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Posts Tagged ‘Ku Klux Klan’

Nuevamente comparto un trabajo del historiador Federico Mare, quien  esta vez analiza el significado histórico y político de los monumentos confederados que tanta polémica causaron en Estados Unidos durante el año 2020.  Estos momumentos son muestra material del discurso de la Lost Cause analizado por Mare en una entrada previa titulada «La causa perdida de la Confederación y la anatomía de un mito reaccionario en tiempos del Black Lives Matter


‘Black Lives Matter’ y la iconoclastia contra los monumentos confederados

Federico Mare

Sin Permiso   25 de junio de 2021

La fotografía que ilustra el presente ensayo fue tomada en el Stone Mountain Park, condado de DeKalb, estado de Georgia, en lo que se conoce como Deep South, el Sur Profundo de los Estados Unidos. Una bucólica tarde del verano de 2015, gran cantidad de familias blancas sureñas aguardan un show nocturno de luces láser al pie del memorial de Stone Mountain, en el corazón de los Apalaches meridionales. Mantas, reposeras, canastos, heladeras portátiles y otros bártulos típicos de un día de picnic manchan el verde esmeralda de la pradera. Más atrás, la lente del fotógrafo captura la presencia del tren turístico que ha traído hasta el parque al enjambre de espectadores.

Johnny Reb by owl65 on DeviantArtEl memorial de Stone Mountain rinde homenaje a los héroes de la vieja causa sudista, deidades tutelares de un panteón cívico-militar en clave revisionista, es decir, anti-Yankee, anti-unionista, anti-nordista. Pero no se trata de un monumento confederado más, no. Es el mayor de todo el país. Stone Mountain representa algo así como la versión sureña rebelde del Mount Rushmore. Constituye la plasmación más fatua, cursi, extravagante, de la megalomanía patriotera de Johnny Reb [i], con su regionalismo recalcitrante y propensiones xenofóbicas.

El bajorrelieve está hecho sobre un promontorio de roca adamelita, a 120 metros del suelo, y representa a los tres próceres más populares del Viejo Sur separatista: los generales Robert E. Lee y Thomas Stonewall Jackson, junto al presidente de los Estados Confederados de América Jefferson Davis, los tres a caballo. Este proyecto monumental se puso en marcha hacia 1916, pero recién concluyó en 1972, luego de varias interrupciones y reanudaciones. Diversos artistas trabajaron sucesivamente en la obra, a lo largo de varias décadas. Con sus 23 metros de alto y 48 de ancho, constituye el bajorrelieve más grande del mundo.

En la concepción, ejecución y financiación de semejante proyecto faraónico, que insumió millonadas y millonadas de dólares, trabajaron codo a codo las Hijas Unidas de la Confederación y el gobierno estadual de Georgia. Pero la injerencia y el mecenazgo del segundo Ku Klux Klan (el «imperio invisible», como le decían entonces) fue un secreto a voces desde el primer momento. No sorprende, por ende, que muchos reclamen hoy su eliminación por medio del arenado o chorreado abrasivo. Hubo manifestaciones en contra y a favor de su permanencia. Desde agosto del año pasado, el parque permanece cerrado.

El país del Tío Sam está lleno de monumentos confederados. El de Stone Mountain es el más grande de todos, sin duda, pero de ningún modo el único. Hay cientos y cientos. Y a muchxs estadounidenses no les resultan nada simpáticos, especialmente a quienes son afrodescendientes. Con justa razón, ven en ellos símbolos ultrajantes del antiguo Sur esclavista y secesionista.

Los monumentos confederados constituyen una de las expresiones más emblemáticas del mito romántico de la Lost Cause. Este mito racista –pseudohistoria al servicio de la white supremacy o «supremacía blanca»– lleva un siglo y medio envenenando la sociedad y la cultura estadounidenses (véase mi ensayo La causa perdida de la Confederación: anatomía de un mito reaccionario en tiempos del Black Lives Matter).

Charlottesville: Cubren monumento confederado con tela negra

Desde los trágicos sucesos de 2017, cuando una joven que reclamaba el retiro de la estatua ecuestre del general Lee en el Emancipation Park de Charlottesville (Virginia) fue asesinada, gran número de monumentos confederados han sido removidos o vandalizados a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, de Massachusetts a Texas, y de Florida a California. Hubo no sólo retiros de monumentos confederados dispuestos por las autoridades (retiros hechos con grúas, camiones y cuadrillas de empleados municipales), como en Demopolis, San Antonio, Lexington, Helena, Lynchburg y Kansas City; sino también acciones populares iconoclastas por fuera de la ley. Muchas esculturas, memoriales y placas conmemorativas que honran al Viejo Sur separatista sufrieron vandalizaciones de diverso grado e índole en numerosas ciudades: Atlanta, Filadelfia, Houston, Tampa, Baltimore, West Palm Beach, etc. Estatuas baleadas o derribadas con sogas, monumentos intervenidos con grafitis, esculturas cubiertas con pintura, etc.

Incluso se registró un pintoresco episodio de tarring & feathering[ii]. Fue en la localidad rural de Gold Canyon, Arizona, el 16 de agosto de 2017, cuatro jornadas después de los incidentes de Charlottesville. Una placa de piedra a la vera de la Ruta Federal 80, en homenaje a Jefferson Davis –el único presidente que tuvieron los efímeros Estados Confederados de América (1861-65)–, apareció cubierta con alquitrán y plumas, en señal de repudio y agravio.

Pero hubo también vandalizaciones de signo ideológico opuesto. Por ejemplo, el busto de Lincoln en Chicago un día amaneció quemado. En Madison, Wisconsin, la estatua del abolicionista Hans Christian Heg fue derribada, decapitada y arrojada a un lago. En Boston, el Memorial del Holocausto de Nueva Inglaterra, hecho con paneles de vidrio, fue dañado a piedrazos por un activista neonazi. Estamos, pues, en presencia de una guerra simbólica por los espacios públicos entre el supremacismo blanco y el movimiento de derechos civiles. Cada bando defiende sus liex de mémoire o «lugares de memoria» (al decir de Pierre Nora), a la vez que ataca los del adversario.

jim crow

La mayoría de los monumentos confederados fueron levantados en los dos primeros decenios del siglo pasado, una época de fuertes tensiones raciales: endurecimiento de las leyes segregacionistas de Jim Crow, creación de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, retorno de un demócrata sureño de ideas racistas (Woodrow Wilson) a la presidencia de los EE.UU. luego de muchísimos años, refundación del Ku Klux Klan, estreno de la película El nacimiento de una nación de D. W. Griffith, etc. El año pico de este revival sudista fue 1911, cuando se cumplió el cincuentenario del inicio de la guerra de Secesión (batalla de Fort Sumter, abril de 1861).

El otro momento de auge en el proceso de monumentalización de la Lost Cause –aunque de menor magnitud– fue el centenario de la guerra civil, en el primer lustro de la década del 60. Esta época coincidió –no casualmente, por cierto– con el recrudecimiento del conflicto racial (expansión del movimiento de derechos civiles con Martin Luther King y emergencia del tercer KKK).

Existen centenares de monumentos confederados desperdigados por todo el vasto país del Tío Sam: estatuas ecuestres, obeliscos, bustos, etc. Si a estos monumentos se les suman las placas conmemorativas, la cifra supera cómodamente el millar. No vaya a creerse que estas evocaciones nostálgicas a la «gesta» confederada –mayoritariamente localizadas en el Sur– son todas añejas. Algunas son relativamente nuevas, como el Monumento a los Veteranos Confederados de Arizona, en Phoenix, erigido hacia 1999 (aunque removido el año pasado).

Lo cierto es que, en reacción a la tragedia virginiana de Charlottesville, el proceso de desmonumentalización de la Lost Cause alcanzó una gran magnitud, una intensidad sorprendente. Sin embargo, la ola iconoclasta de 2017 fue casi un hecho menor al lado de la segunda ola –verdadero tsunami– del año pasado, tras el asesinato de George Floyd en Mineápolis, a manos de la policía de Minnesota. En 2017, hubo 36 monumentos removidos. En 2020, casi el triple: 94. La causa de este incremento prodigioso es obvia: la masificación del movimiento Black Lives Matter (BLM) contra la violencia racista. La oleada iconoclasta anticonfederada de 2017-2020 constituye, sin lugar a dudas, uno de los fenómenos culturales, sociológicos, más llamativos de los Estados Unidos de la era Trump. Solamente en Texas se han removido 31 memoriales.

