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Archive for the ‘Linchamientos’ Category

Comparto este interesante artículo del historiador Chad Pearson analizando al Ku Klux Klan como una asociación de patrones  (empresarios) que usaba la violencia y el terror para garantizar el control de la mano de obra negra en el Sur. El Dr. Pearson es  profesor de historia en el Collin College. Es autor de Reform or Repression: Organizing America’s Anti-Union Movement (University of Pennsylvania Press, 2016) y coeditor con Rosemary Feurer de Against Labor: How U.S. Employers Organized to Defeat Union Activism (University of Illinois Press, 2017). Su actual proyecto, titulado Capital’s Terrorists: Klansmen, Lawmen, and Employers in the Long Nineteenth Century será publicado por la University of North Carolina Press.


Ku Klux Klan | Definition & History | Britannica

El Ku Klux Klan también fue una asociación de jefes

CHAD PEARSON

Jacobin  27 de julio de 2021

La Guerra Civil revolucionó las relaciones laborales sureñas. Las personas esclavizadas huyeron de las plantaciones, tomaron las armas contra sus brutales explotadores y forjaron nuevos horizontes políticos. El futuro parecía prometedor.

Para los propietarios de plantaciones, sin embargo, esta transformación fue una pesadillla:  los trabajadores que tenían en servidumbre habían librado una “huelga general”, como W.E.B. Du Bois la llamó más tarde, dejándolos financieramente vulnerables e intensamente sacudidos. Este grupo racista y revanchista no se limitó a llorar sus derrotas, sino que se organizaron.

A través de los años de la Reconstrucción, la clase dominante sureña se resistió ferozmente a la eflorescencia de la libertad negra. Los restrictivos códigos negros, las políticas pro-plantadores del presidente Andrew Johnson, los disturbios racistas en Memphis y Nueva Orleans y, sobre todo, el terrorismo generalizado del Ku Klux Klan demostraron brutalmente los límites de la emancipación. Liderado por antiguos dueños de esclavos, el Klan reunía varias formas de violencia para impedir que los afroamericanos votaran o asistieran a las escuelas, intimidar a los carpetbaggers del norte y garantizar, según un documento sin fecha del Klan, que las personas liberadas continúen con su trabajo correspondiente”.

kkkmembershipcard

Membership card of A.F. Handcock in the Invisible Empire Knights of the Ku Klux Klan (1928)

Los capítulos del Klan, repartidos de manera desigual en muchas partes del Sur, prometieron abordar los problemas laborales más apremiantes de los plantadores. Después de enterarse de la existencia de esta organización, Nathan Bedford Forrest — el ex comerciante de esclavos, principal carnicero en la batalla de 1864 en Fort Pillow, y el primer Gran Mago de la organización — expresó su aprobación de su secretividad, actividades y objetivos: “Eso es algo bueno; eso es muy bueno. Podemos usarla para mantener a los negros en su lugar”.

Mantenerlos  en su lugar no fue una tarea fácil: los afroamericanos abandonaron ansiosamente las granjas y plantaciones, lo que causó una escasez generalizada de mano de obra. Alfred Richardson, un afroamericano de Georgia, observó que los plantadores seguían profundamente frustrados porque no podían cultivar sus productos. Pero el KKK demostró ser una de las mejores herramientas de los empleadores del Sur para imponer violentamente su voluntad.

Los problemas laborales de los plantadores

Durante décadas, los historiadores han debatido la mejor manera de caracterizar al KKK, una organización terrorista supremacista blanca lanzada por veteranos confederados que surgió por primera vez en Pulaski, Tennessee, en 1866 antes de extenderse por todo el sur. Cientos de miles se unieron a ésta, aunque obtener un recuento detallado de los miembros reales es prácticamente imposible debido al secretismo de la organización.

Sin embargo, muchas cosas no están en discusión: los miembros del Klan estaban estrechamente vinculados al Partido Demócrata y usaban la violencia —azotes, ahorcamientos, ahogamientos, violencia sexual, expulsiones— contra afroamericanos y republicanos “insubordinados” de todas las razas. Los miembros del Klan también utilizaron formas “más suaves” de represión, incluyendo la quema de escuelas y libros y la creación en listas negras de maestros procedentes del Norte. También buscaron evitar que los afroamericanos se educaran. Según Z. B. Hargrove de Georgia, los miembros del Klan ocasionalmente azotaban a personas liberadas “por ser demasiado inteligentes”.

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Nathan Bedford Forrest. (Wikimedia Commons)

El racismo unió a los miembros blancos del Klan independientemente de las diferencias de clase, pero no todos jugaron un papel igual en la organización. El liderazgo del Klan consistía principalmente en propietarios de plantaciones, abogados, editores de periódicos y propietarios de tiendas con movilidad descendente, los más perjudicados por la transformación radical de la economía y las relaciones laborales del Sur.

Estos hombres estaban enfurecidos por su posición económica en declive y la ascensión de los hombres negros a posiciones de poder político. El líder del Klan con sede en Carolina del Norte, Randolph Abbott Shotwell, se quejó de que los hombres negros recién empoderados habían ayudado al gobierno federal a derribar “los derechos del amo” y privar de derechos a “una gran proporción de los hombres más capaces y mejores en la raza naturalmente dominante”.

Las miembros resentidos de la élite como Shotwell y Forres estaban decididos a restablecer su poder. Abundante evidencia sugiere que el Klan de la era de la Reconstrucción funcionó como una asociación de patronos con objetivos que, de alguna manera, se asemejaban a los objetivos de otras organizaciones empresariales anti-laborales.

Los líderes del Klan exigieron que las masas negras realizaran una función: participar en formas de trabajo agotadoras y brutalmente intensas que se asemejaban a la vida de las plantaciones anteriores a la Guerra Civil. Los miembros del Klan trataron de evitar que los afroamericanos abandonaran los lugares de trabajo, participaran en reuniones políticas, buscaran educación, accedieran a armas de fuego o se unieran a organizaciones destinadas a desafiar a sus explotadores. Como un observador de Georgia le dijo a un comité de investigación del Congreso en 1871, “Creo que su propósito es controlar el gobierno del estado y controlar el trabajo negro, lo mismo que lo hicieron bajo la esclavitud”.

Cotton Field - Landscape

Campo algodonero

Mientras que los miembros del Klan insistieron en que las masas negras pasaran sus horas de vigilia plantando y recogiendo cultivos, muchos se negaron a creer que estos mismos trabajadores merecían paga por sus esfuerzos. Según un informe de 1871 de Tennessee, con frecuencia “el empleador enmarca alguna excusa y reñía con el trabajador, quien se veía obligado a dejar su cosecha y su salario por el terror al Klan, que, en todos los casos, simpatizaba con los empleadores blancos”. Estos casos eran más parecidos a la esclavitud que al sistema de trabajo libre prometido por la emancipación.

El Klan como asociación de patronos

Pocos estudiosos han etiquetado al Klan como una asociación de empleadores, y la mayoría de los historiadores de la gestión han ignorado la Reconstrucción del Sur. El importante libro de Clarence Bonnett de 1922, Employers’ Associations in the United States: A Study of Typical Associations, es mudo sobre el Klan, centrándose exclusivamente en las organizaciones dirigidas por empresas que se formaron a finales del siglo XIX en el norte para contrarrestar el movimiento laboral cada vez más agitado.

Sin embargo, la definición de Bonnett es flexible, permitiéndonos aplicarla a las acciones de las organizaciones de vigilantes de la Reconstrucción: “Una asociación de patronos es un grupo que está compuesto o fomentado por los empleadores y que busca promover el interés de estos en los asuntos laborales. El grupo, en consecuencia, es (1) una organización formal o informal de empleadores, o (2) una colección de individuos cuya agrupación es fomentada por los empleadores”.

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Libertos votando, New Orleans, 1867.    (Wikimedia Commons)

Por supuesto, las asociaciones de empleadores del Klan de la era de la Reconstrucción y de la Era Progresista enmarcaron sus respectivos problemas laborales de manera muy diferente. Mientras que los miembros de las alianzas de empleadores y ciudadanos del norte promocionaban la libertad de la que supuestamente disfrutaban los trabajadores industriales (a saber, no afiliarse a sindicatos), los miembros del Klan no tenían ningún interés en tratar de ganar legitimidad de las masas afroamericanas.

Esto no quiere decir que las asociaciones de empleadores con sede en el Norte aceptaran estallidos de disturbios laborales. Ellos también utilizaron técnicas coercitivas, como guardias privados y secuestros, palizas y ahorcamientos, y se beneficiaron de las rápidas intervenciones de la policía y los guardias nacionales. Pero retóricamente, las asociaciones de empleadores de la Era Progresista a menudo empleaban el lenguaje Lincolnesque  de “trabajo libre”, señalando a las masas de trabajadores “libres” que lo mejor para ellos era trabajar diligentemente y cooperar con sus jefes. Aquellos que optaron por caminos más belicosos a menudo eran despedidos y colocados en una lista negra -reprimidos, sí, pero muy diferente de lo que experimentaron los libertos.

Los miembros del Klan hablaban el lenguaje sin adornos del dominio racial y de clase, y lo siguieron adelante con extrema brutalidad. Si medimos el número de asesinatos y palizas, el Klan fue mucho más violento que la mayoría de las asociaciones de empleadores con sede en el Norte. El historiador Stephen Budiansky ha calculado  que los vigilantes blancos asesinaron a más de tres mil personas durante el período de Reconstrucción.

Ku Klux Klan: Origin, Members & Facts - HISTORY

Sin embargo, los miembros del Klan eran estratégicos, empleando amenazas, secuestros y azotes para lograr los objetivos principales de las clases dominantes del Sur. Esto significaba mantener a la gente liberada alejada de las urnas electorales, romper reuniones políticas y asesinar a los hombres y mujeres más irremediablemente rebeldes. “Los asaltantes blancos”, ha señalado el historiador Douglas Egerton, “no simplemente atacaron a los negros por ser negros”. En cambio, usaron la intimidación y la violencia contra lo que consideraban hombres y mujeres vagos, poco confiables, irrespetuosos y desafiantes.

Las acciones espantosas como azotes y ahorcamientos sirvieron a las necesidades de la gerencia, ayudando a disciplinar a un número incontable de trabajadores. El cultivador de algodón de Mississippi Robert Philip Howell, por ejemplo, expresó su agradecimiento al Klan porque, en 1868, sus miembros ayudaron a resolver sus problemas con los “negros libres”: “si no hubiera sido por su miedo mortal al Ku-Klux, no creo que pudiéramos haberlos manejado tan bien como lo hicimos”.

Sharecroppers in Georgia · Textbook

Aparceros negros en Georgia

Tampoco el hecho de que los blancos pobres y de clase trabajadora participaran en los capítulos del Klan significa que no deberíamos considerar al KKK como una organización de jefes: lograr el control laboral casi siempre ha implicado coordinar grupos de participantes entre clases. Después de todo, las asociaciones de empleadores, en su mayoría con sede en el norte, no podrían haber logrado romper las huelgas y acabar con los sindicatos sin las movilizaciones de rompe huelgas durante los conflictos laborales.

El Klan, entonces, era una asociación de empleadores particularmente despiadada, particularmente racista,  pero era igual era una asociación de empleadores. Y fue brutalmente efectiva.

El miedo cubrió a la clase obrera negra, en su mayoría agrícola. Aunque los negros en todo el Sur ya no eran “propiedad”, la amenaza de la violencia organizada por el Klan se cernía sobre ellos. Demasiados pasos en falso, incluidas formas sutiles y frecuentes de insubordinación, podrían conducir a encuentros no deseados con hombres encapuchados seguidos de amenazas, palizas e incluso la muerte. Los miembros del Klan eran los despiadados ejecutores de la administración, asegurando que las masas mantuvieran la cabeza baja y trabajaran eficientemente.

