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Alfred W. McCoy comienza este ensayo, publicado originalmente en inglés en la página TomDispatch, con un argumento categórico y muy difícil de refutar: los imperios no caen como árboles derribados, sino como consecuencia de un proceso lento en el que se debilitan hasta desintegrarse, víctimas  de “una sucesión de crisis que drenan sus fuerzas y confianza”.   No debe ser una sopresa para nadie que el imperio en decadencia al que McCoy dedica su análisis sea el estadounidense. Para el autor, Estados Unidos enfrenta tres crisis imperiales de cuyo manejo dependerá el futuro de su dominio geopolítico: Gaza, Taiwán y Ucrania. McCoy analiza las tres crisis destacando las limitaciones y errores cometidos por Estados Unidos, y el efecto sobre el debilitado poder global estadounidense. Estas tres crisis simultáneas representan un enorme reto para la diplomacia estadounidense en un momento de gran división interna y con la amenaza de un fuerte aislacionismo si Trump regresará la Casa Blanca.

El Doctor McCoy es un destacado analista del imperialismo estadounidense y  catedrático Harrington de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de varios obras, entre las que destacan de Colonial Crucible: Empire in the Making of the Modern American State (coeditado con Francisco A. Scarano en 2009); Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State (2009);  In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power (2017); y   To Govern the Globe: World Orders and Catastrophic Change (2021).


Is the American Empire Now in its Ultimate Crisis?

¿El declive y la caída de todo? El imperio estadounidense en crisis

Alfred W. McCoy 

Sin permiso    21 de marzo de 2024

Los imperios no caen como árboles derribados. Por el contrario, se debilitan lentamente a medida que una sucesión de crisis drena su fuerza y confianza hasta que de repente empiezan a desintegrarse. Así ocurrió con los imperios británico, francés y soviético; así ocurre ahora con la América imperial.

Gran Bretaña se enfrentó a graves crisis coloniales en la India, Irán y Palestina antes de precipitarse de cabeza al Canal de Suez y al colapso imperial en 1956. En los últimos años de la Guerra Fría, la Unión Soviética se enfrentó a sus propios retos en Checoslovaquia, Egipto y Etiopía antes de estrellarse contra un muro en su guerra de Afganistán.

La vuelta triunfal de Estados Unidos tras la Guerra Fría sufrió su propia crisis a principios de este siglo con las desastrosas invasiones de Afganistán e Irak. Ahora, en el horizonte de la historia se vislumbran otras tres crisis imperiales en Gaza, Taiwán y Ucrania que podrían convertir una lenta recesión imperial en un rápido declive, cuando no en un colapso.

Para empezar, pongamos en perspectiva la idea misma de una crisis imperial. La historia de todos los imperios, antiguos o modernos, siempre ha estado marcada por una sucesión de crisis, normalmente dominadas en los primeros años del imperio, sólo para ser aún más desastrosamente mal gestionadas en su época de declive. Justo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos se convirtió en el imperio más poderoso de la historia, los líderes de Washington gestionaron con habilidad este tipo de crisis en Grecia, Berlín, Italia y Francia, y con algo menos de habilidad, aunque no de forma desastrosa, en una Guerra de Corea que nunca llegó a terminar oficialmente. Incluso tras el doble desastre de una chapucera invasión encubierta de Cuba en 1961 y una guerra convencional en Vietnam que se torció de forma desastrosa en los años sesenta y principios de los setenta, Washington demostró ser capaz de recalibrarse con la suficiente eficacia como para sobrevivir a la Unión Soviética, “ganar” la Guerra Fría y convertirse en la “superpotencia solitaria” del planeta.

Tanto en el éxito como en el fracaso, la gestión de crisis suele implicar un delicado equilibrio entre la política interior y la geopolítica mundial. La Casa Blanca del presidente John F. Kennedy, manipulada por la CIA en la desastrosa invasión de la Bahía de Cochinos en Cuba en 1961, consiguió recuperar su equilibrio político lo suficiente como para poner en jaque al Pentágono y lograr una resolución diplomática de la peligrosa crisis de los misiles cubanos con la Unión Soviética en 1962.

Sin embargo, la difícil situación actual de Estados Unidos se debe, al menos en parte, al creciente desequilibrio entre una política nacional que parece desmoronarse y una serie de desafiantes convulsiones mundiales. Ya sea en Gaza, en Ucrania o incluso en Taiwán, el Washington del Presidente Joe Biden está fracasando claramente a la hora de alinear a los grupos políticos nacionales con los intereses internacionales del imperio. Y en cada caso, la mala gestión de la crisis se ha visto agravada por los errores acumulados en las décadas transcurridas desde el final de la Guerra Fría, convirtiendo cada crisis en un enigma sin solución fácil o quizás sin solución alguna. Así pues, tanto individual como colectivamente, es probable que la mala gestión de estas crisis sea un indicador significativo del declive final de Estados Unidos como potencia mundial, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

Desastre progresivo en Ucrania

Desde los últimos meses de la Guerra Fría, la mala gestión de las relaciones con Ucrania ha sido un proyecto curiosamente bipartidista. Cuando la Unión Soviética empezó a desmembrarse en 1991, Washington se centró en garantizar la seguridad del arsenal moscovita, compuesto por unas 45.000 cabezas nucleares, especialmente las 5.000 armas atómicas almacenadas entonces en Ucrania, que también poseía la mayor planta soviética de armas nucleares en Dnipropetrovsk.

Leonid Kravchuk, First President Of Independent Ukraine, Dead At 88

George H.W. Bush con el Primer Ministro ucraniano Leonid Kravchuk

Durante una visita en agosto de 1991, el Presidente George H.W. Bush dijo al Primer Ministro ucraniano Leonid Kravchuk que no podía apoyar la futura independencia de Ucrania y pronunció lo que se conoció como su discurso del “pollo de Kiev”, diciendo: “Los estadounidenses no apoyarán a quienes busquen la independencia para sustituir una tiranía lejana por un despotismo local. No ayudarán a quienes promuevan un nacionalismo suicida basado en el odio étnico”. Sin embargo, pronto reconocería a Letonia, Lituania y Estonia como estados independientes, ya que no tenían armas nucleares.

