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Comparto esta nota de la historidora Heather Cox Richardson conmemorando los 56 años de la firma de la Voting Rights Act. Cox Richardson hace un excelente recuento del proceso que llevó a  la firma de esta histórica ley y de las amenazas actuales al derecho al voto de las minorías en Estados Unidos y, por ende, a la democracia estadounidense.

La Dr. Cox Richardson trabaja en Boston College y es autora, entre otros libros,   de To Make Men Free: A History of the Republican Party (2014). Es la creadora de una popular columna diara, Letters from America, analizando desde una perspectiva histórica la situación política y social estadounidense.


It Is Time to Update the Voting Rights Act - Center for American Progress

Letters from America  

Heather Cox Richardson

6 de agosto de 2021

Monadnock Ledger-Transcript - Lyceum continues with Heather Cox Richardson  on Sunday

Heather Cox Richardson

Hace hoy cincuenta y seis años, el 6 de agosto de 1965, el presidente Lyndon B. Johnson firmó la Ley de Derecho al Voto. La necesidad de la ley se explicó en su título completo: «Una ley para hacer cumplir la decimoquinta enmienda a la Constitución, y para otros fines».

A raíz de la Guerra Civil, los estadounidenses trataron de crear una nueva nación en la que la ley tratara a los hombres negros y a los hombres blancos como iguales. En 1865, ratificaron la Decimotercera Enmienda a la Constitución, prohibiendo la esclavitud excepto como castigo por crímenes. En 1868, ajustaron la Constitución de nuevo, garantizando que cualquier persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, excepto ciertos indígenas americanos, era un ciudadano, abriendo el sufragio a los hombres negros. En 1870, después de que los legisladores de Georgia expulsaran a sus colegas negros recién sentados, los estadounidenses defendieron el derecho de los hombres negros a votar añadiendo ese derecho a la Constitución.

Las tres enmiendas —la Decimotercera, La Decimocuarta y la Decimoquinta— le dieron al Congreso el poder de hacerlas cumplir. En 1870, el Congreso estableció el Departamento de Justicia para hacer precisamente eso. Los sureños blancos reaccionarios habían estado usando las leyes estatales, y la falta de voluntad de los jueces y jurados estatales para proteger a los estadounidenses negros de las pandillas blancas y los empleadores tramposos, para mantener a los negros subordinados. Los hombres blancos se organizaron como el Ku Klux Klan para aterrorizar a los hombres negros y evitar que ellos y sus aliados blancos votaran para cambiar ese sistema. En 1870, el gobierno federal intervino para proteger los derechos de los negros y procesar a los miembros del Ku Klux Klan.

Ciudadanía por nacimiento: qué es la enmienda 14 de la Constitución de  Estados Unidos (y cuán posible es que Trump acabe con ella) - BBC News Mundo

Con el poder federal ahora detrás de la protección constitucional de la igualdad, amenazando con la cárcel para aquellos que violaron la ley, los opositores blancos del voto negro cambiaron su argumento en contra.

En 1871, comenzaron a decir que no tenían ningún problema con que los hombres negros votaran por motivos raciales; su objeción al voto negro era que los hombres negros, sólo por esclavitud, eran pobres e incultos. Estaban votando por legisladores que les prometían servicios públicos como carreteras y escuelas, y que solo se podían pagar con impuestos.

La idea de que los votantes negros eran socialistas —de hecho, usaron ese término en 1871— significó que los norteños blancos que habían luchado para reemplazar la sociedad jerárquica del Viejo Sur con una sociedad basada en la igualdad comenzaron a cambiar su tono. Miraron hacia otro lado, ya que los hombres blancos impedieron que los hombres negros votaran, primero con el terrorismo y luego con las leyes electorales estatales que usaban cláusulas de abuelo, que recortaban a los hombres negros sin mencionar la raza al permitir que un hombre votara si su abuelo lo había hecho; pruebas de alfabetización en las que los registradores blancos pueden decidir quién aprueba; los impuestos electorales; y así sucesivamente. Los estados también redujeron los distritos de manera desigual para favorecer a los demócratas, que dirigían un partido segregacionista totalmente blanco. En 1880 el Sur era sólidamente demócrata, y lo seguiría siendo hasta 1964.

Los estados del sur siempre celebraron elecciones: solo se había previsto que los demócratas las ganarían.

Merrell R. Bennekin on Twitter: "U.S. adopts 15th Amendment, March 30, 1870  Following its ratification by the requisite three-fourths of the states,  the 15th Amendment, granting African-American men the right to vote,Los estadounidenses negros nunca aceptaron este estado de cosas, pero su oposición no ganó una poderosa atención nacional hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Durante esa guerra, los estadounidenses de todos los ámbitos de la vida habían enfocado en derrotar al fascismo, un sistema de gobierno basado en la idea de que algunas personas son mejores que otras. Los estadounidenses defendieron la democracia y, a pesar de todo lo que los estadounidenses negros lucharon en unidades segregadas, y que los disturbios raciales estallaron en ciudades de todo el país durante los años de guerra, y que el gobierno internó a los estadounidenses de origen japonés, los legisladores comenzaron a reconocer que la nación no podría definirse efectivamente como una democracia si las personas negras y marrones vivían en viviendas deficientes,  recibió una educación deficiente, no podía avanzar de los trabajos de poca importancia y no podía votar para cambiar ninguna de esas circunstancias.

Mientras tanto, los afroamericanos y las personas de color que habían luchado por la nación en el extranjero llevaron a casa su determinación de ser tratados por igual, especialmente a medida que el colapso financiero de los países europeos aflojó su control sobre sus antiguas colonias africanas y asiáticas, dando vida a nuevas naciones.

Thurgood Marshall (1908-1993) •

Thurgood Marshall

Aquellos interesados en promover los derechos de los negros recurrieron, una vez más, al gobierno federal para anular las leyes estatales discriminatorias. Estimulados por el abogado Thurgood Marshall, los jueces utilizaron la cláusula de debido proceso y la cláusula de igualdad de protección de la Decimocuarta Enmienda para argumentar que las protecciones en la Carta de Derechos se aplicaban a los estados, es decir, los estados no podían privar a ningún estadounidense de la igualdad. En 1954, la Corte Suprema bajo el presidente del Tribunal Supremo Earl Warren, el ex gobernador republicano de California, utilizó esta doctrina cuando dictó el caso Brown v. Decisión de la Junta de Educación que declara inconstitucionales las escuelas segregadas.