Una mirada a la tragedia de Charlottesville | Newsweek México

Una acalorada polémica, muy densa en sus implicaciones ideológicas y políticas, soliviantó al país del Tío Sam. La sociedad estadounidense se polarizó, se fracturó en dos; y también sus medios de comunicación, sus historiadores e intelectuales, sus legisladores y funcionarios. La memoria, una vez más, fue campo de batalla. El pasado, por enésima vez, dividió aguas y devino objeto de disputa. Dos paradigmas de la historia nacional, dos políticas de la memoria, se batieron a duelo. ¿Cuál fue la postura del expresidente Trump? Una «equidistancia salomónica» que claramente favorecía al supremacismo blanco: no apoyó explícitamente la violencia racista contra las minorías afroamericanas, pero condenó enérgicamente el «vandalismo» del BLM, porque ambos extremos eran –sostuvo– igualmente malos para el orden republicano (equiparación de las acciones iconoclastas con los crímenes de odio racial, de los monumentos dañados con las personas asesinadas). Sin embargo, a nadie se le escapó la tibieza o parquedad con que Trump se distanció del supremacismo blanco, y la vehemencia o énfasis que manifestó en su reprobación de la iconoclastia anticonfederada. Por lo demás, su polémica decisión de comenzar su campaña electoral de 2020 en la mismísima Tulsa, la ciudad sureña de Oklahoma donde ocurrió la peor masacre racista en la historia de Estados Unidos, eligiendo como fecha nada menos que el 19 de junio (efeméride afroamericana del Juneteenth o Día de la Emancipación)[iii], fue mayoritariamente interpretada como una provocación, que sus detractores denunciaron y sus admiradores festejaron.

Charleston aparece en el manifiesto racista difundido en Internet como  objetivo de un ataque | CNNEl proceso de desmonumentalización comenzó en junio de 2015, al calor de la ola de indignación que desató la matanza racista de Charleston (Carolina del Sur), que dejó un saldo aterrador de nueve muertos en una iglesia metodista. La circunstancia de que el asesino, el joven Dylann S. Roof, fuese un segregacionista fanático que había hecho ostentación de su identidad neoconfederada por Internet, exhibiendo fotos donde se lo veía sosteniendo con orgullo la rebel flag (la vieja bandera del Sur esclavista y secesionista), generó un gran debate en torno a la legitimidad de la presencia de dicho símbolo, y otros afines (placas conmemorativas, estatuas, obeliscos, memoriales, topónimos, etc.), en los espacios públicos.

A caballo de esta gran controversia nacional, en muchos puntos del país diversas organizaciones de derechos civiles –el Southern Poverty Law Center, entre otras– reclamaron la remoción de la simbología y la onomástica confederadas, en el marco más amplio del movimiento BLM, incoado en 2013 tras la absolución judicial del asesino de Trayvon Martin. A corto plazo, muy pocas de estas iniciativas tuvieron éxito. Sólo en un puñado de ciudades hubo logros tangibles (en Austin por ej., donde una estatua de Jefferson Davis fue retirada del campus de la Universidad de Texas en agosto de 2015).

Pero en 2017, la desmonumentalización dio un gran salto adelante cuando, entre abril y mayo, las autoridades de Nueva Orleáns –en el corazón mismo del Sur Profundo– tuvieron el coraje de remover cuatro monumentos confederados en un lapso de apenas 25 días, decisión histórica que el supremacismo blanco resistió con vehemencia. A partir de allí, las remociones se hicieron más frecuentes, en un clima de creciente crispación: St. Louis, Orlando…

James Alex Fields Jr., Who Murdered Heather Heyer in Charlottesville, Faces  Life in Prison Plus 419 Years | Vogue

Heather Heyer

Y se multiplicaron notablemente tras la tragedia de Charlottesville, donde una mujer de 32 años llamada Heather Heyer, que reclamaba pacíficamente por el retiro de la estatua ecuestre del general Lee del Emancipation Park,[iv] fue brutalmente asesinada por un manifestante ultraderechista, y donde cerca de cuarenta personas resultaron heridas. Sábado nefando, siniestro, cuya causa directa, ostensible, indubitable, es la vigencia del mito racista de la Lost Cause en el imaginario estadounidense; vigencia exacerbada, desde ya, por el fenómeno Trump.

¿El detonante de la tragedia? Un proyecto que planteó la remoción del antedicho monumento en la pequeña ciudad virginiana del condado de Albemarle, donde otrora viviera el prócer independentista Thomas Jefferson. Diversos grupos de extrema derecha (supremacistas blancos, neoconfederados, milicianos, bikers, neonazis, etc.) lanzaron una cruzada en defensa de la controvertida estatua. La expresión más conspicua y virulenta de esta reacción fue el movimiento Unite the Right, en cuyas movilizaciones callejeras se ha desplegado todo el rancio repertorio simbólico del Ku Klux Klan: consignas patrioteras y segregacionistas, banderas rebeldes con la cruz de San Andrés estrellada, capuchas blancas, la siniestra MIOAK (la insignia de los klansmen), y hasta antorchas tiki ardiendo en la oscuridad de la noche, al estilo Mississippi en llamas… El conflicto por la estatua ecuestre de Lee del Emancipation Park derivó en una larga querella judicial, que todavía sigue en curso. Al día de hoy, el monumento permanece en su sitio, aunque ha sufrido varias vandalizaciones.

Make It Right – Independent Media Institute

En 2018, la periodista Kali Holloway creó el proyecto Make It Right (MIR), destinado a crear conciencia en torno a la necesidad de desmonumentalizar el pasado esclavista y segregacionista del Sur. “Oficialmente, la guerra civil terminó con la derrota de la Confederación en 1865. Pero más de 150 años después del fin de la guerra, cerca de 1.700 monumentos a la Confederación cubren el paisaje de Estados Unidos, y no solo el de los estados sureños. Desde el año 2000, más de 30 nuevos monumentos han sido erigidos. Estas estatuas y placas romantizan la brutalidad de la esclavitud y glorifican a los traidores de los Estados Unidos”. El proyecto MIR trabaja “con múltiples grupos –activistas, artistas, historiadores y medios de comunicación– para remover los monumentos confederados y contar la verdad de la historia”. Su acción propagandística ha sido fecunda.

En la vereda opuesta no se quedaron de brazos cruzados… La legislatura de Alabama, por citar un ejemplo, sancionó en mayo de 2017 una ley prohibiendo a las autoridades municipales remover o renombrar monumentos con más de cuarenta años de antigüedad, sin autorización estadual. Esa restricción dificulta enormemente la desmonumentalización de la Lost Cause en Alabama, puesto que los memoriales sudistas datan, en su inmensa mayoría, de 1911-15 y 1961-65, el cincuentenario y el centenario de la guerra de Secesión. Alabama es uno de los estados más racistas de EE.UU., y uno de los que acumulan más monumentos confederados en sus espacios públicos. Diversas demandas se han interpuesto contra la Memorial Preservation Act. La judicialización del conflicto ameritaría otro escrito aparte.

Pero, ¿por qué esta disputa? ¿Cuál es el secreto de la importancia concedida a los monumentos confederados, tanto por sus valedores como por sus detractores? Nora, el historiador francés mencionado algunos párrafos más arriba, no investigó esos liex de mémoire en especial, sino los que, en su país, se hallan asociados a la Tercera República (1870-1940). No obstante, con cautela, algunas de sus ideas pueden ser extrapoladas a los memoriales y monumentos confederados.

