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Archive for the ‘John F. Kennedy’ Category

El último número de este año de la Revista de Indias contiene un artículo de mi autoría titulado «A technical conflict of interest»: Corrupción en el programa de ayuda económica estadounidense en el Perú, 1955-1961«. En línea con la nueva historiografía de la guerra fría, en este trabajo analizo el impacto que tuvo un caso de corrupción en el programa de ayuda económica estadounidense en el Perú en la formulación de la política exterior de Estados Unidos a comienzos de la década de 1960. Comparto para los que podrían estar interesados la sumilla del artículo en cuestión:

Este artículo analiza el impacto en el proceso de discusión y aprobación de la Alianza para el Progreso de una investigación congresal sobre denuncias de corrupción en el programa de asistencia económica estadounidense en el Perú. Dicha investigación se desarrolló en medio de un proceso de transformación del programa de ayuda económica para América Latina. La reestructuración del programa de ayuda, provocada por la revolución cubana, comenzó durante la administración Eisenhower con la fundación del Banco Interamericano de Desarrollo y se profundizó con la Alianza para el Progreso propuesta por Kennedy. Planteamos que los hallazgos de esta investigación fueron usados por congresistas enemigos y críticos del programa de ayuda económica para cuestionar su eficiencia, y oponerse a la reforma y expansión propuesta por Kennedy. Este artículo está fundamentado, principalmente, en fuentes del Congreso de Estados Unidos.

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La Biblioteca Presidencial John F. Kennedy acaba de digitalizar y poner a  disposición de los investigadores los President’s Daily Brief  (PDB) del asesinado presidente estadounidense. Los PDB condensaban diariamente los elementos más importantes de la política internacional para ayudar al presidente a mantenerse informado.  De acuerdo con la archivera  Stacey Flores Chandler,  estos informes «ayudan a  los historiadores comprender las prioridades de la Administración en asuntos de política exterior, y la amplia gama de problemas globales en la mente del Presidente en un momento dado.»

Quienes estén interesados en consultar esta fuente documental pueden hacerlo en la colección de Archivos de Seguridad Nacional.

Comparto este escrito de la señora Flores Chandler sobre la importancia de este colección documental.


7 new findings from the latest JFK files – POLITICO

Recientemente digitalizado: informes diarios de inteligencia de JFK

Stacey Flores Chandler

The JFK Library Archives: An Inside Look         28 de junio de 2022

Mantenerse al día con la política global en cualquier época puede ser un desafío; con tanta información para examinar, puede ser difícil saber exactamente en qué enfocarse. Esto puede ser un problema aún mayor para el Presidente de los Estados Unidos, que depende del enorme volumen de información recopilada por múltiples agencias federales para tomar decisiones, y es un problema que se resuelve en parte con el altamente clasificado President’s Daily Brief, o PDB. Con el PDB, los expertos en inteligencia condensan los detalles que creen que el presidente debería saber sobre los eventos mundiales en un documento de solo unas pocas páginas, que luego se entrega en mano a la Casa Blanca cada mañana.

El PDB moderno es producido por el Director de Inteligencia Nacional, pero en la era de John F. Kennedy, el informe fue creado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés). En aquel entonces, una actualización diaria consolidada todavía era un concepto bastante nuevo, ya que se estrenó durante la administración del presidente Harry S. Truman en 1946, y la CIA probó algunas versiones antes de aterrizar en lo que llamaron la Lista de verificación de inteligencia del presidente, o PICL (pronunciado “pepinillo” por el personal de la Casa Blanca). Aunque la CIA alguna vez consideró que las PICL eran demasiado sensibles para desclasificarlas, los archivistas de la Biblioteca JFK revisaron y abrieron gran parte del material de PICL en nuestras existencias entre 2012 y 2019, y recientemente hemos completado la digitalización y catalogación de estos registros para el acceso público en línea. ¡Estamos emocionados de compartir estos materiales con usted!

1. Goa: no action yet. A. Nehru maintains his position that Portuguese agreement to withdraw is the sole basis for a peaceful solution. B. Salazar in a pessimistic talk with Senator Dodd yesterday anticipated an Indian attack today and instructed his troops to "die defending Goa." C. We have no information that fighting has broken out and Nehru may still anticipate some move from Lisbon providing him with a basis for compromise. 2. Congo. UN forces in Elizabethville began their offensive last night. Reports conflict on the progress of fighting but we are not optimistic over a quick UN victory. We have no information on how Adoula or Tshombe are reacting to the latest efforts to bring them together.

JFKNSF-353-001-p0012. PICL del 20 de diciembre de 1961, actualizando al Presidente sobre la liberación del estado indio de Goa del dominio colonial portugués durante la semana anterior, así como las actividades militares de las Naciones Unidas en el Congo. National Security Files, Box 353, “President’s Intelligence Checklist: General, December 1961”.

Las PICL se han conservado en la colección de Archivos de Seguridad Nacional durante casi 60 años, gracias al trabajo del ayudante militar general Chester “Ted” Clifton. El General Clifton fue responsable de coordinar las sesiones informativas de PICL, y como la archivista jubilada de Desclasificación de la Biblioteca JFK, Maura Porter, ha señalado:

“La escritura en la primera página de la PICL generalmente está en la mano del General Clifton e indica si el Presidente vio esa PICL en particular. Las notaciones de Clifton – ‘P saw’; «P no visto»; o ‘Pres ha visto’: se puede distinguir de la anotación de otra persona del personal (no identificada), ‘El presidente leyó’“. (Maura Porter, “New Release of the President’s Intelligence Check Lists (aka PICLs)“, 1 de agosto de 2012.)

The President's Intelligence Checklist. 10 January 1962. Handwritten annotation reads "P has seen."

JFKNSF-353-002-p0052. Portada de la PICL del 10 de enero de 1962, con una notación manuscrita que decía “P has seen” del general Ted Clifton. National Security Files, Box 353, “President’s Intelligence Checklist: General, January 1962 (1 of 2 folders)”

Debido a que las PICL eran un despacho casi diario, seguían al Presidente dondequiera que viajara por todo el mundo. Mientras estaba lejos de la Casa Blanca, las PICL estaban conectadas a su ubicación, y los miembros del personal a menudo garabateaban una nota rápida (“Palm Beach” o “HP” para Hyannis Port, por ejemplo) para indicar dónde estaba JFK cuando recibió la información.

Aunque las PICL son útiles para ponerse al día con los acontecimientos mundiales e incluso rastrear el paradero del Presidente, los historiadores las encuentran especialmente útiles para comprender las prioridades de la Administración en asuntos de política exterior, y la amplia gama de problemas globales en la mente del Presidente en un momento dado.

Por ejemplo, las PICL de finales de octubre de 1962 a menudo se abren con actualizaciones sobre la crisis de los misiles cubanos, generalmente conocida como “el problema cubano”, incluidos detalles sobre las ubicaciones de los misiles y las operaciones de envío soviéticas. Pero las PICL también revelan que la crisis de los misiles cubanos no era la única preocupación internacional de la Administración en ese momento. Si bien gran parte del país se centró en Cuba, el Presidente y su equipo también estaban monitoreando desarrollos significativos en el conflicto fronterizo entre India y China conocido como la Guerra Sino-India; actividad militar en Vietnam y Laos; la relación entre Egipto y el Yemen; las solicitudes de ayuda del Gobierno congoleño; y otros eventos que se desarrollan en toda América Latina y Europa.

Ocasionalmente, las PICL también demuestran cómo las acciones del Presidente en el país podrían repercutir en el escenario mundial, especialmente en los derechos civiles. Aunque algunos miembros del personal de la Administración Kennedy (como Pedro Sanjuan) se centraron casi exclusivamente en el impacto de los problemas nacionales de derechos civiles en los asuntos internacionales, el personal de PICL ocasionalmente también incluyó actualizaciones sobre este tema. A principios de octubre de 1962, una PICL transmitió respuestas internacionales a las acciones de JFK para proteger a James Meredith de la violencia racista unos días antes, cuando Meredith había llegado para inscribirse como la primera estudiante negra en la Universidad de Mississippi.

