El objetivo de este blog es fomentar el estudio de la historia de los Estados Unidos y analizar las prácticas, instituciones y discursos del imperialismo estadounidense.
En estas primeras décadas del siglo XXI se ha desarrollado en Estados Unidos un intenso —y a veces violento— debate sobre cómo debe enseñarse la historia de ese país. Esta es una vieja discusión que tomó fuerza en el contexto de la elección de Donald J. Trump y del surgimiento de los movimientos Me too y Black Lives Matter. Es lo que se conoce en la historia estadounidense como una guerra cultural, es decir, el conflicto entre grupos sociales por el dominio de sus valores, creencias y/o costumbres. En sus más de doscientos años de vida independiente, la sociedad estadounidense ha sido testigo de guerras culturales por temas tan diversos como la teoría de la evolución, el rezo en las escuelas públicas y el consumo de alcohol. Estas han provocado la aprobación de leyes federales y de enmiendas a la Constitución, intensos debates políticos, disputas académicos y, en más de un caso, violencia.
Lo que hace especial el actual debate sobre la enseñanza de la historia estadounidense es el contexto en el que se desarrolla. En lo que va del siglo XXI, Estados Unidos ha vivido uno de los periodos de mayor división política de su historia. Mucho antes de la elección de Barack Obama en 2008, la sociedad estadounidense estaba dividida ideológica, política, racial y económicamente. La elección de un afroamericano a la presidencia alteró los ánimos, pues no todos los estadounidenses vieron con buenos ojos tal evento histórico. La pandemia del Covid-19 y sus consecuencias aumentaron la división y los conflictos entre los estadounidenses blancos y negros, ricos y pobres, republicanos y demócratas, liberales y conservadores. Tal es la desunión y el nivel de conflicto, que hay quienes advierten de la posibilidad de que se desate una guerra civil.
Con relación a la enseñanza de la historia, hay un sector de la sociedad que cree que la esclavitud, la desigualdad, la pobreza, la violencia racial o el trato recibido por los nativos americanos son temas que dividen y presentan una imagen errónea de la sociedad estadounidense y, por ende, deben ser evitados o, por lo menos, reducidos a su mínima expresión. De ahí que favorezcan prohibir libros, eliminar programas de investigación y estudios universitarios, censurar el contenido de libros de textos, despedir maestros, etc. Para ellos, quienes insisten en enfatizar el pasado violento, racista, clasista, imperialista, machista, sexista y homofóbico de los Estados Unidos buscan hacer sufrir a los estudiantes —blancos— inculcándoles un sentido de culpa y vergüenza de su país. Insisten en que la enseñanza de la historia de Estados Unidos debe producir ciudadanos patriotas y orgullosos de ser estadounidenses, no críticos de su país.
Otros consideran imprescindible que los estadounidenses, sobre todo la mayoría blanca, deje atrás una versión edulcorada de la historia de su país, pues solo así accederían a una visión realista que les permita enfrentar los serios problemas que enfrenta su sociedad. Para ello proponen una enseñanza crítica de la historia de Estados Unidos, que permita reconocer los errores y pecados del pasado. Una historia en la que se hable de la esclavitud, de los linchamientos raciales, de las masacres de amerindios, del racismo sistémico, de la pobreza, de la violencia policial, etc. En fin, una historia que duela.
Está por verse cuál de los grupos se impondrá, pero ya es claro que en estados como Tennessee, Florida, Dakota del Sur y Georgia han aprobado o están por aprobar las llamadas leyes en contra de conceptos divisivos (divisive concepts laws) que prohibirían enseñar la historia de los Estados Unidos de una manera que pueda hacer que cualquier estudiante se sienta culpable. En Texas se ha propuesto no hablar de esclavitud, sino de reubicación involuntaria (involuntary relocation).Personalmente, no creo que la enseñanza de la historia deba doler, pero sí se debería estudiar y entender temas históricos dolorosos y controversiales. Tomemos tres ejemplos. ¿Cómo entender la amenaza a la supervivencia de la humanidad que implica la existencia de miles de armas nucleares sin comprender el alcance y significado del bombardero atómico de Hiroshima y Nagasaki? ¿Cómo enfrentar el renacer de ideas antisemitas en Europa y Estados Unidos sin estudiar, por más doloroso que sea, el exterminio que llevaron a cabo los nazis de millones de hombres, mujeres y niños judíos durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Cómo solucionar el conflicto que hace más de 70 años divide a judíos y árabes en torno a Palestina sin examinar el proceso de limpieza étnica que conllevó la independencia de Israel? En los tres casos hay muerte, dolor y sufrimiento, pero no por ello hay que obviarlos o reducir su importancia para minimizar la incomodidad que podrían provocarnos. Precisamente, de eso se trata estudiar y enseñar Historia: de sacarnos de la comodidad de la ignorancia y enfrentarnos a hechos y eventos que nos hagan reflexionar en torno a lo bueno, pero también a lo malo, de lo que somos capaces los seres humanos.
Comparto este interesante artículo de la colega Valeria L. Carbone sobre los eventos del 6 de enero de 2021. La Dra. Carbone analiza si lo ocurrido ese día en el Capitolio puede ser considerado un golpe de estado o no. Adem´ás, recuerda un episodio ocurrido en 1898 en la ciudad de Wilmington (Carolina del Sur) cuando un grupo de exconfederados supremacistas blancos, derrocaron violentamente al gobierno local porque estaba compuesto mayoritariamente por negros.