La siguiente observación resulta particularmente pertinente y esclarecedora para el caso que aquí nos ocupa:

Los lugares de memoria nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, de que hay que crear archivos, mantener aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, labrar actas, porque esas operaciones no son naturales. Por eso la defensa por parte de las minorías de una memoria refugiada en focos privilegiados y celosamente custodiados ilumina con mayor fuerza aún la verdad de todos los lugares de memoria. Sin vigilancia conmemorativa, la historia los aniquilaría rápidamente. Son bastiones sobre los cuales afianzarse. Pero si lo que defienden no estuviera amenazado, ya no habría necesidad de construirlos.[v]

No habría monumentos confederados como los del general Lee, no habría monumentos unionistas-abolicionistas como los del presidente Lincoln, si el pasado –o mejor dicho, cierta selección e interpretación del pasado– no fuese, como es, un anclaje identitario para determinados grupos antagónicos de la sociedad que no quieren, ni pueden, armonizar sus autopercepciones (sectores racistas de la población blanca, minorías negras orgullosas de su afrodescendencia, fuerzas de derecha, partidos de izquierda, etc.). Tampoco los habría si la espontaneidad de los recuerdos colectivos, fluida e inorgánica como es, bastase para contrarrestar el olvido. He aquí, pues, a mi modo de ver, la clave del asunto.

The state of the white supremacy and neo-Nazi groups in the US - ABC NewsLa querella de los monumentos confederados tiene como trasfondo, como sustrato, la persistencia del racismo –y de la lucha contra el racismo– en la sociedad estadounidense. Lxs supremacistas se aferran a dichos monumentos porque sienten que la white supremacy fue herida de muerte en los 60, mientras que lxs simpatizantes del BLM bregan por la desmonumentalización porque advierten que la utopía igualitaria, jamás concretada plenamente, zozobra más que nunca con la derechización que produjo Trump como presidente (uno de los mandatarios más reaccionarios que han pisado la Casa Blanca).

Sin embargo, subsiste un interrogante. Son muchas las facetas de la sociedad y la cultura estadounidenses que, directa o indirectamente, remiten al viejo conflicto irresuelto entre supremacistas e igualitaristas: los distintos niveles de ingreso e instrucción entre angloamericanxs y afroamericanxs, los prejuicios racistas (por ej., la creencia de que los negros son más propensos a cometer robos y violaciones sexuales que los blancos), los innumerables casos de violencia policial contra jóvenes afrodescendientes (golpizas, maltratos verbales y psicológicos, asesinatos), la animosidad racial de jurados y jueces en los procesos judiciales, la estratificación residencial, etc. Los monumentos confederados son una arista del problema, entre tantas otras. ¿Por qué razón, entonces, han sido estos, y no cualquiera de las otras iniquidades racistas, la mecha que detonó todo?

David Freedberg | Image Knowledge Gestaltung

David Freedberg

Parafraseando a historiador del arte David Freedberg, la respuesta sería: el poder de las imágenes. Las estatuas y otros monumentos constituyen imágenes, y como tales, no son nada inocuas. Tienen cierto poder sobre nosotros, cierta capacidad de sugestión. Nos provocan. Nos fascinan o enfurecen. Influyen en nuestra subjetividad, ya sea abiertamente en nuestro consciente, ya sea de modo sutil en nuestro inconsciente. Nos apasionan. Nos movilizan. Señala Freedberg al respecto:

Mucho se ha estudiado los grandes movimientos iconoclastas de Bizancio en los siglos VIII y IX, de la Europa de la Reforma, de la Revolución Francesa y de la Revolución Rusa. Desde los tiempos del Antiguo Testamento, gobernantes y pueblos gobernados en general han intentado desterrar las imágenes y atacado determinados cuadros y esculturas. Cualquiera puede aportar un ejemplo de alguna imagen atacada: todos sabemos cuando menos de algún período histórico durante el cual la iconoclasia era espontánea o estaba legalizada. La gente ha hecho añicos imágenes por razones políticas y por razones teológicas; ha destrozado obras que les provocaban ira o vergüenza; y lo han hecho espontáneamente o porque se les ha incitado a ello. Como es natural, los motivos de tales actos se han estudiado y continúan discutiéndose interminablemente; pero en todos los casos hemos de aceptar que es la imagen –en mayor o menor grado– la que lleva al iconoclasta a tales niveles de ira. Esto cuando menos podemos asentar como indiscutible, por más que sepamos que la imagen es un símbolo de otra cosa y que es esta cosa la que se ataca, rompe, arranca o destroza.[vi]

Aunque los monumentos confederados sean “un símbolo de otra cosa”, y que, en definitiva, es esa “otra cosa” (el Viejo Sur esclavista y secesionista, el segregacionismo de las leyes de Jim Crow, la cultura racista actual) “la que se ataca” y defiende, la que se quiere remover o vandalizar en señal de rechazo, o bien, preservar o reparar en señal de identificación, lo cierto es que no deja de haber cierto trasfondo de fetichismo en tales prácticas anicónicas e icónicas, por muy subterráneo e imperceptible que sea ese trasfondo. De todo el abanico de opciones susceptibles de generar una reacción en cadena –en contra y a favor–, han sido las estatuas, los obeliscos, las placas conmemorativas, los memoriales, etc., los que han concentrado mayor atención de ambos bandos.

El regodeo y la saña de la muchedumbre desmonumentalizadora es por demás sintomática, sugerente, igual que lo es la vehemencia de sus oponentes. Estos, por caso, han llegado a la violencia terrorista y el asesinato para demostrar su apego sentimental por la estatua ecuestre del general Lee en Charlottesville… Nada casual hay en ello. Es evidente que los monumentos confederados, en tanto íconos, resultan particularmente irritantes y ofensivos para unos, y seductores y admirables para otros.

Las imágenes son cosa seria, aunque los intelectuales solamos subestimarlas debido a nuestra deformación profesional (predominio excesivo de las palabras, del discurso). ¿Cuántas rebeliones y revoluciones del siglo XX hubiesen quedado grabadas a fuego en nuestra memoria sin la ayuda de fotografías o filmaciones de incidentes iconoclastas, o de muestras exultantes de iconismo popular como la exhibición de banderas?

Entre las muchas ciudades norteamericanas que, durante estos últimos cuatro años, retiraron monumentos confederados de sus espacios públicos, están Montgomery, Houston, Dallas, San Diego, Little Rock, Raleigh, Charleston, Lexington, Decatur, Clarksville, Charlotte… También la mítica Birmingham de Alabama, el reducto segregacionista que Martin Luther King, en el 63, eligió como prueba de fuego para el movimiento de derechos civiles, y donde resultó arrestado. En otras urbes, como Jacksonville, los proyectos de remoción aún no se han concretado, ora porque el proceso deliberativo sigue en curso, ora porque acciones judiciales los han dejado en suspenso. Pero es muy probable que a corto plazo varios de ellos se efectivicen. Por otra parte, no olvidemos que en muchos lugares se registraron acciones directas de tipo «vandálico», por fuera del orden legal, como en Indianápolis, Los Ángeles, Denver, Sacramento y Portland: derribos, grafitis, etc.

La estatua del general confederado Thomas Stonewall Jackson está colocada en el complejo del capitolio del estado de Virginia Occidental.

Estatua del General Stonewall Jackson.