October 1, 19628:24 p.m.From: New York
To: Secretary of State
No: 993, October 1, 8 p.m.

Mississippi Incidents
Ahmed (UAR) said friends of US and most particularly those in Africa delighted at strong response of President to challenge in Mississippi. If President had not responded strongly, he would have lost inestimable amount of prestige. Ahmed said strong Presidential reaction particularly valuable because Soviet Bloc reps on all sides had been freely predicting weak response. Stevenson.

JFKNSF-357-002-p0011. Una actualización del Departamento de Estado con respecto a la integración de la Universidad de Mississippi, incluida en el PICL del 2 de octubre de 1962. National Security Files, Box 357, “President’s Intelligence Checklist: General, October 1962: 1-14”.

Las PICL siguieron siendo una presencia constante durante el resto de la presidencia de John F. Kennedy; de hecho, los registros nos muestran que una PICL fue uno de los últimos documentos que el Presidente leyó. La PICL para la mañana del asesinato de Kennedy el 22 de noviembre de 1963 lleva una breve nota que indica que fue recibida en Fort Worth, Texas, y que el “Presidente la leyó”. Los temas en esta PICL final de la administración Kennedy https://www.jfklibrary.org/asset-viewer/archives/JFKNSF/361/JFKNSF-361-010?image_identifier=JFKNSF-361-010-p0082 incluyen temas en la Unión Soviética, Camboya, Japón, Indonesia y Vietnam.

A medida que navegue por las ICL, es probable que note una serie de redacciones o secciones de texto oscurecidas. Estas redacciones representan información que todavía se considera demasiado sensible para ser liberada (por ejemplo, los nombres de fuentes de inteligencia locales que tienen descendientes vivos). Puede obtener más información sobre los procesos de https://www.jfklibrary.org/archives/research-support-services/declassification-review desclasificación aquí, o ponerse en contacto con los archivistas de la Biblioteca JFK en Kennedy.Library@nara.gov para obtener detalles sobre cómo enviar solicitudes de revisión para estos artículos. A medida que los documentos se desclasifiquen aún más a través de revisiones adicionales, continuaremos agregándolos a las carpetas digitalizadas en los Archivos de Seguridad Nacional.

Puede encontrar la ejecución completa de las CPL de la Biblioteca JFK en las carpetas digitalizadas de las cajas 353 a 361 en la ayuda para encontrar los Archivos de Seguridad Nacional, vinculada a continuación.

Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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El 22 de noviembre de este año conmemoramos 58 años de la muerte de John Fitzgerald Kennedy (JFK). De visita en la ciudad de Dallas (Texas) junto a su esposa Jacqueline, Kennedy fue asesinado mientras recorría las calles en una carro descapotable. La muerte de JFK estremeció a la nación estadounidense. Es uno de varios momentos en que los estadounidenses se han dado de frente con la mentira de su alegada excepcionalidad. Este magnicidio ha dado vida a innumerables teorías conspiratorias, que como bien señala James K. Galbraith en este escrito, el gobierno estadounidense ha alimentado al no hacer públicos todos los documentos que posee relacionados a lo que ocurrió en Texas hace ya casi sesenta años.

Galbraith es trustee de Economists for Peace and Security y profesor en la LBJ School of Public Affairs de la University of Texas en Austin. Entre 1993  1997, se desempeñó como asesor técnico principal para la reforma macroeconómica de la Comisión de Planificación Estatal de China. Es autor de Inequality: What Everyone Needs to Know (Oxford University Press, 2016) y Welcome to the Poisoned Chalice: The Destruction of Greece and the Future of Europe (Yale University Press, 2016).


Assassination of John F. Kennedy - Facts, Investigation, Photos | HISTORY -  HISTORY

Otra vez, el encubrimiento de JFK

Project Syndicate

Reflexionemos juntos sobre la última demora en poner a disposición del público los registros completos sobre el asesinato del presidente John F. Kennedy, en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Fue hace 58 años. Ya transcurrió más tiempo desde el 26 de octubre de 1992 —cuando el Congreso determinó que se pusieran a disposición del público, completa e inmediatamente, casi todos los registros sobre el asesinato de JFK— que entre el atentado y la aprobación de esa ley.

El difunto senador John Glenn, de Ohio —un héroe-astronauta de la época de Kennedy—, escribió la ley de 1992. Esa ley estipula que «se debe suponer que todos los registros gubernamentales relacionados con el asesinato […] son para su publicación inmediata y que toda la documentación debe ser, finalmente, puestos a disposición del público». La ley afirma que «solo en casos excepcionales hay motivos legítimos para continuar protegiendo esos registros».

El Congreso especificó con precisión cuáles podrían ser esos casos. Proteger la identidad de un agente de inteligencia que «requiera protección en la actualidad» era uno de ellos. De igual manera, las fuentes o métodos de inteligencia «utilizados en la actualidad» merecían protección. En algunos casos, la privacidad podía ser de primordial importancia. Finalmente, había cláusulas que eximían a cualquier otra cuestión relacionada con «la defensa, operaciones de inteligencia o tareas de relaciones exteriores cuya revelación perjudicaría en forma comprobable la seguridad nacional de Estados Unidos».

Después de 25 años esas cláusulas vencieron y la ley exige que el presidente certifique que «es necesario continuar posponiendo [su difusión] para proteger a la defensa militar, las operaciones de inteligencia, las fuerzas del orden o las tareas de relaciones exteriores contra perjuicios identificables cuya gravedad sea tal que supere al beneficio público de revelar la información». El 22 de octubre el presidente Joe Biden firmó esa certificación, supuestamente temporal, y asignó a las agencias federales relevantes la revisión de todos los registros restantes y la presentación de un informe, para el 1 de octubre de 2022, que identifique los casos en que el riesgo de esos peligros identificables todavía existe.

President Trump pledged to open classified JFK assassination files. What  happened to that?

Lee Harvey Oswald custodiado por policias texanos.

¿Qué «peligro identificable» puede haber? En su relato de la historia, The New York Times nos recuerda que después de una «investigación [exhaustiva] de un año de duración, el juez de la Corte Suprema Earl Warren determinó que Lee Harvey Oswald actuó en forma independiente». Hace 58 años que Oswald (como Kennedy) está muerto. ¿Si actuó solo y una investigación exhaustiva lo comprobó hace 57 años, qué secreto puede haber? Si actuó solo, no hay terceros culpables. Ni entonces, ni 29 años más tarde, ni en la actualidad.

El Times hace la distinción entre «investigadores y conspiracionistas». Se podría suponer que los investigadores son quienes aceptan los resultados de la Comisión Warren, mientras que los conspiracionistas, no. Pero, más allá de los pocos que se ganaron la vida defendiendo a la Comisión de sus numerosos críticos, ¿por qué habría alguien que no desconfiase de la historia oficial estar interesado en este caso? De hecho, como lo admite el Times, la gente está interesada y las encuestas demuestran que «la mayoría de los estadounidenses cree que hubo otras personas involucradas».

En otras palabras, la mayoría de los estadounidenses acepta la teoría conspiratoria. Perciben que la historia del «tirador solitario» no es compatible con la afirmación de que la defensa nacional, las operaciones de inteligencia o las relaciones internacionales en 2021 se verían afectadas por la difusión de todos los documentos, sin censura, como lo exige la ley, casi 58 años después del asesinato de Kennedy a manos de ese tirador solitario.