Cuando la Unión Soviética finalmente implosionó en diciembre de 1991, Ucrania se convirtió instantáneamente en la tercera potencia nuclear del mundo, aunque no tenía forma de hacer llegar la mayoría de esas armas atómicas. Para persuadir a Ucrania de que transfiriera sus cabezas nucleares a Moscú, Washington inició tres años de negociaciones multilaterales, al tiempo que daba a Kiev “seguridades” (pero no “garantías”) de su seguridad futura, el equivalente diplomático de un cheque personal librado contra una cuenta bancaria con saldo cero.

En virtud del Memorando de Budapest sobre Seguridad de diciembre de 1994, tres antiguas repúblicas soviéticas -Bielorrusia, Kazajstán y Ucrania- firmaron el Tratado de No Proliferación Nuclear y empezaron a transferir sus armas atómicas a Rusia. Simultáneamente, Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron respetar la soberanía de los tres signatarios y abstenerse de utilizar dicho armamento contra ellos. Sin embargo, todos los presentes parecían entender que el acuerdo era, en el mejor de los casos, tenue. (Un diplomático ucraniano dijo a los estadounidenses que no se hacía “ilusiones de que los rusos cumplieran los acuerdos firmados”).

Mientras tanto –y esto debería sonar familiar hoy en día– el Presidente ruso Boris Yeltsin se enfurecía contra los planes de Washington de ampliar aún más la OTAN, acusando al Presidente Bill Clinton de pasar de una Guerra Fría a una “paz fría”. Justo después de aquella conferencia, el Secretario de Defensa William Perry advirtió a Clinton, a bocajarro, que “un Moscú herido arremetería contra la expansión de la OTAN”.

No obstante, una vez que las antiguas repúblicas soviéticas quedaron desarmadas de forma segura de sus armas nucleares, Clinton accedió a empezar a admitir nuevos miembros en la OTAN, lanzando una implacable marcha hacia el este, en dirección a Rusia, que continuó bajo su sucesor George W. Bush. Llegó a incluir a tres antiguos satélites soviéticos, la República Checa, Hungría y Polonia (1999); a tres antiguas repúblicas soviéticas, Estonia, Letonia y Lituania (2004); y a otros tres antiguos satélites, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia (2004). Además, en la cumbre de Bucarest de 2008, los 26 miembros de la alianza acordaron por unanimidad que, en algún momento no especificado, Ucrania y Georgia también “se convertirían en miembros de la OTAN”. En otras palabras, tras haber empujado a la OTAN hasta la frontera ucraniana, Washington parecía ajeno a la posibilidad de que Rusia pudiera sentirse amenazada de algún modo y reaccionara anexionándose esa nación para crear su propio corredor de seguridad.

En aquellos años, Washington también llegó a creer que podría transformar a Rusia en una democracia funcional que se integrara plenamente en un orden mundial estadounidense aún en desarrollo. Sin embargo, durante más de 200 años el gobierno de Rusia había sido autocrático y todos los gobernantes, desde Catalina la Grande hasta Leonid Brézhnev, habían conseguido la estabilidad interna mediante una incesante expansión exterior. Por tanto, no debería haber sorprendido que la aparentemente interminable expansión de la OTAN llevara al último autócrata de Rusia, Vladimir Putin, a invadir la península de Crimea en marzo de 2014, tan solo unas semanas después de albergar los Juegos Olímpicos de Invierno.

En una entrevista poco después de que Moscú se anexionara esa zona de Ucrania, el presidente Obama reconoció la realidad geopolítica que aún podía relegar todo ese territorio a la órbita de Rusia, diciendo: “El hecho es que Ucrania, que es un país no perteneciente a la OTAN, va a ser vulnerable a la dominación militar de Rusia hagamos lo que hagamos”.

War in Ukraine: G7 Nations Focus on Helping Ukraine Rebuild - The New York TimesLuego, en febrero de 2022, tras años de combates de baja intensidad en la región de Donbass, en el este de Ucrania, Putin envió 200.000 soldados mecanizados para capturar la capital del país, Kiev, y establecer esa misma “dominación militar.” Al principio, mientras los ucranianos luchaban sorprendentemente contra los rusos, Washington y Occidente reaccionaron con una sorprendente determinación: cortando las importaciones energéticas europeas procedentes de Rusia, imponiendo serias sanciones a Moscú, ampliando la OTAN a toda Escandinavia y enviando un impresionante arsenal de armamento a Ucrania.

Sin embargo, tras dos años de guerra interminable, han aparecido grietas en la coalición antirrusa, lo que indica que la influencia mundial de Washington ha disminuido notablemente desde sus días de gloria de la Guerra Fría. Tras 30 años de crecimiento de libre mercado, la resistente economía rusa ha resistido a las sanciones, sus exportaciones de petróleo han encontrado nuevos mercados y se prevé que su producto interior bruto crezca un saludable 2,6% este año. En la temporada de combates de la primavera y el verano pasados, fracasó una “contraofensiva” ucraniana y la guerra está, en opinión de los mandos rusos y ucranianos, al menos “estancada”, si es que no está empezando a decantarse a favor de Rusia.

Y lo que es más grave, el apoyo de Estados Unidos a Ucrania está flaqueando. Tras conseguir que la alianza de la OTAN apoyara a Ucrania, la Casa Blanca de Biden abrió el arsenal estadounidense para proporcionar a Kiev un impresionante arsenal de armamento, por un total de 46.000 millones de dólares, que dio a su pequeño ejército una ventaja tecnológica en el campo de batalla. Pero ahora, en un movimiento con implicaciones históricas, parte del Partido Republicano (o más bien Trumpublicano) ha roto con la política exterior bipartidista que sostuvo el poder global estadounidense desde el comienzo de la Guerra Fría. Durante semanas, la Cámara de Representantes liderada por los republicanos incluso se ha negado repetidamente a considerar el último paquete de ayuda de 60.000 millones de dólares del presidente Biden para Ucrania, lo que ha contribuido a los recientes reveses de Kiev en el campo de batalla.