Virginia, el estado con más monumentos confederados de todo el país, merece un párrafo aparte. En marzo del año pasado, al comienzo de la pandemia, una reforma legal habilitó la remoción de los mismos. La reforma entró en vigencia en julio, y desde entonces muchas esculturas y placas conmemorativas han sido retiradas: Appomattox, Norfolk, Fredericksburg, Leesburg, Farmville, Virginia Beach… También hubo derribos y vandalizaciones en el contexto de las protestas y revueltas del BLM, como en Portsmouth y Roanoke. La aristocrática Richmond, capital estadual y otrora capital del Sur secesionista, la ciudad con más memoriales confederados de la nación (algo así como la meca del urbanismo megalómano y nostálgico de la Lost Cause, especialmente en lo que concierne a su Monument Avenue), ha vivido situaciones de todo tipo: iconoclastia revoltosa de masas, remociones efectuadas por las autoridades y retiros frustrados o demorados por la oposición encarnizada de la derecha supremacista. Las estatuas de Jefferson Davis y Williams Carter Wickham fueron derribadas, igual que el Monumento Howitzer. Las esculturas en homenaje a Stonewall Jackson, J. E. B. Stuart y Matthew Fontaine Maury fueron retiradas por el gobierno local. El gigantesco monumento ecuestre de bronce del general Lee todavía sigue en su altísimo pedestal de mármol, pero hay planes oficiales para removerlo. El año pasado, durante las movilizaciones multitudinarias del BLM, la escultura fue intervenida con grafitis, aunque su colosal tamaño impidió que se la tirara abajo. Se trata del último monumento en pie de la Monument Avenue. Creada por el escultor francés Antonin Mercié, fue inaugurada pomposamente en 1890. El anuncio de su remoción por parte del gobernador Ralph Northam, en junio de 2020, soliviantó a los sectores supremacistas, que han plantado una desesperada batalla judicial por su conservación, una nueva Gettysburg en pleno siglo XXI…

El rey belga pide perdón por la cruel y violenta colonización del Congo

Leopoldo II

Cabe hacer una importante acotación. El cimbronazo iconoclasta del BLM de 2017-2020 trascendió las fronteras de Estados Unidos. El racismo y la lucha contra el racismo no son coto exclusivo del Tío Sam. En Gran Bretaña y Bélgica, diversos monumentos asociados a la trata de esclavos y la opresión colonial han sido removidos, derribados o intervenidos con grafitis: la estatua de Edward Colston en Bristol, las esculturas de Robert Milligan y John Cass en Londres, el monumento de Leopoldo II en Amberes, los bustos dedicados a este monarca europeo –déspota genocida del Congo Belga– en Gante y Lovaina… También se registraron episodios de iconoclastia antiimperialista-antirracista en las Antillas francesas y Barbados, protagonizados mayormente por las comunidades negras o afrodescendientes. En Sudáfrica, un busto del magnate minero Cecil Rhodes –jingoísta recalcitrante y adalid de la supremacía blanca– fue descabezado por manifestantes de Ciudad del Cabo, y una estatua de Martinus Theunis Steyn –último presidente de la república bóer separatista de Orange– fue desmantelada en Bloemfontein. La desmonumentalización de la Pax Britannica victoriana tuvo coletazos en India y Nueva Zelanda, donde hindúes y maoríes no han olvidado ni perdonado los crímenes y agravios del Reino Unido. Asimismo, tanto en Estados Unidos como en Canadá, Colombia y Chile hubo acciones iconoclastas indigenistas contra monumentos asociados al «descubrimiento», la conquista y colonización europeas de América: el de Colón en Boston y St. Paul, el de Macdonald en Montreal, el de Belalcázar en Popayán, el de Valdivia en Concepción… Un claro ejemplo de efecto dominó.

Decapitan en Sudáfrica una estatua del colonizador británico Cecil Rhodes

Estatua de Cecil Rhode decapitada, Ciudad del Cabo, Sudáfrica.

“¿Por qué las personas destruyen las imágenes?”, se pregunta Freedberg en otro libro más reciente. Y prosigue su reflexión con más interrogantes incisivos:

¿Qué motiva estos actos individuales y colectivos de violencia contra algo que –al fin y al cabo– es una mera representación en madera, piedra, lienzo o papel? ¿Cómo podemos pensar la iconoclasia en el mundo contemporáneo? Para muchos, la extraordinaria ubicuidad y la repetición de las imágenes desvirtúa su aura pero, sin embargo, los ataques continúan. De hecho, los medios de comunicación tienden a visibilizarlos, haciéndolos cada vez más evidentes.[vii]

Al analizar el Beeldenstorm, el gran estallido iconoclasta de 1566 en la rebelión antiespañola y protestante de Flandes, Freedberg se interroga:

Pero, ¿por qué fueron atacadas las imágenes con tal ferocidad? Después de todo, éstas no eran en sí mismas los tiranos. ¿Hasta qué punto los actos de destrucción de los atacantes eran indiscriminados o selectivos? ¿Atacaban obras de arte reconocidas con mayor o menor vehemencia que otras imágenes, o los iconoclastas eran ciegos e indiferentes? ¿Fueron los ataques espontáneos u organizados? En un principio, los brotes parecían espontáneos, pero pronto surgieron evidencias que demostraban que muchos de los ataques, si no todos, habían sido organizados.

La mayoría de estas preguntas, y otras muchas, surgen también al abordar otros episodios iconoclastas. Al igual que en los Países Bajos, los ataques aparentemente espontáneos a menudo resultaron ser organizados y, en efecto, remarcaron eficazmente los resentimientos y las patologías individuales. Determinadas obras de arte fueron señaladas para su destrucción, puesto que ofrecían una mayor posibilidad de ganar publicidad para la causa. La ferocidad de los ataques fue seguramente atribuible, al menos en parte, a la frustración y la rabia ante la ausencia del tirano, dirigiéndose en cambio a su representación. Ciertamente era más fácil atacar a su imagen que a su prototipo viviente.[viii]

Podríamos afirmar algo similar en relación a la iconoclastia anticonfederada del BLM. Hubo monumentos que no podrían haber sido vandalizados sin un esfuerzo planificado y coordinado, como en el caso de varias estatuas de considerable tamaño y peso derribadas con sogas por grupos numerosos de manifestantes, que actuaron velozmente para no darle tiempo a la policía. La elección de ciertas esculturas especialmente significativas tampoco parece casual. Por lo demás, la vehemencia destructiva contra las mismas, el encarnizamiento con que fueron atacadas, sugiere que se dio un fenómeno psicológico de proyección: como los opresores de carne y hueso no están físicamente presentes, se descarga la ira vindicatoria contra aquellas imágenes que los representan, olvidando por un instante que se trata de un procedimiento de transferencia o sustitución.

“Las recurrencias son sorprendentes”, reflexiona Freedberg. “Incluso un estudio superficial deja claro con qué frecuencia la política se mezcla con la teología y cómo patologías individuales pueden cruzarse y a menudo exacerbar los contextos históricos específicos de determinados momentos y movimientos iconoclastas”. Y luego acota:

Amazon.com: La destruccion de la Estatua de Bel por Cornelis Cort: Home &  Kitchen

La destrucción de la estatua de Bel  por Maarten van Heemskerck, 1567

Tomemos, por ejemplo, el cupido que orina en la boca de una antigua estatua ya destruida en el grabado La destrucción de la estatua de Bel, una estampa de 1567 realizada por Maarten van Heemskerck. La acción es prácticamente idéntica a la de un joven que orina sobre el rostro de una estatua caída de Saddam Hussein en 2003. Queda claro que ya no se trata de dioses (de las personas o del arte), sino que simplemente se han derrumbado y ahora tan solo son falsos ídolos que pueden ser insultados de un modo impensable si siguiesen vivos o continuasen siendo deidades. Sin embargo, actos como estos sugieren que este tipo de insultos son percibidos y sentidos como algo verdaderamente importante debido a que transmiten la sensación de ser agresiones físicas a un prototipo viviente.

En esta combinación de religión, política y sensualidad de las imágenes la persistencia asombrosa de formas aparentemente similares de profanación y destrucción se hace aún más comprensible. Los actos iconoclastas y de censura adquieren formas estereotipadas. Esto es el resultado de una etiología común: el acto para eliminar lo viviente en una imagen o su profanación corporal, de modo que su estatus material descalifique su estatus sagrado o superior (ya sea estética o políticamente).

[…] Ver este tipo de imágenes agredidas y dañadas siempre provoca un shock. Los espectadores perciben que dichos ataques no solo se aplican sobre los cuerpos que ven, sino también, de forma inquietante, en cierto modo, sobre sus propios cuerpos. Este sentido de empatía con los objetos observados es lo que garantiza su efectividad. […] Precisamente esto último es lo que demuestra más poderosamente la vida de la imagen, ofreciendo la indicación más clara de la habilidad con la que fue hecha.

Todo esto nos obliga a pensar más detenidamente acerca de la visualización de la iconoclasia solamente en términos históricos o políticos. En ocasiones, los primeros resultan tan clamorosos que parecen anular las limitaciones de estos últimos. No es solo una cuestión relacionada con la persona concreta que representa la imagen. […] Nada de esto puede explicar adecuadamente la violencia con la que fueron eliminadas y las múltiples formas de destrucción de lo que parecía estar vivo aunque tan solo fuera, de hecho, una mera reproducción de lo real.