Los reaccionarios blancos respondieron con violencia, pero los afroamericanos continuaron defendiendo sus derechos. En 1957 y 1960, bajo la presión del presidente republicano Dwight Eisenhower, el Congreso aprobó leyes de derechos civiles diseñadas para facultar al gobierno federal para hacer cumplir las leyes que protegen el voto negro.

En 1961, el Comité Coordinador Estudiantil No Violento (SNCC) y el Consejo de Organizaciones Federadas (COFO) comenzaron esfuerzos intensivos para registrar a los votantes y organizar a las comunidades para apoyar el cambio político. Debido a que solo el 6,7% de los negros de Mississippi estaban registrados, MIssissippi se convirtió en un punto focal, y en el «Freedom Summer» de 1964, organizado bajo Bob Moses (quien falleció el 25 de julio de este año), los voluntarios se dispusieron a registrar a los votantes. El 21 de junio, miembros del Ku Klux Klan, al menos uno de los cuales era oficial de la ley, asesinaron a los organizadores James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner cerca de Filadelfia, Mississippi, y, cuando fueron descubiertos, se rieron de la idea de que serían castigados por los asesinatos.

Ese año, el Congreso aprobó la Ley de Derechos Civiles de 1964, que fortaleció los derechos de voto. El 7 de marzo de 1965, en Selma, Alabama, los manifestantes liderados por John Lewis (quien pasaría a servir 17 términos en el Congreso) se dirigieron a Montgomery para demostrar su deseo de votar. Los agentes del orden los detuvieron en el puente Edmund Pettus y los golpearon salvajemente.

El 15 de marzo, el presidente Johnson pidió al Congreso que aprobara una legislación que defendiera el derecho al voto de los estadounidenses. Así fue. Y en este día de 1965, la Ley del Derecho al Voto se convirtió en ley. Se convirtió en una parte tan fundamental de nuestro sistema legal que el Congreso lo reautorizó repetidamente, por amplios márgenes, tan recientemente como en 2006.

Pero en el 2013 en su decisión del caso Shelby County v. Holder, la Corte Suprema bajo el presidente del Tribunal Supremo John Roberts destripó la disposición de la ley que requiere que los estados con historiales de discriminación de votantes obtengan la aprobación del Departamento de Justicia antes de que cambien sus leyes de votación. Inmediatamente, las legislaturas de esos estados, ahora dominadas por los republicanos, comenzaron a aprobar medidas para suprimir el voto. Ahora, a raíz de las elecciones de 2020, los estados dominados por los republicanos han aumentado la tasa de supresión de votantes, y el 1 de julio de 2021, la Corte Suprema permitió dicha supresión con la decisión de Brnovich v. DNC.

1965 Voting Rights Act - A Brief History of Civil Rights in the United  States - HUSL Library at Howard University School of Law

Si se permite a los republicanos elegir quién votará en los estados, dominarán el país de la misma manera que los demócratas convirtieron el Sur en un estado de partido único después de la Guerra Civil. Alarmados por lo que equivaldrá a la pérdida de nuestra democracia, los demócratas están pidiendo que el gobierno federal proteja los derechos de voto.

Y, sin embargo, 2020 dejó muy claro que si los republicanos no pueden impedir que los demócratas voten, no podrán ganar las elecciones. Y así, los republicanos están insistiendo en que los estados por sí solos pueden determinar quién puede votar y que cualquier legislación federal es una extralimitación tiránica. Una encuesta reciente de Pew muestra que más de dos tercios de los votantes republicanos no creen que votar sea un derecho y creen que se puede limitar.

Y entonces, aquí estamos, en una crisis existencial sobre los derechos de voto y si son los estados o el gobierno federal los que deben decidirlos.

June 25, 2013 – The Supreme Court Decides Shelby County v. Holder | Legal  Legacy

En este momento, hay dos importantes proyectos de ley de derechos de voto ante el Congreso. Los demócratas han introducido la Ley para el Pueblo, una medida radical que protege el derecho al voto, pone fin al gerrymandering partidista, detiene el flujo de efectivo a las elecciones y requiere nuevas pautas éticas para los legisladores. También han introducido la Ley de Derechos de Voto John Lewis, que se centra más estrechamente en el voto y restaura las protecciones proporcionadas en la Ley de Derechos de Voto de 1965.

Los senadores republicanos han anunciado su oposición a cualquier proyecto de ley de derechos de voto, por lo que cualquier ley que se apruebe tendrá que sortear el filibusterismo en el Senado, que no se puede romper sin 10 senadores republicanos. Los demócratas podrían romper el filibusterismo para un proyecto de ley de derechos de voto, pero los senadores Joe Manchin (D-WV) y Kyrsten Sinema (D-AZ) indicaron a principios de este verano que no apoyarían tal medida.

Y, sin embargo, hay señales de que un proyecto de ley de derechos de voto no está muerto. Los senadores demócratas han seguido trabajando para llegar a un proyecto de ley que pueda pasar por su partido, y no tiene sentido hacerlo si, al final, saben que no pueden convertirlo en una ley. «Todo el mundo está trabajando de buena fe en esto», dijo Manchin a Mike DeBonis del Washington Post. «Es la aportación de todos, no solo la mía, pero creo que la mía, tal vez… nos hizo a todos hablar y rodar en la dirección en la que teníamos que volver a lo básico», dijo.

Volver a lo básico es una muy buena idea. La idea básica de que no podemos tener igualdad ante la ley sin igualdad de acceso a la boleta electoral nos dio las Enmiendas Decimotercera, Decimocuarta y Decimoquinta a la Constitución, y estableció el poder del gobierno federal sobre los estados para hacerlas cumplir.

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Fuentes:

https://www.washingtonpost.com/politics/2021/06/08/how-is-john-lewis-voting-rights-act-different-hr-1/

https://www.ourdocuments.gov/doc.php

https://www.newsweek.com/only-third-republicans-think-voting-fundamental-right-poll-1612336

https://www.pewresearch.org/fact-tank/2021/07/22/wide-partisan-divide-on-whether-voting-is-a-fundamental-right-or-a-privilege-with-responsibilities/

https://cha.house.gov/report-voting-america-ensuring-free-and-fair-access-ballot

https://cha.house.gov/sites/democrats.cha.house.gov/files/2021_Voting%20in%20America_v5_web.pdf

https://www.washingtonpost.com/politics/democrats-craft-revised-voting-rights-bill-seeking-to-keep-hopes-alive-in-the-senate/2021/07/28/855b93fc-efc5-11eb-81d2-ffae0f931b8f_story.html

Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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Me acabo de leer un libro fascinante, Ten Days in Harlem. Fidel Castro and the Making of the 1960s (Faber and Faber, 2020). Su autor, Simon Hall, enfoca la visita de Fidel Castro a Nueva York en setiembre de 1960 para participar en la Asamblea General de las Naciones Unidas de ese año. Durante los diez días que el jefe supremo de la Revolución Cubana estuvo en la Gran Manzana, hospedado en un hotel en Harlem,  provocó más de un dolor de cabeza a las autoridades estadounidenses.