Trump y Putin, de la cumbre de la OTAN a la de Helsinki - Real Instituto ElcanoLa ruptura del Partido Republicano empieza por su líder. En opinión de la ex asesora de la Casa Blanca Fiona Hill, Donald Trump fue tan dolorosamente deferente con Vladimir Putin durante “la ahora legendariamente desastrosa conferencia de prensa” en Helsinki en 2018 que los críticos estaban convencidos de que “el Kremlin tenía influencia sobre el presidente estadounidense.” Pero el problema es mucho más profundo. Como señaló recientemente el columnista del New York Times David Brooks, el histórico “aislacionismo del Partido Republicano sigue en marcha.” De hecho, entre marzo de 2022 y diciembre de 2023, el Pew Research Center descubrió que el porcentaje de republicanos que piensan que Estados Unidos da “demasiado apoyo” a Ucrania subió de sólo el 9% a la friolera del 48%. Cuando se le pide que explique esta tendencia, Brooks opina que “el populismo trumpiano sí representa algunos valores muy legítimos: el miedo a la extralimitación imperial… [y] la necesidad de proteger los salarios de la clase trabajadora de las presiones de la globalización.”

Dado que Trump representa esta tendencia más profunda, su hostilidad hacia la OTAN ha adquirido un significado añadido. Sus recientes declaraciones de que animaría a Rusia a “hacer lo que les dé la gana” con un aliado de la OTAN que no pagara lo que le corresponde provocaron una conmoción en toda Europa, obligando a aliados clave a plantearse cómo sería esa alianza sin Estados Unidos (incluso mientras el presidente ruso, Vladímir Putin, sin duda percibiendo un debilitamiento de la determinación estadounidense, amenazaba a Europa con una guerra nuclear). Sin duda, todo esto está indicando al mundo que el liderazgo mundial de Washington es ahora cualquier cosa menos una certeza.

Crisis en Gaza

Al igual que en Ucrania, décadas de un liderazgo estadounidense tímido, agravadas por una política interna cada vez más caótica, han dejado que la crisis de Gaza se descontrole. Al final de la Guerra Fría, cuando Oriente Medio estaba momentáneamente desvinculado de la política de las grandes potencias, Israel y la Organización para la Liberación de Palestina firmaron el Acuerdo de Oslo de 1993. En él acordaron crear la Autoridad Palestina como primer paso hacia una solución de dos Estados. Sin embargo, durante las dos décadas siguientes, las ineficaces iniciativas de Washington no lograron desbloquear la situación entre dicha Autoridad y los sucesivos gobiernos israelíes, que impedían cualquier avance hacia dicha solución.

En 2005, el halcón primer ministro israelí Ariel Sharon decidió retirar sus fuerzas de defensa y 25 asentamientos israelíes de la Franja de Gaza con el objetivo de mejorar “la seguridad y el estatus internacional de Israel”. Sin embargo, en dos años, los militantes de Hamás se hicieron con el poder en Gaza, desbancando a la Autoridad Palestina del presidente Mahmud Abbas. En 2009, el controvertido Benjamin Netanyahu inició su casi ininterrumpida etapa de 15 años como primer ministro de Israel y pronto descubrió la utilidad de apoyar a Hamás como elemento político para bloquear la solución de dos Estados que tanto aborrecía.

No es de extrañar, pues, que al día siguiente del trágico atentado de Hamás del 7 de octubre del año pasado, el Times of Israel publicara este titular: “Durante años Netanyahu apoyó a Hamás. Ahora nos ha explotado en la cara”. En su artículo principal, la corresponsal política Tal Schneider informaba: “Durante años, los distintos gobiernos encabezados por Benjamín Netanyahu adoptaron un enfoque que dividía el poder entre la Franja de Gaza y Cisjordania, poniendo de rodillas al presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, mientras tomaban medidas que apuntalaban al grupo terrorista Hamás”.

El 18 de octubre, cuando los bombardeos israelíes de Gaza ya estaban causando graves víctimas entre la población civil palestina, el presidente Biden voló a Tel Aviv para mantener una reunión con Netanyahu que recordaría inquietantemente a la rueda de prensa de Trump en Helsinki con Putin. Después de que Netanyahu elogiara al presidente por trazar “una línea clara entre las fuerzas de la civilización y las fuerzas de la barbarie”, Biden respaldó esa visión maniquea al condenar a Hamás por “maldades y atrocidades que hacen que ISIS parezca algo más racional” y prometió proporcionar el armamento que Israel necesitaba “a medida que responden a estos ataques.” Biden no dijo nada sobre la anterior alianza de Netanyahu con Hamás o sobre la solución de los dos Estados. En lugar de ello, la Casa Blanca de Biden comenzó a vetar propuestas de alto el fuego en la ONU mientras enviaba por vía aérea, entre otras armas, 15.000 bombas a Israel, incluidos los gigantescos “cazabúnkeres” de 2.000 libras que pronto arrasaron los rascacielos de Gaza con un número cada vez mayor de víctimas civiles.

Biden se reúne con Netanyahu en Nueva York, indicio del enojo de su gobierno con el israelí | AP News

Tras cinco meses de envíos de armas a Israel, tres vetos de la ONU al alto el fuego y nada para detener el plan de Netanyahu de una ocupación interminable de Gaza en lugar de una solución de dos Estados, Biden ha dañado el liderazgo diplomático estadounidense en Oriente Medio y en gran parte del mundo. En noviembre y de nuevo en febrero, multitudinarias manifestaciones pidiendo la paz en Gaza se manifestaron en Berlín, Londres, Madrid, Milán, París, Estambul y Dakar, entre otros lugares.