El 6 de enero de 2022 se cumplió un año de lo que será conmemorado como el epítome de la crisis de representatividad política devenida en crisis de legitimidad que viene atravesando Estados Unidos: el asalto al Capitolio.
El escritor Marlon Weems describió este episodio llanamente:
El 6 de enero de 2021, una turba de partidarios de [Donald J.] Trump, compuesta por milicias supremacistas blancas, miembros del ejército y fuerzas del orden, atacaron el Capitolio de los Estados Unidos en una insurrección armada. El objetivo de los insurrectos era detener la transferencia pacífica del poder político.
El 1 de julio de 2021 se formó el House Select Committee to Investigate the January 6th Attack on the United States Capitol con el expreso objetivo de investigar tanto lo acontecido el 6 de enero como sus antecedentes y atenuantes. Los nueve miembros del comité (siete representantes demócratas y dos republicanos) comenzaron sus audiencias públicas el 27 de julio y en enero de 2022 aún llamaban a declarar a miembros del gabinete de Trump, entre ellos, el ex vicepresidente Mike Pence.
A medida que avanzaba la investigación, ciertos analistas y especialistas dejaron de hablar de “insurrección”, o inclusive de “ataque terrorista doméstico al Capitolio” (caracterización utilizada por la Cámara Baja del Congreso de los Estados Unidos), para hablar de intento de golpe de estado.
A lo largo de seis meses, la investigación del January 6th Committe expuso que lo que en un principio se describió como una manifestación espontánea, un incidente aislado que – por efectos del hombre-masa – se tornó violento ante el fragor de las circunstancias (a pesar de que esa masa humana iba, de antemano, armada), tuvo altos niveles de organización, coordinación y premeditación. La misma contó con el involucramiento (en diferentes grados) de personalidades ultra-conservadoras, legisladores que asumían su banca esa misma jornada, personajes de la cadena Fox News, prominentes figuras del Partido Republicano y miembros del círculo íntimo de Trump.
Trecientas indagatorias, 50 intimaciones y miles de páginas de documentos confidenciales después, se reveló desde la existencia de un “Plan de Seis Puntos” elaborado por John Eastman (abogado personal de Trump) con instrucciones para anular las elecciones presidenciales, la existencia de una presentación de power point del Coronel retirado de la Armada Phil Waldron sobre cómo desconocer y reemplazar a los electores de Joe Biden, hasta el despido de autoridades electorales en medio del proceso de recuento, el envío de falsos certificados al colegio electoral y del posible secuestro del “responsable de que las cosas se descarrilasen” en la ceremonia de certificación, el vice-presidente Pence, por parte de una muchedumbre enardecida.
Sumado a la gran cantidad de indicios públicos y advertencias sobre la erupción de episodios de violencia (el Washington Post hizo un detallado seguimiento al respecto), parece haber pocas dudas de la existencia de una conspiración política para alterar el resultado de las elecciones o, al menos, retrasar la confirmación del presidente demócrata electo lo suficiente como para restarle legitimidad tanto a su victoria como a su mandato.
Los antecedentes históricos latinoamericanos – incluido el rol jugado en ellos por la potencia regional – nos sugieren que hablar de “golpe de estado” es no solo impreciso, sino forzado. Por un lado, las Fuerzas Armadas estadounidenses no tuvieron un rol activo en el desarrollo de los acontecimientos. Inclusive hay quienes sugieren que el retraso de más de tres horas en la intervención de la Guardia Nacional (la fuerza doméstica de reserva del Ejército y la Fuerza Aérea) se debió a la reticencia de sus autoridades a intervenir y lo que de ello se podría inferir (ya sea de la represión a los manifestantes en defensa del proceso en curso que habilitaba a la administración entrante o que el por entonces comandante en jefe apelara a la fuerza militar para detener la transferencia de poder). Por otro, si bien grupos supremacistas se encontraban entre la multitud, milicias armadas como los Proud Boys, los Oath Keepers o los Boogaloo Boys expresaron lealtad al ex presidente, y 81 de las 700 personas acusadas por el Departamento de Justicia por su participación en la insurrección son o fueron miembros de las Fuerzas Armadas, no ha podido demostrarse su accionar como grupo armado organizado con planes de sostener a Trump en el poder.
Lo que queda por determinar es en qué grado el ex presidente estuvo – por acción u omisión, en palabras de la vice-presidenta del Comité, la republicana Liz Cheney – involucrado en el desarrollo de los acontecimientos y puede ser responsabilizado de lo que culminó en la avanzada sobre al Capitolio.
1898
Levantamiento, revuelta, motín, disturbios, insurrección, golpe de estado o conspiración. La visión de una turba armada avanzando sobre el símbolo del sistema democrático estadounidense llevó a incrédulos de todas partes del globo a afirmar: “esto no ha pasado nunca en la historia de los Estados Unidos”.
Sin embargo, lo insólito no hace a lo inédito. Lo que sigue es la breve historia de, sí, el primer golpe de estado en la historia de los Estados Unidos.
En 1898, un grupo de blancos demócratas pro-confederados y milicias supremacistas, derrocaron violentamente al gobierno local democraticamente electo de Wilmington, Carolina del Norte, la ciudad de mayoría negra más progresista del sur.
En las tres décadas que siguieron a la emancipación de las personas esclavizadas (1863) y el fin de la guerra de secesión, Wilmington se había convertido en una ciudad donde la población afrodescendiente había logrado cierta movilidad y progreso social, económico y político. Dicho progreso permitió a un segmento de la población negra convertirse en una pujante clase media profesional y comercial, y ocupar cargos políticos (tanto en la alcaldía y la legislatura como en puestos de menor rango). Sin embargo, ello no fue acompañado de un proceso de “reconciliación racial”.