Hall, quien es profesor en la School of History de la University of Leeds, hace un trabajo excelente en este libro, que además está muy bien escrito. Citando a la historiadora afroestadounidense Brenda Gayle Plummer, Hall cataloga la visita de Castro como «a Cold War watershed» (un momento decisivo de la guerra fría). Su viaje colocó al cubano en la escena mundial, convirtiéndole en líder y símbolo del  antimperialismo. En los díez días que estuvo en Nueva York, Castro se reunió con Nehru, Nkrumah, Nasser, Kruschev y Malcom X, y recibió, además,  las simpatías de miles de niuyorquinos. Su visita fue un éxito de relaciones públicas. Su estadía sirvió también para consolidar una relación más estrecha con la Unión Soviética. Fue claro para todos los que lo observaron la camaradería y respeto mutuo  entre Castro y Khruschev.  Su estadía en un hotel de Harlem, barrio de población mayoritariamente negra y pobre, expusó el problema del racismo en Estados Unidos. Según Hall, la visita de Castro «inspiró la adulación de una Nueva Izquierda emergente y ayudó a iniciar una nueva década de tumulto político, social y cultural de una manera apropiadamente irreverente, rebelde y anárquica.» (Mi traducción.) 

49639352. sy475 Para las autoridades estadounidenses, quienes hubieran preferido no tener de visita a Castro, la estadía del líder cubano acabó de convencerles de que era necesaria su remoción, lo que aceitó la maquinaria burocrática que llevaría al fiasco de Bahía de Cochinos en abril de 1961.

Para quienes analicen los años 1960,  el llamado Global South, la revolución cubana y las relaciones de Estados Unidos y América Latina, este libro debe ser lectura obligada. El trabajo de Hall sirve también de llamada de atención a una interesante historiografía sobre Estados Unidos desarrollada por académico británicos.

Comparto con mis lectores este ensayo escrito por el historiador Francisco Martínez Hoyos analizando las visitas que realizó Castro a Estados Unidos en 1959 y 1960.

Quienes estén interesado en el libro de Hall pueden escuchar una entrevista suya publicada en la New Books Network en setiembre de 2020.


Desde su independencia de España en 1898, Cuba vivió sometida a una humillante dependencia de los “gringos”, hasta el punto de ser considerada su patio trasero. La película El Padrino II refleja bien cómo, en la década de 1950, los gángsters estadounidenses tenían en la isla su propio paraíso. Gracias a sus conexiones con el poder, la mafia realizaba suculentos negocios en la hostelería, el juego y la prostitución. Miles de turistas llegaban dispuestos a vaciar sus bolsillos a cambio de sol, sexo y otras emociones fuertes en los casinos y los clubes que se multiplicaban sin control por La Habana.

El historiador Arthur M. Schlesinger Jr., futuro asesor del gobierno de Kennedy, se llevó una penosa impresión de la capital caribeña durante una estancia en 1950. Los hombres de negocios habían transformado la ciudad en un inmenso burdel, humillando a los cubanos con sus fajos de billetes y su actitud prepotente.

Cuba estaba por entonces en manos del dictador Fulgencio Batista, un hombre de escasos escrúpulos al que no le importaba robar ni dejar robar. Una compañía de telecomunicaciones estadounidense, la AT&T, le sobornó con un teléfono de plata bañado en oro. A cambio obtuvo el monopolio de las llamadas a larga distancia.

Barrio marginal de La Habana en 1954, junto al estadio de béisbol y a un cartel de un casino de juego.

Barrio marginal de La Habana en 1954, junto al estadio de béisbol y a un cartel de un casino de juego.
 Dominio público

Para acabar con la corrupción generalizada y el autoritarismo, el Movimiento 26 de Julio protagonizó una rebelión que el régimen, pese a la brutalidad de su política represiva, fue incapaz de sofocar. Tenía en su contra a los sectores progresistas de las ciudades, en alianza con los guerrilleros de Sierra Maestra, dirigidos por líderes como Fidel Castro o el argentino Ernesto “Che” Guevara.

Se ha tendido en muchas ocasiones a presentar la revolución antibatistiana como el fruto de una intolerable opresión económica. En realidad, el país era uno de los más avanzados de América Latina en términos de renta per cápita o nivel educativo, aunque los indicadores globales ocultaban las fuertes desigualdades entre la ciudad y el campo o entre blancos y negros. Las verdaderas causas del descontento hay que buscarlas más bien en el orden político. Entre los guerrilleros predominaba una clase media que aspiraba a un gobierno democrático, modernizador y nacionalista.

Entre la opinión pública norteamericana, Fidel disfrutó en un principio del estatus de héroe, en gran parte gracias a Herbert Matthews, antiguo corresponsal en la Guerra Civil española, que en 1957 consiguió entrevistarle. Matthews, según el historiador Hugh Thomas, transformó al jefe de los “barbudos” en una figura mítica, al presentarlo como un hombre generoso que luchaba por la democracia. De sus textos se desprendía una clara conclusión: Batista era el pasado y Fidel, el futuro.

Happy New Year

A principios de 1959, la multitud que celebraba la llegada del año nuevo en Times Square, Nueva York, acogió con alegría la victoria de los guerrilleros cubanos. El periodista televisivo Ed Sullivan se apresuró a viajar a La Habana, donde consiguió entrevistar al nuevo hombre fuerte. Había comenzado el breve idilio entre la opinión pública norteamericana y el castrismo.

Poco después, en abril, el líder revolucionario realizó una visita a Estados Unidos, invitado por la Asociación Americana de Editores de Periódicos. Ello creó un problema protocolario, ya que la Casa Blanca daba por sentado que ningún jefe de gobierno extranjero iba a visitar el país sin invitación oficial. Molesto, el presidente Eisenhower se negó a efectuar ningún recibimiento y se marchó a jugar al golf.

Fidel Castro firma como primer ministro de Cuba el 16 de febrero de 1959.

