people speaking about persons going to Hayti” during his childhood. In particular, he remembered hearing a song about an enslaved youth who, “on account of bad treatment,” fled to Philadelphia before boarding a ship bound for Haiti. It went:

Poor Moses, poor Moses,

Sailing on the ocean.

Bless the Lord,

I am on the way,

Farewell to Georgia.

Moses is gone to Hayti.[3]

Moses, like some thirteen thousand other African Americans in the antebellum era, chose to leave the United States for Haiti. The United States was all slavery and “ill-treatment.” Haiti was freedom.

Free blacks in Philadelphia and other northern cities were no less enamored with Haiti. While some promoted emigration to that country, a greater number urged the United States to extend diplomatic recognition to it. In 1849, escaped slave and New York-based abolitionist Samuel Ringgold Ward lambasted white politicians who “refuse to acknowledge the independence of a Republic, the majority of whose citizens are black men, lest such an acknowledgement should offend negro haters in Washington.”[4] In Ward’s estimation, Haiti was not only a site where blacks could experience unparalleled freedom. Instead, it was a country that could prove wrong those who claimed that African Americans were unfit for citizenship because they could not claim a “legitimate” external nationality.[5] Consequently, Ward demanded that the United States finally acknowledge the sovereignty of a “Republic half a century old . . . that has done more to prove its capacity for self-government . . . than the United States.”[6]

The ideas about Haiti expressed by African Americans corresponded to the self-image held by Haitian elites. Believing that a mass influx of industrious African Americans would strengthen the economy of Haiti and help it win diplomatic recognition from the United States, Haitian President Jean-Pierre Boyer, a veteran of the Haitian Revolution, promoted emigration in U.S. newspapers. In doing so, he assured African Americans that Haiti’s “wise constitution . . . insures a free country to Africans and their descendants.” Moreover, he guaranteed that “Providence has destined Hayti for a land of promise, a sacred asylum, where our unfortunate brethren will, in the end, see their wound healed by the balm of equality, and their tears wiped away by the protecting hand of liberty.”[7] Such bold claims emboldened African Americans, leading individuals like Moses to equate Haiti with black freedom and others including Ward to link Haiti to elusive rights of citizenship.

They also set Haitians and African Americans up for disappointment. By romanticizing Haiti, elite Haitians and their African American counterparts recognized an indisputable fact: a nation birthed in slave insurrection and governed by black people would always possess a unique standing in global affairs. But they also placed an unfair set of expectations upon Haiti and those citizens who would bear the burden of ensuring that their country existed not only in reality but also in symbol; that it would embody everything an idealized “Black Republic” could and should be. Given the political and cultural confines of the nineteenth-century West, such lofty expectations would prove hard (perhaps even impossible) to meet.

Next month: “Ask Forgiveness from Dessalines:” Debating Haitian Independence on the Eve of Occupation

[1] White Americans, particularly white southerners’, reaction to the Haitian Revolution receives a more extended treatment in Alfred Hunt, Haiti’s Influence on Antebellum America: Slumbering Volcano in the Caribbean (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1988), 107-147.

[2] Booker T. Washington, Frederick Douglass (Philadelphia: G.W. Jacobs & Company, 1907), 144.

[3] Alexander Walker Wayman, My Recollections of African M.E. Ministers, or Forty Years’ Experience in the African Methodist Episcopal Church (Philadelphia: A.M.E. Book Rooms, 1881), 4.

[4] Impartial Citizen, August 15, 1849.

[5] My fellow AAIHS blogger, Patrick Rael, has, of course, captured these nationalist sentiments in his Black Identity and Black Protest in the Antebellum North (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2002).

[6] Impartial Citizen, August 15, 1849.

[7] Niles’ Weekly Register, July 1, 1820. For further reading on the African American emigration movement to Haiti, I recommend Sara Fanning, Caribbean Crossing: African Americans and the Haitian Emigration Movement (New York: New York University Press, 2015).

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Reflecting on the U.S. Occupation of Haiti, One Hundred Years Later

Brandon Byrd

African American Intellectual History Society

January 13, 2015

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U.S. Marines Patrol Haiti, 1915

This year marks the anniversary of two cataclysmic events in Haitian history: the U.S. occupation of Haiti in 1915 and the earthquake of 2010. While the latter deserves (and is receiving) ample attention, I plan on devoting my posts this year to the centennial of the occupation. This post introduces what I hope will be a compelling series for readers interested in the links among U.S. imperialism, Haiti, and black intellectual history.