Hacia fines del siglo XIX, la oposición blanca era no solo una minoría política sino demográfica: los blancos apenas superaban el 20% de la población. Durante años, esa oposición luchó (por medios legales y no tanto) contra el “negro rule”, pero hacía fines del siglo XIX y ante el menor resguardo del gobierno federal, se potenció la campaña de propaganda negativa, desinformación, intimidación y violencia política que concluyó con el golpe al gobierno birracial local y expulsó a la mayoría de los habitantes afro-estadounidenses de la ciudad.
Tom Hanchett, Sorting the New South City
La coalición gobernante formada por el Populist Party (partido de los trabajadores rurales blancos pobres) y el Partido Republicano (que, gracias a las medidas avanzadas por su ala radical en relación a los derechos cívico-políticos de los negros desde los años de Abraham Lincoln, era el partido por el que estos se inclinaban), constituyó un fenómeno conocido como fusion politics: una alianza de intereses tanto clasistas como raciales. Pero del otro lado también había intereses de raza-clase: los representados por los demócratas sureños, antiguos plantadores blancos pertenecientes al establishment político-económico que, con el fin de la guerra, se habían visto desplazados del ejercicio hegemónico del poder. La plataforma del Partido Demócrata de 1898 no podía expresarlo mejor: “Este es un país de hombres blancos, y los hombres blancos deben controlarlo y gobernarlo”.
El 10 de noviembre de 1898, un ex Coronel Confederado organizó – con la venia de miembros del partido demócrata – un grupo de unos 2000 hombres blancos y los lideró primero al saqueo de la armería y luego a la toma de la casa de gobierno. Bajo amenazas de violencia, obligaron a los dirigentes negros y blancos de la coalición del Fusion Party a renunciar. Luego de instalar su propio gobierno encabezado por Alfred Moore Waddell, se dedicaron a incendiar propiedades particulares y comerciales de los habitantes negros de la ciudad con el expreso objetivo de “reinstalar la supremacía blanca”.
Según el informe realizado por la 1898 Wilmington Race Riot Commission, el golpe fue planificado y patrocinado por líderes políticos y medios de comunicación locales, y ejecutado por milicianos armados, muchos de ellos ex miembros o simpatizantes del Ku Klux Klan. Si bien datos oficiales registraron la muerte de 60 afro-estadounidenses, se estima que el número exacto de los asesinados está en el rango de los doscientos. Ciudadanos negros debieron abandonar la ciudad ante amenazas de represalias. Si bien ningún blanco murió durante la masacre, los medios locales y nacionales describieron el incidente como un “motín racial” provocado y perpetrado por negros, una narrativa que se reprodujo durante décadas. Fue recién en 1998 que se estableció la referida comisión, encargada de realizar el primer informe oficial a cargo del Departamento de Recursos Culturales de Carolina del Norte.
Ninguna autoridad estadual o federal intervino en respuesta a lo sucedido. El gobernador republicano de Carolina del Norte siquiera atinó a solicitar asistencia al poder ejecutivo nacional, encabezado por el también republicano William McKinley. En 1900, el Fiscal General de los Estados Unidos inició una investigación, pero nunca nadie fue juzgado.
El golpe y la masacre diezmaron el poder político y económico de los ciudadanos negros de Wilmington. Una de las primeras medidas del gobierno golpista fue la sanción de una enmienda, aún vigente en la Constitución estadual, que requería a los votantes aprobar una prueba de alfabetización para empadronarse. Esta ley se convirtió en precedente para las leyes de restricción electoral propias del sistema de segregación racial vigentes hasta 1965. Como consecuencia, en 1902, el número de votantes negros registrados en la ciudad se redujo de más de 125.000 a 6.100. Para 1908, todos los estados sureños habían sancionado medidas similares con la intención de privar a los afro-estadounidenses de sus derechos políticos. Ningún ciudadano negro logró ocupar un cargo público en Wilmington hasta 1972. Y fue recién en 1992 que un afro-estadounidense fue electo para una banca en el Congreso.
Así, la violencia y el terrorismo blanco resolvió lo que elecciones democráticas y la práctica política no promovían ya a través de canales institucionales: terminar con la participación de los negros en la vida socio-económica y política de la ciudad.
2022
Todo ejercicio de memoria histórica nos invita a establecer comparaciones y paralelismo.
Una de las diferencias más inmediatas que pueden establecerse con Wilmington es que los sucesos del 6 de enero de 2021 se encuentran hoy bajo escrutinio político y del Departamento de Justicia. Hasta el momento, 738 personas fueron arrestadas y acusadas de delitos de diversa índole, y algunas pocas están cumpliendo simbólicas condenas de prisión, entre ellos, el Shaman del Capitolio.
Sin embargo, importantes figuras con conexiones con el ex presidente se han negado a presentarse ante la Comisión o declarar ante la justicia, como el ex jefe de gabinete Mark Meadows, el asesor Stephen Miller, el abogado del Departamento de Justicia Jeffrey Clark, la vocera Kayleigh McEnany, el asesor de seguridad nacional Teniente Coronel Michael Flynn, John Eastman, e integrantes del gabinete de Pence. Stephen Bannon, el oscuro asesor de Trump durante su primer año de mandato, fue uno de los que se negó a prestar declaración, hoy detenido por desacato y obstrucción de la justicia.