Fidel Castro firma su nombramiento como primer ministro de Cuba el 16 de febrero de 1959. Dominio público

En esos momentos, sus consejeros estaban divididos respecto a la política a seguir con Cuba. Unos defendían el reconocimiento del nuevo gobierno; otros preferían aguardar a que se definiese la situación. ¿Qué intenciones tenía Castro? ¿No sería, tal vez, un comunista infiltrado?

Parte de la opinión pública norteamericana, sin embargo, permanecía ajena a esos temores. Algunos periódicos trataron con cordialidad al recién llegado, lo mismo que las principales revistas. Look y Reader’s Digest, por ejemplo, le presentaron como un moderno Robin Hood.

El senador demócrata John F. Kennedy, futuro presidente, le consideraba el continuador de Simón Bolívar por encarnar un movimiento antiimperialista, reconociendo así que su país se había equivocado con los cubanos al apoyar la sangrienta dictadura batistiana. Entre los intelectuales existía un sentimiento de fascinación similar.

Muchos norteamericanos supusieron que el líder latinoamericano buscaba ayuda económica. Fidel, sin embargo, proclamó en público su voluntad de no mendigar a la superpotencia capitalista: “Estamos orgullosos de ser independientes y no tenemos la intención de pedir nada a nadie”. Sus declaraciones no podían interpretarse al pie de la letra. Sabía sencillamente que no era el momento de hablar de dinero, pero había previsto que un enviado suyo, quince días después, presentara a la Casa Blanca su demanda de inversiones.

En su opinión, ese era el camino para promover el desarrollo industrial, algo totalmente imposible sin el entendimiento con el coloso norteamericano. De ahí que insistiera, una y otra vez, en que no era partidario de las soluciones extremas: “He dicho de forma clara y definitiva que no somos comunistas”.

Ofensiva de encanto

Allí donde iba, Fidel generaba la máxima expectación. En las universidades de Princeton y Harvard sus discursos le permitieron meterse en el bolsillo a los estudiantes. En el Central Park de Nueva York, cerca de cuarenta mil personas siguieron atentamente sus palabras. No hablaba un buen inglés, pero supo ganarse al público con algunas bromas en ese idioma. De hecho, todo su viaje puede ser entendido como una “ofensiva de encanto”, en palabras de Jim Rasenberger, autor de un estudio sobre las relaciones cubano-estadounidenses. Castro, a lo largo de su visita, no dejó de repartir abrazos entre hombres, mujeres y niños.

Fidel Castro en la asamblea de la ONU en 1960.

Fidel Castro en la asamblea de la ONU en 1960.
 Dominio público

El entonces vicepresidente, Richard Nixon, se encargó de sondear sus intenciones en una entrevista de dos horas y media, en la que predicó al jefe guerrillero sobre las virtudes de la democracia y le urgió a que convocara pronto elecciones. Fidel escuchó con receptividad, disimulando el malestar que le producía la insistencia en si era o no comunista. ¿No era libre Cuba de escoger su camino? Parecía que a los norteamericanos solo les importara una cosa de la isla, que se mantuviera alejada del radicalismo de izquierdas.

Según el informe de Nixon acerca del encuentro, justificó su negativa a convocar comicios con el argumento de que su pueblo no los deseaba, desengañado por los malos gobernantes que en el pasado habían salido de las urnas. A Nixon Castro le pareció sincero, pero increíblemente ingenuo acerca del comunismo, si es que no estaba ya bajo su égida. Creía, además, que no tenía ni idea de economía. No obstante, estaba seguro de que iba a ser una figura importante en Cuba y posiblemente en el conjunto de América Latina. A la Casa Blanca solo le quedaba una vía: intentar orientarle “en la buena dirección”.

Desde entonces se ha discutido mucho sobre quién provocó el desencuentro entre Washington y La Habana. ¿Los norteamericanos, con su política de acoso a la revolución? ¿Los cubanos, al implantar un régimen comunista, intolerable para la Casa Blanca en plena Guerra Fría?

El envenenamiento

La “perla de las Antillas” constituía un desafío ideológico para Estados Unidos, pero también una amenaza económica. Al gobierno cubano no le había temblado el pulso a la hora de intervenir empresas como Shell, Esso y Texaco, tras la negativa de estas a refinar petróleo soviético. Los norteamericanos acabarían despojados de todos sus intereses agrícolas, industriales y financieros. Las pérdidas fueron especialmente graves en el caso de los jefes del crimen organizado, que vieron desaparecer propiedades por un valor de cien millones de dólares.

Como represalia, Eisenhower canceló la cuota de azúcar cubano que adquiría Estados Unidos. Fue una medida inútil, porque enseguida los soviéticos acordaron comprar un millón de toneladas en los siguientes cuatro años, además de apoyar a la revolución con créditos y suministros de petróleo y otras materias primas.

En septiembre de 1960, Fidel Castro regresó a Estados Unidos para intervenir en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Fue otra visita memorable. Tras marcharse de su hotel por el aumento astronómico de las tarifas, decidió alojarse en el barrio negro de Harlem, donde disfrutó de un recibimiento entusiasta.

Fidel Castro y el revolucionario Camilo Cienfuegos antes de disputar un partido de béisbol.

Fidel Castro y el revolucionario Camilo Cienfuegos antes de disputar un partido de béisbol. Dominio público.

Los periódicos norteamericanos aseguraban que los cubanos utilizaban su alojamiento para realizar orgías sexuales, pero Castro aprovechaba para recibir visitas importantes, como la del líder negro Malcolm X, el primer ministro indio Jawaharlal Nehru o Nikita Jruschov, mandatario de la Unión Soviética.

Desde la perspectiva del gobierno norteamericano, estaba claro que la isla había ido a peor. Batista podía ser un tirano, pero al menos era un aliado. Castro, en cambio, se había convertido en un enemigo peligroso. Lo cierto es que la Casa Blanca alentó desde el mismo triunfo de la revolución operaciones clandestinas para forzar un cambio de gobierno en La Habana, sin dar oportunidad a que fructificara la vía diplomática.

Por orden de Eisenhower, la CIA se encargó de organizar y entrenar militarmente a los exiliados cubanos. Era el primer paso que conduciría, en 1961, al desastroso episodio de Bahía de Cochinos, ya bajo mandato de Kennedy, en el que un contingente anticastrista fracasó estrepitosamente en su intento de invasión de la isla. Alejado entonces de cualquier simpatía por Fidel Castro, JFK le acusaba de traicionar los nobles principios democráticos de la revolución para instaurar una dictadura.