JFK assassination: Many theories, but no 'real evidence' of a conspiracy

El teniente de policía J.C. Day sostiene en alto el rifle de cerrojo con mira telescópica que supuestamente se usó en el asesinato del presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy, Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Foto AP

No acuso a Biden, ni a las agencias cuyos consejos aceptó sobre estas cuestiones, de infringir la ley. Po el contrario, acepto su palabra de que, en su opinión, la difusión completa de todos los documentos sí comprometería a los militares, al sector de inteligencia y a las relaciones internacionales.

No cuesta mucho entender por qué. Supongamos, como un mero ejercicio, que hubo una conspiración. Supongamos que los documentos restantes, junto con los ya publicados, probarían —o permitirían que los ciudadanos probaran— lo que la mayoría de los estadounidenses ya creen. En ese caso, sería obvio que el ocultamiento involucró a funcionarios gubernamentales estadounidenses de alto nivel, incluidos los líderes de las propias agencias a las que se les asignó la revisión de los registros en la actualidad. Y, por una cuestión de lógica, de eso se desprende que en cada cohorte posterior, y con cada presidente, se siguió ocultando la verdad. ¿No es esa la única situación posible en que los intereses actuales de esas agencias podrían verse afectados?

La ironía es que al retener los registros el gobierno ya admitió, sin decirlo, que la Comisión Warren mintió y que hay secretos infames que está decidido a proteger. Acepta, sin decirlo, que hubo una conspiración y que se sigue ocultando la verdad. De no ser así todos los registros hubieran sido publicados mucho tiempo atrás. No hace falta ser conspiracionista para darse cuenta.

Recuerden lo que digo: la fecha límite de Biden en 2022 llegará y pasará. El escándalo seguirá. Nadie que recuerde 1963 vivirá para ver que el gobierno estadounidense admita toda la verdad sobre el asesinato de Kennedy… y la fe del pueblo estadounidense en la democracia seguirá deteriorándose. Solo hay una forma de evitarlo: publicar todos los registros, sin restricciones, y hacerlo ahora.

Traducción al español por Ant-Translation.

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Me acabo de leer un libro fascinante, Ten Days in Harlem. Fidel Castro and the Making of the 1960s (Faber and Faber, 2020). Su autor, Simon Hall, enfoca la visita de Fidel Castro a Nueva York en setiembre de 1960 para participar en la Asamblea General de las Naciones Unidas de ese año. Durante los diez días que el jefe supremo de la Revolución Cubana estuvo en la Gran Manzana, hospedado en un hotel en Harlem,  provocó más de un dolor de cabeza a las autoridades estadounidenses.

Hall, quien es profesor en la School of History de la University of Leeds, hace un trabajo excelente en este libro, que además está muy bien escrito. Citando a la historiadora afroestadounidense Brenda Gayle Plummer, Hall cataloga la visita de Castro como «a Cold War watershed» (un momento decisivo de la guerra fría). Su viaje colocó al cubano en la escena mundial, convirtiéndole en líder y símbolo del  antimperialismo. En los díez días que estuvo en Nueva York, Castro se reunió con Nehru, Nkrumah, Nasser, Kruschev y Malcom X, y recibió, además,  las simpatías de miles de niuyorquinos. Su visita fue un éxito de relaciones públicas. Su estadía sirvió también para consolidar una relación más estrecha con la Unión Soviética. Fue claro para todos los que lo observaron la camaradería y respeto mutuo  entre Castro y Khruschev.  Su estadía en un hotel de Harlem, barrio de población mayoritariamente negra y pobre, expusó el problema del racismo en Estados Unidos. Según Hall, la visita de Castro «inspiró la adulación de una Nueva Izquierda emergente y ayudó a iniciar una nueva década de tumulto político, social y cultural de una manera apropiadamente irreverente, rebelde y anárquica.» (Mi traducción.) 

49639352. sy475 Para las autoridades estadounidenses, quienes hubieran preferido no tener de visita a Castro, la estadía del líder cubano acabó de convencerles de que era necesaria su remoción, lo que aceitó la maquinaria burocrática que llevaría al fiasco de Bahía de Cochinos en abril de 1961.

Para quienes analicen los años 1960,  el llamado Global South, la revolución cubana y las relaciones de Estados Unidos y América Latina, este libro debe ser lectura obligada. El trabajo de Hall sirve también de llamada de atención a una interesante historiografía sobre Estados Unidos desarrollada por académico británicos.

Comparto con mis lectores este ensayo escrito por el historiador Francisco Martínez Hoyos analizando las visitas que realizó Castro a Estados Unidos en 1959 y 1960.

Quienes estén interesado en el libro de Hall pueden escuchar una entrevista suya publicada en la New Books Network en setiembre de 2020.


Desde su independencia de España en 1898, Cuba vivió sometida a una humillante dependencia de los “gringos”, hasta el punto de ser considerada su patio trasero. La película El Padrino II refleja bien cómo, en la década de 1950, los gángsters estadounidenses tenían en la isla su propio paraíso. Gracias a sus conexiones con el poder, la mafia realizaba suculentos negocios en la hostelería, el juego y la prostitución. Miles de turistas llegaban dispuestos a vaciar sus bolsillos a cambio de sol, sexo y otras emociones fuertes en los casinos y los clubes que se multiplicaban sin control por La Habana.

El historiador Arthur M. Schlesinger Jr., futuro asesor del gobierno de Kennedy, se llevó una penosa impresión de la capital caribeña durante una estancia en 1950. Los hombres de negocios habían transformado la ciudad en un inmenso burdel, humillando a los cubanos con sus fajos de billetes y su actitud prepotente.

Cuba estaba por entonces en manos del dictador Fulgencio Batista, un hombre de escasos escrúpulos al que no le importaba robar ni dejar robar. Una compañía de telecomunicaciones estadounidense, la AT&T, le sobornó con un teléfono de plata bañado en oro. A cambio obtuvo el monopolio de las llamadas a larga distancia.

Barrio marginal de La Habana en 1954, junto al estadio de béisbol y a un cartel de un casino de juego.

Barrio marginal de La Habana en 1954, junto al estadio de béisbol y a un cartel de un casino de juego.
 Dominio público

Para acabar con la corrupción generalizada y el autoritarismo, el Movimiento 26 de Julio protagonizó una rebelión que el régimen, pese a la brutalidad de su política represiva, fue incapaz de sofocar. Tenía en su contra a los sectores progresistas de las ciudades, en alianza con los guerrilleros de Sierra Maestra, dirigidos por líderes como Fidel Castro o el argentino Ernesto “Che” Guevara.

Se ha tendido en muchas ocasiones a presentar la revolución antibatistiana como el fruto de una intolerable opresión económica. En realidad, el país era uno de los más avanzados de América Latina en términos de renta per cápita o nivel educativo, aunque los indicadores globales ocultaban las fuertes desigualdades entre la ciudad y el campo o entre blancos y negros. Las verdaderas causas del descontento hay que buscarlas más bien en el orden político. Entre los guerrilleros predominaba una clase media que aspiraba a un gobierno democrático, modernizador y nacionalista.

Entre la opinión pública norteamericana, Fidel disfrutó en un principio del estatus de héroe, en gran parte gracias a Herbert Matthews, antiguo corresponsal en la Guerra Civil española, que en 1957 consiguió entrevistarle. Matthews, según el historiador Hugh Thomas, transformó al jefe de los “barbudos” en una figura mítica, al presentarlo como un hombre generoso que luchaba por la democracia. De sus textos se desprendía una clara conclusión: Batista era el pasado y Fidel, el futuro.

Happy New Year

A principios de 1959, la multitud que celebraba la llegada del año nuevo en Times Square, Nueva York, acogió con alegría la victoria de los guerrilleros cubanos. El periodista televisivo Ed Sullivan se apresuró a viajar a La Habana, donde consiguió entrevistar al nuevo hombre fuerte. Había comenzado el breve idilio entre la opinión pública norteamericana y el castrismo.