Otro paralelismo, pero que en este caso precede al 6 de enero, es el movimiento en pos de la restricción de derechos electorales. Desde 2013 – año en que la Corte Suprema declaró inconstitucional una de las cláusulas de la ley de derechos al voto de 1965 que obligaba a la supervisión y pre-autorización federal de cambios en los requisitos y procedimientos electorales de estados con una larga historia de segregación y discriminación racial -, leyes que restringen o imposibilitan el ejercicio del derecho al voto fueron sancionadas en los 50 estados. Según el Brennan Center, 2021 ha sido “un año sin precedentes” para la legislación electoral. Luego de la elección presidencial que registró uno de los mayores índices de participación popular, 19 estados promulgaron 33 leyes que dificultan el ejercicio del derecho al voto y la minoría republicana del senado se niega a debatir un proyecto de ley federal de protección de derechos electorales.
Por último, si bien 2021 no fue un golpe, sí podríamos decir que se trata de una conspiración… en curso. Y no solo eso. Está adoptando ciertas características propias de la resistencia guerrillera. En enero de 2021, el Department of Homeland Security (DHS) publicó un boletín sobre amenazas a la seguridad interna que postuló:
“[Algunos] extremistas violentos ideológicamente motivados, con objeciones al ejercicio de la autoridad gubernamental y la transición presidencial, así como otros percibidos agravios alimentados por falsos discursos, podrían continuar movilizándose para incitar o cometer violencia”.
La supremacía y el extremismo blanco fueron declarados como las mayores amenazas a la seguridad interna tanto por el Federal Bureau of Investigations (FBI) como por el DHS mucho antes de las elecciones del 2020. Según este último, las “fuerzas del 6 de enero” siguen vivas y vigentes, se están organizando en nuevos grupos extremistas, fortaleciendo milicias armadas, propagando teorías conspirativas, incitando el accionar de grupos de odio y promoviendo la amenaza de posibles atentados terroristas “contra sistemas de infraestructura crítica, incluidos el eléctrico, de telecomunicaciones y sanitario”.
Por su parte, el director del FBI, Christopher Wray, afirmó en su testimonio de septiembre de 2020 ante el Comité de Seguridad Nacional de la Cámara de Representantes que:
· “[L]os promotores del violento extremismo doméstico – como ser la concepción sobre la extralimitación del gobierno o de las fuerzas del orden, las condiciones sociopolíticas, el racismo, el antisemitismo, la islamofobia, la misoginia y las reacciones a las medidas legislativas – permanecen constantes”.
· “En la categoría de terrorismo doméstico, el extremismo violento por motivos raciales es, creo, el mayor dentro del grupo. Y dentro del grupo de extremistas violentos por motivos raciales, las personas que suscriben a algún tipo de ideología de supremacismo blanco, son el grupo más importante y numeroso.”
A un año del cambio de gobierno, Trump y el ala de extrema derecha del Partido Republicano a la que el personaje dio su “ismo”, perdieron la batalla, pero vienen ganando la guerra. En el plano político, los republicanos son “técnicamente” la minoría en ambas cámaras del Congreso, pero han logrado impedir el avance de la agenda legislativa de la Administración Biden. Asimismo, cooptaron el discurso y la retórica política, logrando que – a pesar de la recuperación de la economía y de la tasa de empleo, y la popularidad de su plan de gobierno – el índice de aprobación de gestión haya bajado sistemáticamente hasta ubicarse en el 43%. Finalmente, si bien la legalidad de la presidencia de Biden ha sido respaldada a nivel institucional en todos los niveles de gobierno (local, estadual, federal) y judicial (desde tribunales inferiores hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos), un segmento significativo de los ciudadanos políticamente activos desconoce la legitimidad de la presente Administración y creen que hay que inclinarse por opciones abiertamente anti-democráticas para recuperar el poder.
31% (y 68% republicanos) creen que las elecciones presidenciales de 2020 fueron fraudulentas.
el 82% de la audiencia de Fox News y el 97 % de canales de extrema derecha (One America News Network, Newsmax) cree que Biden no ganó legítimamente las elecciones.
18 % (30% republicanos, 17% independientes, 11% demócratas) cree que la violencia podría estar justificada para “salvar a Estados Unidos”.
Al menos uno de cada cinco estadounidenses cree que alguna de las teorías conspirativas de Q’Anon tienen algún fundamento.
Lo que indica todo esto es que 2020 marcó el cenit de un proceso de deslegitimación del sistema representativo estadounidense que se ha gestado desde arriba y que está teniendo sus frutos: el descreimiento de amplios sectores de la población sobre los sistemas electorales de representación, el rol de las instituciones democráticas y el aval a opciones anti-populares que aseguren legalmente el poder de las minorías políticas. En otras palabras, “democracias sin respaldo popular”.
En esta corta nota, el Dr. David J. García Cantalapiedra identifica y explica de forma clara y directa las razones de la retirada estadounidense de Afganistán, y sus posibles repercusiones internacionales.
7279 días transcurrieron entre “Jawbreaker”, la inserción de oficiales de la CIA en Afganistán a bordo de un helicóptero de fabricación soviética Mi-17 con el número simbólico de cola 91101 el 26 de septiembre de 2001, y el momento en que el general de división Christopher Donahue, comandante de la 82 División Aerotransportada, subió a bordo de un C-17 en Kabul el 30 de agosto de 2021 para convertirse en el último estadounidense en abandonar Afganistán. 7279 días.