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El asalto al Capitolio por partidarios del Presidente Trump el 6 de enero de 2021 ha provocado infinidad de comentarios. Muchos lo han visto como un evento excepcional que no retrata ni refleja a los Estados Unidos.  Nada más alejado de la realidad.  En este artículo publicado por el diario La vanguardia, el escritor Francisco Martínez Hoyos  examina casos previos de violencia política y de intentonas golpistas.

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De Newburgh a los Proud Boys: el golpismo antes de Trump

FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS

El mundo entero presenció los hechos con más o menos incredulidad. En Estados Unidos, la democracia más antigua de cuantas existen en el planeta, una horda de partidarios del presidente Trump irrumpía en el Capitolio mientras el Congreso ratificaba la victoria electoral de Joe Biden. Tras los incidentes planea la inquietante sombra del golpismo. Por sorprendente que parezca al tratarse de una república como la norteamericana, con una arraigada tradición de libertades, no es la primera vez que se lanza allí una amenaza contra el poder emanado del pueblo.

Cuando se produjo el primer peligro para la república, la conspiración de Newburgh, aún no había terminado la guerra de Independencia contra los británicos. En marzo de 1783, las tropas del ejército patriota estaban descontentas porque llevaban meses sin cobrar y no habían recibido de las pensiones vitalicias prometidas, que consistían en la mitad de la paga. Se difundió entonces una carta anónima que proponía resolver el problema con un acto contra el Congreso que no llegaba especificarse.

Ante la gravedad, el general Washington intervino de inmediato. En un emotivo discurso, emplazó a sus oficiales a mantenerse fieles al poder legislativo. Todo quedó en un susto cuando el Congreso satisfizo algunos atrasos a los soldados y les ofreció, en lugar de la proyectada pensión, cinco años de paga completa.

La estabilidad política norteamericana volvió a verse amenazada a principios del siglo XIX. Esta vez, el responsable fue un antiguo héroe de la guerra de la Independencia, Aaron Burr, protagonista de una carrera política tan polémica como turbulenta. Tras ocupar la vicepresidencia en el gabinete de Thomas Jefferson, entre 1801 y 1805, intervino en un plan para crear un nuevo estado con territorios mexicanos que serían arrebatos a España. Tal vez, esta hipotética nación también estaría integrada por territorios del Oeste de Estados Unidos, que se desgajarían de la Unión.

Retrato de Aaron Burr, por John Vanderlyn

Retrato de Aaron Burr, por John Vanderlyn.  Dominio público

¿Intentó, además, derrocar por la violencia al gobierno de Washington? Él aseguró que no, pero todo el asunto era lo bastante turbio como para que nada se pudiera dar por seguro. Uno de sus amigos y cómplices, el general James Wilkinson, que resultó ser un espía al servicio de los españoles, acabó por denunciar sus actividades. Burr sería juzgado por traición, aunque declarado inocente. Desde entonces, su controvertida figura ha suscitado un amplio debate.

A nivel estatal

No todo el golpismo se encaminaba a un cambio de poder en el conjunto del país. También se dieron intentonas en algunos los estados de la Unión, como Arkansas. Fue allí donde Joseph Brooks perdió las elecciones para gobernador en 1872. Al estar convencido de que su derrota no había sido justa, dos años después decidió alzarse en armas contra su antiguo rival, el también republicano Elisha Baxter. Contaba con el apoyo de una milicia de más de 600 hombres frente los 2.000 que respaldaban a Baxter.

La pugna violenta entre los dos líderes obligó al ejército federal a interponerse entre sus respectivos partidarios. Brooks acabó destituido, pero el presidente Grant le concedió un cargo en la administración de Correos de Little Rock.

Fue también en 1874 cuando la Liga Blanca, una organización paramilitar de antiguos confederados, se rebeló contra el gobierno de Luisiana en nombre del supremacismo blanco. Para sus partidarios, dar más oportunidades a la población negra significaba ejercer una tiranía. Ante los disturbios, las tropas federales tuvieron que intervenir y obligar a los rebeldes a retirarse.

Contra Roosevelt

Casi sesenta años después, en 1933, tuvo lugar un oscuro episodio, el Business Plot. Un prestigioso general retirado, Smedley Butler, afirmó que un grupo de capitalistas y banqueros le había tanteado para que encabezara un golpe de Estado fascista contra Roosevelt.

En aquellos momentos, en plena Gran Depresión, las gentes adineradas veían con suspicacia al presidente. Su política reformista, basada en la intervención del poder público sobre la economía, le había convertido en sospechoso de socialismo o comunismo. Lo cierto es que Roosevelt se proponía solucionar los problemas del capitalismo para que el sistema funcionara otra vez.

Smedley Butler con uniforme en una imagen sin datar

Smedley Butler con uniforme en una imagen sin datar
 Dominio público

Se suponía que Butler debía derrocar al gobierno al frente de una organización de veteranos de la Primera Guerra Mundial. En esos momentos, el descontento cundía entre los antiguos soldados. Un año antes, un movimiento de protesta había reclamado en Washington el pago de los bonos prometidos por el Congreso. El general MacArthur, futuro héroe en la lucha contra los japoneses, reprimió sin contemplaciones a los manifestantes.

Según Butler, los conjurados buscaban a un hombre fuerte al servicio de Wall Street. Partidario convencido de la democracia, el antiguo militar se negó en redondo a proporcionarles cualquier tipo de apoyo. Sin embargo, las personas a las que implicó negaron su intervención y finalmente no pasó nada. La prensa restó importancia al asunto, como si todo hubiera sido una fantasía.

En 1958, el historiador Arthur M. Schlesinger Jr. señaló que pudo existir un plan sobre el papel sin que se diera ningún intento de llevarlo a cabo. Otros autores han concedido mayor relevancia a la conspiración. En 2007, Scott Horton, abogado conocido por su labor a favor de los derechos humanos, afirmó que entre los cómplices del Business Plot se hallaba Prescott Bush. Este banquero fue el padre del presidente George H. W. Bush y el abuelo de George W. Bush. Su implicación, a día de hoy, es un tema controvertido.

La intentona fracasó, pero fue más seria de lo que muchos quisieron admitir. Para cuestionarla se argumentó que era inverosímil que un grupo de extremistas de derechas se pusiera en contacto con un hombre como Butler, de conocido antifascismo. Pero para Roberto Muñoz Bolaños precisamente su fama de progresista lo convertía en una figura interesante para los artífices del plan. Se trataba, según este historiador, de “crear una situación de inestabilidad, que permitiera un cambio político radical y un giro autoritario en el sistema político”.