Poco después, en abril, el líder revolucionario realizó una visita a Estados Unidos, invitado por la Asociación Americana de Editores de Periódicos. Ello creó un problema protocolario, ya que la Casa Blanca daba por sentado que ningún jefe de gobierno extranjero iba a visitar el país sin invitación oficial. Molesto, el presidente Eisenhower se negó a efectuar ningún recibimiento y se marchó a jugar al golf.

Fidel Castro firma como primer ministro de Cuba el 16 de febrero de 1959.

Fidel Castro firma su nombramiento como primer ministro de Cuba el 16 de febrero de 1959. Dominio público

En esos momentos, sus consejeros estaban divididos respecto a la política a seguir con Cuba. Unos defendían el reconocimiento del nuevo gobierno; otros preferían aguardar a que se definiese la situación. ¿Qué intenciones tenía Castro? ¿No sería, tal vez, un comunista infiltrado?

Parte de la opinión pública norteamericana, sin embargo, permanecía ajena a esos temores. Algunos periódicos trataron con cordialidad al recién llegado, lo mismo que las principales revistas. Look y Reader’s Digest, por ejemplo, le presentaron como un moderno Robin Hood.

El senador demócrata John F. Kennedy, futuro presidente, le consideraba el continuador de Simón Bolívar por encarnar un movimiento antiimperialista, reconociendo así que su país se había equivocado con los cubanos al apoyar la sangrienta dictadura batistiana. Entre los intelectuales existía un sentimiento de fascinación similar.

Muchos norteamericanos supusieron que el líder latinoamericano buscaba ayuda económica. Fidel, sin embargo, proclamó en público su voluntad de no mendigar a la superpotencia capitalista: “Estamos orgullosos de ser independientes y no tenemos la intención de pedir nada a nadie”. Sus declaraciones no podían interpretarse al pie de la letra. Sabía sencillamente que no era el momento de hablar de dinero, pero había previsto que un enviado suyo, quince días después, presentara a la Casa Blanca su demanda de inversiones.

En su opinión, ese era el camino para promover el desarrollo industrial, algo totalmente imposible sin el entendimiento con el coloso norteamericano. De ahí que insistiera, una y otra vez, en que no era partidario de las soluciones extremas: “He dicho de forma clara y definitiva que no somos comunistas”.

Ofensiva de encanto

Allí donde iba, Fidel generaba la máxima expectación. En las universidades de Princeton y Harvard sus discursos le permitieron meterse en el bolsillo a los estudiantes. En el Central Park de Nueva York, cerca de cuarenta mil personas siguieron atentamente sus palabras. No hablaba un buen inglés, pero supo ganarse al público con algunas bromas en ese idioma. De hecho, todo su viaje puede ser entendido como una “ofensiva de encanto”, en palabras de Jim Rasenberger, autor de un estudio sobre las relaciones cubano-estadounidenses. Castro, a lo largo de su visita, no dejó de repartir abrazos entre hombres, mujeres y niños.

Fidel Castro en la asamblea de la ONU en 1960.

Fidel Castro en la asamblea de la ONU en 1960.
 Dominio público

El entonces vicepresidente, Richard Nixon, se encargó de sondear sus intenciones en una entrevista de dos horas y media, en la que predicó al jefe guerrillero sobre las virtudes de la democracia y le urgió a que convocara pronto elecciones. Fidel escuchó con receptividad, disimulando el malestar que le producía la insistencia en si era o no comunista. ¿No era libre Cuba de escoger su camino? Parecía que a los norteamericanos solo les importara una cosa de la isla, que se mantuviera alejada del radicalismo de izquierdas.

Según el informe de Nixon acerca del encuentro, justificó su negativa a convocar comicios con el argumento de que su pueblo no los deseaba, desengañado por los malos gobernantes que en el pasado habían salido de las urnas. A Nixon Castro le pareció sincero, pero increíblemente ingenuo acerca del comunismo, si es que no estaba ya bajo su égida. Creía, además, que no tenía ni idea de economía. No obstante, estaba seguro de que iba a ser una figura importante en Cuba y posiblemente en el conjunto de América Latina. A la Casa Blanca solo le quedaba una vía: intentar orientarle “en la buena dirección”.

Desde entonces se ha discutido mucho sobre quién provocó el desencuentro entre Washington y La Habana. ¿Los norteamericanos, con su política de acoso a la revolución? ¿Los cubanos, al implantar un régimen comunista, intolerable para la Casa Blanca en plena Guerra Fría?

El envenenamiento

La “perla de las Antillas” constituía un desafío ideológico para Estados Unidos, pero también una amenaza económica. Al gobierno cubano no le había temblado el pulso a la hora de intervenir empresas como Shell, Esso y Texaco, tras la negativa de estas a refinar petróleo soviético. Los norteamericanos acabarían despojados de todos sus intereses agrícolas, industriales y financieros. Las pérdidas fueron especialmente graves en el caso de los jefes del crimen organizado, que vieron desaparecer propiedades por un valor de cien millones de dólares.

Como represalia, Eisenhower canceló la cuota de azúcar cubano que adquiría Estados Unidos. Fue una medida inútil, porque enseguida los soviéticos acordaron comprar un millón de toneladas en los siguientes cuatro años, además de apoyar a la revolución con créditos y suministros de petróleo y otras materias primas.

En septiembre de 1960, Fidel Castro regresó a Estados Unidos para intervenir en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Fue otra visita memorable. Tras marcharse de su hotel por el aumento astronómico de las tarifas, decidió alojarse en el barrio negro de Harlem, donde disfrutó de un recibimiento entusiasta.

Fidel Castro y el revolucionario Camilo Cienfuegos antes de disputar un partido de béisbol.

Fidel Castro y el revolucionario Camilo Cienfuegos antes de disputar un partido de béisbol. Dominio público.

Los periódicos norteamericanos aseguraban que los cubanos utilizaban su alojamiento para realizar orgías sexuales, pero Castro aprovechaba para recibir visitas importantes, como la del líder negro Malcolm X, el primer ministro indio Jawaharlal Nehru o Nikita Jruschov, mandatario de la Unión Soviética.

Desde la perspectiva del gobierno norteamericano, estaba claro que la isla había ido a peor. Batista podía ser un tirano, pero al menos era un aliado. Castro, en cambio, se había convertido en un enemigo peligroso. Lo cierto es que la Casa Blanca alentó desde el mismo triunfo de la revolución operaciones clandestinas para forzar un cambio de gobierno en La Habana, sin dar oportunidad a que fructificara la vía diplomática.

Por orden de Eisenhower, la CIA se encargó de organizar y entrenar militarmente a los exiliados cubanos. Era el primer paso que conduciría, en 1961, al desastroso episodio de Bahía de Cochinos, ya bajo mandato de Kennedy, en el que un contingente anticastrista fracasó estrepitosamente en su intento de invasión de la isla. Alejado entonces de cualquier simpatía por Fidel Castro, JFK le acusaba de traicionar los nobles principios democráticos de la revolución para instaurar una dictadura.

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En este interesante artículo, el periodista especializado en Estados Unidos, Carlos Hernández-Echevarría, analiza la historia del sentimiento anti-católico en la nación estadounidense.


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Cuando Estados Unidos odiaba y temía a los católicos

Carlos Hernández-Echevarría

La Vanguardia   4 de febrero de 2021

Cuando John Kennedy se presentó a la presidencia en 1960, tuvo que aclarar que, si ganaba, no dejaría que el papa Juan XXIII le dictara desde el Vaticano cómo gobernar. Joe Biden, desde hace unos días el segundo presidente católico de la historia de Estados Unidos, no ha pasado por nada parecido. Hoy ese discurso parecería ridículo, y eso es todo un signo del progreso de un país con una larga tradición de maltrato y discriminación hacia los católicos.