Algunas personas liberadas se unieron a organizaciones de resistencia como las Ligas de la Unión. Estas organizaciones aliadas de los republicanos estaban activas en estados como Alabama, donde los miembros celebraban reuniones, movilizaban a los votantes y, a menudo, actividades muy alejadas de sus deberes “apropiados” en el lugar de trabajo.

Pero en respuesta, los miembros del Klan conspiraron entre sí antes de allanar las casas de los miembros de la Liga, azotar a los residentes, arrebatar sus armas y exigir que se mantuvieran alejados de las urnas electorales. Perdonaban vidas sólo cuando sus víctimas prometían abandonar las ligas. Sólo en Alabama, los miembros del Klan asesinaron a  unos quince miembros de la Liga entre 1868 y 1871.

Contrarrevolución de la propiedad”

Asegurar que los afroamericanos permanecieran atados (a veces literalmente) a granjas, plantaciones y otros lugares de trabajo mientras recibían poca compensación era uno de los objetivos centrales de las élites del Sur, las mismas personas que se beneficiaron de la esclavitud antes de la Guerra Civil. Mientras que los blancos de todas las clases se unieron a las ramas del Klan — y participaron con entusiasmo en ataques contra maestros del Norte, administradores del Freedmen Bureau y miembros de la Liga sindical — las élites llevaban la voz cantante.

Esta fue una “Contrarrevolución de la Propiedad”, como dijo  W. E.B. Du Bois. Los reformadores de la era de la Reconstrucción no proporcionaron una libertad genuina a los antiguos esclavos, escribió, en parte “porque la dictadura militar detrás del trabajo no funcionó con éxito frente al Ku Klux Klan”. Al igual que las asociaciones de empleadores con sede en el Norte, el KKK luchó por los intereses de los miembros más poderosos de la sociedad, repartiendo violencia y terror en nombre de los empleadores agrícolas.

Sharecropping and the Great Migration North - ​​Uncle Jessie White

Deberíamos apreciar los enormes avances emancipadores de la Guerra Civil sin perder de vista las formas en que la clase dominante sureña luchó para aferrarse al poder. Lo hicieron en parte desempeñando roles de liderazgo en el Klan y apoyando activamente a las numerosas organizaciones de vigilantes racistas que exigían la subordinación laboral.

Al destacar sus intereses de clase fundamentales, podemos entender mejor las razones de sus actos estratégicos de terror. Estos hombres perdieron quizás el conflicto más significativo para la democracia en la historia de Estados Unidos, pero no dejaron de luchar contra las fuerzas de liberación.

Traducción de Norberto Barreto Velázquez

 

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Comparto con mis lectores este interesante trabajo del historiador argentino Federico Mare sobre la llamada causa perdida (Lost Cause). Tras su derrota en la guerra civil, el Sur desarrolló una narrativa explicando su rebelión como una acto «autodeterminación». Es  así como, el conflicto civil para a sser representado como una guerra de independencia en la que el Sur luchaba por su libertad frente a la agresión del Norte. De acuerdo con los antiguos confederados, su rebelión no había sido causado por su deseo de mantener la esclavitud como la base económica de su sociedad, sino por su deseo de salvar su forma de vida y su «libertad».

Mare analiza muy bien el origen, desarrollo y significado del mito de la  Lost Cause, vinculándole con las actuales luchas raciales en Estados Unidos.


La causa perdida de la Confederación y la anatomía de un mito reaccionario en tiempos del Black Lives Matter

El 12 de agosto de 2017, una mujer murió asesinada en la ciudad sureña de Charlottesville, Virginia, a manos de un activista de extrema derecha, por reclamar la remoción de un monumento del general Robert Edward Lee. La noticia conmocionó a los Estados Unidos. Tras la tragedia, cobró impulso, en muchas partes del país, el movimiento anticonfederado de desmonumentalización. Numerosos memoriales, estatuas, obeliscos, placas conmemorativas, etc., fueron retirados o vandalizados. Cuando parecía que la revuelta iconoclasta era cosa del pasado, el crimen de George Floyd en Mineápolis –perpetrado por la policía de Minnesota el 25 de mayo de 2020, en medio de la crisis pandémica– la revitalizó. Más aún: la potente caja de resonancia del Black Lives Matter (BLM), con sus protestas y puebladas masivas, le dio al movimiento desmonumentalizador una magnitud inédita, nunca antes alcanzada. El presente ensayo aborda un aspecto del imaginario cultural estadounidense que resulta clave para contextualizar y comprender estos sucesos.

No vaya a creerse que el revisionismo histórico de derecha es privativo de Argentina. Los Estados Unidos también tienen uno. Y goza, por cierto, de muy buena salud. Aquí, en estas latitudes australes desde donde escribo, el camino preferido de los historiadores revisionistas de derecha (Carlos Ibarguren, los hermanos Irazusta, Manuel Gálvez y epígonos) ha sido siempre la apología e idealización de Juan Manuel de Rosas y su época. Allá, en el país del Tío Sam, la senda predilecta de los revisionistas conservadores más recalcitrantes ha sido, tradicionalmente, la justificación ideológica y la evocación romántica del Viejo Sur, vale decir, el Sur del Antebellum (1783-1861) y de la guerra de Secesión (1861-65), así como del primer Ku Klux Klan y los redeemers en la era de la Reconstrucción (1865-77).

Historians to the Rescue! - Lawyers, Guns & Money

Esta tradición historiográfica recibe el nombre de Lost Cause of the Confederacy (causa perdida de la Confederación), o, más a menudo, simplemente Lost Cause. Sus fundadores fueron el periodista Edward Pollard (1832-1872), el general retirado Jubal Early (1816-1894) y el expresidente de los Estados Confederados Jefferson Davis (1808-1889). Luego vendrían muchos más, tanto a fines del siglo XIX y a lo largo del XX, como en lo que va del nuevo milenio. Pero Pollard, Early y Davis fueron los pioneros. Ellos sentaron las bases del revisionismo histórico sudista.

Su pathos es la nostalgia; su ethos, el panegírico. Hace gala de una retórica deslumbrante, pero el rigor científico no está entre sus mayores virtudes. Es un discurso plagado de tergiversaciones, omisiones y exageraciones tendenciosas, que nace y termina en la General Order No. 9, el discurso de despedida del general Lee a sus tropas, con motivo de la rendición del Sur. La sentimental General Order No. 9 es la musa inspiradora del relato de la Lost Cause, y también su lecho de Procusto.

Cuartel General, Ejército de Virginia del Norte, 10 de abril de 1865

Orden General

Nº 9

Después de cuatro años de arduo servicio marcado por un coraje y fortaleza insuperables, el Ejército de Virginia del Norte se ha visto obligado a rendirse ante las cifras y los recursos.

No necesito decir a los valientes supervivientes de tantas batallas combatidas, que han permanecido firmes hasta el final, que he consentido este resultado sin ninguna desconfianza hacia ellos, pero la sensación de que el valor y la devoción no podrían conseguir nada que pudiera compensar las pérdidas que supondría la continuación de la contienda, han hecho que decida evitar el inútil sacrificio de aquellos que prestaron servicios y se ganaron el afecto de sus compatriotas.

Según los términos del acuerdo, oficiales y hombres pueden regresar a sus hogares y permanecerán allí hasta el intercambio. Podéis estar satisfechos siendo conscientes del deber fielmente realizado; y yo sinceramente ruego que Dios misericordioso os bendiga y proteja.

Con una incesante admiración por vuestra constancia y devoción hacia vuestro país, y un recuerdo agradecido por vuestra consideración amable y generosa hacia mí, os saludo a todos con una cariñosa despedida.

R. E. Lee, General, Orden General nº 9.

La Lost Cause, la causa perdida de la Confederación, es la política de la memoria del supremacismo blanco sureño. La segregación racial institucionalizada (leyes de Jim Crow) que el movimiento de derechos civiles y el Black Power, en los 60, pusieron en crisis y lograron erradicar, lo mismo que la cultura racista de facto que ha pervivido hasta hoy en el Sur profundo (y no solo allí), reconocen, en aquella narrativa histórica mitologizada, un componente medular de su imaginario político y cultural. El relato es más o menos así:

Había una vez, en tiempos del Antebellum (antes de la guerra de Secesión), un Sur próspero, pacífico y feliz. Era una sociedad jerárquica, donde primaban el orden y la armonía. Un organismo sano donde cada órgano cumplía su función. Cada quien ocupaba su lugar en el viejo Dixie (Sur), y todos hacían lo que debían hacer, conforme a la ley natural y divina.

Archivo:1890s pre civil war scene.jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

La cabeza, la élite blanca de los plantadores, gobernaba el cuerpo social con prudencia, sabiduría, probidad y todas las otras virtudes inherentes a la aristocracia. En justa recompensa por ello, la riqueza y el prestigio estaban en sus manos. Los gentlemen sureños eran hombres rectos y cultos, honorables y gallardos. Eran epítomes de la caballerosidad, y nada tenían que envidiarles a los nobles del Viejo Continente, aunque no detentaran títulos de nobleza. Poseían grandes plantaciones de algodón u otros cultivos, mansiones señoriales y muchos esclavos negros, a los que trataban paternalmente, con suma benignidad. Eran buenos patriotas y cristianos devotos (mayormente episcopales, es decir, anglicanos). Los más jóvenes, cortejaban a las Southern belles (bellezas sureñas) con su sofisticado arte de la galantería, cual cortesanos de Versalles en tiempos del Rey Sol.

Más abajo, la clase media: granjeros, artesanos, pequeños y medianos comerciantes, trabajadores de oficios, capataces, maestros de escuela, predicadores… Ciudadanos blancos de condición más modesta, gentes laboriosas y ahorrativas, de vida austera y sencilla. También eran –como los plantadores– buenos patriotas y cristianos devotos (bautistas sobre todo).

En la base de la pirámide social, la esclavatura, la gran masa de esclavos africanos y afrodescendientes. Negros fieles y obedientes, solícitos y diligentes, inocentes y felices, humildes y agradecidos. Y también ovejas mansas del Señor.

Es el Sur idílico, bucólico, que Dan Emmett, allá por 1859, inmortaliza en su canción Dixie, algo así como el canto del cisne de la cultura sureña del Antebellum; canción proesclavista compuesta en reacción a las críticas del abolicionismo Yankee, luego devenida, durante la guerra civil, en himno popular de la Confederación.

Me gustaría estar en la tierra del algodón

Los viejos tiempos allí no se olvidan […]

En Dixieland donde nací […]

Me gustaría estar en Dixie

Lejos, lejos

En Dixieland voy a tomar mi posición

Para vivir y morir en Dixie

Lejos, lejos, lejos hacia el sur, en Dixie.

Pero sigamos narrando el mito. Un día, el Norte tiránico, con sus abusos y agravios, con su prepotencia y agresividad, forzó al Sur a separarse de la Unión y declarar la guerra, en salvaguardia de sus derechos y modo de vida, de su libertad y dignidad (la defensa de la esclavitud fue una preocupación secundaria). La secesión era completamente legítima, pues no transgredía la letra y el espíritu de la Constitución estadounidense. Había que proteger a Dixie de Lincoln, el peor déspota populista que tuvo América en su historia.

Early, Jubal A. (1816–1894) – Encyclopedia Virginia

Los sureños eran mejores soldados. Combatían con más coraje y destreza que los Yankees. Sus generales, formados en West Point, eran los mejores estrategas de Norteamérica: Robert E. Lee, Albert Sidney Johnston, Thomas Stonewall Jackson… La mejor caballería era también la confederada. Pero los Yankees eran mucho más numerosos, y poseían más dinero, más tecnología, más industrias, más recursos. Sus generales (Grant, Sherman, Sheridan, etc.) eran desleales e inescrupulosos, ventajistas y crueles. El general Lee era infalible en sus decisiones estratégicas y tácticas, pero algunos de sus lugartenientes cometieron errores que se pagaron caro. Y así, la guerra civil la ganó finalmente el Norte.