Nikita Kruschev y John Kennedy en un encuentro de 1961.

Nikita Kruschev y John Kennedy en un encuentro de 1961.

La mayoría de militares estadounidenses se han distinguido por su obediencia a las autoridades civiles, pero eso no significa que estén desprovistos de influencia. En 1961, al abandonar la presidencia, Eisenhower hizo un conocido discurso en el que advirtió a sus compatriotas contra los peligros del “complejo militar-industrial”, una alianza entre los mandos del Ejército y los fabricantes de armas. Unos y otros habían alcanzado el suficiente poder como para inmiscuirse en las decisiones de los políticos elegidos por el pueblo.

Este peligro se hizo patente durante la crisis de los misiles, en la que Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron al borde de una guerra nuclear. Miembros de la cúpula militar presionaron para que el presidente Kennedy respondiera a Moscú con la máxima contundencia por la instalación en Cuba de armamento atómico. Si eso significaba el uso del arsenal nuclear, que así fuera.

En el momento de mayor tensión, Kennedy avisó a Jruschov, el mandatario ruso, de que el Pentágono podía patrocinar un golpe en su contra si no se encontraba una salida a la pugna entre ambos países.

Donald Trump ha alentado actitudes golpistas al anunciar que no estaba dispuesto a acatar el resultado de las elecciones de noviembre. Poca duda hay de que su política populista ha ahondado en Estados Unidos una fractura social con incalculables consecuencias. ¿Qué salida cabe? El asalto al Congreso nos hace recordar una conocida cita de Jefferson, acerca de los deberes de todos los demócratas: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”.

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KEVIN M. KRUSE   One Nation Under God: How Corporate America Invented Christian America

BASIC BOOKS, 2015
by LILIAN CALLES-BARGER 
New Books in American Studies  Network  MAY 22, 2015

Kevin M. Kruse

Kevin M. Kruse is professor of history at Princeton University and author of One Nation Under God: How Corporate America Invented Christian America (Basic Books, 2015). Kruse argues that the idea that America was always a «Christian nation» dates from the 1930s. In opposition to FDR’S New Deal, businessmen and religious leaders began to promote the idea of «freedom under God.» The post-war era brought new fears of the advancement of domestic communism. In a decisive turn from an earlier social gospel, these leaders established a Christian ethos based on the ideas of private property, capitalism, and individual economic freedom. Adding «under God» to the pledge of allegiance, designating «In God We Trust» as the official motto of the nation, the controversial attempt to institute prayer and bible distribution in American schools were all forerunner to the Christian Right at the end of the century. Kruse’s narrative focuses on how American leaders from different powerful sectors of the nation sought through legislation and public practices to unify a pluralistic nation under a capitalist-affirming Christian framework. The result was not unity but a more fragmented and divided nation. In unfolding the narrative Kruse challenges the often-benign public religious images of men like Billy Graham, Dwight D. Eisenhower, and a multitude of recognizable business leaders. The book opens up a timely conversation on the meaning of religious pluralism and the place of religion in American public life.

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JENNIFER DELTON Rethinking the 1950s: How Anticommunism and the Cold War Made America Liberal

CAMBRIDGE UNIVERSITY PRESS, 2013
by CHRISTINE M. LAMBERSON
New Books in History  APRIL 23, 2015

Jennifer Delton

Conventional wisdom among historians and the public says anticommunism and the Cold War were barriers to reform during their height in the 1950s. In this view, the strong hand of a conservative anticommunism and Cold War priorities thwarted liberal and leftist reforms, political dissent and dreams of social democracy. Jennifer Delton is a professor of history at Skidmore College, and her new book, Rethinking the 1950s: How Anticommunism and the Cold War Made America Liberal (Cambridge University Press, 2013) encourages us–as the title suggests–to rethink that conventional view. She argues that in fact the Cold War and anticommunism promoted and justified many liberal goals rather than stifling them. Her book demonstrates that supposed conservatives championed many liberal causes while many liberals genuinely supported the Cold War and anticommunism. For example, she discusses the liberal beliefs and actions of business leaders and politicians like Dwight Eisenhower, who are often thought of as conservative figures, to show the dominance of liberal political ideas during this period. On the other side, she also argues that liberals, such as many labor activists, were themselves strongly anticommunist because they saw communism as truly damaging to their cause, not simply because they aimed to avoid the taint of a communist label. These sentiments had important effects on policy as well. From high taxes to regulation, civil rights and the continuance of New Deal programs, liberal ideas held sway. They had a powerful effect on policy, not in spite of, but because of the larger Cold War context. In the interview, Delton discusses her book and its importance in reforming both historians’ views of the period and our broader thinking about partisan politics and nationalism.

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The democratically-elected Arbenz government hoped for economic prosperity through economic reform and a highway to the Atlantic.

United States Interventions What For?

By John H. Coatsworth 

Revista Harvard Review of Latin America 

Spring/ Summer 2005

In the slightly less than a hundred years from 1898 to 1994, the U.S. government has intervened successfully to change governments in Latin America a total of at least 41 times. That amounts to once every 28 months for an entire century (see table).

Direct intervention occurred in 17 of the 41 cases. These incidents involved the use of U.S. military forces, intelligence agents or local citizens employed by U.S. government agencies. In another 24 cases, the U.S. government played an indirect role. That is, local actors played the principal roles, but either would not have acted or would not have succeeded without encouragement from the U.S. government.

While direct interventions are easily identified and copiously documented, identifying indirect interventions requires an exercise in historical judgment. The list of 41 includes only cases where, in the author’s judgment, the incumbent government would likely have survived in the absence of U.S. hostility. The list ranges from obvious cases to close calls. An example of an obvious case is the decision, made in the Oval Office in January 1963, to incite the Guatemalan army to overthrow the (dubiously) elected government of Miguel Ydígoras Fuentes in order to prevent an open competitive election that might have been won by left-leaning former President Juan José Arévalo. A less obvious case is that of the Chilean military coup against the government of President Salvador Allende on September 11, 1973. The Allende government had plenty of domestic opponents eager to see it deposed. It is included in this list because U.S. opposition to a coup (rather than encouragement) would most likely have enabled Allende to continue in office until new elections.

The 41 cases do not include incidents in which the United States sought to depose a Latin American government, but failed in the attempt. The most famous such case was the failed Bay of Pigs invasion of April 1961. Allvadorso absent from the list are numerous cases in which the U.S. government acted decisively to forestall a coup d’etat or otherwise protect an incumbent regime from being overthrown.