Durante estos 20 años el acrónimo para describir la zona de operaciones era siempre AF-PAK, narrativa que, paradójicamente, ha desaparecido, a pesar de que es imposible hablar de este tema separando uno de otro. Se suele olvidar que tras el derrocamiento de los talibanes y la destrucción de Al Qaeda en Afganistán, la Administración Bush tenía claro el problema de fondo que podía hacer intratable Afganistán: las relaciones entre India Y Pakistán sobre Cachemira. Así impulsó y protegió el diálogo comprehensivo entre Pakistán y la India, razón última de fondo de la política de Pakistán hacia Afganistán, la guerra contra los soviéticos y la creación del Talibán. Pakistán y, en última instancia su ejército y su servicio de inteligencia, el ISI, buscaron desesperadamente, tras la derrota de la guerra de 1971 con India “profundidad estratégica” con un régimen “amigo” en Kabul y un programa nuclear, que se desarrollaría en secreto. El fracaso de los sucesivos planes salidos de todas las negociaciones y el mantenimiento de las redes talibanes desde Pakistán hacía imposible cualquier “victoria militar”. Esto llevó a las operaciones a partir de 2014 y el progresivo abandono del país con la creación de un estado viable y capaz de mantener su estabilidad y seguridad. El problema es que como en el conflicto de Vietnam (uso de la ruta Ho Chi Minh a través de Camboya), esto no podía ser posible mientras hubiera un país que saboteara continuamente estos esfuerzos y fuera el santuario de los talibanes.
Por qué, entonces, Estados Unidos se retira de Afganistán
Cambio en las prioridades estratégicas de EE. UU. Estados Unidos comenzó a priorizar su postura estratégica hacia Asia y concretamente hacia la República Popular China a partir de la Administración Obama (Pivot to Asia), aunque ya desde el final de la Guerra Fría esta inclinación se había ido construyendo poco a poco con las Administraciones Clinton y Bush (esta última a pesar de la GWOT). Esto iba a producir un progresivo cambio en las políticas sobre todo en los conflictos abiertos como Irak y Afganistán. Esto fue continuado por la Administración Trump con la estrategia Indo-Pacífico.
La “retirada” comenzó con la Administración Obama tras los cambios de política en la GWOT (Global War on Terror) entre 2009-2011de una operación contrainsurgencia y contraterrorista hacia Al Qaeda y los talibanes (Enduring Freedom) a un progresivo abandono de la contrainsurgencia y mantenimiento de la política contraterrorista y de entrenamiento a las fuerzas afganas dentro de las operaciones de OTAN Resolute Support (Freedom’s Sentinel). Esto llevó a una reducción militar progresiva que se produjo en 2014: desde los 30 000 en 2007 con un pico de 100 000 en 2014 y una caída a 10 000 en 2015.
Estados Unidos ha mantenido una presencia reducida desde entonces: 10 000 en 2015, con una reducción hacia los 2500 ya en enero de 2021 a pesar de que los talibanes no estaban cumpliendo los acuerdos de febrero de 2020 con la Administración Trump. Para hacernos una idea son menos fuerzas que las que tiene EE. UU. desplegadas en España, que ascienden a unos 3000 efectivos en dos bases, Rota y Morón.
Los aliados, y sobre todo los europeos de la OTAN empezaron a mostrar “fatiga de combate” (junto con problemas políticos internos ante las operaciones y las bajas) y mantenían la mayor parte de ellos una serie de limitaciones nacionales (caveats) y en las reglas de enfrentamiento diferentes a las fuerzas norteamericanas, de Gran Bretaña, Canadá o Australia. Ya desde el principio apoyaron el plan de desescalada propuesto por la Administración Obama. La OTAN asumiría el liderazgo de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) en Afganistán el 11 de agosto de 2003. Por mandato de las Naciones Unidas, el objetivo principal de la ISAF era permitir al gobierno afgano proporcionar seguridad efectiva en todo el país y desarrollar nuevas fuerzas de seguridad afganas. A partir de 2011, la responsabilidad de la seguridad se transfirió gradualmente a las fuerzas afganas y asumieron la responsabilidad total de la seguridad a fines de 2014. El 1 de enero de 2015 se lanzó una nueva misión más pequeña que no es de combate (“Resolute Support”) para proporcionar más capacitación, asesoramiento y asistencia a las fuerzas e instituciones de seguridad afganas.
En la Cumbre de la OTAN de julio de 2018en Bruselas, los Aliados y sus socios operativos se comprometieron a extender el sostenimiento financiero de las fuerzas de seguridad afganas hasta 2024. Esta financiación está actualmente congelada.
Representantes de los Talibanes en las negociaciones con los estadounidenses en Doha, Qatar.
En febrero de 2020, EE. UU. y los talibanes firmaron un acuerdo sobre la retirada de todas las fuerzas internacionales de Afganistán para mayo de 2021. En abril de 2021, tras varias rondas de consultas, los ministros de Defensa y Exteriores aliados decidieron iniciar la retirada de tropas de Afganistán el 1 de mayo de 2021 y completarla en unos meses. También decidieron seguir apoyando a Afganistán de otras formas. Así lo confirmaron los Jefes de Estado y de Gobierno de la OTAN en la Cumbre de la OTAN en Bruselas el 14 de junio de 2021. La OTAN mantenía 7000 fuerzas a parte de las norteamericanas.
Como vemos, EE. UU. y los aliados occidentales ya se habían “retirado” de Afganistán hace tiempo. El problema ha sido la narrativa de retirada y derrota producida por los talibanes, pero sobre todo por nuestros propios medios de comunicación y gobiernos. Ahora veremos publicaciones hablando de un nuevo capítulo del Gran Juego en Asia, sin embargo, este lleva en marcha más de una década.