El Sur quedó diezmado, devastado, empobrecido. Y durante largo tiempo, estuvo ocupado por las tropas federales, gobernado por interventores militares foráneos designados en Washington. Se anunció oficialmente, con bombos y platillos, que vendrían años de reparación y reconciliación para el Sur. Fue una cínica mentira. La llamada Reconstrucción resultó ser una época aún más funesta que la guerra civil, una época de opresión y corrupción, de despojo y subversión, de maltratos y humillaciones.

Los negros, desmadrados por la abolición de la esclavitud, pervertidos y soliviantados por la demagogia del ala radical del Partido Republicano (derogación de los Black Codes, otorgamiento de derechos civiles y políticos, promesas o iniciativas de reforma agraria como la forty acres and a mule, asistencialismo del Freedmen’s Bureau, farsa electoral, etc.), se entregaron a la vagancia, al alcoholismo y el libertinaje sexual, al robo y las usurpaciones de tierras, a la venganza y el crimen, a la politiquería sórdida del clientelismo y el fraude. Al volverse freedmen (libertos), los negros se depravaron por completo; y los antiguos amos, desamparados, quedaron expuestos a su revanchismo feroz, a menudo sangriento.

Dixie, además, se llenó de carpetbaggers, blancos norteños que venían a hacer su agosto: funcionarios demagógicos del Partido Republicano, oficiales sedientos de promoción rápida, maestros y médicos de ideas extremistas, ministros religiosos abolicionistas, periodistas y reformadores radicalizados, mercachifles oportunistas, leguleyos deshonestos y otros forasteros advenedizos… Todos ellos tenían un mismo modus operandi: caían de repente y con vehemencia, como una plaga de langostas, como una invasión de harpías; lucraban con rapacidad, devorándolo todo; y cuando nada más quedaba por engullir, desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, con sus inmundas carpet bags (maletas de viaje ordinarias hechas con alfombra reciclada) repletas de dólares mal habidos.

El infortunio, para colmo, se vio agravado por blancos sureños traidores que, movidos por el interés y la codicia, se incorporaron al Partido Republicano y prestaron su activa colaboración a los intrusos Yankees, obteniendo una buena tajada por su defección: los scalawags. Con su proceder digno de Judas, se ganaron el desprecio y el odio de la gente sureña de bien.

Hasta que un día, Dixie se puso de pie. Muchos ciudadanos blancos, disconformes con la Reconstrucción, añorando los tiempos del Antebellum, empezaron a unirse y organizarse. Eran los redeemers, los redentores del Sur. Hombres principistas, abnegados, lucharon con denuedo por su tierra natal. Sus objetivos eran nobles: restituir a los estados sureños su autonomía política perdida, y restaurar la paz social implantando un nuevo régimen de supremacía blanca. No pocos redeemers tomaron las armas, y nucleados en una hermandad secreta llamada Ku Klux Klan –digna emulación de los templarios, los cruzados y los caballeros del Rey Arturo– combatieron con heroísmo a los enemigos de Dixie: negros bellacos, carpetbaggers execrables y scalawags predestinados al noveno círculo del infierno dantesco.

La lucha pronto dio sus frutos. Las odiosas tropas Yankees fueron evacuadas. Los republicanos radicales acabaron siendo desalojados del poder por los demócratas borbónicos (conservadores). Los estados sureños volvieron a autogobernarse. Las leyes de Jim Crow, sin restablecer el esclavismo clásico del Antebellum (la transformación de la esclavatura en mano de obra asalariada no tuvo marcha atrás), garantizaron al menos la vigencia de un orden jerárquico aggiornado, basado en la diferenciación y separación de las razas. Y así, por fin, Dixie volvió a ser una sociedad armónica y feliz.

Thomas Nast: His Period and His Pictures (1904) Part 7 — DonkeyHotey

Esta tradición historiográfica tan alejada de la realidad, tan cercana al mito, empezó a formarse no bien concluyó la guerra civil, con el discurso de despedida del general Lee en Appomattox. Fue creciendo, poco a poco, con la efeméride del Confederate Memorial Day, cada 26 de abril; con la aparición de artículos y libros revisionistas, como la obra señera de Pollard The Lost Cause (1866); con la proliferación de asociaciones conmemorativas (Veteranos Confederados Unidos e Hijas Unidas de la Confederación, entre otras); con la construcción de monumentos a los próceres militares y civiles del Sur separatista, como Lee, Stonewall Jackson y Davis (especialmente los de la Monument Avenue, en Richmond); con la inauguración, en 1896, del Museo de la Guerra Civil Estadounidense. Hacia principios del siglo XX, la tradición de la Lost Cause ya había alcanzado su madurez, y estaba firmemente arraigada en el imaginario blanco sureño. Las artes de la época (literatura, teatro, música, pintura, etc.), con su nostalgia omnipresente del viejo Dixie, con su épica marcial del uniforme gris y la rebel flag, así lo evidencian.

Lost Cause of the Confederacy - Wikipedia

El 3 de junio de 1907, con motivo del 99º aniversario del natalicio de Jefferson Davis (el único presidente que tuvieron los Estados Confederados de América en su corta existencia de cuatro años), se realizó un desfile a caballo por las calles de Richmond, Virginia, la antigua capital del Sur secesionista. Fue un acto multitudinario, cuidadosamente organizado, de gran colorido y solemnidad. Miles de añosos veteranos de la Confederación, pulcramente ataviados con sus uniformes de gala y condecoraciones de guerra, cabalgaron hasta el Jefferson Davis Monument enarbolando un sinnúmero de banderas rebeldes, con sus trece estrellas blancas y su cruz azul de San Andrés recortada sobre fondo rojo. Muchas esposas, viudas e hijas de soldados confederados participaron del homenaje. Desafiando el paso del tiempo, el general retirado George Washington Custis Lee, hijo mayor de Robert E. Lee, encabezó el desfile. Tenía a la sazón 74 años de edad. Asumió complacido, orgulloso, el rol que todos esperaban de él: ser una reliquia viviente del Viejo Sur en pleno siglo XX. Una periodista virginiana, Edyth Gertrude Carter Beveridge, capturó con su cámara, para la posteridad, esta conmemoración patriotera rayana en lo grotesco.

The end of the South's Religion of the Lost Cause (COMMENTARY)El relato de la Lost Cause vino a cumplir, en los Estados Unidos de la posguerra civil, una doble función ideológica de importancia capital. Por un lado, religó al Nuevo Sur con el Viejo, exorcizando los sentimientos de culpa, vergüenza y desánimo de muchos sureños blancos. Por otro, reconcilió al Nuevo Sur con el resto del país, y al resto del país con el Nuevo Sur. Recapitulemos sus premisas: 1) la esclavitud no había sido tan mala después de todo, debido a su carácter paternalista; 2) fue la defensa de las autonomías estaduales, más que los intereses creados de los plantadores, lo que condujo a la secesión y la guerra civil; 3) los sureños se escindieron de la Unión no por gusto, sino obligados por las circunstancias; 4) la victoria del Norte fue más demográfica, tecnológica y económica que propiamente militar; 5) el Gral. Lee nunca cometió un error, aunque sí algunos de sus subalternos; 6) los soldados y oficiales confederados merecen el respeto y la admiración de todos –incluso de sus antiguos enemigos– por su valentía, eficiencia, honorabilidad y patriotismo; 7) la política republicana de Reconstrucción, presa del radicalismo, incurrió en demasiados excesos e injusticias; 8) finalizada la ocupación militar, los redeemers pusieron las cosas en su lugar; 9) la violencia del KKK fue en legítima defensa; 10) el nuevo orden sureño del separate but equal (separados pero iguales) consiguió pacificar y armonizar la convivencia de razas, sin transgredir la Enmienda XIV de la Constitución. Pocas veces la historiografía moderna ha estado tan saturada de mitopoiesis, tan abocada a la idealización y falsificación del pasado, como en las narrativas de la Lost Cause.

Muere el último galán que quedaba vivo de 'Lo que el viento se llevó' |  Cultura | Cadena SEREl romanticismo de la Lost Cause dejó una huella indeleble en la literatura y el cine estadounidenses del siglo XX. Lo encontramos, tempranamente, en la trilogía novelística de Thomas Dixon sobre la Reconstrucción, publicada entre 1902 y 1907: The Leopard’s SpotsThe ClansmanThe Traitor. Y más tarde, en la saga que Faulkner le dedicó a los Sartoris, igual que en Lo que el viento se llevó (1936), la obra cumbre de Margaret Mitchell. Lo hallamos también en películas emblemáticas de Hollywood como El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, basada en la precitada trilogía de Dixon, donde los clansmen, los encapuchados del KKK, idealizados cual paladines de un cantar de gesta medieval, realizan épicas cabalgatas al son del Walkürenritt de Wagner, y ajustician a un negro facineroso que trató de violar a una joven blanca de angelical inocencia. Y lo encontramos, desde luego, en la célebre adaptación cinematográfica que Victor Fleming hizo del bestseller de Mitchell, estrenada en el 39. No podemos olvidarnos, tampoco, de Gods & Generals, tanto en su versión novelística original de Jeff Shaara, que data de 1993, como en su versión fílmica ulterior de Ronald F. Maxwell, que vio la luz en 2003.

Añadamos a la lista los innumerables westerns revisionistas cuyos héroes son veteranos del Ejército confederado, o bushwhackers (guerrilleros sudistas) prófugos, que emigran al Lejano Oeste en busca de supervivencia, libertad o aventuras: vaqueros, pistoleros, bandoleros, justicieros, etc., siempre envueltos en un seductor halo romántico asociado a su «sureñidad» rebelde. Un buen ejemplo es el film El fugitivo Josey Wales (1976), dirigido y protagonizado por Clint Eastwood, basado en la novela de Forrest Carter The Rebel Outlaw: Josey Wales (1972). Al inicio de la película, Josey, un apacible granjero de Misuri, decide unirse a la bushwhacking (guerrilla confederada) luego de que una banda de rufianes jayhawkers (partisanos nordistas) incendia su granja y mata a su familia.

Norte y Sur”, para todos los públicos. | DessjuestLa TV estadounidense también rindió tributo a la Lost Cause, y no pocas veces. Mencionemos, como botón de muestra, la serie Norte y Sur de David L. Wolper, exhibida por primera vez a mediados de los 80 en la pantalla de la ABC. La tira, basada en la trilogía novelística de John Jakes, se hace eco, a través de Orry Main (Patrick Swayze) y otros personajes, de muchos de los mitologemas y estereotipos más arraigados acerca del viejo Dixie: la caballerosidad sureña, las Southern belles, la magnificencia aristocrática de la plantación, el esclavismo benévolo, el heroísmo sobrehumano de los soldados confederados, la abnegación patriota de las ladies sureñas, el extremismo de los abolicionistas norteños, etc. A decir verdad, Norte y Sur no es rabiosamente sudista y confrontativa, sino salomónicamente equidistante y conciliatoria. Muestra también que había plantadores crueles, esclavos infelices, blancos sureños insatisfechos con la esclavitud y muchos Yankees de buen corazón. Norte y Sur retrata la guerra de Secesión como un inexorable choque de civilizaciones muy distintas, en más de un aspecto diametralmente opuestas. Pero en el fondo, hermanadas por una misma nacionalidad: la estadounidense. Civilizaciones que, por lo demás, con sus luces y sombras, resultan ambas entrañables, queribles por igual, si nos esforzamos en comprender sus cosmovisiones y modos de vida, sin caer en los extremos de los esclavistas más obtusos y los abolicionistas más fanáticos… La serie de Wolper es un ejemplo paradigmático de cómo las narrativas de la Lost Cause consiguieron reconciliar al Nuevo Sur con el resto de los Estados Unidos, y viceversa.