Siempre hay algo más. La voluntad de destruir una obra a menudo indica el empeño por negar que, en cierto modo, la imagen es algo viviente. Precisamente, es esta capacidad la que la convierte en algo peligroso, en objeto que precisa ser eliminado, mutilado y destruido. Los temas históricos no se pueden resolver al margen de los psicológicos.[ix]

The hashtag #BlackLivesMatter first appears, sparking a movement - HISTORY

Esto se aplica también a la iconoclastia del BLM. El intenso goce material o corporal –y no solo simbólico o metonímico– con que se destruyeron los monumentos confederados revela que hubo un componente psíquico más profundo en este accionar punitivo. Si por unos instantes no se sintiera inconscientemente que las estatuas del general Lee están vivas, el pasado y la política no serían suficientes para explicar tanta pasión y tanto celo iconoclastas. Llega un punto en que la psicología se vuelve irreductible a la historia y la sociología, por mucho que estas nos ayuden a comprender el comportamiento humano a la luz de factores económicos y culturales de carácter contextual.

Aunque la tormenta iconoclasta contra la Lost Cause amainó este año, con el demócrata y «progresista» Joe Biden de presidente, cabe esperar que recrudezca en cualquier momento, tan pronto como el BLM experimente un nuevo auge de protestas y revueltas. No hay de qué extrañarse: los lugares de memoria están saturados de ideología, y, por ende, de política. Cuando el consenso se diluye, cuando el conflicto social se agudiza y sale con ímpetu a la superficie, ¿cómo pretender que los monumentos confederados permanezcan al margen, a salvo? Menos aún si, en tanto obras de arte figurativas, calculadamente vívidas en su artilugio mimético, ejercen ese influjo irresistible de amor-odio que Freedberg llamó, con quirúrgica precisión semántica, the power of the images, el poder de las imágenes.

NOTAS

[i] Personaje imaginario que simboliza al Sur estadounidense en general, y a los antiguos Estados Confederados de América (1861-65) en particular. Se lo representa con chaqueta, pantalones y gorra de color gris –el uniforme que usaban los soldados sudistas–, y a menudo, sosteniendo un arma o la rebel flag. Su contraparte simétrica es Billy Yank, prosopopeya o personificación del Norte.

[ii] El tarring & feathering es una tradición de castigo popular, no oficial, típica de los países anglosajones, actualmente en desuso. Se lo practicaba con quienes transgredían los valores morales de la plebe: criminales, usureros, comerciantes especuladores, terratenientes abusivos, empresarios explotadores, rompehuelgas, adversarios políticos, funcionarios impopulares, policías o militares represores, recaudadores de impuestos, etc. Las víctimas eran inmovilizadas y desnudadas, rociadas con alquitrán de pino caliente y luego cubiertas con plumas, a modo de represalia y escarmiento, de humillación y escarnio públicos. Los orígenes de esta punición popular se remontan a la Inglaterra medieval. Fue muy utilizada por los rebeldes norteamericanos durante la revolución y guerra de Independencia, y también por los pioneros del Far West en el siglo XIX. Durante la centuria pasada fue perdiendo vigencia, hasta su virtual extinción.

[iii] La efeméride hace referencia a la abolición de la esclavitud en Texas, último baluarte esclavista del Sur en la guerra de Secesión. El 19 de junio de 1865, poco después de que el Ejército Confederado de Trans-Mississippi se rindiera, el general nordista Gordon Granger proclamó desde Galveston la liberación de toda la esclavatura texana, de por sí muy numerosa y recientemente acrecentada por la inmigración de plantadores sudistas exiliados desde el este: Alabama, Georgia, etc.

[iv] El monumento retrata al mítico general sudista montando a Traveller, su corcel más famoso. La escultura está hecha en bronce, y fue instalada en 1924, en pleno auge de la Lost Cause y del segundo Ku Klux Klan, cuando todo el Sur se llenó de monumentos confederados. Su autor es el artista plástico Henry Shrady, célebre por su estatua ecuestre del Gral. Grant frente al Capitolio, en Washington DC. Shrady murió prematuramente, y la obra debió ser concluida por otro escultor, el italiano Leo Lentelli.

[v] Nora, Pierre, Pierre Nora en Les liex de mémoire. Santiago de Chile, Trilce, 2009, pp. 24-25.

[vi] Freedberg, David, El poder de las imágenes: estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta. Madrid, Cátedra, 1992, p. 29.

[vii] Freedberg, Iconoclasia: historia y psicología de la violencia contra las imágenes. Bs. As., Sans Soleil, 2017, p. 15.

[viii] Ibid., p. 40.

[ix] Ibid., pp. 51-58.

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La revista Huellas de Estados Unidos acaba de publicar su décimo tercer número con una selección de interesantes artículos enfocados, principalmente, a analizar el origen y significados del fenómeno Trump. Destaca el tema racial con trabajos de Valeria L. Carbonne («Charlottesville: Historia de racismo y supremacía blanca«), Pablo Pozzi («El Ku Klux Klan y el capitalismo» y  Ana Bochicchio («¿Qué piensan los supremacistas blancos norteamericanos?»). Se incluye, además, la traducción de un capítulo del clásico libro de Michael Hunt Ideology and U.S. Foreign Policy (New Haven: Yale University Press, 1987). Agradecemos, nuevamente, a los editores de Huellas de Estados Unidos por su gran labor promoviendo el estudio de Estados Unidos en América Latina.

 

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Confederate Flags in the Jim Crow North

by 

The African American  Intellectual History Society   July 1, 2015
Bronx Confederate Flags 003

Photo: Opponents of local civil rights activists raise a Confederate flag in the Bronx, July 1963

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Over the years, what many people recognize as the Confederate flag, the “Stars and Bars,” which decorated several official flags that insurrectionists who fought against the United States flew during the Civil War (1861-1865), has symbolized different types of American identity.

During the 1950s, white Southerners who opposed racial integration and civil rights for black Americans used the Confederate flag as a symbol of their resistance against what they saw as a tyrannical federal government that sought to eradicate their cultures and customs. Some Southerners called these mores their “way of life.”

They were not totally wrong since their official “way of life” involved oppressing American blacks in practically every possible way.

White people could treat black citizens like dogs, or worse, outright terrorize them, at voting polls, in courts, at workplaces, in stores, at theaters, in public schools. Racial segregation even ruled cemeteries.

Racial segregation dominated the South.

So, when Supreme Court decisions and federal laws sided with citizens who fought against racist segregation, white Southerners knew their way of life’s days were numbered. They resisted the civil rights movement. They opposed equal citizenship for black Americans and equal protection of the law for black people.

They showed their defiance the same way Southern insurrectionists did during the Civil War: they flew their Stars and Bars.

Nowadays, some white Southerners (and black ones too) say that the flag serves as a symbol of their heritage. It honors their ancestors. They argue that the Confederate flag does not stand for slavery; even though that flag flew over armies that marched to create a new nation built to preserve white supremacy and racial slavery.

The Confederate political leader, Alexander Stephens, made plain why the insurrectionists fought that war and flew their flag when he explained that his new government’s, “foundations are laid, its cornerstone rests, upon the great truth that the (N)egro is not equal to the white man; that slavery, subordination to the superior race, is his natural and normal condition.”

Perhaps the cultural and political meanings that the Confederate flag represented in the 1860s and in the 1950s have changed.

Perhaps now, in the 2010s, the Confederate flag means different things – heritage and sectional pride – than it meant in the past: massive resistance against the civil rights movement and a new nation to protect white people’s ability to enslave black people.

Perhaps.

But that flag’s connection to the white nationalist terrorist’s shooting of 9 Black people in Charleston, South Carolina, proves that the Stars and Bars still have a great amount of white nationalist, racist, segregationist meaning woven within its fabric.

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During today’s raging culture wars over the Confederate flag, Americans should remember that white Southerners do not have a monopoly on the Confederate flag’s meaning, or its use.

Historians have shown how supposedly “Southern” forms of racism and terrorism, as well as activist movements against those cultural and political practices, existed throughout the nation.