In 1915, United States Marines invaded Haiti. U.S. policymakers justified the invasion by pointing to the death of Haitian President Vilbrun Guillaume Sam at the hands of a mob. But this violence was more a convenience than a concern. U.S. officials had spent the previous decades attempting to obtain Haitian territory for use as a coaling station and sanctioning the seizure of Haitian finances by U.S. banks. Now, with the outbreak of World War I portending a German encroachment in the Caribbean, President Woodrow Wilson and his subordinates identified the unrest in Port-au-Prince as the perfect excuse to realize longstanding military and economic aspirations. It allowed them to act on their racism, too. In the estimation of Wilson’s Secretary of State, Haitians had proven their “inherent tendency to revert to savagery.”[1] It never occurred to him that a government committed to Jim Crow had no business acting as an agent of civilization.

An occupation motivated by these prejudices had an unsurprising effect: it crippled Haiti. Occupation administrators revived old labor laws and conscripted Haitians for public works projects. At the same time, they formed the Gendermarie, a law enforcement body that gave Marines full control over Haitian soldiers. The restructuring of the Haitian political system allowed for both excesses. Occupation authorities arrested dissidents, censored the press, enforced racial segregation, installed a puppet president, seized the state treasury, and crafted a new constitution that eliminated an historic ban on foreign landownership in Haiti. These developments convinced Haitians that the Americans had come to re-enslave a people whose ancestors had dared to emancipate themselves.

The attempt to re-forge the bonds of slavery broken during the Haitian Revolution met considerable resistance, though. Peasants mobilized throughout the countryside to repel the Marines. Moreover, Haitian journalists published anti-occupation articles, politicians resigned their posts, musicians penned songs of liberation, professionals established nationalist organizations, workers unionized, and students went on strike. African Americans joined this resistance. National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) Field Secretary James Weldon Johnson implored his peers to take special interest in restoring the sovereignty of Haiti, “the one best chance that the Negro has . . . to prove that he is capable of the highest self-government.”[2] Many did. Black men and women collaborated with Haitian nationalist groups and formed their own anti-occupation organizations. They reported on conditions in occupied Haiti, inspired white liberals to oppose the occupation, and refused to vote for any politician who did not do likewise. Black activists realized a truth voiced by the NAACP: “it was unquestionably the race prejudice which prevails in the United States that made possible the brutalities practiced . . . upon citizens of the Negro Republic of Haiti.”[3] It was their hope that the restoration of Haitian independence in 1934 would hasten the death of white supremacy in America.

Although the occupation has been remembered (if at all) as a minor episode in U.S. imperialism, it had a profound impact on Americans. As historian Mary A. Renda shows, the polemics of Marines who occupied Haiti entrenched a paternalistic concept of empire and a fantastic idea of “voodoo” in the American consciousness.[4] The occupation also transformed black political culture. Black elites had traditionally embraced Western theories of civilization and asserted their equality by stressing their “Americanness.” But as Haiti groaned under the weight of imperialism, black intellectuals now prioritized race over nation. Alongside Haitian intellectuals, they defended black folk culture and critiqued capitalism as well as imperialism. Their decision to challenge the global structures of racial inequality rather than operate from within them provided the foundations of modern black political protest.

The impact of the occupation was, however, most pronounced in Haiti. Besides killing upwards of 11,500 Haitians, U.S. Marines destabilized Haitian economic and political geographies by ensuring that all roads literally led to Port-au-Prince. Occupation officials also militarized Haiti to an unprecedented extent through the creation of the Gendermarie (later changed to the Garde d’Haiti). Finally, the occupation eroded local governance and solidified the influence of the United States and other outside nations upon Haiti. Indeed, the present proliferation of United Nations troops and foreign non-governmental organizations conjures images of the U.S. occupation to many Haitian activists. The comparisons are not baseless.

Historian Laurent Dubois notes that “a different Haiti is—always, and still—possible.”[5] But only if we grapple with its history and the outsized role that the United States has exerted upon it. The centennial of the occupation offers the ideal opportunity to do so. The invasion of Haiti by U.S. Marines transformed U.S. culture and foreign policy. It changed black thought. It devastated Haiti. Any thought of a “different” Haiti must, then, proceed from the acknowledgment that contemporary Haiti is not ahistorical. Instead, it is a product of imperialist intervention. It is the result of Pan-African solidarity. It is the consequence of past decisions made by outsiders who also envisioned a “different” Haiti, for better or worse. I hope, then, that this series becomes just one part of a larger conversation about the material and intellectual effects of an occupation that is more present than past.

Next month: The “Black Republic:” The Meaning of Haitian Independence before the Occupation

[1] Laurent Dubois, Haiti: The Aftershocks of History (New York: Metropolitan Books, 2012), 213-215.

[2] James Weldon Johnson, “The Truth About Haiti: An N.A.A.C.P. Investigation,” Crisis 20, no. 5 (September 1920) 223-224.

[3] Eleventh Annual Report of the National Association for the Advancement of Colored People for the Year 1920 (New York: National Association for the Advancement of Colored People National Office, 1921), 7.

[4] Mary A. Renda, Taking Haiti: Military Occupation and the Culture of U.S. Imperialism, 1915-1940 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2001).

[5] Dubois, 370.

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