Ni siquiera la ciencia ficción más fantasiosa logró sustraerse a los cantos de sirena de la Lost Cause. John Carter, el personaje de la serie marciana de Edgar Rice Burroughs (uno de los héroes pulp fiction más populares, probablemente el más emblemático del subgénero sword & planet), es un caballero sureño de pura cepa, orgulloso de su patria chica y de su veteranía como oficial de caballería del general Lee. En sus andanzas por el planeta Barsoom (Marte), a muchos millones de kilómetros de la Tierra, insiste en presentarse ante los marcianos como el capitán (confederado) John Carter de Virginia, sin hacer alusión a su condición terrícola y humana, ni a su nacionalidad estadounidense, obviando el hecho de que su rango militar es sólo una remembranza (la guerra de Secesión había terminado, los Estados Confederados de América ya no existían más y el Ejército de Virginia del Norte tampoco). Rice Burroughs creó este personaje hacia 1911, en pleno revival de la «sureñidad» neoconfederada, cuando –por caso– la educadora e historiadora Miss Millie Rutherford, integrante conspicua de las Hijas Unidas de la Confederación, lideraba una cruzada que propugnaba la reescritura –en clave sudista– de los manuales escolares de historia. El apego tozudo, casi petulante, del capitán Carter a la identidad virginiana, a la mística confederada, está reflejado, asimismo, en la adaptación cinematográfica de Andrew Stanton, lanzada por Disney en 2012.

Todas las obras mencionadas en los párrafos precedentes, amén de reflejar en sus tramas el imaginario de la Lost Cause, han contribuido decisivamente a masificarlo y naturalizarlo, sobre todo la superproducción de Fleming, acaso el largometraje más famoso en la historia del cine. Resulta difícil exagerar el daño político que este arte nostálgico del viejo Dixie, independientemente de sus méritos o deméritos estéticos, le ocasionó al movimiento afroamericano de derechos civiles con su retahíla de mitos y estereotipos racistas.

El film Lo que el viento se llevó es elocuente en su adhesión al supremacismo blanco sureño, aun cuando dicho supremacismo esté sensiblemente atemperado –por razones oportunistas de marketing– respecto al libro de Mitchell, carente por completo de corrección política. Aparecen house negroes (negros domésticos) bonachones y joviales que no necesitan –ni quieren– ser emancipados de la esclavitud, Yankees invasores más malvados que Satanás, carpetbaggers scalawags corruptos, freedmen pervertidos por la demagogia radical, etc. etc.

Carpetbagger - Wikipedia, la enciclopedia libre

Caricatura donde el KKK amenaza con linchar a los Carpetbaggers, en Tuscaloosa, Alabama, Independent Monitor, 1868. Wikipedia

No sólo eso: la segunda parte del largometraje contiene referencias subrepticias al Ku Klux Klan que distan mucho de ser negativas. Frank Kennedy (Carroll Nye), Ashley Wilkes (Leslie Howard) y otros caballeros sureños de Georgia, hombres de bien que están hartos de los atropellos de la Reconstrucción, asisten a «misteriosos» conciliábulos… David Selznick, el productor de la película, les pidió a los guionistas que evitaran hacer mención expresa al KKK, una organización clandestina y terrorista que, no obstante hallarse en declive a fines de la década del 30, seguía existiendo y generando polémica. Pero la escena está, y a nadie se le escapó su significado, pues la novela de Mitchell –galardonada con un Pulitzer– era un éxito colosal de ventas desde hacía más de tres años; y en ella, la participación de Frank, Ashley y los demás gentlemen de Atlanta en la sociedad secreta de los encapuchados está no sólo explicitada, sino también narrada con tintes románticos.

De modo que, como dice el refrán, a buen entendedor, pocas palabras. El film Lo que el viento se llevó despliega, durante sus casi cuatro horas de duración, un racismo insidioso por demás eficaz en su interpelación ideológica.

La vitalidad que el movimiento neoconfederado de la Liga del Sur exhibe actualmente en Alabama y otros estados meridionales, lo mismo que la contumaz persistencia del KKK, demuestran cuánto éxito tuvieron los narradores de la Lost Cause a la hora de modelar la subjetividad de su público. También lo demuestran, por supuesto, la tragedia de Charlottesville, protagonizada por la coalición de ultraderecha Unite The Right, y la virulenta resistencia al movimiento de desmonumentalización del pasado confederado, que tantos logros y repercusión ha cosechado estos últimos años, con la oleada de remociones y vandalizaciones de memoriales, estatuas, obeliscos, placas conmemorativas y otros símbolos del rancio Dixie separatista. La ideología sureña del supremacismo blanco no hubiese llegado tan lejos sin el concurso de la Lost Cause; mito reaccionario que ya tiene a sus espaldas un siglo y medio de historia.

La tarde del jueves 4 de abril de 1968, en el Lorraine Motel de Memphis, Tennessee, un francotirador segregacionista apostado en el baño gatilló su Remington 760. La bala dio en el blanco, a 60 metros de distancia: un afroamericano de mediana edad que tomaba aire en el balcón del segundo piso, muy cerca de la habitación 306 donde estaba hospedado. La víctima, impactada de lleno en la cabeza, se desplomó en el suelo. Fue un magnicidio. El afroamericano en cuestión era nada menos que un nobel de la paz, el máximo referente del movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos: Martin Luther King. Ya no haría más giras, ni pronunciaría más discursos.

El arma que le arrebató la vida a Martin Luther King en centésimas de segundo fue cargada con odio racial durante más de 150 años. Ese odio sería ininteligible, imposible de comprender, sin el ideologema de la causa perdida de la Confederación. Hay que tener esto presente cada vez que nuestra cinefilia, por inercia o placer, nos haga volver a ver Lo que el viento se llevó. Si este ensayo ha servido para comprender por qué el BLM ha dedicado tanto tiempo y energía, tanta pasión, a remover o destruir los monumentos confederados del Sur, entonces ha cumplido con su misión. La saña iconoclasta, por muy excéntrica e inexplicable que nos parezca, siempre esconde un por qué.

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El pasado 31 de mayo conmemoramos 100 años de la masacre de Tulsa, Oklahoma.  Ese día una turba de supremacistas blancos atacaron a la vigorosa y existosa comunidad afromericana de dicha ciudad, matando a por lo menos 300 personas. Durante unas 18 horas los blancos mataron, quemaron y saquearon. Ese día fue destruida toda una sección de la ciudad, 35 cuadras donde ubicaban residencias, teatros, consultorios médicos, escuelas, hospitales, salas de cine, floristerías, etc. Toda una comunidad fue destruida.

El centenario de este acto de terrorismo racial generó toda una serie de actividades y publicaciones de todo tipo. Curiosamente, uno de los escritos conmemorativos que más me impresionó no fue producto del trabajo de un historiador, sino de un actor de cine. En este artículo de Tom Hanks publicado en el New York Times, se subraya la necesidad de sociedad estadounidense de un conocimiento más crítico de su historia y, en especial, de la violencia racial que la ha caracterizado.


Deben saber la verdad sobre la masacre racial de Tulsa

Tom Hanks

New York Times   7 de junio de 2021

Me considero un historiador aficionado que habla demasiado en las cenas con amistades, en las que inicio conversaciones con preguntas como: “¿Sabías que el canal de Erie es la razón por la que Manhattan se convirtió en el centro económico de Estados Unidos?”. Algunos de los proyectos en los que trabajo son obras de entretenimiento basadas en hechos históricos. ¿Sabían que el segundo presidente estadounidense alguna vez defendió en un tribunal a los soldados británicos que les dispararon a muerte a los bostonianos coloniales y que logró que la mayoría quedara libre de castigo?

Según recuerdo, cuatro años de mi educación incluyeron estudios de historia estadounidense. Los grados quinto y octavo, dos semestres en el bachillerato, tres cuartas partes del programa que cursé en una universidad comunitaria. Desde entonces, he leído textos de historia por placer y he visto documentales como primera opción. Muchas de esas obras y esos libros académicos narraban las vivencias de gente blanca y la historia blanca. Las pocas figuras negras —Frederick Douglass, Harriet Tubman, el reverendo Martin Luther King Jr.— eran aquellas que habían logrado mucho a pesar de la esclavitud, la segregación y las injusticias institucionales en la sociedad estadounidense.

Sin embargo, pese a todo lo que he estudiado, jamás leí una sola página en ningún libro escolar de historia sobre cómo, en 1921, una muchedumbre de personas blancas incendió un lugar conocido como el Black Wall Street, asesinó a 300 de sus ciudadanos negros y desplazó a miles de afroestadounidenses que vivían en Tulsa, Oklahoma.

Lo mismo le ha ocurrido a mucha gente: en su mayoría, la historia la escribían personas blancas que se basaban en personas blancas, como yo, mientras que la historia de las personas de color —incluidos los horrendos disturbios de Tulsa— se excluía muy a menudo. Hasta hace relativamente poco tiempo, la industria del entretenimiento, que ayuda a determinar qué forma parte de la historia y qué queda en el olvido, hacía lo mismo. Eso incluye proyectos en los que yo participé. Yo sabía sobre el ataque al Fuerte Sumter, la batalla de Little Bighorn y el ataque a Pearl Harbor, pero no supe nada sobre la masacre de Tulsa sino hasta el año pasado, gracias a un artículo de The New York Times.

Tulsa 1921, la masacre racista de la que nos enteramos por Watchmen —  Agente Provocador

En vez de enterarme de eso, en mis clases de historia aprendí que la Ley del Sello en el Reino Unido contribuyó al motín del té, que “nosotros” éramos un pueblo libre porque la Declaración de Independencia decía que “todos los hombres son creados iguales”. Que la rebelión del whiskey comenzó por un impuesto al whiskey. Que los Artículos de la Confederación y las Leyes de Extranjería y Sedición fueron esfuerzos absurdos. Con justa razón, mis clases dedicaron tiempo a Sacco y Vanzetti, al Partido Progresista de Teddy Roosevelt y a los hermanos Wright. Nuestros libros de texto contaban la historia de la compra de Luisiana, de la inundación de Johnstown, Pensilvania, del gran terremoto de San Francisco y de George Washington Carver y los cientos de productos que desarrolló a partir del cacahuate.

Pero Tulsa jamás figuró más que como una ciudad en la pradera. En uno de esos años escolares, se le dedicaron unos párrafos a la primera marcha para colonizar las tierras no asignadas, conocida como Oklahoma Land Rush, pero la quema en 1921 de la población negra que vivía ahí nunca se mencionó. Desde entonces, me he percatado de que tampoco hubo mención de la violencia, tanto a pequeña como a gran escala, contra las comunidades negras, sobre todo entre el final de la Reconstrucción y las victorias del movimiento por los derechos civiles; no se contaba nada de la matanza de residentes negros en Slocum, Texas, a manos de una turba de personas blancas en 1910 ni del Verano Rojo de terrorismo supremacista blanco en 1919. A muchos estudiantes como yo se nos decía que el linchamiento de estadounidenses negros era una tragedia, pero no que estos asesinatos públicos eran comunes y que a menudo eran elogiados por los periódicos y las fuerzas de seguridad locales.

Red Summer of 1919 Flashcards | Quizlet

Para un niño blanco que vivió en vecindarios blancos de Oakland, California, mi ciudad en los años sesenta y setenta parecía un lugar diverso e integrado, aunque a veces se sentía tenso y polarizado, algo que quedaba claro en muchos autobuses del transporte público. La división entre el Estados Unidos blanco y el negro se veía tan sólida como cualquier frontera internacional, incluso en una de las ciudades más integradas de la nación. Las escuelas Bret Harte Junior High y Skyline High School tenían estudiantes asiáticos, latinos y negros, pero la mayoría del alumnado de esos institutos era blanco. Ese no parecía ser el caso en otros bachilleratos públicos de la ciudad.