For example, contrary to notions of its strictly rural Southern existence, during its resurgence in the 1920s the Ku Klux Klan wielded power and influence in cities across the country.

Even during the 1960s, when some whites outside the South wanted adamantly to oppose any type of civil rights for black Americans, they used two of the strongest, clearest symbols to communicate their political views and cultural identity: KKK hoods and Confederate flags.

In the summer of 1963, black and white civil rights activists in the Allerton Avenue section of the northeast Bronx, New York, staged nonviolent protests for black people to have more jobs at local White Castle restaurants.

Some of their opponents paraded in KKK hoods, waved Confederate flags, and donned Confederate garb (see below pictures). One counter demonstrator tried to have a nine-month old pose for a picture wearing a replica of a Confederate officer’s hat.

Bronx Confederate Flags 002

Bronx Confederate Flags 004

Ironically, many of the white residents of the northeast Bronx neighborhood where those protests occurred descended from Italian immigrants. They stood next to Confederate flags and a person dressed like a Klansman, but at one time the white American nationalists who used those symbols throughout the decades also violently opposed southern Europeans and Catholics immigrating into the United States.

When Bronx whites who opposed the civil rights movement in their own community wanted to express their nationalism and identity, and their political opposition against black employment at White Castle, they knew exactly what symbols to use, what flags to fly, and what chants to shout. They sang, “Dixie.” They yelled, “Go home nigger.” A taxi driver from the community told a New York Post reporter, “We aren’t going to let the colored people take over our neighborhood like they have everywhere else in the city.”

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Over the years, the Confederate flag emerged as a very American symbol of white nationalism, white identity, and opposition against any type of civil rights and civil equality for black people in the United States.

Some Southerners claim the Confederate flag as a symbol of their cultural identity and historical heritage, and the Stars and Bars may very well have such sentimental value.

But personal heritage cannot erase or replace national history.

Since the Civil War, Americans around the country have used that flag to symbolize their opposition of black civic equality, even black people’s very humanity.

As twenty first century Americans call for the flag’s removal from public buildings, especially state capitals, historians should also do more research into the ways the Confederate flag served as a powerful national symbol, not merely a regional or sectional one, for white nationalism and domestic racist terrorism.

Brian Purnell

Brian%20Purnell%200454Brian Purnell is Associate Professor of Africana Studies and History at Bowdoin College. He is the author of Fighting Jim Crow in the County of Kings: The Congress of Racial Equality in Brooklyn (Kentucky, 2013), which won the New York State Historical Association Manuscript Prize in 2012. He has worked on several public history projects with the Brooklyn Historical Society, the Bronx County Historical Society, the Brooklyn Public Library and the University of South Carolina. Before joining the faculty at Bowdoin, he worked for six years at Fordham University as Research Director of the Bronx African American History Project and as an Assistant Professor of African American Studies (2006-2010). He is currently working on two books. The first is an oral history autobiography of Jitu Weusi (Leslie Campbell), a prominent educator and Black Nationalist activist in Brooklyn, New York, during the Civil Rights and Black Power Movements. The second is a history of urban community development corporations since the mid-1960s tentatively entitled, “Unmaking Ghettos: The Golden Age of Community Development in America’s Black Metropolises.” Brian lives in Brunswick, Maine, with his wife, Leana Amaez, and their four children: Isabella, Gabriel, Lillian and Emilia.

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Video of the Week: The Ku Klux Klan parades down Pennsylvania Ave 1928

HNN June 23, 2015

 

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By 

New Republic June 8, 2015

American cinema has never been particularly kind to black folks. As blacks moved north into cities with burgeoning movie palaces and industrial jobs and laws designed to keep them impoverished and on the margins, filmic representation of black life—limited for most of the time between World War I and Vietnam to “Toms, Coons, Mulattoes, Mammies and Bucks,” as historian Donald Bogle put it in 1973—was the lens through which American society viewed blacks.1

Anyone who took silver screen representations of blacks at face value would come away with the notion that black folks were, by and large, stupid, cowardly, lazy and worthy of subjugation, censure and plunder. That this is just how America has largely treated its African American population both before and since is no accident. When the blustery but occasionally insightful critic Armond White said “you have a culture of criticism that simply doesn’t want Black people to have any kind of power, any kind of spiritual understanding or artistic understanding of themselves,” he wasn’t wrong.

“ARoad Three Hundred Years Long: Cinema and the Great Migration,” a series at New York’s Museum of Modern Art that began last Monday and runs through June 12th, provides a much-needed corrective, a narrative of black resistance to the dominant mode of slanderous Hollywood storytelling—both now and, somewhat miraculously, in the days of Jim Crow. Curated by MoMA’s Joshua Siegel and independent curator Thomas Beard of Light Industry, the country’s leading micro-cinema for experimental film, the exhibition is pegged to the Museum’s show of Jacob Lawrence’s Great Migration paintings. “A Road Three Hundred Years Long” includes many films that catered to black audiences in the era of their flight from terror, showcasing a significant amount of pre-war black filmmaking as well as movies by contemporary black filmmakers that explore the mysterious legacy of the Great Migration.

Blacks were unable to go to segregated movie theaters in the south except under special circumstances—“midnight rambles,” for example, which were late night screenings of popular films and black-themed movies for black patrons that were barred during the day. But some black owned movie theaters persisted and some of the work shown there, both home movies and narrative features, found appreciative pre-war audiences. MoMA’s program includes many of these films, as well as WPA-style proletarian news reels and avant-garde non-fiction films, to showcase images of black life that—despite the specter of prejudice—highlight unadorned, provincially black, middle class normality in a way that is painfully rare. These spaces have largely escaped Hollywood visions of black American life, obsessed as they are with broad stereotype (see this summer’s Dope) or elegantly rendered historical struggle (Selma12 Years a Slave).

But for black experimentalists (like Kevin Jerome Everson, who directed Company Line) or great, sadly underemployed black narrative directors—like Charles Burnett, who made To Sleep with Anger, and Julie Dash, who did Daughters of the Dust—the forgotten spaces of black American life provide wonderful fodder for exploring the mysterious resilience of black middle class life.

The program’s most interesting discoveries are rooted further in the past. Oscar Micheaux and Spencer Williams were the only African Americans to make narrative feature films in the years before the Civil Rights Movement and they are very much at the center of “A Road Three Hundred Years Long.”Several works by Micheaux, the most prolific of the black pre-war filmmakers, are on display, including his 1920 film The Symbol of the Unconquered. A rejoinder of sorts to The Birth of a Nation, it remains one of the watershed moments in black film history.

Meanwhile, Williams’s work is the subject of the documentary Juke: Passages from the films of Spencer Williams, a series-opening compilation film by noted found footage documentarian Thom Andersen (Los Angeles Plays Itself). Williams is known more as the star of the popular early ’50s sitcom the Amos ‘n’ Andy than as a groundbreaking independent filmmaker. Financed by a Jewish Texan named Alfred Sack, Williams’ moralizing work is often compared to Tyler Perry’s, but given the era he worked in he couldn’t hope to control the means of production on his own (as Perry famously has).

Williams’ race movies made great use of magic realist flourishes in his early films; in The Blood of Jesus, undeniably his masterwork, the devil drives a flatbed truck with sinners perched on the back and Angels—given etherealness through that most basic cinematic trickery, the double exposure—hover over the bed of a woman who lies mortally wounded.Andersen’s interest, however, lies mainly in recontextualizing clips from Williams’ films to highlight the documentary-like aspects they contain. Because so few motion picture images of black middle class life were taken in Dallas suburbs or Harlem night clubs, in cab stands and in juke joints, in sitting rooms and in neighborhood streets, Williams’ scenes have a representative quality that transcends their narratives of jazz age sin and Christian redemption, one that Andersen’s deft cutting compiles in a lucid, if decidedly non-narrative way. (Next winter, arthouse film distributor Kino Lorber will release a box set of Micheaux and Williams movies.)