Además, el incesante aumento de la cifra de civiles muertos en Gaza, que supera con creces los 30.000, de los cuales un sorprendente número son niñosya ha debilitado el apoyo interno de Biden en electorados que eran fundamentales para su victoria en 2020, como los árabe-estadounidenses en el estado clave de Michigan, los afro-estadounidenses en todo el país y los votantes más jóvenes en general. Para cerrar la brecha, Biden está ahora desesperado por un alto el fuego negociado. En un inepto entrelazamiento de política internacional y nacional, el presidente ha dado a Netanyahu, un aliado natural de Donald Trump, la oportunidad de una sorpresa en octubre de más devastación en Gaza que podría desgarrar la coalición demócrata y aumentar así las posibilidades de una victoria de Trump en noviembre –  con consecuencias fatales para el poder global de Estados Unidos.

Problemas en el estrecho de Taiwán

Mientras Washington está preocupado por Gaza y Ucrania, también puede estar en el umbral de una grave crisis en el estrecho de Taiwán. La implacable presión de Pekín sobre la isla de Taiwán no cesa. Siguiendo la estrategia incremental que ha utilizado desde 2014 para asegurarse media docena de bases militares en el mar de China Meridional, Pekín avanza para estrangular lentamente la soberanía de Taiwán. Sus violaciones del espacio aéreo de la isla han aumentado de 400 en 2020 a 1.700 en 2023. Del mismo modo, los buques de guerra chinos han cruzado la línea mediana del estrecho de Taiwán 300 veces desde agosto de 2022, borrándola de hecho. Como advirtió el comentarista Ben Lewis, “pronto puede que no queden líneas que China pueda cruzar”.

Tras reconocer a Pekín como “el único Gobierno legal de China” en 1979, Washington accedió a “reconocer” que Taiwán formaba parte de China. Al mismo tiempo, sin embargo, el Congreso aprobó la Ley de Relaciones con Taiwán de 1979, que exigía “que Estados Unidos mantuviera la capacidad de resistir cualquier recurso a la fuerza… que pusiera en peligro la seguridad… del pueblo de Taiwán”.

Semejante ambigüedad estadounidense parecía manejable hasta octubre de 2022, cuando el presidente chino, Xi Jinping, declaró en el XX Congreso del Partido Comunista que “la reunificación debe hacerse realidad” y se negó a “renunciar al uso de la fuerza” contra Taiwán. En un contrapunto fatídico, el presidente Biden declaró, en septiembre de 2022, que Estados Unidos defendería a Taiwán “si de hecho se produjera un ataque sin precedentes”.

Misión de EE.UU. en Taiwán en plena crisis de los globos con Pekín | Perfil

Pero Pekín podría paralizar a Taiwán varios pasos antes de ese “ataque sin precedentes” convirtiendo esas transgresiones aéreas y marítimas en una cuarentena aduanera que desviaría pacíficamente toda la carga con destina a Taiwán hacia China continental. Con los principales puertos de la isla en Taipei y Kaohsiung frente al estrecho de Taiwán, cualquier buque de guerra estadounidense que intentara romper ese embargo se enfrentaría a un enjambre letal de submarinos nucleares, aviones a reacción y misiles asesinos de buques.

Ante la pérdida casi segura de dos o tres portaaviones, la marina estadounidense probablemente retrocedería y Taiwán se vería obligada a negociar los términos de su reunificación con Pekín. Un revés tan humillante enviaría una clara señal de que, tras 80 años, el dominio estadounidense sobre el Pacífico había llegado a su fin, infligiendo otro duro golpe a la hegemonía mundial de Estados Unidos.

La suma de tres crisis

Washington se enfrenta ahora a tres complejas crisis mundiales que exigen toda su atención. Cualquiera de ellas pondría a prueba las habilidades del diplomático más avezado. Su simultaneidad coloca a Estados Unidos en la poco envidiable posición de tener que hacer frente a posibles reveses en las tres crisis a la vez, incluso cuando su política interior amenaza con adentrarse en una era de caos. Aprovechando las divisiones internas estadounidenses, los protagonistas de Pekín, Moscú y Tel Aviv tienen la mano larga (o al menos potencialmente más larga que la de Washington) y esperan ganar por defecto cuando Estados Unidos se canse del juego. Como titular, el presidente Biden debe soportar la carga de cualquier marcha atrás, con el consiguiente daño político este noviembre.

Mientras tanto, entre bastidores, Donald Trump puede tratar de escapar de tales enredos extranjeros y de su coste político volviendo al aislacionismo histórico del Partido Republicano, incluso mientras se asegura de que la antigua superpotencia solitaria del Planeta Tierra podría venirse abajo tras las elecciones de 2024. De ser así, en un mundo tan claramente empantanado, la hegemonía global estadounidense se desvanecería con sorprendente rapidez, convirtiéndose pronto en poco más que un lejano recuerdo.

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 The Cold War and the Origins of US Democracy Promotion

Robert Pee

U.S. Studies Online   Forum for New Writing

May 8, 2014

Soft power is the power to influence foreign governments, foreign publics, and world public opinion through the non-forcible projection of culture, ideology and political value systems. Soft power, in short, as its foremost scholar Joseph Nye explains, is “attractive power”. It has been a key facet of US foreign policy since the outbreak of the Cold War and its significance has continued to grow through the expansion of global communication networks and the ideological conflicts of the post-9/11 era.

This Featured Blog Series interrogates US soft power in terms of its historical and contemporary deployment, investigating the strategies, organisational frameworks and tactics which have shaped the US deployment of soft power, how this deployment has interacted with other foreign policy tools, and how overseas populations and elites have received US soft power and negotiated its meaning.


NEDDuring its time in office the Bush administration channelled over $1 billion to Arab democrats through the US Agency for International Development, the State Department and the Middle East Partnership Initiative,[1] with much of this funding going to democratic groups in previously-favoured dictatorships, such as Egypt. The Bush administration argued that the shift was necessary to safeguard US security by containing Islamist movements.[2] This equation between support for democratic groups overseas and US national security was not new, however; instead, the idea originated during the final stages of the Cold War, when a loose network of American intellectuals persuaded the Reagan administration to support the foundation of the National Endowment for Democracy. According to this network, strengthening pro-US parties and civil society groups in the Third World could be used to shore up the Washington’s geopolitical position vis-à-vis the Soviet Union by blocking Marxist movements from seizing power in allied dictatorships.