Nos dieron clases sobre la Proclamación de Emancipación, el Ku Klux Klan, el audaz heroísmo y los buenos modales de Rosa Parks, e incluso sobre la muerte de Crispus Attucks en la masacre de Boston. Partes de ciudades estadounidenses habían ardido en llamas en distintos momentos desde los disturbios de Watts en 1965, y Oakland era la sede del Partido Pantera Negra y del centro de inducción de reclutas de la era de la guerra de Vietnam, así que la historia se desarrollaba justo frente a nuestros ojos, en nuestra propia ciudad. Los problemas eran innumerables, las soluciones teóricas, las lecciones escasas y los titulares incesantes.

La verdad sobre Tulsa y la reiterada violencia de algunos estadounidenses blancos contra estadounidenses negros se ignoraba de manera sistemática, tal vez porque se consideraba una lección demasiado honesta y dolorosa para nuestros jóvenes oídos blancos. Por lo tanto, las escuelas predominantemente blancas no la incluían en sus temarios, las obras de ficción histórica dirigidas a las masas no la revelaban y la industria en la que elegí trabajar no abordó esos temas en películas ni en series sino hasta hace poco. Al parecer, los profesores y los directivos escolares blancos omitían el tema incendiario por el bien del statu quo —si acaso sabían sobre la masacre de Tulsa, porque algunos seguramente no estaban enterados de ella—, con lo que pusieron los sentimientos blancos por encima de la experiencia negra y, en este caso, literalmente por encima de las vidas negras.

KGOU Readers Club - Tulsa 1921: Reporting a Massacre | KGOU

¿Cómo habría cambiado nuestra perspectiva si a todos nos hubieran hablado de lo ocurrido en Tulsa en 1921 desde el quinto grado? Hoy en día, esta omisión me parece trágica, una oportunidad desperdiciada, un momento valioso de enseñanza malgastado. Cuando las personas escuchan sobre el racismo sistémico en Estados Unidos, el mero uso de esas palabras suscita la ira de aquellas personas blancas que insisten en que desde el 4 de julio de 1776 todos hemos sido libres, que todos fuimos creados de la misma manera, que cualquier estadounidense puede volverse presidente y tomar un taxi en el centro de Manhattan sin importar el color de su piel, que, en efecto, el progreso estadounidense hacia la justicia para todos quizá sea lento pero es persistente. Díganles eso a los sobrevivientes de Tulsa, que ahora tienen 100 años de edad, y a su descendencia. Y cuenten la verdad a los descendientes blancos de aquellos que estuvieron en la multitud que destruyó Black Wall Street.

Actualmente, pienso que las obras de ficción basadas en hechos históricos con fines de entretenimiento deben retratar el yugo del racismo en nuestra nación por el bien de las pretensiones de verosimilitud y autenticidad de esta forma de arte. Hasta hace poco, la masacre racial de Tulsa no se veía en películas ni programas de televisión. Gracias a varios proyectos que ahora están en plataformas de emisión en continuo, como Watchmen y Lovecraft Country, este ya no es el caso. Tal como otros documentos históricos que mapean nuestro ADN cultural, estas obras reflejarán quiénes somos realmente y ayudarán a determinar cuál es nuestra historia completa y qué es lo que debemos recordar.

Hollywood Is Finally Shining a Light on the Tulsa Race Massacre -- Right  When We Need It Most | Entertainment Tonight

¿Acaso nuestras escuelas deben enseñar lo que de verdad pasó en Tulsa? Sí, y también deben frenar la lucha para diseñar los planes de estudio de manera que se omitan injusticias raciales históricas con el argumento de evitar la incomodidad de los estudiantes. La historia de Estados Unidos es complicada, pero el conocimiento nos hace personas más sabias y fuertes. Lo sucedido en 1921 es una verdad, un portal hacia nuestra paradójica historia compartida. No se permitió la existencia de un Wall Street afroestadounidense; se redujo a cenizas. Más de 20 años después, ganamos la Segunda Guerra Mundial a pesar de la segregación racial institucionalizada. Más de 20 años después de eso, las misiones del programa Apolo pusieron a 12 hombres en la Luna mientras que otros luchaban para poder votar, y la publicación de los papeles del Pentágono demostró hasta qué grado están dispuestos a mentirnos sistemáticamente nuestros funcionarios electos. Cada una de estas lecciones es una crónica de nuestra búsqueda de estar a la altura de la promesa de nuestra tierra, de nuestro intento de contar verdades que, en Estados Unidos, deben considerarse más que evidentes.

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Comparto con mis lectores  las  reseñas de dos películas  y un documental publicadas en el seminario puertorriqueño Claridad, que recogen, como bien señala su autora, el papel que han jugado las instituciones policiacas del gobierno estadounidense en la persecución de las minorías raciales en los Estados Unidos. El primero de los largos metraje, Judas and the Black Messiah, enfoca el asesinato por la policia de Chicago -en contubernio con el FBI- del joven líder de las Panteras Negras Fred Hampton. La segunda película, titulada The United States vs. Billie Holiday, es una producción  del servicio de suscripción  de vídeo Hulu. Dirigida por Lee Daniels, este largo metraje recoje la historia de la gran cantante afroamericana Billie Holiday y de los problemas que enfrentó con el Buró Antinarcóticos. El documental reseñado (MLK/FBI) retrata la persución   del FBI  contra el Dr. Martín Luther King. Para quienes gustamos del cine, y en particular del cine histórico, estas reseñas no podrán menos que despertar nuestra curiosidad por estas películas que parecen estar destinadas a convertirse en clásicos y documentos de una era muy difícil en la historia de Estados Unidos.

Norberto Barreto Velázquez

Lima, 16 de abril de 2021


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La persecución continua del F.B.I.: Judas and the Black Messiah, MLK/FBI, The United States vs. Billie Holiday

María Cristina

Claridad    16 de abril de 2021

A pesar de que creo que Mississippi Burning (Alan Parker 1988) es un excelente filme que catalogo como político por centrarse en la irracional segregación sureña de los Estados Unidos, entiendo que la manera de presentar el FBI es lo más alejado de la verdad en ese tiempo y antes y después. Aunque Judas and the Black MessiahMLK/FBI  The United States vs. Billie Holiday enfocan en la persecución de la población afroamericana, el historial de esta agencia se extiende a cualquier grupo que ellos consideren ser una amenaza contra el gobierno de los Estados Unidos y a cualquier persona que exprese ideas “comunistas” según definido por ellos. A pesar del secreteo que siempre ha caracterizado al FBI, poco a poco han circulado documentos oficiales que revelan la intensidad de su carpeteo y acciones para poner fin, de una manera (desprestigiando) u otra (asesinato). Estos tres filmes son ejemplos de ello.

Judas and the Black Messiah 

Director: Shaka King; guionistas: Will Berson y Shaka King; cinematógrafo: Sean Bobbitt

Uno de los muchos aciertos de este filme—aparte de su temática—es que la recreación de época se presenta dentro de una realidad que capta la efervescencia de la década de los 1960 con toda su normalidad que puede ser agrupaciones de jóvenes entusiasmados por cambiar sus circunstancias, pero especialmente el mundo heredado y la sociedad que los reprime. Señalo esto porque a pesar de ser un proyecto muy prometedor, los cinco filmes del británico-caribeño Steve McQueen agrupados bajo el título Small Axe, intentan, pero no logran, ese sentido de urgencia de la época de turbulencia de la generación Windrushen el Reino Unido. Judas and the Black Messiahnos permite ser parte del momento, ver las maquinaciones del FBI, la utilización de un infiltrado (Bill O’Neal) para desprestigiar y, cuando esto no funciona, asesinar al joven Fred Hampton (1948-1969), líder de los Black Panthers en Chicago.

Daniel Kaluuya, obtiene el Bafta a mejor actor de reparto, por su  interpretación en 'Judas and the Black Messiah' - AlbertoNews - Periodismo  sin censura

Shaka King, director, coguionista y coproductor, muy astutamente enfoca en una sola etapa de la muy corta vida de Hampton (excelentemente interpretado por el británico Daniel Kaluuya): su ascenso a presidir la seccional de los Black Panthers en Illinois, la intensidad de su persecución de parte del FBI y su asesinato. Se dan tres episodios simultáneamente: el reclutamiento e infiltración de O’Neal (LaKeith Stanfield) y sus constantes dudas de si el dinero y la protección que recibe de la agencia valida su traición; el centralismo de Hampton en la lucha por una unidad de grupos y una línea de acción conjunta; el montaje del FBI para poner fin a lo que ellos mismos han fabricado como amenaza al gobierno establecido. Aunque conocemos lo sucedido (además de lo que recientemente se ha descubierto de las acciones del FBI), la historia personal y colectiva nos ofrece una esperanza de que la posibilidad del cambio existe. Por eso lo que queda en nuestra memoria son los esfuerzos de Hampton por crear el Rainbow Coalition y unir organizaciones políticas multiculturales como Black Panthers, Young Patriots y los Young Lords junto al apoyo de gangas rivales de Chicago para trabajar por cambios sociales dentro de las comunidades pobres y marginadas.

MLK/FBI

Director: Sam Pollard 2020

Edgar Hoover ha sido a través de los años una figura casi mítica por su malicia, astucia y persistencia en perseguir a cualquier persona o grupo que concibiera como enemigo de los Estados Unidos. Esa lista incluye a cualquier disidente de su propia definición de la ley y el orden. Además, parece obsesivo con sostener su versión de los que es la fibra moral—una versión fundamentalista de la sexualidad que no aplica a él—de los Estados Unidos que hace a este país mejor que cualquiera. Es su acumulación de poder lo que le permite violar precisamente los derechos humanos en los que se basa la Constitución de este país. Para él los derechos y la justicia sólo aplican a los “true Americans” lo que excluye a todos los que no provengan de la Europa blanca. Y si dentro de comunidades de descendencia italiana, irlandesa, judía y otros grupos étnicos favorecidos se desarrollan grupos activistas cuyo fin sea cambiar/alterar el gobierno actual, serán perseguidos de igual manera. Los estudiantes universitarios en contra de la Guerra de Vietnam, los grupos urbanos de jóvenes que abogaban por igual trato y derechos, los grupos religiosos y laicos que marchaban por la igualdad de derechos fueron fichados y perseguidos por unidades creadas específicamente para sabotear todas sus acciones. Martin Luther King se convirtió en un obsesivo objetivo para Hoover como demuestra este documental.

MLK/FBI, el documental que rastrea el ataque del FBI a Martin Luther King Jr.  – Luis Guillermo Digital

La historia que se presenta cubre de 1955 a 1968 y traza el inicio y el ascenso de Martin Luther King como activista de los derechos civiles y uno de los líderes más carismáticos, conocedores y determinados de conseguir la igualdad para toda la población de los Estados Unidos. Lo que Hoover consideraba sublevación, MLK y los integrantes de estos movimientos lo entendían como libertad y justicia para todxs. Nadie estaba exento de ser vigilado, acusado y encarcelado tanto por la policía local como por los agentes federales. Todxs tenían conocimiento de esto, aunque no supieran la extensión de esa persecución. Con excelente pietaje que cubre estos años, con archivos que ahora son públicos, con entrevistas con allegados a MLK y ex agentes del FBI, el documental cuestiona la veracidad de los documentos expuestos y, especialmente, los todavía protegidos bajo “Archivos privados de J. Edgar Hoover” y la gran pregunta de ¿cómo fue posible que con la vigilancia extrema que le tenían a MLK, no supieran de antemano que esa persona lo iba a asesinar en el balcón de la habitación del motel Lorraine en Memphis, Tennessee el 4 de abril de 1968? Con su muerte, el FBI cierra su archivo y toda la supuesta evidencia que tenían, para en algún momento utilizar en su contra, queda en ese infame archivo privado de Hoover.

The United States vs. Billie Holiday

Director: Lee Daniels; guionista: Suzan-Lori Parks; autora: Johann Hari; cinematógrafo: Andrew Dunn.