Según el diario The New York Times, un grupo de 17 historiadores han estado coordinando a través de Zoom, la publicación de lo que sería el primer balance histórico de la presidencia de Donald J. Trump. Nos guste o no, es inevitable reconocer el impacto, a corto y a largo plazo, de los cuatro años de Trump en la Casa Blanca. Siendo así, resulta imprescindible analizar y entender ese triste periodo.
Este proyecto -dirigido por el historiadorJulian A. Zelizer– será publicado en el año 2022 por la Princenton University Press con el título The Presidency of Donald J. Trump: A First Historical Assessment. Cada uno de los 17 historiadores estará a cargo de un capítulo analizando un tema específico. La temática del libro será muy amplia. Por ejemplo,Jason Scott Smith (University of New Mexico) escribirá un capítulo sobre infraestructura que incluirá el tema del famoso muro, Merlin Chowkwanyun (Columbia University) analizará el manejo de la pandemia, Beverly Gage (Yale University) enfocará las tumultuosas relaciones de Trump con el FBI, Keeanga-Yamahtta Taylor(Princeton) estudiará el tema racial a través del movimiento Black Lives Matter y Mae Ngai (Columbia Unversity) atenderá las controversiales politicas migratorias del exmandatario.
Habrá que esperar con paciencia la publicación de esta obra, que debería sentar las bases para un análisis histórico profundo de la presidencia de Donald J. Trump.
Comparto con mis lectores este interesantísimo ensayo del Dr. Martin Conway, criticando la complacencia con la que algunos historiadores han interpretado la elección de Joe Biden como el fin de Trump y del Trumpismo. Para Martin, Trump es un síntoma de una enfermadad socio-politica y económica muy peligrosa, cuyos síntomas y causas no desaparecerán con la salida del estadounidense de la Casa Blanca. El Dr. Conway es profesor de historia europea en la Universidad de Oxford.
Historians seem to have a problem with Trump. I do not mean by this the dominance of partisan hostility to Trump in the ranks of the historical profession, or even the way in which many historians have been offended by the way in which the president has treated history as a resource to be exploited, rather than a reality to be respected or understood. The more substantial problem posed by Trump is that for many historians he simply should not exist. The possibility that the conclusion of the evolution of the United States across the half-century since the 1960s could be the election – albeit against the weight of individual votes – of a man who boasts of his distaste for the goals of racial equality, wider health-care provision, and a narrowing of income differentials, seems to many historians to be somewhere between an institutional outrage and an absurd accident of history. But the political is supplemented by the personal. Trump’s swagger, and his disregard for bureaucratic procedure and legal constraints, stands as a refutation of deeply-held assumptions among historians about how the democratic politics of the U.S. are supposed to work. The complexity of institutional procedures, the careful reconciliation of competing interests, and above all the prestige of the presidency as the symbol of democratic legitimacy, have all been bulldozed by a man whose personal qualities – or lack of them – seem like an insult to the historical narrative.
However, as the narrow scale of the victory of Biden in 2020 amply demonstrates, these responses are not adequate. The Trump phenomenon is here to stay, if not the man, or indeed his position of power. His attempt to manipulate a crisis sufficient to enable him to ride out his electoral defeat provoked a circumstantial mobilisation in defence of institutions, and through that a wider assertion of the established norms of political debate. But crises recede, and (as the outcome of the impeachment process probably pre-figured) realities return.
Whether or not Trump recovers his personal momentum to become the Republican candidate in 2024, it is already clear that the successful candidate who emerges from the Republican primaries ahead of that election will be defined, in policy terms at least, by the heritage of Trump. Consequently, the recognition that, win or lose, Trump is not a parenthesis, has become part of the new orthodoxy that has emerged since November.[1] This presents a challenge to those whose job it is to analyse where U.S. politics might go over the coming years, but also to those who would pretend to understand the past from which he emerged.
putin
Nor is this a specifically American problem. Trump has provided the West European political class with ample opportunity to find in the corruption and charlatanism of the Trump presidency familiar demonstrations of the crudity of American politics, contrasted against the supposed sophistication of the European model. Their grounds for doing so are, however, distinctly insecure. The Brexit referendum result in 2016, and the electoral victory of Boris Johnson in the UK in 2019, are just two of the most visible manifestations of the much wider vulnerability of European democratic structures to challenge from below, through the emergence of movements of economic and political protest across southern and central Europe, or from above, through – as in Hungary and Poland – the dismantling of constitutional and judicial structures. French President Emmanuel Macron, German Chancellor Angela Merkel, and European Commission President Ursula von der Leyen may for now be the custodians of political legitimacy, but they risk becoming the ancien régime as the rumble of a new European 1848 draws closer.
How then might historians seek to understand this? Probably they should start by throwing away the templates and narratives of the twentieth century. Yes, of course, there was much in the actions and rhetoric that surrounded the chaotic invasion of the Capitol on 6 January 2021 that recalled the street violence of the Nazi Party; but such analogies can easily be stretched far beyond the plausible. Occasional favourable references among right-wing politicians to the fascist past in Germany, Austria and Italy aside, there is little to suggest that the new politics has its origins in Europe’s mid-twentieth-century past. That of course is one of the secrets of its success. Like Trump’s approach to the U.S. Civil War, Europe’s populists wear their history lightly, seizing opportunistically on the injustices of the Treaty of Trianon in Hungary, the legacies of Communist rule in Poland, or the supposed grandeur of Benito Mussolini’s Fascist empire to invest their present-day campaigns with a little three-dimensional depth. But this is not the main story. Their politics is part of a new history, that of the twenty-first century.