This has been a watershed year for black repertory programming in the city. Between the Film Society of Lincoln Center’s “Telling It Like It Is: Black Independents in New York 1968-1986,” the Brooklyn Academy of Music’s Space is the Place: Afrofuturism in Film,” and “A Road Three Hundred Years Long,” movies about black life have been given significant platforms in some of New York’s august cultural institutions. The takeaway from these wonderfully curated programs, though, is grimmer: Looking through the filmographies of the artists involved, very little of their work has come with the support of our national film culture’s most enduring brands, the Hollywood studios. One quickly gets the sense that thoughtful, nuanced stories about the African American experience aren’t welcome out there.

Today African Americans are underrepresented in the movie industry’s workforce, both in front of and behind the camera. In the boardroom and in the postproduction house, blackness is scarce. This holds true for every strata of the industry, from the dying vestiges of New York’s indiewood to the hallways of power at Los Angeles’ major studios. I imagine there may be a black person within the studio apparatus who holds the power to green light movies about the parochial anxieties, dreams and predilections of American negroes without fear of quizzical glances from his peers and superiors, but I’ve yet to meet or hear of this person. I’m not holding my breath.

This year and last year are the only consecutive years in cinematic history in which films directed by people of African descent were nominated for the Oscar for best picture. But look for African Americans when you walk through the offices of a major film production or distribution outfit—you’ll still only find them at the guard’s desk or near the janitor’s closet. That narrative has to change.

Brandon Harris

A visiting assistant Professor of Film at SUNY Purchase and Contributing Editor of Filmmaker Magazine, Brandon Harris’ criticism and journalism has appeared in The New YorkerVice, The Daily Beast and n+1. His film Redlegs is a New York Times Critic’s Pick.

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Invisible Empire: An ‘Imperial’ History of the KKK

Dr. Kristofer Allerfeldt
History Department, University of Exeter

Imperial & Global Fórum  July 7, 2014

invisible-empireInvisible EmpireHistorians are used to the concept of formal and informal empires. They are used to empires expanding and empires declining. Most are perhaps less familiar with a concept bandied about in the United States from the late 1860s to the mid-1930s – that of an “invisible” empire.

In reality this empire was anything but invisible. Born in the turmoil of the post-Civil War South, by the mid-1920s it had spread to all mainland states of the Union, claiming some ten million members.

It was also known as the Ku Klux Klan.

As with much of the history of the KKK, the origins of the term “Invisible Empire” are disputed. Some claim that it emerged from Confederate General Robert E Lee’s polite request to keep his support for the nascent Klan “invisible”. Others see it as a part of the secrecy surrounding the original hooded fraternity. Whichever origin is chosen, there’s no doubting it was a useful phrase.

Arguing that Lee’s Klan connection was kept “invisible” at his own request was a trump card for those dedicated to the order’s mission of “Redeeming” the South’s pre-bellum traditions. However invisible, connection to the most illustrious figure of the Confederate war effort gave the Klan prestige and legitimacy, not only during the struggles of post war reconstruction, but also when the Klan re-emerged in 1915. Claiming he had wanted his ties kept secret also made it more difficult for either the general sceptics or the KKK’s enemies to disprove his connection with the vigilante organization of Reconstruction – which they all attempted to do.

 Membership card of A.F. Handcock in the Invisible Empire Knights of the Ku Klux Klan (1928)


Membership card of A.F. Handcock in the Invisible Empire Knights of the Ku Klux Klan (1928)

The controversy surrounding Lee’s allegedly “invisible” connection also, of course, makes it more difficult for historians now to accurately assess his connection. Early accounts of the Klan repeat the rumour, largely because the order was seen in a generally positive light. In some measure this was the result of a negative view of the Reconstruction efforts carried out in the post-war South. These Radical Republican-led attempts at racial integration and universal education were almost universally seen as the misguided efforts of unrealistic idealists, or viewed as the actions of corrupt politicians. Further, many of the historians writing histories of the Klan from Reconstruction through until at least the 1920s were, or claimed they were related to, members of the order.

The result was that accounts like that of Susan Lawrence Davis (1924) reiterated the myth offering no hint of its origins and making no attempt to show its authenticity.[1] Merely stating the case seems frequently to be considered enough proof by the standards of the time, but Davis’ background tells us much about her real sympathies. She was the daughter of a Confederate colonel and Klansman, Lawrence Ripley Davis. What is more she draws on equally unreliable sources, like the memoirs of one of the founders, John C Lester.

However, unlike previous accounts, Davis even quotes Lee’s words. She has the general tell the deputation asking him to head the order in May 1867 that, “I would like to assist you in any plan that offers relief. I cannot be with you in person but I will follow you, but it must be invisible.” She goes on to explain, “When this message was delivered to the [Klan] convention it led to the christening of the United Ku Klux Klan, the “Invisible Empire””.

By the end of the 1920s the Klan’s position in American society was less secure. A series of sexual and financial scandals combined with revelations of its violent methods reduced both the numbers and reputation of the order. The result was that even apologists tended to veer away from associating the symbol of Southern chivalry and gentility – Lee – with a tainted order of what even its leader had referred to as violent, ill-educated “second hand Ford owners”. Consequently, most historians since the 1930s have tended to see the Invisible Empire as being an example of the order’s fascination with mysticism.

This securely ties the order back to the craze for secret brotherhoods which swept across the United States in the wake of the Civil War. The period from 1865 to 1930 saw a huge explosion in fraternities of all types, so much so it is referred to as the “Golden Age of Fraternity”. College Greek letter fraternities; fraternities associated with particular trades, ethnicities and interests; fraternities formed to achieve certain aims, as well as the more traditional varieties like the Freemasons, Oddfellows and Shriners all prospered and expanded. One estimate claimed that around 1900, one in five American adult males was a member of at least one fraternity, many belonged to several.

The Klan itself had started as a simple fraternity. Around Christmas 1865, six bored ex-Confederate veterans, recently de-mobbed, formed their own fraternity – simply for entertainment. Like many other contemporary orders secrecy was central to the new fraternity. It had elaborate oaths of secrecy threatening dire punishment for those who spread details of the order. It had weird names to disguise the identity of members, and elaborate costumes to hide their faces. When, by 1868, the order had spread across the Southern states and was terrorizing those attempting to empower and integrate the region’s four million ex-slaves, that invisibility proved vital to avoiding prosecution and counter-attack.

birth-of-nation-movie-poster-900Similarly when the Klan was reformed in 1915, secrecy remained essential, not so much for the protection of its members, but more for the frisson of excitement and exclusivity it gave its members as part of a society made even more famous with the blockbuster release of Birth of a Nation (1915) on the silver screen.

As the Klan organisation expanded in the 1920s its “invisible” nature continued to help it. It enabled recruiters to gull fee-paying members into joining an order that never had anywhere near the ten million members it claimed at its peak in 1924. It allowed the organisation to exaggerate its power, by claiming it had members – sworn to secrecy, of course – at all levels of government from the White House down. It allowed the leadership to disavow actions of members they felt were acting to damage the image of the fraternity and disguise the order’s rapid decline from the mid-1920s onwards. Its leadership apparently found the concept of an “Invisible Empire” had much more to commend it than a visible one..

Klan newspaper of the 1970s.

Klan newspaper of the 1970s.

Having said that the concept of the Invisible Empire has proved a constant headache for historians. Secrecy and exaggeration, added to the lack of records and a reluctance of many to admit their own, or relatives, association with the Klan mean that our histories of the fraternity are necessarily to some extent speculative – especially when it comes to numbers. Nevertheless, this very secrecy makes new theories, new explanations and, of course, new histories of the Klan possible.

Kristofer Allerfeldt will be working on a new history of the Klan in conjunction with his PhD student, Miguel Hernandez, in 2015.

—-

[1] Susan Lawrence Davis, The Authentic History of the Ku Klux Klan (New York, 1924).

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La América de John F. Kennedy

Por: Julián Casanova

El país  | 21 de noviembre de 2013

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John F. Kennedy y su esposa, Jackie, en Dallas momentos antes del magnicidio. / ken features

Lo escribió Martin Luther King en su autobiografía: “Aunque la pregunta “¿Quién mató al presidente Kennedy?” es importante, la pregunta “¿Qué lo mató”? es más importante”.