El anticatolicismo estaba presente en EE. UU. desde antes incluso de que se fundara el país. Hasta hace no mucho, los libros de historia de los niños estadounidenses empezaban con el relato de cómo los primeros colonos llegaron desde Inglaterra a las costas de Massachusetts para poder practicar su religión en libertad. Sin embargo, esos mismos libros olvidaban contar que los que habían huido de la opresión religiosa no tardaron mucho en convertirse en opresores.

Los colonos transportaron al “nuevo mundo” los prejuicios que en Inglaterra eran comunes contra la minoría católica. En 1700, la colonia de Massachusetts aprobó una “Ley contra los Jesuitas y los Curas Papistas” que los declaraba “incendiarios y perturbadores de la paz y la seguridad pública” y también “enemigos de la verdadera religión cristiana”. Por eso daba a esos sacerdotes un corto plazo para abandonar el territorio o serían condenados a cadena perpetua. Si a alguno se le ocurría escapar de prisión, recibiría la pena de muerte.

No es un caso único. El futuro estado de Rhode Island fue fundado por un hombre que había escapado de Massachusetts buscando más libertad religiosa, pero la colonia también acabó prohibiendo a los católicos ocupar cargos públicos.

En Maryland, fundada por un aristócrata católico para refugiar a los que compartían su fe, la ley pasó en unas décadas de reconocerles la libertad religiosa a imponerles todo tipo de restricciones: no podían ser profesores o abogados y tampoco votar. Tenían prohibido celebrar misa fuera de sus casas y bautizar a cualquiera que no fuera hijo de católicos.

Caricatura dibujada por Thomas Nast en 1876 en la que se presenta a obispos católicos como cocodrilos atacando a las escuelas públicas en connivencia con los políticos católicos irlandeses.

Caricatura de 1876 que presenta a obispos católicos como cocodrilos atacando a las escuelas públicas en connivencia con los políticos católicos irlandeses.
 Dominio público

Muchas de estas restricciones, por ejemplo en Nueva York, siguieron en vigor incluso tras ganar la independencia de Gran Bretaña y durante los primeros años de vida de los nuevos Estados Unidos de América. Solo en 1789 la nueva constitución estableció que el país no tendría religión oficial y que tampoco restringiría la práctica de ninguna fe. Además, especificó que las creencias religiosas “no pueden ser nunca un requisito para acceder a un cargo público” federal.

Los llamados “padres fundadores” habían creado un estado aconfesional, pero los prejuicios contra los católicos estaban muy lejos de desaparecer.

Inmigración y ‘fake news’

Entre 1820 y 1930, llegaron a EE. UU. unos 4,5 millones de inmigrantes irlandeses católicos. Esta inmensa oleada migratoria puso nerviosos desde el principio a muchos protestantes, que recibieron a los recién llegados con los prejuicios heredados de los primeros colonos y algunos nuevos. Era habitual acusarlos de querer derribar al gobierno por orden del papa, y sobre ellos se difundían las fake news más exageradas, a veces con consecuencias dramáticas.

En 1834, una turba le prendió fuego a un convento cerca de Boston. Habían corrido rumores de que la congregación había asesinado a una de sus monjas por intentar abandonar la orden, aunque resultó que estaba tan viva que testificó en el juicio contra los incendiarios.

Todos los edificios del complejo quedaron completamente arrasados, en parte por la pasividad de los bomberos, que no pusieron mucho esfuerzo en apagar el fuego. Solo un hombre fue a prisión por el crimen, pero después fue indultado.

Dibujo que representa las ruinas del convento quemado en 1834.

Dibujo que representa las ruinas del convento quemado en 1834.
 Dominio públic

Los bulos anticatólicos estaban a la orden del día y además eran un negocio muy rentable. Maria Monk, una mujer canadiense que había pasado por un albergue católico para prostitutas, vendió durante la década de 1830 cientos de miles de libros en los que decía falsamente que había sido monja y contaba toda suerte de historias sobre asesinatos de bebés en conventos.

Para difundir sus libros, Monk se asoció con algunos pastores protestantes radicales, aunque no está muy claro quién se quedó con los beneficios, porque ella murió en un hogar para indigentes después de ser detenida por robar a un cliente en un burdel.

A veces la violencia no se desataba por un rumor, sino por disputas políticas, sobre todo en las grandes ciudades, donde la población migrante católica iba creciendo y quería hacer valer su fuerza electoral. En 1844, el debate sobre qué biblia debía usarse en las escuelas públicas de Filadelfia provocó unos disturbios en los que ardieron varias viviendas de católicos y dos de sus iglesias y murieron al menos veinte personas.

Al enterarse de ello el arzobispo de Nueva York, un inmigrante irlandés, advirtió a las autoridades de que no consentiría lo mismo. “Si una sola iglesia católica se quema, Nueva York será un nuevo Moscú”, dijo en referencia al incendio de la capital rusa durante la invasión de Napoleón.

El partido que no sabía nada

Los católicos empezaban a organizarse políticamente, pero también los anticatólicos. Fue en esa época cuando surgió el partido Know-nothing, “no sé nada”. Tomó ese nombre porque en sus inicios era una sociedad secreta cuyos miembros debían responder así cuando se les preguntara por ella.

Unos años después se organizaron abiertamente bajo el nombre de Partido Nativo Americano o Partido Americano, y predicaron con bastante éxito el odio a los inmigrantes en general y a los católicos en particular. Sobre todo a los de origen irlandés y alemán.

En la década de 1850, el partido xenófobo llegó a tener más de un centenar de representantes en el Congreso, donde defendía que se prohibiera a los católicos desempeñar cargos públicos y abogaba por las deportaciones masivas de inmigrantes.

Además, gobernaba en ocho estados y en la ciudad de Chicago, donde el alcalde Levi Boone impedía a los católicos trabajar para el ayuntamiento o entrar en la policía. Pero los Know-nothing no se limitaban a impulsar el racismo en las instituciones, también lo hacían en la calle.

En una jornada electoral en agosto de 1855, los militantes del partido en Louisville, Kentucky, estaban decididos a que solo los “verdaderos americanos” votasen. Un tercio de la población de la ciudad eran católicos de ascendencia alemana o irlandesa, así que los Know-nothing desplegaron patrullas en el exterior de los centros electorales que pedían a los votantes una contraseña difundida de antemano entre los protestantes. A los que no la tenían les impedían el paso y a los que no se iban a casa, les daban una paliza.

Imagen del ciudadano ideal estadounidense según el movimiento Know Nothing.

Imagen del ciudadano ideal estadounidense según el partido Know-nothing.
 Dominio público

Por supuesto, el candidato a la alcaldía de los Know-nothing ganó aquellas elecciones, pero además el llamado “lunes sangriento” dejó 22 muertos. La catedral católica de la ciudad, construida tres años antes, fue destruida, y más de un centenar de casas y negocios de católicos acabaron ardiendo. Los tribunales no condenaron a nadie por ello.

Aquella década de 1850 fue el pico del poder del partido anticatólico, que en los siguientes años se partiría en dos por el debate sobre la legalidad de la esclavitud que empujó al país a una guerra civil. Sin embargo, otros grupos extremistas no tardarían en reclamar su legado.

Una ley seca contra los católicos

La siguiente gran oleada de inmigrantes no fue tan irlandesa, pero también fue católica. Entre 1880 y 1914, más de cuatro millones de italianos se trasladaron a EE. UU. y sufrieron los prejuicios que ya existían sobre su religión, además de una mayor dificultad para aprender el idioma.

Aparte de las acusaciones ya tradicionales de que iban a derribar la democracia por orden del papa, los católicos de la época se vieron arrastrados al gran debate de la época: la prohibición de la venta y consumo de alcohol.

El movimiento a favor de la ley seca tenía su mayor fortaleza en las zonas rurales de EE. UU., que contaban con muchos menos católicos que las grandes ciudades. Si uno busca entre los principales líderes abolicionistas de aquella era, encontrará muchas declaraciones anticatólicas.