Historians therefore need to bury their narratives of the twentieth century. They can squabble politely over whether its endpoint lay in the demise of the socialist regimes in eastern Europe in 1989, the great implosion of the Soviet Union in the 1990s, or the new challenges so powerfully expressed by the attack on the Twin Towers on 9/11, and the subsequent surges of radicalised Islamic violence.[2] But what matters, in Europe as in America, is less the choice of dates, than the way in which these events form part of a larger process: the emergence of a new era, that we might term the History of the Present.
There are multiple aspects to this new historical era: the financial crash of 2008-9, the emergence of an authoritarian China with massive economic power, and the sudden and disruptive transition from a print and televisual culture rooted in languages and national borders, to a global and digital world. But, to understand the new politics of Trump and his European equivalents, three elements provide the trig points from which we can map the uncharted landscape.
The first is the demise of stable meanings of democracy, or indeed of the political. The creation of a formal and disciplined political sphere was one of the great legacies of the modernization of Europe from the 1860s to the 1960s, giving birth to the complex organisational charts of European and American government which illustrated political-science textbooks of the later twentieth century, rather in the manner of guides to install central-heating systems.[3] But that has now gone. The old politics continues to happen, but it does not rule. Power has shifted from parliaments, parties, and the conventional institutions of political debate – notably the political press – to new spaces, some community-based, others digital, which lack the organisational skeleton of the old politics of the twentieth century. They are amorphous and fast-changing currents, which can carry individuals and issues such as Black Lives Matter and QAnon to transitory prominence; but, after their demise, leave little trace behind them. This is the new unpredictability of democratic politics, and yet it is not obviously democratic or political. Instead, it effaces the divisions between the political and the wider worlds of communication and the entertainment media, creating a new world where footballers, tv celebrities, and rap artists communicate more directly and effectively with the public than do those who remain constrained within the label of politicians. It is easy to bemoan these changes, and to see in them the demise of the democratic politics of old.[4] But it is also pointless to do so. Democratic politics has burst its banks, and has become part of a much wider public sphere, in which the democratic process has been adulterated through the addition of a much wider range of emotions, grievances, but also forms of identity, and dreams of a better world, collective and individual.
The second trig point is therefore the emergence of new citizens. That term too is part of the legacies of the Age of Revolutions, redolent with the language of the American and French constitutions of the late eighteenth century. But it has proved to have a long life. It was challenged fundamentally by the comradeship of the Communist revolutionary project, and by the racial identities of the Nazi Volksgemeinschaft, and yet it proved sufficiently resilient to resurface in the second half of the twentieth century as the definition of the democratic citizen of modern societies. The duties of these citizens were manifold: they were required to vote soberly and with due decorum, to pay their taxes, to obey the laws and the comprehensive regulatory structures of modern societies, and in the case of young men in many states, to serve in the conscript armies. But that, of course, was only half of the deal. The other half was the provision by the state of a predictable universe, through an ever wider range of social goods in the form of housing, education, and transport infrastructures, and the safety nets of welfare and health provision which mitigated the anxieties that had haunted previous generations. That model reached its high point around the 1970s, with the construction in the U.S. and Europe of larger and more complex institutions of government that anticipated the needs of citizens, and provided solutions which it would be far beyond the resources of citizens to bring about themselves.[5]
But, since the 1980s, that model has been in retreat. Government – as we have learned painfully through the current pandemic – has lost the means to provide reliably for the health of its citizens. Under the pressure of the newly fashionable languages of neo-liberalism and marketization, state institutions have been replaced by the new politics of the bazaar, in which rival companies and a range of semi-public and semi-private institutions compete to supplant provision by the state. Few citizens positively willed this change, but they have adapted rapidly to its reality. If the state provides so much less, so they are less willing to pay its taxes, obey its laws, or respect its leaders. This is the mentality of what is often called the new populism – a term which seems inescapable in describing the politics of the present, but which simultaneously risks defining it in too narrowly political terms.[6] What is different about the politics of a Trump, Matteo Salvini, Vladimir Putin, or Viktor Orbán is not that they seek to use mendaciously the language of the common man (or woman) – the real majority – against some form of privileged elite. Most of their supporters can see such claims as the all too transparent forms of marketing that they are. But they make considered decisions that they would prefer to support the charlatans and adventurers against those whom they know to be more sober and qualified.
Historians underestimate the seriousness of that decision-making by citizens at their peril. Their decisions might be distracted at times by the slogans and emotions of outmoded nationalist or ethnic languages, but at heart most twenty-first-century citizens know what they want, and indeed what they do not want. If there is one conclusion that emerges loud and clear from the great weight of studies that have been undertaken on the electorate of the Rassemblement national in France since the 1980s, and the studies of subsequent surges in populist political movements up to Trump and Brexit,[7] it is that the electors who voted for them knew what they were doing, and why they were doing it. Three themes dominate: security, control, and the primacy of the personal. These citizens want protection from crime, immigration, and its perceived socio-economic consequences, and from the alien threats – racial, environmental, and cultural – which stalk a much less predictable world. They consequently also want control: control of their local neighbourhood and their national society, but also the control to decide what they want for themselves, rather than what others might deem to be good for them. These are not proud Know Nothings, but they are deeply impatient of Know Alls. They therefore also want the right to make their own decisions – call it freedom, if you want – be that in terms of their identity, sexuality, or values, or, more prosaically, in how they live their daily lives. Political commentators often focus on the authoritarian and intolerant aspects of the new politics, as reflected in protest campaigns against the rights of gender or of race, but at the core of the new politics is often a surprising willingness to accept diversity, as long as it does not prejudice the wider unity of society.