Overthrowing governments in Latin America has never been exactly routine for the United States. However, the option to depose a sitting government has appeared on the U.S. president’s desk with remarkable frequency over the past century. It is no doubt still there, though the frequency with which the U.S. president has used this option has fallen rapidly since the end of the Cold War.

Though one may quibble about cases, the big debates—both in the public and among historians and social scientists—have centered on motives and causes. In nearly every case, U.S. officials cited U.S. security interests, either as determinative or as a principal motivation. With hindsight, it is now possible to dismiss most these claims as implausible. In many cases, they were understood as necessary for generating public and congressional support, but not taken seriously by the key decision makers. The United States did not face a significant military threat from Latin America at any time in the 20th century. Even in the October 1962 missile crisis, the Pentagon did not believe that the installation of Soviet missiles in Cuba altered the global balance of nuclear terror. It is unlikely that any significant threat would have materialized if the 41 governments deposed by the United States had remained in office until voted out or overturned without U.S. help.

In both the United States and Latin America, economic interests are often seen as the underlying cause of U.S. interventions. This hypothesis has two variants. One cites corruption and the other blames capitalism. The corruption hypothesis contends that U.S. officials order interventions to protect U.S. corporations. The best evidence for this version comes from the decision to depose the elected government of Guatemala in 1954. Except for President Dwight Eisenhower, every significant decision maker in this case had a family, business or professional tie to the United Fruit Company, whose interests were adversely affected by an agrarian reform and other policies of the incumbent government. Nonetheless, in this as in every other case involving U.S. corporate interests, the U.S. government would probably not have resorted to intervention in the absence of other concerns.

The capitalism hypothesis is a bit more sophisticated. It holds that the United States intervened not to save individual companies but to save the private enterprise system, thus benefiting all U.S. (and Latin American) companies with a stake in the region. This is a more plausible argument, based on repeated declarations by U.S. officials who seldom missed an opportunity to praise free enterprise. However, capitalism was not at risk in the overwhelming majority of U.S. interventions, perhaps even in none of them. So this ideological preference, while real, does not help explain why the United States intervened. U.S. officials have also expressed a preference for democratic regimes, but ordered interventions to overthrow elected governments more often than to restore democracy in Latin America. Thus, this preference also fails to carry much explanatory power.

An economist might approach the thorny question of causality not by asking what consumers or investors say about their preferences, but what their actions can help us to infer about them. An economist’s approach might also help in another way, by distinguishing between supply and demand. A look at the supply side suggests that interventions will occur more often where they do not cost much, either directly in terms of decision makers’ time and resources, or in terms of damage to significant interests. On the demand side, two factors seem to have been crucial in tipping decision makers toward intervention: domestic politics and global strategy.

Domestic politics seems to be a key factor in most of these cases. For example, internal documents show that President Lyndon Johnson ordered U.S. troops to the Dominican Republic in 1965 not because of any plausible threat to the United States, but because he felt threatened by Republicans in Congress. Political competition within the United States accounts for the disposition of many U.S. presidentions

nts to order interventions.

The second key demand-side factor could be called the global strategy effect. The United States in the 20th century defined its strategic interests in global terms. This was particularly true after World War II when the United States moved rapidly to project its power into regions of the earth on the periphery of the Communist states where it had never had a presence before. In the case of Latin America, where the United States faced no foreseeable military threat, policy planners did nonetheless identify potential future threats. This was especially true in the 1960s, after the Cuban Revolution. The United States helped to depose nine of the governments that fell to military rulers in the 1960s, about one every 13 months and more than in any other decade. Curiously, however, we now know that U.S. decision makers were repeatedly assured by experts in the CIA and other intelligence gathering agencies that, in the words of a 1968 National Intelligence Estimate, “In no case do insurgencies pose a serious short run threat…revolution seems unlikely in most Latin American countries within the next few years.” Few challenged the idea that leftist regimes would pose a secutiry threat to the United States. threat…revolution seems unlikely in most Latin American countries

Thus, in a region where intervention was not very costly, and even major failures unlikely to damage U.S. interests, the combination of domestic political competition and potential future threats—even those with a low probability of ever materializing—appear to explain most of the 20th century US interventions.

It is difficult to escape the conclusion that U.S. interventions did not serve U.S. national interests well. They generated needless resentment in the region and called into question the U.S. commitment to democracy and rule of law in international affairs. The downward trend in the past decade and half is a positive development much to be encouraged.

CHRONICLING INTERVENTIONS

U.S. DIRECT INTERVENTIONS 
Military/CIA activity that changed governments

COUNTRY YEAR EVENT SUMMARY
Cuba 1898-1902 Spanish-American War
1906-09 Ousts elected Pres. Palma; occupation regime
1917-23 U.S. reoccupation, gradual withdrawal
Dominican Rep 1916-24 U.S. occupation
1961 Assassination of Pres. Trujillo
1965 U.S. Armed Forces occupy Sto Domingo
Grenada 1983 U.S. Armed Forces occupy island; oust government
Guatemala 1954 C.I.A.-organized armed force ousts Pres. Arbenz
Haiti 1915-34 U.S. occupation
1994 U.S. troops restore constitutional government
Mexico 1914 Veracuz occupied; US allows rebels to buy arms
Nicaragua 1910 Troops to Corinto, Bluefields during revolt
1912-25 U.S. occupation
1926-33 U.S. occupation
1981-90 Contra war; then support for opposition in election
Panama 1903-14 U.S. Troops secure protectorate, canal
1989 U.S. Armed Forces occupy nation