Democracy promotion was conceptualised by actors outside the national security bureaucracy from 1972 onwards to resolve the strategic and organisational tensions which had marked US attempts to export democracy as a tool of national power in the Cold War. Strategically, policy-makers had disagreed over whether to support authoritarian regimes in the Third World or democratising economic and social reforms. Those who advocated support for right-wing dictatorships argued that attempts to create democratic governments would destabilise friendly states and possibly result in Communist takeovers; supporters of the democratic option claimed that it was the repression and inequality which characterised dictatorships that drove Third World populations to support Communist movements.[3] This division in the foreign policy elite led to an incoherent and disjointed strategic approach, in which democratising reforms were supported in some cases but not in others, and were often soft-pedalled or abandoned if they began to threaten existing US interests. Organisationally, the state had struggled to direct a covertly-funded state-private network of US civil society groups, deployed to co-opt key foreign demographic groups to the US cause, in a way that both preserved the credibility of US groups as private actors and was effective in achieving national security goals.[4]

Democracy promotion was proposed after these modes of intervention had declined. The exposure of the state-private network’s covert state funding in 1967[5] destroyed the credibility of the groups involved as private actors, and thus their operational effectiveness, while the Nixon administration implemented an overall strategy of supporting authoritarian regimes to contain Communist/radical movements. The basic blueprint for democracy promotion was outlined shortly after by William Douglas, a development theorist.

The new democratisation strategy outlined by Douglas strove to avoid the strategic dilemma which had led the state apparatus to implement inconsistent policies, and the credibility issues caused by the exposure of covert funding of private groups. Strategically, Douglas called for a democracy campaign embracing the whole Third World arguing that the creation of democratic states would produce governments less vulnerable to Communist subversion and prevent the West from being cut off from important raw materials.[6] To achieve this, socioeconomic reforms and the projection of democratic ideology should be replaced by direct aid to democratic parties overseas delivered by a non-state League for Democracy composed of Western and Third World democratic parties. This organisational arrangement would ease disagreements over whether the US should support dictatorships or democratic reform as the best guarantee of stability in the Third World, as the US government could maintain its support for dictatorships in the short-term while handing over diplomatically sensitive reform programs to a non-state actor, meaning that both strategies could be pursued simultaneously. The credibility problems caused by the exposure of the state-private network’s covert funding in 1967 could be solved by making government contributions to the League overt and transparent, or by turning to foundation grants or private donations as sources of funding. However, neither the Executive nor US civil society were interested in the idea initially. The Nixon administration believed efforts to democratise friendly dictatorships to be destabilising, while many US liberals linked democratisation and modernisation to the failure of US policy in Vietnam.

This changed in the second half of the 1970s as the US faced a growing wave of Third World revolutions,[7] re-opening the question of how political intervention could best be implemented to block the emergence of radical governments. The Carter administration attempted to steer a middle course between support for authoritarianism or democratisation by pressuring existing dictatorships to liberalise in order to defuse popular anger while leaving the structures of the regimes essentially unchanged – the essence of Carter’s Human Rights policy in the Third World.[8]However, the administration proved unable to implement the competing policies of preserving relations with allied authoritarian regimes and fostering reform through the US national security bureaucracy. Pressure for reform was often blunted or blocked by bureaucratic struggles between the Bureau of Human Rights and other agencies such as the Departments of Commerce, Treasury, the State Department’s Bureau for Security Assistance, and the Department’s regional bureaux, which sought to preserve relations with friendly authoritarian regimes such as the Philippines and Pakistan.[9]

Politicians in the Democratic Party offered a solution to this problem by founding a non-state organisation which could act as a channel for such initiatives outside the state apparatus – the American Political Foundation – in 1979. The APF was inspired by the West German Party Foundations: political training institutes, each linked to a West German political party, which implemented political assistance programs overseas with West German government funds.[10] The APF was established by George Agree, a former Congressional aide to Daniel Patrick Moynihan, to follow this example by forging transnational party links to defend and extend democracy.[11] However, the organisation was small and lacked a clear strategy, adequate funding from business or foundations[12] and support from the Carter White House.

The decisive shift which opened up the possibility of convergence between non-state democracy promoters and the national security bureaucracy was the failure of Carter’s policies to prevent revolution in Nicaragua. The administration had failed to manage the competing imperatives of pressuring the Somoza dictatorship to liberalise so as to draw popular support away from the Marxist FSLN insurgency, while maintaining a regime strong enough to combat the insurgents militarily. The administration’s last-ditch attempt to remove Somoza in favour of a government of pro-US democrats to ward off the final FSLN victory failed because its chosen proxies within Nicaragua lacked the political skills and organisational strength to block a revolutionary takeover.[13]

A solution to this problem was conceived by Michael Samuels of the CSIS, who contacted the APF in early 1980. Samuels proposed that political aid programs to strengthen democrats in friendly authoritarian states threatened with revolution should be begun before these revolutions materialised. These programs would create strong pro-US political movements which could take power after the breakdown of a dictatorship and block revolutionary takeovers, preserving the target country’s geopolitical alliance with the US. They would be carried out through the “American Political Development Foundation”, a semi-private organisation receiving US government money overtly[14] — a further development of Douglas’ League for Democracy and Agree’s APF, but one which was wholly American rather than transnational, and tied to a current and specific US foreign policy problem, which made it more likely to gain the support of policy-makers.