La recreación de época y la maravillosa voz de Andra Day interpretando las canciones que Billie Holiday hizo famosas son los puntos excepcionales de este filme. Es una pena que la historia sobre esta etapa de la vida de Holiday, especialmente desde finales de la década de 1940 hasta su muerte por cirrosis entre otros desgastes de salud, no tenga una narrativa coherente y compleja como debe ser la presentación de personajes en literatura o cine. Holiday aparece como una mujer con una voz única en el mundo musical del momento, pero lo que se enfatiza es cómo su alcoholismo, adicción a drogas y su impotencia de alejarse de relaciones destructivas y abusivas la convierten en una víctima. Su grupo de amigos la cuidan, complacen, aconsejan cuando ella se los permite, pero a fin de cuenta Holiday los echa a un lado para seguir a los hombres que se enriquecerán de su talento sin importarle el daño que le puedan hacer.

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Desarrollar la historia a través de un romance al principio imaginario y luego dañino entre Holiday y el agente del FBI (encubierto y descubierto), Jimmy Fletcher (Trevante Rhodes), es bastante dudoso porque requiere entrampar a la mujer que supuestamente admira tanto. Además, Fletcher se presenta como un tipo que quiere hacer bien su trabajo, que cree que ser parte del FBI es una forma de ser parte del centro de poder, pero que supuestamente deplora a tipos como Harry Anslinger (Garrett Hedlund), el encargado de entrampar y arruinar la vida de Holiday. Por su parte, se presenta a Holiday con poca información de su pasado y de cómo llega a ser tan admirada y a tener tantos seguidores que logra llenar la sala de espectáculos más importante de Nueva York, Carnegie Hall. Lo que lxs espectadores vemos es una mujer talentosa, pero determinada a acabar con su vida con relaciones tan dañinas que no hay marcha atrás. A pesar de las fallas del filme Lady Sings the Blues (Sidney Furie 1972) por enfocar primordialmente en su adicción a drogas, protagonizado por Diana Ross, aquí sí hay un desarrollo de personaje que capta todas sus contradicciones.

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En Estados Unidos se dedica el mes de febrero a conmemorar y celebrar la historia de los afroamericanos, tema que no es ajeno a esta bitacora. ¿Qué mejor manera de comenzar este mes que con un artículo que busca rescatar la profundidad de uno de los íconos del movimiento de los derechos civiles? En este escrito que comparto con mis lectores, la politóloga estadounidense Jeanne Theoharis nos recuerda que la labor y el legado de  Rosa Parks no se limitan a su desafío a la segregación racial de la transportación pública en la Alabama de los años 1950. La figura de Parks es mucho más grande que eso. Según la Dra. Theoharis, la Sra. Parks dedicó muchos años de su vida a luchar contra el racismo en  los estados del norte. También resalta sus simpatías con los Black Panthers y su admiración por Malcolm X. 

En otras palabras, Rosa Parks -como tambien el Dr. King- es un personaje mucho más complejo  del que los medios, los libros textos y los políticos usualmente proyectan en un esfuerzo de apropiación que busca diluir su mensaje y su ejemplo, y hacerlos así aceptables.


A  booking photo of Rosa Parks taken on Feb. 22, 1956, at the county sheriff’s office in Montgomery, Ala.

Credit…Montgomery County Sheriff’s Office, via Associated Press

The Real Rosa Parks Story Is Better Than the Fairy Tale

The New York Times   February 1, 2021 

 

Mug shot No. 7053 is one of the most iconic images of Rosa Parks. But the photo, often seen in museums and textbooks and on T-shirts and websites, isn’t what it seems. Though it’s regularly misattributed as such, it is not the mug shot taken at the time of Mrs. Parks’s arrest in Montgomery, Ala., on Dec. 1, 1955, after she famously refused to give up her seat on a bus to a white passenger. It was, in fact, taken when she was arrested in February 1956 after she and 88 other “boycott leaders” were indicted by the city in an attempt to end the boycott. The confusion around the image reveals Americans’ overconfidence in what we think we know about Mrs. Parks and about the civil rights movement.

Martin Luther King Jr. and Rosa Parks dominate the Civil Rights Movement chapters of elementary and high school textbooks and Black History Month celebrations. And yet much of what people learn about Mrs. Parks is narrow, distorted, or just plain wrong. In our collective understanding, she’s trapped in a single moment on a long-ago Montgomery bus, too often cast as meek, tired, quiet and middle class. The boycott is seen as a natural outgrowth of her bus stand. It’s inevitable, respectable and not disruptive.

But that’s not who she was, and it’s not how change actually works. “Over the years, I have been rebelling against second-class citizenship. It didn’t begin when I was arrested,” Mrs. Parks reminded interviewers time and again.

Rosa Parks papers give insight into the civil rights icon

Born Feb. 4, 1913, she had been an activist for two decades before her bus stand — beginning with her work alongside Raymond Parks in 1931, whom she married the following year, to organize in defense of the “Scottsboro Boys” (nine Black teenagers who were falsely accused of raping two white women). Indeed, one of the issues that animated her six decades of activism was the injustice of the criminal justice system — wrongful accusations against Black men, disregard for Black women who had been sexually assaulted, and police brutality. With a small group of other activists, including E.D. Nixon, who would become branch president, she spent the decade before her well-known bus stand working to transform the Montgomery NAACP into a more activist chapter that focused on voter registration, criminal justice and desegregation. This was dangerous, tiring work and Mrs. Parks said it was “very difficult to keep going when all our work seemed to be in vain.” But she persevered.

Dispirited by the lack of change and what she called the “complacency” of many peers, she reformed the NAACP Youth Council in 1954 and urged her young charges to take greater stands against segregation. When 15-year-old Claudette Colvin was arrested for refusing to give up her seat on a bus in March 1955, many Black Montgomerians were outraged by Mrs. Colvin’s arrest, but some came to decide that the teenager was too feisty and emotional, and not the right test case. Mrs. Parks encouraged the young woman’s membership in the Youth Council and was the only adult leader, according to Ms. Colvin, to stay in touch with her the summer after her arrest. Mrs. Parks put her hope in the spirit and militancy of young people.

The Rebellious Life of Mrs. Rosa Parks (Young Readers Edition) by Jeanne  Theoharis: 9780807067574 | PenguinRandomHouse.com: BooksThat evening on the bus, Mrs. Parks challenged the police officers arresting her: “Why do you push us around?” There are no photos from the arrest — no sense this would be a history-changing moment. But networks that had been built over years sprang into action late that night when Mrs. Parks decided to pursue her legal case and called Fred Gray, a young lawyer and fellow NAACP member, to represent her. Mr. Gray called the head of the Women’s Political Council, Jo Ann Robinson, who decided to call for a one-day boycott on Monday, the day Mrs. Parks would be arraigned in court.

Braving danger, Ms. Robinson left her home in the middle of the night to run off 50,000 leaflets with the help of a colleague and two trusted students. In the early-morning hours, the women of the W.P.C. fanned out across the city, leaving the leaflets in churches, barbershops and schools. Mr. Nixon began calling the more political ministers to get them on board. Buoyed by the boycott’s success that first day, the community decided to continue. The boycott succeeded in part because the Black community organized a massive car pool system, setting up some 40 pickup stations across town, serving about 30,000 riders a day, and in part because of a federal legal case challenging Montgomery’s bus segregation that Mr. Gray filed in February with courageous teenagers, Ms. Colvin and Mary Louise Smith, serving as two of the four plaintiffs.

The boycott seriously disrupted city life and bus company revenues. Police harassed the car pools mercilessly, giving out hundreds of tickets — and then, when that didn’t work, the city dredged up an old anti-syndicalism law and indicted 89 boycott leaders. Refusing to be cowed or to wait to be arrested, Mrs. Parks, along with others, presented herself to the police while scores of community members gathered outside. Mug shot No. 7053.

The Rosa Parks fable also erases the tremendous cost of her bus stand and the decade of suffering that ensued for the Parks family. They weren’t well-off. The Parkses lived in the Cleveland Court projects, Mrs. Parks’s husband, Raymond, working as a barber at Maxwell Air Force Base and Mrs. Parks spending her days in a stuffy back room at Montgomery Fair department store altering white men’s suits. Five weeks after her bus stand, she lost her job; then Raymond lost his. Receiving regular death threats, they never found steady work in Montgomery again. Eight months after the boycott’s successful end, the Parks family was forced to leave Montgomery for Detroit, where her brother and cousins lived. They continued to struggle to find work, and she was hospitalized to treat ulcers in 1959, which led to a bill she couldn’t pay. It was not until 1966, 11 years after her bus arrest, after she was hired to work in U.S. Representative John Conyers’s new Detroit office, that the Parks family registered an income comparable to what they’d made in 1955. (Mrs. Parks had supported Mr. Conyers’s long-shot bid for Congress in 1964.)

 

Mrs. Parks spent the next several decades of her life fighting the racism of the North — “the Northern promised land that wasn’t,” she called it — marching and organizing against housing discrimination, school segregation, employment discrimination and police brutality. In July 1967, on the fourth day of the Detroit uprising, police killed three Black teenagers at the Algiers Motel. Justice against the officers proved elusive (ultimately none of them were punished for murder or conspiracy) and Detroit’s newspapers grew reluctant to press the issue. At the request of young Black Power activists who refused to let these deaths go unmarked and the police misconduct be swept under the rug, Mrs. Parks agreed to serve as a juror on the “People’s Tribunal” to make the facts of the case known.

Credit…Michael J. Samojeden/Associated Press

“I don’t believe in gradualism,” she made clear, “or that whatever is to be done for the better should take forever to do.” In the 1960s and ’70s, she was part of a growing Black Power movement in the city and across the country. Describing Malcolm X as her personal hero, she attended the 1968 Black Power convention in Philadelphia in 1968 and the 1972 Gary Convention, worked for reparations and against the war in Vietnam, served on prisoner defense committees, and visited the Black Panthers’ school in 1980. “Freedom fighters never retire,” she observed at a testimonial for a friend — and she never did.

But this Rosa Parks is not the one most of us learned about in school or hear about during Black History Month commemorations. Instead, we partake in an American myth, as President George W. Bush put it after her death in 2005, that “one candle can light the darkness.” A simple seamstress changes the course of history with a single act, decent people did the right thing and the nation inexorably moved toward justice. Mrs. Parks’s decades of work challenging the racial injustice puts the lie to this narrative. The nation didn’t move naturally toward justice. It had to be pushed.

The Rebellious Life of Mrs. Rosa Parks – Race, Politics, Justice

The boycott was a tremendous feat of organization that drew on networks built over years. Understanding the demonization, death threats and economic hardship Mrs. Parks endured for more than a decade underscores the costs of such heroism. Most Americans did not support the civil rights movement when it was happening; in a Gallup poll right before the March on Washington in 1963, only 23 percent of Americans who were familiar with the proposed march felt favorably toward it.

Reckoning with the fact that Mrs. Parks spent the second half of her life fighting the racism of the North demonstrates that racism was not some regional anachronism but a national cancer. And seeing how she placed her greatest hope in the militant spirit of young people (finding many adults “complacent”) gives the lie to the ways commentators today have used the civil rights movement to chastise Black Lives Matter for not going about change the right way. Learning about the real Rosa Parks reveals how false those distinctions are, how criminal justice was key to her freedom dreams, how disruptive and persevering the movement, and where she would be standing today — an essential lesson young people, and indeed all Americans, need to understand to grapple honestly with this country’s history and see the road forward.

Jeanne Theoharis is a professor of political science and the author of eleven books on the civil rights and Black Power movements including “The Rebellious Life of Mrs. Rosa Parks” and “The Rebellious Life of Mrs. Rosa Parks Young Readers’ Edition,” co-adapted with Brandy Colbert.