El fundador de la Liga Anti Salones, William H. Anderson, decía que si las ciudades no apoyaban la ley seca era por “los extranjeros que no se lavan” y porque la Iglesia católica estaba “indignada por lo que consideran una victoria protestante”. El obispo episcopaliano James Cannon Jr. decía que los italianos o los polacos le daban “dolor de estómago” y que había que cerrarles la puerta del país.

Ningún lugar era tan odiado por los líderes abolicionistas como Nueva York, y no despreciaban a ningún líder político tanto como a su gobernador, el católico Al Smith. A la ciudad, donde un tercio de sus casi seis millones de habitantes había nacido en el extranjero, la llamaba el obispo Cannon “la sede de Satán”. También decía que sus habitantes católicos eran “la gente que quiere Smith, las personas sucias que encuentras por las aceras de Nueva York”.

Al Smith dando un discurso.

Al Smith dando un discurso.
 Dominio público

En 1924, cuando el Partido Demócrata se planteó por primera vez hacer a Al Smith candidato a presidente, su convención nacional fue una batalla campal. Primero los delegados discutieron agriamente sobre si condenar o no las actividades del Ku Klux Klan, que acababa de resurgir con enorme fuerza gracias, entre otras cosas, a su discurso anticatólico. Después de no lograrlo, tuvieron que votar 103 veces a lo largo de dos semanas para elegir entre el católico Smith y otro candidato apoyado por el KKK. A la vista de que el bloqueo era insuperable, ambos se retiraron para permitir la elección de un candidato desconocido.

Cuatro años después, Smith sí que consiguió ser el primer católico en convertirse en candidato presidencial de uno de los grandes partidos. Durante aquella campaña se le acusó de querer imponer el catolicismo como religión oficial y se imprimieron panfletos que lo acusaban de haber construido un túnel submarino entre el Vaticano y Nueva York para recibir órdenes del papa. Varios predicadores protestantes pidieron a sus fieles que no le votaran, y el obispo episcopaliano Cannon lo definió como “el clásico intolerante de la jerarquía católica romana irlandesa de Nueva York”.

El esfuerzo funcionó. La ley seca era impopular y le quedaban cinco años para la derogación, pero Smith se derrumbó en el Sur protestante y sufrió una derrota arrasadora. El recuerdo de esa catástrofe política pesó mucho durante años en el Partido Demócrata y muchos de sus líderes lo tenían en mente cuando, 32 años después, el católico John Kennedy se presentó a la presidencia. ¿Estaba EE. UU. preparado por fin?

De Kennedy a Biden

En 1960, muchos de los líderes demócratas más importantes eran católicos, jefes políticos de grandes ciudades donde los descendientes de los inmigrantes irlandeses o italianos ya eran mayoría. Sin embargo, temían que el resto del país diera a Kennedy el mismo trato que había dado a Smith.

El candidato logró disipar sus dudas venciendo en las primarias demócratas de West Virginia, donde el 95% de la población era protestante, después de pronunciar su famoso discurso sobre el catolicismo: “¿Vamos a decir que un tercio de la población de EE. UU. tiene vedada para siempre la Casa Blanca?”.

JFK

Jonh Fitzgerald Kennedy, el primer presidente católico de Estados Unidos.

Kennedy aún tuvo algunos problemas más. Un grupo de 150 ministros protestantes declaró antes de las elecciones que no sería independiente del papa salvo que renunciara abiertamente a su catolicismo.

La campaña de Nixon obtuvo un mejor resultado de lo esperado en algunos estados de fuerte tradición protestante, pero Kennedy ganó, y abrió el camino a que Joe Biden ni siquiera haya tenido que responder a muchas de las preguntas con las que él se encontró.

El anticatolicismo en EE. UU., que el historiador Arthur Schlessinger llamó “el sesgo más profundo de la historia del pueblo americano”, ha quedado aparentemente para los libros de historia.

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La guerra de Vietnam  marcó la historia de los Estados Unidos. Por casi diez años los estadounidenses pelearon en las junglas vietnamitas contra lo que consideraban una muestra del peligro del expansionismo comunista liderado por la Unión Soviética. Esta guerra tuvo serias consecuencias para los Estados Unidos, pues dividió profundamente la sociedad estadounidense. La oposición a la guerra fue severa y provocó brotes de violencia, sobre todo, en las universidades.

38e06199610ac078f5e08b2e8ca7cdc2En la segunda mitad del siglo XIX, los franceses establecieron su control sobre una vasta zona al sur de China que denominaron Indochina Francesa. La actual república vietnamita formó parte de esa colonia hasta que en la década de 1940 los nacionalistas indochinos aprovecharon el vacío de poder generado por la guerra mundial para declarar su independencia. Una vez finalizada la guerra, los franceses pretendieron retomar el control de su antigua colonia asiática, provocando una sangrienta guerra.   Los vietnamitas lograron derrotar a los franceses en 1954, pero vieron cómo la guerra fría determinaba el futuro de su país. En una conferencia de paz celebrada en Ginebra en julio de 1954, se decidió dividir   a Vietnam en dos hasta la celebración de un referéndum en 1957 para que  los vietnamitas decidirían si se mantenía tal división. Al norte existía un gobierno socialista aliado de la Unión Soviética y al sur se organizó un gobierno anti-comunista aliado y apoyado por los Estados Unidos. El referéndum nunca fue celebrado y Vietnam se convirtió así en un escenario importante de la guerra fría. En el sur surgió el Frente de Liberación Nacional (FLN) o Vietcong, un movimiento político-militar apoyado por el norte que buscaba la reunificación. El inicio de una guerra civil fue cosa de tiempo. Tanto soviéticos como estadounidenses apoyaron a sus respectivos aliados con armas y dinero. Sin embargo, el compromiso estadounidense fue mucho más profundo que el de los soviéticos, pues miles de soldados estadounidenses fueron enviados a pelear a Vietnam.  Las autoridades estadounidenses –Republicanos y Demócratas por igual– decidieron convertir su apoyo a Vietnam de Sur en una muestra del compromiso y la voluntad de los Estados Unidos en la lucha contra el comunismo. Para ellos, el prestigio y la credibilidad de los Estados Unidos estaban a prueba en Vietnam y, por lo tanto, era inevitable que los estadounidenses aceptaran el reto. Además, estaban convencidos de su superioridad moral y militar, y no contemplaron la posibilidad de un derrota

JFK

Kennedy y Vietnam

John F. Kennedy dio gran a importancia al Sudeste Asiático, pues decidió enfrentar lo que él interpretaba como la expansión comunista en la región. De ahí que ordenara envíos masivos de armas y aumentara el número de soldados estadounidenses en la región. Unos 7,000 soldados estadounidenses estaban destacados en Vietnam al comienzo de su presidencia. Tres años más tarde, ese número había crecido a 60,000 soldados. ¿Por qué JFK aumentó el compromiso estadounidense en Vietnam? Por varias  razones. Primero, su deseo de mantener una postura fuerte ante la expansión comunista. JFK veía al comunismo internacional como una fuerza monolítica controlada por los soviéticos y los chinos, y fue incapaz de ver que lo que ocurría en Vietnam era una guerra civil, no una agresión internacional. Además, JFK era un ferviente creyente en la famosa teoría del dominó, es decir, la idea de que la victoria del comunismo en un país generaba un efecto multiplicador en los países vecinos. En otras palabras, JFK creía que si los Estados Unidos permitían una victoria comunista en Vietnam, sería inevitable que países vecinos como Tailandia, Camboya o Laos terminasen  también bajo el control comunista. Kennedy quería evitar ese escenario aun a costa de aumentar la intervención directa de los Estados Unidos en el conflicto vietnamita. Segundo, el temor al costo político de una derrota en Vietnam. JFK tenía  muy claro que sus acciones en Vietnam podían ser usadas por los republicanos para atacarle políticamente en los Estados Unidos y, por ende, no podía dar señales de debilidad o de fracaso.  Todo ello llevó a aumentar la presencia militar en el Sudeste Asiático.