Samuels’ proposal led to the coalescence of a loose network of non-state democracy promoters, including Douglas and the APF, which successfully lobbied the Reagan administration to support the initiative.[15] This led to the foundation of the legally private but government-funded National Endowment for Democracy, headed by Carl Gershman, a neoconservative and former Reagan administration official, in 1983 to channel funding to democratic groups overseas.[16] Under Reagan and George H.W. Bush the organisation aided the democratic forces which succeeded pro-US dictatorships in the Philippines and Chile, and those which replaced Marxist governments in Nicaragua and Poland,[17] thus safeguarding US national security interests in the final phase of the Cold War. The NED’s programs were also precursors of the later governmental initiatives in USAID and the State Department deployed by George W. Bush and Barack Obama in the Middle East. The NED itself is still active and counts among its board members former George W. Bush administration figures, such as previous NSC official Elliott Abrams, responsible for policy towards the Near East and Global Democracy Strategy, and Zalmay Khalilzad, former ambassador to Afghanistan and Iraq.[18]

The origins of US democracy promotion were bound up with the search for an effective method of preventing the emergence of revolutionary governments in the Third World, which could damage Washington’s geopolitical position vis-à-vis the Soviet Union. The democracy promoters’ solution to the strategic dilemma of whether to support dictatorships to achieve short-term stability or democratic reform to create long-term stability was to lodge democracy programs in a non-state organisation. This would make democracy programs credible to Third World democrats and plausibly deniable to dictatorships, allowing the US to support dictatorships and strengthen democratic successor movements simultaneously. The strategic considerations which originally drove Cold War democracy promotion reappeared in US foreign policy towards the Middle East after the 9/11 attacks,  with the growth of democracy being expected to contain a disparate collection of Islamist groups, rather than Marxist rebels supposedly acting at the behest of Moscow.

However, previous strategic tensions re-emerged as the George W. Bush and Obama administrations both soft-pedalled democracy promotion in friendly Middle Eastern states such as Egypt when it clashed with immediate geopolitical objectives,[19] and were able to do so because the US government funds the NED and now implements the bulk of US democracy promotion programs.[20] Due to this back-tracking the fall of the authoritarian Mubarak regime was followed by a power struggle between the Muslim Brotherhood and the military rather than a pro-US democratic successor elite. Thus, the tension between the pursuit of democracy and short-term US national security interests, which democracy promotion was originally generated to resolve, continues to operate as a basic feature of US foreign policy.


Footnotes

[1] Eric Patterson, “Obama and Sustainable Democracy Promotion”, International Studies Perspectives, 13 (2012): 29.

[2] Bush argued in 2003 that “As long as the Middle East remains a place where freedom does not flourish, it will remain a place of stagnation, resentment, and violence ready for export.” George W. Bush, “Remarks at the 20thanniversary of the National Endowment for Democracy,” 6th November 2003, available from http://www.ned.org/george-w-bush/remarks-by-president-george-w-bush-at-the-20th-anniversary, accessed 2nd May 2014.

[3] Compare the assertion of George Humphrey, Eisenhower’s Treasury Secretary that “whenever a dictator was replaced, communists gained” with Kennedy’s argument that “Dictatorships are the seedbed from which communism ultimately springs up.” Quoted from Tony Smith, America’s Mission: The United States and the Worldwide Struggle for Democracy in the Twentieth Century (Princeton, New Jersey: Princeton University Press, 1993), 192 and David F. Schmitz, The United States and Right-wing Dictatorships, 1965-1989 (Cambridge: Cambridge University Press, 2006), 261.

[4] For further details on the state-private network see Hugh Wilford, The Mighty Wurlitzer: How the CIA Played America (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2008).

[5] Tity de Vries, “The 1967 Central Intelligence Agency Scandal: Catalyst in a Transforming Relationship between State and People,” Journal of American History 98, no. 4 (2012).

[6]William A. Douglas, Developing Democracy (Washington DC: Heldref Publications, 1972).

[7] Richard Saull, The Cold War and After: Capitalism, Revolution and Superpower Politics (London: Pluto Press, 2007), 139.

[8] James Earl Carter, Keeping Faith: Memoirs of a President (Fayetteville, Arkansas: University of Arkansas Press, 1982), 143; and also Anonymous, “Presidential Review Memorandum 28: Human Rights”, Jimmy Carter Library, 8th July 1977, accessed 20th March 2009, http://www.jimmycarterlibrary.org/documents/pddirectives4.

[9] Victor Kaufman, “The Bureau of Human Rights during the Carter Administration,” The Historian 61, no. 1 (1998).

[10] Donald M. Fraser, “A Proposal that the Democratic National Committee employ at least one staff member assigned to follow and work with political movements abroad”, 1977, Folder 6: Reports and Proposals, Box 1, George E. Agree Papers, Library of Congress, hereafter LOC.

[11] George Agree, “Proposal for a pilot study of international cooperation between democratic political parties,” 9thMay 1977, Box 1, Folder 6: Reports and Proposals, Box 1, George E. Agree Papers, LOC.

[12] Difficulties with securing funding were mentioned in the minutes of organisation’s annual board meetings in 1980 and 1981. See APF, “Minutes of 1980 Annual Meeting, Board of Directors of American Political Foundation”, 19thMarch 1980 and “APF, Minutes of 1981 Annual Meeting, Board of Directors of American Political Foundation”, 7th July 1981, Folder 3: APF Minutes, Box 1, George E. Agree Papers, LOC.

[13] See Robert A. Pastor, Not Condemned to Repetition: the United States and Nicaragua, (Boulder, Colorado: Westview, 2002), 82-99 and Morris H. Morley, Washington, Somoza and the Sandinistas: State and Regime in US Policy towards Nicaragua 1969-1981 (Cambridge, Cambridge University Press, 1994), 174-181.

[14] Michael A Samuels, Project Proposal: A Comprehensive Policy Response to Expanding U.S. Interests in the Third World, 1980, 1, attached to George Agree, Letter to Mr Michael A. Samuels, 15th February 1980, Folder 1: APF Correspondence, Box 1, George E. Agree Papers, LOC.

[15] See General Accounting Office, Events Leading to the Establishment of the National Endowment for Democracy, 6th July 1984, accessed 27th December 2006, http://www.gao.gov/products/NSIAD-84-121, 1, for meetings between democracy promoters and officials and Alexander Haig, memo to the President, 8th March 1982, DDRS, accessed 11thDecember 2006, for the proposal of a semiprivate democracy institute to Reagan in the wake of these meetings.