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Comparto este intetesante artículo sobre la criminalización de la música y los músicos afroamericanos. Su autora es la escritora Harmony Holiday, quien nos muestra como el racismo institucional de la sociedad estadounidense abarca básicamente todas las esferas, incluyendo la cultura popular. Holiday analiza como grandes estrellas de la música afroamericana como Billie Holiday, Thelonius Monk, Charles Mingus,  y Miles Davis sufrieron persecucióny violencia policiaca por ser negros. La imagen de Billie Holliday muriendo esposada a su cama de hospital resulta demoledora.  A otros como Abbey Licoln  se les cerraron las puertas a clubs y casas disqueras.


A Brief History of the Policing
of Black Music

Harmony Holiday Dreams of a Black Sound Unfettered
by White Desire

Harmony Holiday


Literary Hub     June 19, 2020

Billie Holiday died handcuffed to her hospital bed because her drug addiction had been criminalized. A Black FBI informant posed as a suitor, hunted her, fell in love with her even, and turned her in for heroin possession, not for hurting anyone, or violence, or for singing too beautiful and true a song but because she was self-medicating against the siege of being a famous Black woman in America, a woman who carried the weight of the nation’s entire soul in her music.

For as long as Black music has been popular, crossover, coveted by white listeners and dissected by white critics, it has also been criminalized by white police at all levels of law enforcement. A micro-archive of the criminalization of Black music and police presence within the music, focused on jazz music and improvised forms, shows why we now cry and chant unapologetically for abolition. Even when our life’s work is to bring more beauty into the world, to create new forms, we are brutalized, policed, jailed, and die in contractual or physical bondage. Or both.

Thelonius Monk’s composition In Walked Bud is dedicated to his friend, fellow pianist Bud Powell, a memento to the night when Bud protected Monk from police during a raid of the Savoy Ballroom in 1945. The Savoy was targeted as one of Black music’s epicenters in Harlem. Bud stepped between an officer and Monk and was struck in the head, incurring injuries that damaged his cognition, causing him to be institutionalized on and off for the rest of his life.

In 1951, Monk and Bud were sitting in a parked car when the NYPD narcotics division approached. Unbeknownst to Monk, Bud had a small stash of heroin and attempted to toss it out the window. It landed on Monk’s shoe instead—Monk was blamed, did not snitch on his friend, and was sent to Rikers Island for 60 days, held on $1,500 dollars bail. When released, Monk’s Cabaret Card, which granted him legal license to play in New York clubs, had been revoked. It would take years for the charges to be dropped and the license reinstated, years the Monk family and innovation in Black music suffered at the whims of the police. And the policing of Monk didn’t stop there.

In 1957, on a drive with Charlie Rouse and Nica, his rich white baroness friend, in Nica’s Bently, Monk asked to stop for a glass of water. Denied this simple request by the white waitress at the cafe they found, Monk just stood and stared at her, agape with disgust. The waitress called the police; when they arrived Monk walked right past them back into the car with Nica and Charlie. He would not get out when the police approached. Get out of the car you fucking nigger. Monk’s window was down and the officer started smashing his hands with a night stick: our genius Black pianist who gave us the break the space between Black thoughts and Black notes, getting his hands bashed and broken by police because he wanted a glass of water. Monk was cuffed, humming, his bloodied hands behind his back in chains.

Monk’s window was down and the officer started smashing his hands with a night stick: our genius Black pianist who gave us the break the space between Black thoughts and Black notes, getting his hands bashed and broken by police.

In 1959 Miles Davis was standing on the sidewalk outside of his own gig at Manhattan’s Birdland. He was with a white woman, smoking a cigarette between sets. A police officer pulled up and asked him what he was doing loitering—at that time a Black man just standing was criminalized, but especially one standing with a white woman. Miles pointed out his name on the marquee, explaining that he was between performances. This cavalier deference to the matter-of-fact seems to trigger the racism always-already seething in some cops.

Miles was beaten over the head with a nightstick, bloodied, cuffed, taken to jail. The incident was a legal nuisance and also altered his disposition, made him both more brooding and more volatile. In Miles’s case being policed in public life led to a rage he would only display in private, that he took out on his wives. His intimate relationships with Black women were overwhelmed by violence, he victimized them and beat into them deflected confessions of his feelings of powerlessness in the face of state violence. He could not be the father of “Cool” and a blatantly dejected Black man, so Black women became the symbols of a trouble he didn’t want to admit stemmed from white men, their policing, their scrutiny, and their over-familiar criticism.

Miles Davis in a New York courtroom, 1959.

 

Later in his life, when he lived in Malibu and drove expensive sports cars on its canyon roads, police would stop Miles routinely when he was on his way home, to interrogate him on the true owner of his car, had he stolen it, was he some white man’s driver, what was he doing in this white neighborhood with this expensive machine. Money, fame, all levels of success, were no exemption. Miles’s presence as a Black man was as policed by the state as his changing sound was by white music critics. Everyone wanted him as they saw him, in return he became so original that he could take his tone into almost any form, from painting to boxing, to screaming back at their prejudice on his horn, hexing detractors back into their formless obsessions with his immaculate Blackness.

 

Abbey Lincoln - It's Magic (1958, Vinyl) | Discogs

 

In 1961, when the “Freedom Now!” Suite debuted, written by Max Roach and Oscar Brown, Jr., performed most visibly by Abbey Lincoln as she moaned and screamed its depiction of the path Black Americans took from slavery to citizenship, the result was the blacklisting of Max, Abbey, and Oscar from many performance venues in the US. The hushed accusations that they were controversial for making true music policed their ability to share that music with American audiences. Abbey screaming on stage like a fugitive slave found and being branded and beaten was a vision the country was not ready to allow without backlash.

Club owners and record companies helped marginalize their music, interrupted the course of star-making, and tamed some of the candid militancy in all of their spirits. The state can police Black music directly, but it can also deploy its tacit muzzle, which is almost worse for the anxiety and psychic distress it invites. These artists knew they were being surveilled and penalized for their expression but had no single name or entity to hold accountable, ensuring that some part of them blamed themselves and one another. Oscar Brown, Jr. even expressed resentment toward Max Roach for performing and releasing the suite at all, turning his reputation from benign griot to troublemaker in the eyes of the overseer owners of venues.

The fact that record companies and clubs and recording studios are owned primarily by white men adds another trapdoor to the labyrinth that polices Black music at every level. The boundaries between rehearsal and performance are skewed—with white men always watching and keeping time and signing the paychecks, the code switch isn’t flipped as often as it otherwise would be. There is always a stilted professionalism constraining the freest Black music when it’s recorded in white-owned studios or clubs—the music is not completely ours in those spaces. No matter how good we get at tuning out the white gaze its pressure is always immanent.

Hip hop’s most famous liberation chant is fuck the police. It’s been repeated so often it means almost nothing, it’s almost a call of endearment…

We feel this today in the music that jazz helped make way for. Hip hop, which began in Black neighborhoods as entirely ours, was colonized and coopted and policed into a popular form whose translation to white venues often reduces the music to sound and fury. What is the point of yelling about Black liberation to a bunch of white middle class college students, or at festivals where Black people aren’t even really comfortable or in attendance? What is the point of producing all this music to make white record executives richer and give them what they believe is a hood pass to obsess over and imitate Black forms.

Jazz begat hip hop, and we learned that our most militant sound was also our most commodifiable. The militancy was quickly overshadowed by criminalization, open-secret wars between Black rappers, public awareness of their rap sheets, of the personal business, all of that given to listeners who felt entitled, still do. Criminality became the vogue and Black criminality a fetish within hip hop, the parading of the rap sheet increasing desirability among white audiences who conflated crime with authenticity and realness, trouble glamorized and traded for clout. (When jazz musicians were criminalized it was more devastating, costing them their right to play.)

Prison and bondage have been effectively woven into Black acoustic consciousness. Policing and the police have become the most familiar chorus. Hip hop’s most famous liberation chant is fuck the police. It’s been repeated so often it means almost nothing, it’s almost a call of endearment, a calling forth of the police, a fuck you to them that implies they are omnipresent and within earshot all the time, ready to strike out against any Black song or singer who threatens their lurking fixation on Black life and Black sound.

As the musicians are policed and incriminated so too are their forms, so too is that thought that leads to new Black musical temperaments. Musicians who seek to remain true to themselves often self-marginalize, police their own public presence, reject fame and affiliation in order to keep from being ruined by it or policed into oblivion from the outside—and so fewer Black people hear them. Even still, the police ambush these private sects, asking why they’re at their gig or in response to a noise complaint, escalating to yet another incident, always haunting their music with some threat of captivity.

Presents Charles Mingus - Jazz Messengers

In the late 1960s jazz bassist Charles Mingus tried to open a jazz school in Harlem. He wanted a Black-owned and Black-run place, outside of the university, the studios, and clubs all owned by whites, to teach and develop the music. The city of New York kicked him out of the space, not for any real legal issues but because his wish was a threat to their embedded policing. They removed all of his belongings and arrested him, he cried in the back of the cop car as sheets of his music were left on the street to be swept away by the wind. No such school has been attempted since and Black music is developed and studied in heavily policed white westernized institutions or not at all.

My own father, a Black musician, was getting arrested the last time I saw him. He went to jail, he died. He had spent his life as a kind of warrior: he carried guns, he was the quickest draw anywhere, he mangled studio engineers or lawyers he felt were trying to rip him off, he could not read, had never been taught that skill, but he could kill if he had to. He was avenging something all the time, his vengeance was finally policed and criminalized, never rehabilitated in any more tender way, just returned as bondage. He sang songs in jail, entertained his jailers with stories and songs. I’m still avenging him. I’m still imagining his alter-destiny in a world where his very existence had not been criminalized.

In his story, “Will the Circle Be Unbroken,” Henry Dumas, who himself was killed by police, invents a Blacks-only jazz club set in Harlem and an “afro-horn” that if heard by white people kills them. A group of white hipsters comes to the club one night, name drops, begs for entrance, and when they are denied repeatedly, they call on a police officer who forces the bouncer to let them in. They enter and start to absorb the music and before the first song is over they are dead, the frequency kills them. They were warned.

I dream of a Black music, a Black sound, free of the shackles of the white gaze, impossible for police to attack or scrutinize, ineffable to those forces, free even of white desire. Unbroken, lethal to detractors, wherein we can hear our unobstructed selves and get closer to them in other spheres of life, where the pleasure we derive from our music isn’t always fugitive, in escape from those forces that police it, and escaping us to reach or appease white audiences and white modes of consumption. I dream of the notes that only we can hear recovered, the ones multi-instrumentalist Rahsaan Roland Kirk called the missing Black notes that have been stolen and captured for years and years and years.

Harmony Holiday is a poet, dancer, archivist, mythscientist and the author of Negro League Baseball (Fence, 2011), Go Find Your Father/ A Famous Blues (Ricochet 2014) and Hollywood Forever (Fence, 2015). She was the winner of the 2013 Ruth Lily Fellowship and she curates the Afrosonics archive, a collection of rare and out-of print-lps highlighting work that joins jazz and literature through collective improvisation.

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Aeon_LogoAeon es una revista digital que se publica desde del año 2010, dedicada  a la producción y diseminación «of the most profound and provocative thinking on the web.» Semanalmente publican artículos de temas muy  variados, donde destacan la filosofía, las ciencias y las artes.

En su edición del 8 de agosto de 2019, Aeon comparte con sus lectores un documento de gran utilidad para entender los debates raciales y sociales en la sociedad estadounidense de la década de 1960. El 26 de octubre de 1965, el escritor y activista afroamericano James Baldwin y el intelectual conservador William F. Buckley debatieron en la famosa Cambridge Union Debating Society. La discusión giró alrededor de una de las preguntas claves de la historia estadounidense: Has the American Dream been achieved at the expense of the American Negro? Este interrogante va directo al papel que jugó la esclavitud en el desarrollo de lo Estados Unidos.