Kennedy no sólo tenía que estar vigilante de la situación política reinante en los Estados Unidos, sino también  en su aliado Vietnam del Sur. El gobierno estadounidense apoyó la división de Vietnam y se convirtió en su principal aliado. Esa alianza resultó problemática ante la ausencia de un liderato survietnamita eficaz. En 1963, el gobierno de Vietnam del Sur estaba bajo el control de un carismático líder católico llamado Ngo Dihn Diem. El presidente vietnamita mantuvo una política represora, que desató una rebelión de los monjes budistas. Varios  monjes  se inmolaron quemándose vivos en protesta contra el gobierno de Diem. Las imágenes de monjes convertidos en antorchas humanas no cayó bien entre los funcionarios de la administración Kennedy. Ello unido al nepotismo, la corrupción y la  incapacidad del gobierno de  Diem para gobernar al país, llevaron a las autoridades estadounidenses a  promover su salida por medio de un golpe de estado. En noviembre de 1963, Diem fue capturado y asesinado por un grupo de militares survietnamitas, lo que dio paso a que Vietnam terminase controlado por varios gobiernos militares corruptos e incapaces de enfrentar al Vietcong. La inexistencia de un interlocutor político valido en Vietnam del Sur obligó a los estadounidenses a asumir el peso del conflicto.

Una de las grandes preguntas de la historia contemporánea de los Estados Unidos es qué hubiese hecho JFK en Vietnam de no haber sido asesinado en noviembre de 1963. Sus simpatizantes alegaban que Kennedy no habría empujado a los Estados Unidos al abismo en que se convirtió la guerra de Vietnam. Otros más escépticos creen que JFK habría mantenido su política anticomunista y que empujado por la teoría del dominó habría continuado la expansión del compromiso militar estadounidense en Vietnam. No hay una contestación definitiva a esta pregunta, pero algo es indiscutible, al ampliar el compromiso estadounidense en Vietnam, JFK  dejó a su sucesor con un serio problema en las manos

Johnson y la pesadilla vietnamita

end2Con la muerte de JFK la responsabilidad sobre qué hacer en Vietnam pasó a manos del Presidente Lyndon B. Johnson (LBJ).  Aunque éste consideraba  a Vietnam un país poco importante, temía que una retirada estadounidense abriese las puertas a una intervención de los soviéticos o chinos. Johnson tampoco quería que los Estados Unidos parecieran una nación débil y/o vacilante. Además, el Presidente temía el costo político de una retirada de Vietnam, pues sabía que los republicanos  le atacarían acusándole de ceder ante la amenaza comunista. Empujado por sus temores domésticos e internacionales, LBJ optó por ampliar el compromiso estadounidense en Vietnam, llevándole a niveles impresionantes y peligrosos.

Johnson pretendía pelear una guerra contra el comunismo en Asia y poner en marcha la Gran Sociedad  en los Estados Unidos.  Este programa de reformas buscaba trasformar al país combatiendo la pobreza y  la injusticia racial. Creía que el poderío y la riqueza de los Estados Unidos le permitirían ganar en ambos frentes –el doméstico y el vietnamita– pero la historia demostró que estaba equivocado. La escalada de la intervención estadounidense en Vietnam llevada a cabo por la administración Johnson se convirtió en un hoyo negro que se tragó a la Gran Sociedad, y destruyó la carrera política de  Johnson.

La Resolución del golfo de Tonkín

En agosto de 1964 se desarrollaron unos confusos incidentes entre barcos de la Armada estadounidense y botes patrulla norvietnamitas en el Golfo de Tonkín. Alegadamente, unas lanchas norvietnamitas atacaron al Maddox y el Joy Turner, dos destructores de la Marina estadounidense. Aunque estos ataques no fueron del todo confirmados, fueron usados por el Presidente Johnson para conseguir una resolución legislativa autorizándole a “tomar todas la medidas necesarias” para proteger las fuerzas militares estadounidenses desplegadas en el Sudeste Asiático. Tal resolución fue aprobada en el Senado con 88 votos a favor y 2 en contra, mientras que en la Cámara de Representantes no hubo un solo voto en contra entre sus 406 miembros. Para LBJ, la Resolución del golfo de Tonkín se convirtió en una autorización legal, de duración indefinida, para intensificar y aumentar la participación estadounidense en la guerra de Vietnam.  En otras palabras, un cheque en blanco que le permitiría atacar a Vietnam del Norte y aumentar el número de soldados estadounidenses en el sur. Sin embargo, la resolución también se convirtió en un cuchillo de doble filo, pues al estar basada en un supuesto ataque norvietnamita que nunca fue confirmado del todo, los opositores de la guerra la usarán para acusar a LBJ de haberle mentido al Congreso.

En 1965, el Presidente ordenó el bombardeo de Vietnam del Norte por la Fuerza Aérea estadounidense. La idea de Johnson, era obligar a los norvietnamitas a negociar y cortar la ayuda que éstos brindaban al Vietcong.  De esta forma pensaba alcanzar la victoria Entre 1965 y 1968, los Estados Unidos dejaron caer unas 800 toneladas de bombas diarias sobre Vietnam del Norte, tres veces la cantidad lanzadas en la segunda guerra mundial. A la par, Johnson aumentó el número de soldados estadounidenses en Vietnam de 185,000 en 1965 a 385,000 en 1966. Sin embargo, los estadounidenses no pudieron quebrar la voluntad de lucha de los vietnamitas, quienes  sabían que los Estados Unidos no podrían pelear una guerra indefinida en el Sudeste Asiático. Además, contaban con el apoyo y la ayuda material de la China comunista y de la Unión Soviética. LBJ y sus asesores nunca entendieron que la guerra civil en Vietnam del Sur no era producto de una agresión comunista internacional, sino una manifestación del nacionalismo vietnamita. Ello les condenó al fracaso.

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La oposición a la guerra

La escalada de la guerra provocó la reacción de varios sectores de la sociedad estadounidense. Los primeros en reaccionar fueron los universitarios. En diversas  universidades del país se desarrollaron protestas contra la intervención estadounidense en Vietnam. Estudiantes y profesores desarrollaron debates y discusiones abiertas sobra la guerra, cuestionando la posición de LBJ. En 1966, las protestas contra la guerra en las universidades se desarrollaron a gran escala con la participación de miles de estudiantes. Intelectuales y religiosos se unieron a los estudiantes en la lucha contra la guerra. En 1967, varios personas prominentes se expresaron abiertamente en contra de la presencia militar de los Estados Unidos en el Sudeste Asiático.  Políticos demócratas como Robert Kennedy, William Fulbright y George McGovern, el escritor Benjamin Spock y el líder de los derechos civiles Martin Luther King criticaron la política belicista del Presidente Johnson.

Los críticos de la guerra resaltaron la injusticia social que escondía la guerra, pues eran los pobres y las minorías quienes cargaban con el peso del conflicto. El sistema de reclutamiento militar estadounidense favorecía a la clase alta y media porque eximía de ir a la guerra a quienes  estaban matriculados en alguna universidad. Dado que la mayoría de  los universitarios eran miembros de la clase media, estuvieron en una mejor posición para evitar ser reclutados y enviados a Vietnam. Por ello no debe ser una sorpresa que el 80% de los soldados enviados a Vietnam eran  pobres  o  hijos de familias trabajadoras.

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La cobertura televisiva de la guerra abonó al desarrollo de la oposición a ésta en los Estados Unidos. Noche tras  noche, los estadounidenses podían ver en la pantalla de sus televisores los efectos de la guerra: los bombardeos, el uso de napalm, los civiles muertos o mutilados, etc. Con horror, muchos estadounidenses vieron como las tropas de su país quemaban las villas y pueblos de los vietnamitas a quienes supuestamente estaban protegiendo del comunismo. Noche tras noche, los estadounidenses podían ver en las pantallas de su televisores los nombres de los estadounidenses muertos en Vietnam.