U.S. INDIRECT INTERVENTION
Government/regime changes in which U.S. is decisive

COUNTRY YEAR EVENT SUMMARY
Bolivia 1944 Coup uprising overthrow Pres. Villaroel
1963 Military coup ousts elected Pres. Paz Estenssoro
1971 Military coup ousts Gen. Torres
Brazil 1964 Military coup ousts elected Pres. Goulart
Chile 1973 Coup ousts elected Pres. Allende.
1989-90 Aid to anti-Pinochet opposition
Cuba 1933 U.S. abandons support for Pres. Machado
1934 U.S. sponsors coup by Col. Batista to oust Pres. Grau
Dominican Rep. 1914 U.S. secures ouster of Gen. José Bordas
1963 Coup ousts elected Pres. Bosch
El Salvador 1961 Coup ousts reformist civil-military junta
1979 Coup ousts Gen. Humberto Romero
1980 U.S. creates and aids new Christian Demo junta
Guatemala 1963 U.S. supports coup vs elected Pres. Ydígoras
1982 U.S. supports coup vs Gen. Lucas García
1983 U.S. supports coup vs Gen. Rios Montt
Guyana 1953 CIA aids strikes; Govt. is ousted
Honduras 1963 Military coups ousts elected Pres. Morales
Mexico 1913 U.S. Amb. H. L. Wilson organizes coup v Madero
Nicaragua 1909 Support for rebels vs Zelaya govt
1979 U.S. pressures Pres. Somoza to leave
Panama 1941 U.S supports coup ousting elected Pres. Arias
1949 U.S. supports coup ousting constitutional govt of VP Chanís
1969 U.S. supports coup by Gen. Torrijos
John H. Coatsworth is Monroe Gutman Professor of Latin American Affairs. Coatsworth’s most recent book is «The Cambridge Economic History of Latin America,» a two-volume reference work, edited with Victor Bulmer-Thomas and Roberto Cortes Conde – See more at: http://historynewsnetwork.org/article/157958#sthash.I6nAx9Oq.dpuf

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En este interesante artículo publicado por la History News Network (HNN) el  historiador norteamericano Keith W. Olson (University of Maryland) examina la presidencia de Dwight D. Eisenhower (Ike). Olson concluye que en estos momentos en que el Partido Republicano –derrotado por Barack Obama en noviembre pasado– busca reiventarse, Eisenhower debería ser el modelo a seguir por los Republicanos. Para ello destaca el caracter moderado del que es, sin lugar dudas, el presidente Republicano más importante de la segunda mitad del siglo XX.

Republicans Should Like Ike | History News Network.

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Dwight D. Eisenhower, «Ike»

As Republican leaders continue to try to redefine their party identity they would do well to review the legacy of Republican President Dwight D. Eisenhower, arguably, the most successful president since World War II. As president he faced crises and challenges both foreign and domestic, different from those of today but equal in magnitude, as well as the need to maintain national leadership.

During the 1950s the containment of the nuclear-armed Soviet Union dominated all other concerns. From the Truman administration, Eisenhower also inherited a limited war in Korea. A year later he faced a French request for military aid to save their colonial empire in Southeast Asia. Also in 1954 — and again in 1958 — he confronted tense relations with the People’s Republic of China over territorial claims and policies in the Formosa Strait.

In October 1956 three of the nation’s closest allies — the United Kingdom, France, and Israel — invaded Egypt without informing Eisenhower. The war soon involved threats from the Soviet Union. Simultaneously, the Soviets invaded Hungary to crush the Hungarian Revolution, which had overthrown the communist government in that country. A year after the Suez crisis the Soviets launched the world’s first human-made satellite, called Sputnik, to orbit the earth. While not a military threat, Sputnik sparked serious public discussion about America’s ability to compete with the Soviets.

To all of these crises Eisenhower sought non-military resolutions.

In Korea he completed a negotiated settlement, a policy the Truman administration had started. Eisenhower likewise successfully negotiated with the People’s Republic of China and aggressively pressured Britain and France into withdrawing from the Suez.

Eisenhower’s political, and economic achievements reflected stability, continuity, and moderation. As president he favored an increase in the minimum wage and extended unemployment benefits to an additional four million workers. In 1956 he broadened Social Security to include new categories of occupations and thereby added 10.5 million wage earners, including public school teachers.

Two initiatives illustrated Eisenhower’s commitment to infrastructure. The first was the St. Lawrence Seaway Act, which provided construction of locks that linked the Great Lakes to the Atlantic Ocean. In 1956 Congress enacted his proposed Federal Aid Highway Act, the largest public works project in American history. He wanted the project to finance itself through a federal tax on gas and oil with states contributing ten percent of construction cost in their states. In 1958 the National Defense Education Act provided the first major aid to higher education since 1862. Under Eisenhower the budget of the National Science Foundation more than doubled.

For Eisenhower the economy, especially the federal budget, directly related to military strength and domestic prosperity. He inherited a budget deficit of approximately $10 billion. By 1956 he balanced the first of his balanced budgets. Steadfastly he maintained high federal income tax to uphold economic health. For incomes over $400,000, the federal income tax was 91 percent (albeit with deductions). Eisenhower also systematically reduced the military budget in actual dollars as well as in percentage of the total budget through his New Look policy.

The congressional elections of 1954, 1956, and 1958 returned Democratic majorities to both houses of Congress. His 1956 re-election meant that he faced Democratic control of Congress for the last six years of his presidency.

In his farewell address Eisenhower wanted «to share a few final thoughts with you my countrymen.» After this beginning, he immediately reported that «Our people expect their president and the Congress to find essential agreement on issues of great moment, the wise resolution of which will better shape the future of the nation.» He referred to this relationship as «mutually interdependent» and continued that «In this final relations, the Congress and the administration have, on most vital issues, cooperated well, to serve the national good rather than mere partisanship, and so have assured that the business of the nation should go forward.» He concluded that «my official relationship with the Congress end[s] in a feeling, on my part, of gratitude that we have been able to do so much together.»

The American voters responded enthusiastically to Eisenhower’s leadership. In 1952 he won election by more than 6.5 million votes. Four years later he won reelection by more than 9.5 million votes. Another measure of evaluation was approval rating. Harry Truman left office with a rating of 23 percent, the lowest of any post-World War II president (until George W. Bush, that is). In Eisenhower’s last year 61 percent approved of Americans approved of his performance. His eight-year average approval was 65 percent. The trust American had in their government to do what was right all or most of the time constituted yet another category of evaluation. In 1960 the trust in government reached 70 percent.

The more scholars have researched about Eisenhower and his administration the higher their assessments. Consistently in polls he now merits eighth, ninth, or tenth rank among all presidents. In 1996, for example, The Arthur M. Schlesinger, Jr. poll of historians placed Eisenhower tenth. The Siena College Institute found that «experts» listed him in the top ten in its 1994, 2002, and 2010 surveys. C-SPAN’s 2009 analysis by «sixty-five historians and professional observers of the presidency» placed Eisenhower eighth.

With hindsight, of course, not all of Eisenhower’s decisions, actions, and policies win applause — but the total record is overwhelmingly favorable. In terms of legislation, international relations, and economics he left solid achievements. Voters overwhelmingly supported his presidency and scholars admire his record. During his presidency Eisenhower’s achievements and his public image contributed to high public trust in government, belief in the role of government, and ability to form bipartisan coalitions to advance the national interest. Eisenhower’s record is one Republican leaders should celebrate, not ignore.

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