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La Cambridge Union Debating Society fue fundada en el año 1815, y desde entonces ha sido una foro para la discusión y debate de ideas. En  sus más de doscientos años de vida, la Union ha contado con figuras como Anthony Eden, David Lloyd George,  Winston Churchill, Theodore Roosevelt, Jawaharlal Nehru, el Dalai Lama, Desmond Tutu, Judi Dench,  Vanessa Redgrave, Stephen Hawkings, entre otros.

El debate entre Baldwin y Buckley se da en el contexto de la lucha de los afroamericanos por sus derechos civiles, la guerra de Vietnam y el desarrollo de la contracultura. Buckley y Baldwin reflejan las grandes diferencias en como los progresistas y  los conservadores entendían (y entienden)  la historia estadounidense, la justicia social y el racismo. 

No puedo dejar de citar a Baldwin, que con la claridad que lo caracterizaba señaló lo siguiente:

This means, in the case of an American Negro, born in that glittering republic, and the moment you are born, since you don’t know any better, every stick and stone and every face is white. And since you have not yet seen a mirror, you suppose that you are, too. It comes as a great shock around the age of 5, or 6, or 7, to discover that the flag to which you have pledged allegiance, along with everybody else, has not pledged allegiance to you. (1)

Los interesados en esta joya pueden acceder aquí.


(1) https://www.rimaregas.com/2015/06/07/transcript-james-baldwin-debates-william-f-buckley-1965-blog42/

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Chicago, 1919

Este año conmemoramos el centenario de uno de los episodios de violencia racial más vergonzosos de la historia estadounidense, el llamado Red Summer. En 1919,  se registraron en Estados Unidos 89 linchamientos y 25 motines raciales en un periodo de siete meses.  El peor de estos motines duró trece días en la ciudad de  Chicago y causó 38 muertes y 537 heridos, dejando a mil familias sin casa. El regreso de miles de veteranos negros de Europa fue visto por muchos blancos como una amenaza contra el orden racial predominante. Los veteranos negros regresaron pensando que sus sacrificios en defensa de la nación serían recompensados con un trato más justo de parte de su sociedad. Desafortunadamente, sus expectativas no se cumplieron, pues a su regreso continuaron siendo víctimas del racismo y la discriminación. Sus justos reclamos fueron respondidos con violencia.

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Turba de hombres blancos tratando de secuestrar a un negro.

Se desconoce el número exacto de afro-americanos que fueron asesinados durante los siete meses que se extendió la violencia en su contra. Se sospecha que fueron cientos. Tal nivel de violencia inspiró al poeta afroamericano Claude McKay su famoso poema “If We Must Die”.

If We Must Die

If we must die, let it not be like hogs
Hunted and penned in an inglorious spot,
While round us bark the mad and hungry dogs,
Making their mock at our accursèd lot.
If we must die, O let us nobly die,
So that our precious blood may not be shed
In vain; then even the monsters we defy
Shall be constrained to honor us though dead!
O kinsmen! we must meet the common foe!
Though far outnumbered let us show us brave,
And for their thousand blows deal one death-blow!
What though before us lies the open grave?
Like men we’ll face the murderous, cowardly pack,
Pressed to the wall, dying, but fighting back!

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Invisible Empire: An ‘Imperial’ History of the KKK

Dr. Kristofer Allerfeldt
History Department, University of Exeter

Imperial & Global Fórum  July 7, 2014

invisible-empireInvisible EmpireHistorians are used to the concept of formal and informal empires. They are used to empires expanding and empires declining. Most are perhaps less familiar with a concept bandied about in the United States from the late 1860s to the mid-1930s – that of an “invisible” empire.

In reality this empire was anything but invisible. Born in the turmoil of the post-Civil War South, by the mid-1920s it had spread to all mainland states of the Union, claiming some ten million members.

It was also known as the Ku Klux Klan.

As with much of the history of the KKK, the origins of the term “Invisible Empire” are disputed. Some claim that it emerged from Confederate General Robert E Lee’s polite request to keep his support for the nascent Klan “invisible”. Others see it as a part of the secrecy surrounding the original hooded fraternity. Whichever origin is chosen, there’s no doubting it was a useful phrase.

Arguing that Lee’s Klan connection was kept “invisible” at his own request was a trump card for those dedicated to the order’s mission of “Redeeming” the South’s pre-bellum traditions. However invisible, connection to the most illustrious figure of the Confederate war effort gave the Klan prestige and legitimacy, not only during the struggles of post war reconstruction, but also when the Klan re-emerged in 1915. Claiming he had wanted his ties kept secret also made it more difficult for either the general sceptics or the KKK’s enemies to disprove his connection with the vigilante organization of Reconstruction – which they all attempted to do.

 Membership card of A.F. Handcock in the Invisible Empire Knights of the Ku Klux Klan (1928)


Membership card of A.F. Handcock in the Invisible Empire Knights of the Ku Klux Klan (1928)

The controversy surrounding Lee’s allegedly “invisible” connection also, of course, makes it more difficult for historians now to accurately assess his connection. Early accounts of the Klan repeat the rumour, largely because the order was seen in a generally positive light. In some measure this was the result of a negative view of the Reconstruction efforts carried out in the post-war South. These Radical Republican-led attempts at racial integration and universal education were almost universally seen as the misguided efforts of unrealistic idealists, or viewed as the actions of corrupt politicians. Further, many of the historians writing histories of the Klan from Reconstruction through until at least the 1920s were, or claimed they were related to, members of the order.

The result was that accounts like that of Susan Lawrence Davis (1924) reiterated the myth offering no hint of its origins and making no attempt to show its authenticity.[1] Merely stating the case seems frequently to be considered enough proof by the standards of the time, but Davis’ background tells us much about her real sympathies. She was the daughter of a Confederate colonel and Klansman, Lawrence Ripley Davis. What is more she draws on equally unreliable sources, like the memoirs of one of the founders, John C Lester.

However, unlike previous accounts, Davis even quotes Lee’s words. She has the general tell the deputation asking him to head the order in May 1867 that, “I would like to assist you in any plan that offers relief. I cannot be with you in person but I will follow you, but it must be invisible.” She goes on to explain, “When this message was delivered to the [Klan] convention it led to the christening of the United Ku Klux Klan, the “Invisible Empire””.

By the end of the 1920s the Klan’s position in American society was less secure. A series of sexual and financial scandals combined with revelations of its violent methods reduced both the numbers and reputation of the order. The result was that even apologists tended to veer away from associating the symbol of Southern chivalry and gentility – Lee – with a tainted order of what even its leader had referred to as violent, ill-educated “second hand Ford owners”. Consequently, most historians since the 1930s have tended to see the Invisible Empire as being an example of the order’s fascination with mysticism.

This securely ties the order back to the craze for secret brotherhoods which swept across the United States in the wake of the Civil War. The period from 1865 to 1930 saw a huge explosion in fraternities of all types, so much so it is referred to as the “Golden Age of Fraternity”. College Greek letter fraternities; fraternities associated with particular trades, ethnicities and interests; fraternities formed to achieve certain aims, as well as the more traditional varieties like the Freemasons, Oddfellows and Shriners all prospered and expanded. One estimate claimed that around 1900, one in five American adult males was a member of at least one fraternity, many belonged to several.

The Klan itself had started as a simple fraternity. Around Christmas 1865, six bored ex-Confederate veterans, recently de-mobbed, formed their own fraternity – simply for entertainment. Like many other contemporary orders secrecy was central to the new fraternity. It had elaborate oaths of secrecy threatening dire punishment for those who spread details of the order. It had weird names to disguise the identity of members, and elaborate costumes to hide their faces. When, by 1868, the order had spread across the Southern states and was terrorizing those attempting to empower and integrate the region’s four million ex-slaves, that invisibility proved vital to avoiding prosecution and counter-attack.

birth-of-nation-movie-poster-900Similarly when the Klan was reformed in 1915, secrecy remained essential, not so much for the protection of its members, but more for the frisson of excitement and exclusivity it gave its members as part of a society made even more famous with the blockbuster release of Birth of a Nation (1915) on the silver screen.

As the Klan organisation expanded in the 1920s its “invisible” nature continued to help it. It enabled recruiters to gull fee-paying members into joining an order that never had anywhere near the ten million members it claimed at its peak in 1924. It allowed the organisation to exaggerate its power, by claiming it had members – sworn to secrecy, of course – at all levels of government from the White House down. It allowed the leadership to disavow actions of members they felt were acting to damage the image of the fraternity and disguise the order’s rapid decline from the mid-1920s onwards. Its leadership apparently found the concept of an “Invisible Empire” had much more to commend it than a visible one..

Klan newspaper of the 1970s.

Klan newspaper of the 1970s.

Having said that the concept of the Invisible Empire has proved a constant headache for historians. Secrecy and exaggeration, added to the lack of records and a reluctance of many to admit their own, or relatives, association with the Klan mean that our histories of the fraternity are necessarily to some extent speculative – especially when it comes to numbers. Nevertheless, this very secrecy makes new theories, new explanations and, of course, new histories of the Klan possible.

Kristofer Allerfeldt will be working on a new history of the Klan in conjunction with his PhD student, Miguel Hernandez, in 2015.

—-

[1] Susan Lawrence Davis, The Authentic History of the Ku Klux Klan (New York, 1924).

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Reminding People of a Lynching Was What Bothered Them? 

HNN  May 30, 2014

 

155743-LynchingArticleI recently contributed to items in the local press (see here) and on radio (see here) concerning the ninetieth anniversary of a particularly gruesome lynching that took place in Fort Myers, Florida, over the weekend of May 25-26, 1924. Predictably, some local respondents were not happy that this anniversary was being publicized. One disgruntled reader complained, «Just can’t allow racism to fade away can you News Press? Instead of a piece relating how people of different races help each other because of their selfless goodwill (past or present), you all instead choose to keep alive a 90 year old evil doing by long since dead racist murderers.» In this article I will demonstrate why such reactions are mistaken and why these events should continue to be analyzed and explored in public media.

The first reason to keep highlighting this history is that lynching arose from racist stereotyping, a menace that continues in the present day. In Fort Myers in 1924, two black teenagers, aged just 16 and 14 were seen skinny-dipping with two white female friends. The two boys were assumed to be guilty of rape. In an article published by Steve Dougherty in the Fort Myers News-Press in 1976, an eyewitness stated that one of the girls protested that the two boys were innocent of any wrong-doing, yet the boys were still lynched. The racist beliefs of the whites overwhelmed their willingness to view the evidence impartially. This has clear parallels with criminal justice today, where juries can be influenced by the fact that young black males continue to be depicted in some media as criminal and sexually aggressive, instead of being treated as individuals.

The second reason is that the historical record on lynching is incomplete and in need of correction. Although the NAACP did awesome work to keep records of lynchings, it often had to rely on newspaper reports that presented the events from the point of view of the lynchers. In Fort Myers, for example, the motive of the lynchers was recorded as being to punish sexual assault (rape), yet this assault existed only in the eyes of the beholders. No evidence was presented to establish that the lynching victims had committed the alleged crime. The name of one of the victims was repeatedly given as Bubbers Wilson, when infact the death records clearly show that his name was RJ Johnson, a fact that the black community knew very well.

Failure to verify such facts at the time shows the local contempt of authorities for justice and accurate reporting. These violations of the historical record should be corrected; it is surely our duty as scholars to attend to this.

A third reason to focus on such lynchings is to ask our students and readers to walk a mile in the shoes of African-Americans of both historical periods. A white student of today who places himself or herself in the mind of a black male from 1924 can better understand how a young black male must continue to have two «looking glass selves»: a self that is reflected back to him by his fellow blacks, and one that is reflected back to him by a white viewpoint of suspicion and prejudice. Trayvon Martin spent his short life looking into these mirrors, which played a role in his death. Perhaps the student of today will be the juror of tomorrow, and the justice system is more likely to be seen to be doing its job correctly: treating all persons equally before the law, regardless of gender or skin color?

Jonathan Harrison is an adjunct Professor in Sociology at Florida Gulf Coast University and Hodges University whose PhD was in the field of racism and antisemitism.

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