[16] Nicholas Guilhot, The Democracy Makers: Human Rights and International Order (New York, Chichester: Columbia University Press, 2005), 90.

[17]William I. Robinson, Promoting Polyarchy: Globalization, US Intervention and Hegemony (Cambridge: Cambridge University Press, 1996), 129-137, 175-193 and 221-239; Thomas Carothers, In the Name of Democracy: US Policy Toward Latin America in the Reagan Years (Berkeley & Los Angeles, California: University of California Press, 1991), 94-95 and 158-160; and Gregory Domber “Supporting the Revolution: America, Democracy and the End of the Cold War in Poland, 1981-1989” (PhD thesis, George Washington University, 2008),  accessed 15th July 2013, http://transatlantic.sais-jhu.edu/ACES/ACES_Working_Papers/Gregory_Domber

_Supporting_the_Revolution.pdf, 209-216, 335-350 and 410-411

[18] See http://ned.org/about/board, accessed 3rd May 2014.

[19] Fawaz Gerges, Obama and the Middle East: The End of America’s Moment (Basingstoke: Palgrave Macmillan, 2012), 162-164.

[20] The Obama administration cut US government funding for democracy promotion in Egypt and restored the Egyptian government’s ability to veto the transfer of US funds to Egyptian groups, thus limiting the freedom of USAID and of NDI and IRI, NED’s Republican and Democratic Party Institutes, which provide aid to foreign democratic political parties. Richard S. Williamson, “Turning a Blind Eye to Egypt”, September 30th 2010, available from http://www.iri.org/news-events-press-center/news/iri-board-member-richard-williamson-urges-support-egypts-democratic-ac, accessed 26th April 2014

blog snapshotRobert Pee has recently graduated the University of Birmingham with a PhD. His thesis, titled “Democracy Promotion, National Security and Strategy under the Reagan Administration: 1981-1986”, examines the relationship of democracy promotion to national security in US strategy, with a particular focus on the origins of the National Endowment for Democracy and on democracy promotion during the Reagan administration. His research interests include US Democracy Promotion during the Cold War and the War on Terror, national security strategy, the role of non-state actors in the formation and execution of US foreign policy, and US policy towards the Arab Spring

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En un artículo publicado recientemente en la revista The American Conservative titulado “How we became Israel”, el historiador norteamericano Andrew Bacevich examina la israelificación de la política de seguridad nacional de los Estados Unidos. El término no es mío, sino del propio Bacevich, y hace referencia al alegado creciente uso por Estados Unidos de tácticas y estrategias practicadas por el estado de Israel. Bacevich no es un autor ajeno a este blog, ya  que he reseñado varios de sus escritos porque le considero uno de los analistas más honestos y, por ende, valientes de la política exterior de su país. En el contexto de un posible ataque israelí contra Irán –que arrastraría a los Estados Unidos a una guerra innecesaria y muy peligrosa– me parece necesario reseñar este artículo, ya que analiza elementos muy importantes de las actuales relaciones israelíes-norteamericanas.

Bacevich comienza su artículo  con una reflexión sobre la paz y la violencia. Según éste,  la paz tiene significados que varían de acuerdo con el país o gobierno que los defina. Para unos, la paz es sinónimo de armonía basada en la tolerancia y el respeto. Para otros, no es más que un eufemismo para dominar. Un país comprometido con la paz recurre a la violencia como último recurso y esa había sido, según Bacevich, la actitud histórica de los Estados Unidos. Por el contrario, si un país ve la paz como sinónimo de dominio, hará un uso menos limitado de la violencia Ese es el caso de Israel desde hace mucho tiempo y lo que le preocupa al autor es que, según él,  desde fines de la guerra fría también ha sido la actitud de los Estados Unidos.  De acuerdo con Bacevich:

“As a consequence, U.S. national-security policy increasingly conforms to patterns of behavior pioneered by the Jewish state. This “Israelification” of U.S. policy may prove beneficial for Israel. Based on the available evidence, it’s not likely to be good for the United States.”

Es claro que para Bacevich la llamada israelificación de la política de seguridad nacional de los Estados Unidos no es buen negocio para su nación. El autor le dedica el resto de su artículo a analizar este fenómeno.

Como parte de su análisis, el autor hace una serie de observaciones muy críticas y pertinentes sobre Israel. Comienza  examinando la visión sobre la paz del actual primer ministro israelí, partiendo de unas expresiones hechas por Benjamin Netanyahu en 2009, reclamando la total desmilitarización de la franja de Gaza y de la margen occidental del río Jordán como requisitos para un acuerdo de paz con los palestinos. Para Bacevich, estas exigencias no tienen sentido alguno porque los palestinos pueden ser una molestia para Israel, pero no constituyen una amenaza dada la enorme superioridad militar de los israelíes, cosa que se suele olvidar, añadiría yo, con demasiada facilidad y frecuencia. Bacevich concluye que para los israelíes la paz se deriva de la seguridad absoluta, basada no en la ventaja sino en la supremacía militar.

La insistencia en esa supremacía ha hecho necesario que Israel lleve a cabo lo que el autor denomina como “anticipatory action”, es decir, acciones preventivas contra lo que los israelíes han percibido como amenazas (“perceived threats”). Uno de los ejemplos que hace referencia el autor es el ataque israelí contra las facilidades nucleares iraquíes en 1981.  Sin embargo, con estas acciones los israelíes no se han limitado a defenderse, sino que  convirtieron la percepción de amenaza en oportunidad de expansión territorial. Bacevich da como ejemplos los ataques israelíes contra Egipto en 1956 y 1967 que, según él, no ocurrieron porque los egipcios tuvieran la capacidad de destruir a Israel. Tales ataques se dieron porque abrían la oportunidad de la ganancia territorial por vía de la conquista. Ganancia que en el caso de la guerra de 1967 ha tenido serias consecuencias estratégicas para Israel.