En realidad, 1963 fue un año de numerosos asesinatos políticos en Estados Unidos, la mayoría de dirigentes negros. Y en esa década fue asesinado Malcolm X, en Harlem, Nueva York, el 21 de febrero de 1965, por uno de sus antiguos seguidores, en un momento en el que estaba rompiendo con los líderes más radicales de su movimiento. El 4 de abril de 1968, en el balcón de su habitación del hotel Loraine, en Memphis, Tennessee, un solo disparo acabó con la vida de Martin Luther King. Dos meses más tarde, el 6 de junio, tras un discurso triunfante en California en su campaña para ganar la candidatura por el Partido Demócrata, otro asesino se llevó la del senador Robert F. Kennedy. “No votaré”, declaró un negro neoyorquino en una encuesta: “Matan a todos los hombres buenos que tenemos”.

Todo ocurrió de forma muy rápida, en una década de protestas masivas y de desobediencia civil que precedió al asesinato de JFK. Estados Unidos era entonces la primera potencia militar y económica del mundo, en la que, sin embargo, prevalecía todavía el racismo, una herencia de la esclavitud que esa sociedad tan rica y democrática no había sabido eliminar. Millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se topaban en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.

Montgomery, Alabama, la antigua capital de la Confederación durante la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, a donde se trasladó Luther King en octubre de 1954 para ocupar su primer trabajo como pastor y predicador de la iglesia baptista, constituía un excelente ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios caprichos y voluntades del poder blanco. La mayoría de sus 50.000 habitantes negros trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta por 70.000 habitantes, y apenas 2.000 de ellos podían ejercer el derecho al voto en las elecciones. Allí, en Montgomery, en esa pequeña ciudad del sur profundo, donde nada parecía moverse, comenzaron a cambiar las cosas el 1 de diciembre de 1955.

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Rosa Parks, en un autubús de Montgomery. / AP

Ese día por la tarde, Rosa Parks, una costurera de 42 años, cogió el autobús desde el trabajo a casa, se sentó en los asientos reservados por la ley a los blancos y cuando el conductor le ordenó levantarse para cedérselo a un hombre blanco que estaba de pie, se negó. Dijo no porque, tal y como lo recordaba después Martin Luther King, no aguantaba más humillaciones y eso es lo que le pedía “su sentido de dignidad y autoestima”. Rosa Parks fue detenida y comenzó un boicot espontáneo a ese sistema segregacionista que regía en los autobuses de la ciudad. Uno de sus promotores, E.D. Nixon, pidió al joven pastor baptista, casi nuevo en la ciudad, que se uniera a la protesta. Y ese fue el bautismo de Martin Luther King como líder del movimiento de los derechos civiles. Unos días después, en una iglesia abarrotada de gente, King avanzó hacia el púlpito y comenzó “el discurso más decisivo” de su vida. Y les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la democracia, que la raza negra estaba ya harta “de ser pisoteada por el pie de hierro de la opresión”, que estaban dispuestos a luchar y combatir “hasta que la justicia corra como el agua”.

Los trece meses que duró el boicot alumbraron un nuevo movimiento social. Aunque sus dirigentes fueron predicadores negros y después estudiantes universitarios, su auténtica fuerza surgió de la capacidad de movilizar a decenas de miles de trabajadores negros. Una minoría racial, dominada y casi invisible, lideró un amplio repertorio de protestas –boicots, marchas a las cárceles, ocupaciones pacíficas de edificios…- que puso al descubierto la hipocresía del segregacionismo y abrió el camino a una cultura cívica más democrática. La conquista del voto por los negros sería, según percibió desde el principio Martin Luther King, “la llave para la solución completa del problema del sur”.

Pero la libertad y la dignidad para millones de negros no podía ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. La estrategia de desobediencia civil no violenta, predicada y puesta en práctica por Martin Luther King hasta su muerte, encontró muchos obstáculos.

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Luther King se dirige a los asistentes a la Marcha de Washington el 28 de agosto de 1963. / france press

A John Fitzgerald Kennedy, ganador de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960, el reconocimiento de los derechos civiles le creó numerosos problemas con los congresistas blancos del sur y trató por todos los medios de evitar que se convirtiera en el tema dominante de la política nacional. No lo consiguió, porque antes de que fuera asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, el movimiento se había extendido a las ciudades más importantes del norte del país y había protagonizado una multitudinaria marcha a Washington en agosto de ese año, la manifestación política más importante de la historia de Estados Unidos.

No fue todo un camino de rosas. La batalla contra el racismo se llenó de rencores y odios, dejando cientos de muertos y miles de heridos. La violencia racial no era una fenómeno nuevo en la sociedad norteamericana. Pero hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, esa violencia había sido protagonizada por grupos de blancos armados que atacaban a los negros y por el Ku Klux Klan, la organización terrorista establecida en el sur precisamente para impedir la concesión de derechos legales a los ciudadanos negros. En los disturbios de los años sesenta, por el contrario, muchos negros respondieron a la discriminación y a la represión policial con asaltos a las propiedades de los blancos, incendios y saqueos. Las versiones oficiales y muchos periódicos culparon de la violencia y de los derramamientos de sangre a pequeños grupos de agitadores radicales, aunque posteriores investigaciones revelaron que la mayoría de las víctimas fueron negros que murieron por los disparos de las fuerzas gubernamentales.

Con tanta violencia, la estrategia pacífica de Martin Luther King parecía tambalearse. Y frente a ella surgieron nuevos dirigentes negros con visiones alternativas. El más carismático fue un hombre llamado Malcolm X, que había visto de niño cómo el Ku Klux Klan incendiaba su casa y mataba a su padre, un predicador baptista, y que se había convertido al islamismo después de una larga estancia en prisión. Criticó el movimiento a favor de los derechos civiles, despreció la estrategia de la no violencia y sostuvo una agria disputa con Martin Luther King, al que llamó “traidor al pueblo negro”. King deploró su “oratoria demagógica” y dijo estar convencido de que era ese racismo tan enfermo y profundo el que alimentaba figuras como Malcolm X. Cuando éste fue asesinado, King recordó de nuevo que “la violencia y el odio sólo engendran violencia y odio”.

Los negros sabían muy bien qué eran los asesinatos políticos. Cuando subió al poder, John F. Kennedy no conocía a muchos negros. Pero tuvo que abordar el problema, el más acuciante de la sociedad estadounidense. Hubo dos Kennedys, como también recordó Luther King. El presionado y acuciado, durante sus dos primeros años de mandato, por la incertidumbre causada por la dura campaña electoral y su escaso margen de victoria sobre Richard Nixon en 1960; y el que tuvo el coraje, desde 1963, de convertirse en un defensor de los derechos civiles.

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Marines cruzando un río en Vietnam el 30 de octubre de 1968. / agencia keystone

Pero si todos esos conflictos sobre los derechos civiles revelaban algunas de las enfermedades de aquella sociedad, la política exterior, desde la crisis de los misiles en Cuba hasta la guerra de Vietnam, sacó a la superficie las tensiones inherentes a los esfuerzos de Kennedy por manejar el imperio. Kennedy decidió demostrar al mundo el poder estadounidense y comenzó a convertir a Vietnam en el territorio idóneo para destruir al enemigo. Kennedy no lo vio, pero la guerra que siguió a su muerte fue el desastre más grande de la historia de Estados Unidos en el siglo XX.

“Hemos creado una atmósfera en la que la violencia y el odio se han convertido en pasatiempos populares”, escribió Luther King en el epitafio que le dedicó al presidente. El asesinato de Kennedy no sólo mató a un hombre, sino a un montón de “ilusiones”. Cuando se conoció su muerte, en muchos sitios, en medio del duelo general, se escuchó la Dance of the Blessed Spirits. Cuando asesinaron a Luther King, casi cinco años después, la rabia y la violencia se propagaron en forma de disturbios por más de un centenar de ciudades, el final amargo de una era de sueños y esperanzas. Lo dijo su padre, el predicador baptista que le había inculcado los valores de la dignidad y de la justicia: “Fue el odio en esta tierra el que me quitó a mi hijo”.

, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, defiende, como Eric J. Hobsbawm, que los historiadores son «los ‘recordadores’ profesionales de lo que los ciudadanos desean olvidar». Es autor de una veintena de libros sobre anarquismo, Guerra Civil y siglo XX.

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