This, then, is the third trig point of the new politics. The agenda of politics has disappeared, and has done so in ways which exclude any simple return to the political frontiers of left and right of the twentieth century. Many of the old issues have not gone away: in a time of economic insecurity, present and future, the mobilising power of class will remain evident. But its force manifests itself not through the representative institutional hierarchies of old, but through the new protest campaigns of factory gates and direct action, as well as the denunciation of the oligarchical wealthy through the tools of social media. Class, moreover, is no longer the reliable determinant of political identity that it once was. As the chaotic exuberance of the movement of the gilets jaunes in France in 2018-19 demonstrated, it co-exists with the other bearers of identity, be they ethnic, gendered, or community-based: the intoxicating solidarity of the imagined “we” against “them.”
The new politics therefore lacks what would have been regarded until recently as a coherent agenda. The short attention span encouraged by a digital universe is replicated in politics through the shifting shapes of a rapidly moving succession of primarily visual images. This, of course, is what Trump understood quicker than most. Coherence and policy-making matter much less than the empty gesture or the transient announcement: declaring you are going to build a wall does not require you to build one. Indeed, one suspects that very few of his supporters thought that he would build the wall, just as one might question how far those who voted leave in the Brexit referendum campaign actually intended to bring about the departure of the UK from the EU. Political action too is more about the participants than the end result: the gilets jaunes occupying roundabouts on the edges of French provincial towns is rather different from the storming of the Bastille. But to regard such actions as naïve or ineffectual is to misunderstand their purpose. They are the means of expressing an identity or grievance, rather than the conventional pursuit of a goal, still less a wish to take power. The era when political and ideological affiliations were for life has largely evaporated. Instead, increasingly large numbers of citizens lend their votes and support to a series of diverse causes – often through a momentary liking of a tweet, or a signature on a digital petition – which respond to their emotions, group identity, or aspirations.[8]
There is much that is disconcerting in the new politics, but it would be wrong to dismiss it as the rise of a new barbarism. The devil has not once again acquired all of the best tunes, and the new political world is one which can generate a wide range of outcomes. Nor will it be necessarily as radical as it currently seems. With time the disruptive impact of figures such as Trump may be channelled within new norms, enabling a continuity of institutional structures to reassert itself, within or without the Republican Party. But, for now, it suffices to recognise that the mentality of incremental reformist change which was embedded in the machinery of West European and American politics in the later twentieth century has in large part disappeared. The future could be many things, but it seems highly unlikely that it will be social democratic.[9] This requires historians to change their focus. Institutional structures, ideological traditions, and indeed democratic norms, have been replaced by a less disciplined and more open politics, in which the aspiration to save the planet and end racism can co-exist alongside the wish to re-assert the nation-state and to control immigration. The multiple incoherences between and within such attitudes matter less than the pervasive sense of a daily referendum in which new practices of direct democracy co-exist with a visual theatre of rhetoric and gesture. With greater skill than his many detractors would readily admit, Trump provided a first sketch of the character of the new politics. But he too will quite rapidly come to seem out of date. The unpredictable history of the present has only just begun.
Martin Conwayis Professor of Contemporary European History at the University of Oxford and a Fellow of Balliol College, Oxford. His books include The Sorrows of Belgium: Liberation and Political Reconstruction, 1944–1947 (Oxford University Press, 2012) and Western Europe’s Democratic Age, 1945-1968 (Princeton University Press, 2020).
Notes
[1] Samuel Moyn, ‘Biden Says “America is Back.” But Will his Team of Insiders Repeat their Old Mistakes?,” The Guardian, 1 December 2020.
[2] See, notably, Eric J. Hobsbawm, Age of Extremes: The Short Twentieth Century 1914-1991 (London: Michael Joseph, 1994); Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (London: Hamish Hamilton, 1992).
[3] I have written about a characteristic example of these texts, Herman Finer’s The Major Governments of Modern Europe (London: Methuen, 1960), in Martin Conway, “Democracy in Western Europe after 1945,” in J. Kurunmäki, J. Nevers and H. te Velde, eds., Democracy in Modern Europe: A Conceptual History (New York: Berghahn Books, 2018), 231-256.
[4] See, for example, A.C. Grayling Democracy and its Critics (London, 2017).
[5] I have written about this in Conway, Western Europe’s Democratic Age, 1945-1968 (Princeton: Princeton University Press, 2020), 199-254.
[6] Jan-Werner Müller, What is Populism? (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2016).
[7] Pascal Perrineau, Le symptôme Le Pen: radiographie des électeurs du Front National (Paris: Fayard, 1997); Harold D. Clarke, Matthew Goodwin, and Paul Whiteley, Brexit: Why Britain Voted to Leave the European Union (Cambridge: Cambridge University Press, 2017); Roger Eatwell and Matthew Goodwin, “The Grip of Populism,” The Sunday Times, 7 October 2018.
[8] The concept of voters lending their support to a political party was articulated explicitly by Boris Johnson on the night of the result of the 2019 election, to describe the votes gained by the Conservative Party in areas of the North of England that had formerly voted for the Labour Party: “You may only have lent us your vote, you may not think of yourself as a natural Tory and you may intend to return to Labour next time round.” The Guardian, 13 December 2019.
[9] Tony Judt, Ill fares the Land: A Treatise on our Present Discontents (London: Allen Lane, 2010).