Bacevich examina otro elemento clave de la política de seguridad israelí: los asesinatos selectivos (“targeted assassinations”).  Los israelíes  han convertido la eliminación física de sus adversarios ­­–a través del uso del terrorismo, añadiría yo– en el sello distintivo del arte de la guerra israelí, eclipsando así métodos militares convencionales y dañando la imagen internacional de Israel.

Lo que  Bacevich no entiende y le preocupa, es por qué Estados Unidos han optado por seguir los pasos de Israel. Según éste, desde la administración del primer Bush, su país ha oscilado hacia la búsqueda del dominio militar global, hacia el uso de acciones militares preventivas y hacia a los asesinatos selectivos (en referencia al uso de vehículos aéreos no tripulados ­­–los llamados “drones”-  como arma antiterrorista creciente). Todo ello justificado, como en el caso de Israel,  como medida defensiva y como herramienta de seguridad nacional. Al autor se la hace difícil entender esta israelificación porque contrario a Israel, Estados Unidos es un país grande, con una gran población y sin enemigos  cercanos. En otras palabras, los norteamericanos tienen opciones y ventajas que los israelíes no poseen. A pesar de ello, Estados Unidos ha sucumbido “into an Israeli-like condition of perpetual war, with peace increasingly tied to unrealistic expectations of adversaries and would-be adversaries acquiescing in Washington’s will.”

Para Bacevich, este proceso de israelificación comenzó con la Operación Tormenta del Desierto, un conflicto tan rápido e impactante como la guerra de los siete días. Clinton contribuyó a este proceso con  intervenciones militares frecuentes (Haití, Bosnia, Serbia, Sudán, etc.). El segundo Bush –fiel creyente de la estrategia del “ Full Spectrum Dominance” (Dominación de espectro completo)– se embarcó en la liberación y transformación del mundo islámico. Bajo su liderato, Estados Unidos hizo, como Israel, uso de la guerra preventiva. De acuerdo con el autor, invadir Irak era visto por Bush y su gente como un acción preventiva contra lo que se percibía como una amenaza, pero también como  una oportunidad. Al atacar a Saddam Hussein, Bush no adoptó el concepto  de disuasión (“deterrence”) de la guerra fría, sino la versión israelí. La estrategia de “deterrence” de la guerra fría buscaba disuadir al oponente de llevar a cabo acciones bélicas mientras que la versión israelí está fundamentada en el uso desproporcionado de la fuerza. A los israelíes no les basta con amedrentar y han dejado atrás el bíblico ojo por ojo. Para ellos es necesario castigar desproporcionadamente para enviar una mensaje  de fuerza a sus enemigos. Basta recordar los 1,397 palestinos muertos en Gaza durante las tres semanas que duró la Operación Plomo Fundido a finales de 2008 y principios de 2009. De ellos, 345 eran menores de edad. [Según B’TSELEMThe Israeli Information Center for Human Rights in the Occupied Territories–, entre setiembre de 2000 y setiembre de 2012, las fuerzas de seguridad israelíes mataron a 6,500 palestinos en los territorios ocupados y a 69 en Israel. Durante ese mismo periodo, los palestinos asesinaron a 754 civiles y 343 miembros de las fuerzas de seguridad israelíes.]

De acuerdo con Bacevich, el objetivo de la administración Bush al invadir Irak era también enviar un mensaje: esto le puede pasar a quienes reten la voluntad de Estados Unidos. Desafortunadamente para Bush, la invasión y ocupación de Irak resultó un fracaso similar a la invasión israelí del Líbano en 1982.

El proceso de israelificación analizado por Bacevich tomó una nuevo giró bajo la presidencia de Obama, quien transformó el uso de los drones para asesinatos selectivos en la pieza clave de la política de seguridad nacional de Estados Unidos.

Bacevich concluye que, a pesar de que no favorece los intereses de Estados Unidos, el proceso de israelificación de la política de seguridad nacional estadounidense ya se ha completado, y que será muy difícil revertirlo dado el clima político reinante en la nación norteamericana.

Lo primero que debo señalar es que el uso del asesinato selectivo por el gobierno estadounidense como arma política no comenzó con los drones. Basta recordar los hallazgos del famoso Comité Church que en la década de 1970 investigó las actividades del aparato de inteligencia norteamericano en el Tercer Mundo. En un informe de catorce volúmenes, este comité legislativo documentó las actividades ilegales llevadas a cabo por la CIA, entre ellas, el asesinato e intento de asesinato de líderes del Tercer Mundo. ¿Cuántas veces ha intentado la CIA matar a Fidel Castro? ¿Cuántos miembros del Vietcong fueron capturados, torturados y asesinados por la CIA y sus asociados a través del Programa Phoenix en los años 1960? Lo que han hecho los drones es transformar la eliminación física de los enemigos  de Estados Unidos en un proceso a control remoto y, por ende, “seguro” para los estadounidenses.

A pesar estas críticas, considero que este ensayo es valioso por varias razones. Primero, porque refleja la creciente preocupación entre sectores académicos, militares y gubernamentales norteamericanos por la enorme influencia que ejerce Israel sobre la política exterior y doméstica de los Estados Unidos. Afortunadamente, no todos los estadounidenses creen que Estados Unidos debe apoyar a Israel incondicionalmente, especialmente, cuando es claro que tal apoyo tiene un gran costo político y económico para Estados Unidos. Segundo, porque desarrollar una discusión pública y abierta de este tema es extremadamente necesario para contrarrestar la influencia del “lobby” pro-israelí en los Estados Unidos (y a nivel mundial). En ese sentido, este ensayo cumple una función muy importante al criticar la política de seguridad de Israel desde una óptica  honesta. Bacevich no teme llamar las cosas por su nombre y no duda en describir la actual política de seguridad israelí como una basada en asesinatos selectivos y el uso desproporcionado de la fuerza, y que, además, no busca la paz, sino el dominio y la expansión territorial.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 11 de noviembre de 2012

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