Es necesario aclarar que a pesar del desarrollo de un oposición activa, la mayoría de los estadounidenses continuaron apoyando o simplemente no adoptaron una posición con relación a la guerra de Vietnam.  Para finales de la década de 1960, la guerra había polarizado a los Estados Unidos  y lo peor estaba por venir.

Norberto Barreto Velázquez

Lima, 5 de octubre de 2019

 

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H-Diplo-LOGO
The Assassination of Kennedy Fifty Years Later: The Cuban Question Mark 1
An Essay by Charles Cogan, Affiliate, Harvard Kennedy School

November 22, 2013

The assassination of John F. Kennedy was intimately linked, if only in a subliminal fashion, to American actions against Cuba at the beginning of the 1960’s, which in turn formed part of an aggressive and interventionist policy that marked the early phase of
the Cold War.

The assassination itself was carried out by a sole killer, Lee Harvey Oswald, out of his admiration for Fidel Castro and his animosity toward the American Government and its President.

The question that remains open after fifty years gone by is whether Castro, who was perfectly aware of the Kennedy brothers’ plots against him – thanks to a Cuban double agent who had proposed to the CIA that he assassinate Castro – had ordered his intelligence services to collaborate with Oswald in his action. Until now, nothing solid has emerged to support this thesis.

In December 2006, The Atlantic, the prestigious magazine founded in Boston in 1857, published a list of the 100 most influential Americans in the history of the country. The list included, besides presidents, also writers and others, including…baseball players. But the list did not contain the name of John F. Kennedy. This was certainly not due to inadvertence. It was a slap, the motive behind which was unclear…unless it was a relic of the religious wars – Kennedy having been the first Catholic president of the United States.

I was astounded when I heard about the article in The Atlantic. Because, in spite of the meager legislative accomplishments of John Kennedy’s Administration and the brevity of his tenure – the ‘thousand days’ – cut short by the horrible attack at Dallas on November 22, 1963, it was he, and virtually he alone, who extricated the United States from one of the worst dangers in history –the Cuban Missile Crisis in 1962.

At the end of the afternoon of October 27, 1962, Secretary of Defense Robert McNamara paused on the steps of the Pentagon to look at the sunset, thinking at that moment that he might never see a sunset again2 – because on that day the Missile Cisis had reached its paroxysm: earlier in the day a U-2 observation aircraft had been shot down and its pilot killed. The attack had been carried out by Russian troops on orders of Fidel Castro.

I cite this anecdote of Robert McNamara to show that the margin between a political solution to the crisis and a nuclear holocaust was extremely thin throughout the thirteen days of the crisis – during which time the President warded off the insistent appeals by most of his senior military officers for an immediate attack on Cuba. In particular, Curtis LeMay, the head of the Air Force and the most hawkish of these officers, was disrespectful toward the ‘young’ President in person and railed against him during the latter’s occasional absences from the Situation Room.

The famous thirteen days comprised the period between the discovery of the missiles by the American U-2 airplane on October 15, 1962 and the move toward a political solution when Soviet Premier Nikita Khrushchev announced on October 27 that he was removing the missiles from the island since Kennedy had agreed not to invade Cuba. During these thirteen days, the Soviet missiles had not become operational, giving President Kennedy a window of sufficient time to ponder a prudential solution to the crisis while avoiding the risk of a nuclear war with the USSR.

Another, and not negligible accomplishment of the Kennedy brothers at the dénouement of the crisis was their success in convincing the Soviets not to mention publicly that the solution that was found was more of a give and take than a humiliating retreat by the USSR: it was the withdrawal of the Jupiter missiles in Turkey against the departure of the Soviet missiles from Cuba. Attorney General Robert Kennedy succeeded in convincing the Soviet Ambassador in Washington, Anatoli Dobrynin, that, because of the U.S. legislative elections that were coming up in the following month, the Turkish side of the agreement had to remain secret – otherwise President Kennedy would look weak before American voters. The Soviets stuck to their word, respecting the agreement made by the two interlocutors. But because of this fact, and from the point of view of public relations, the Soviet Union came off as the loser in the missile crisis.

The danger had been so great during the missile crisis that President Kennedy made an effort to ensure that such a situation should never arise again. A hot line was established between the White House and the Kremlin. In addition, the first agreement on nuclear disarmament – the Limited Test Ban Treaty – was signed in the summer of 1963.

A year after the missile crisis, on Friday, 22 November 1963, President Kennedy was assassinated at Dallas. The back story to this act still remains mysterious, from the fact that the killer, Lee Harvey Oswald, was himself shot dead before then end of the weekend. Fifty years later, the shadow over this incident persists. One can certainly situate the motivation of the assassin, Oswald. He was a great admirer of Fidel Castro. He had participated earlier that autumn in a rally in New Orleans in support of the Cuban regime. Subsequently, he sought to get a visa for Cuba at the Cuban Embassy in Mexico City. It was granted but only after the fateful weekend of 22-24 November.

What remains unknown is the question of contacts Oswald might have had with agents of the powerful Cuban intelligence service, the Directorate General of Intelligence (DGI), in Mexico City or elsewhere. And in the final analysis, the question remains open as to whether Fidel Castro himself might have been implicated in the assassination of the young American President. With fifty years having gone by, nothing concrete has emerged as to the involvement of the Cuban government or Cuban intelligence in the assassination; which leads to the conclusion — provisionally – that Oswald acted on his own, out of his admiration for Castro. Perhaps after the death of Castro more will be learned about the role of the Cubans.

Nevertheless Castro, because of his reckless temperament, and because of the information he possessed concerning the plots of the Kennedy brothers against his person, would make a perfectly credible sponsor of an operation to assassinate the President.

At the moment of the Cuban Missile Crisis, Castro seemed to want to bring on a nuclear holocaust which, though it would destroy the island of Cuba, would in his mind open the way to a communization of the world. The French newspaper Le Monde published on 23 November 1990 a series of letters exchanged between Castro and Nikita Khrushchev, in which the Cuban leader asked Khrushchev to initiate a nuclear war in the event that American forces attacked Cuba. (Subsequently the letters were published elsewhere, notably in The Armageddon Letters.3)

In sum, Fidel Castro was prepared to sacrifice his country for the benefit of a future world of communism. In a message to Khrushchev on 26 October 1962, Castro wrote, inter alia, the following:

If…the imperialists invade Cuba with the goal of occupying it, the danger that this aggressive policy poses for humanity is so great that following that event the Soviet Union must never allow the circumstances in which the imperialists could launch the first nuclear strike against it.4

The message was clear, although implicit: if the Americans invaded Cuba, the Soviet Union should launch a nuclear attack against the United States.
In a message of 27 October, Khrushchev informed Castro that a solution was in sight, as President Kennedy had promised not to invade Cuba. Khrushchev advised Castro not to be carried away by his emotions and not to respond to provocations, such as the attack he ordered against an American U-2 airplane on 27 October, which claimed the life of the pilot. “Yesterday you shot down one of these [planes] while earlier you didn’t shoot them down when they overflew your territory. The aggressors will take advantage of such a step for their own purposes.”5 (At this point, Khrushchev may have thought that Castro had gotten completely out of hand and that he had better, as a result, find some sort of solution with President Kennedy. It was on the same date as the shootdown, 27 October, that Khrushchev accepted the public compromise proposed by his American counterpart – that is, the withdrawal of the missiles in return for a commitment by the United States not to invade Cuba).
Castro replied the next day, 28 October. The following is an extract:

Earlier isolated violations were committed without a determined military purpose or without a real danger stemming from those flights. This time, that wasn’t the case. There was the danger of a surprise attack on certain military installations. We decided not to sit back and wait for a surprise attack…6
In a following message of 30 October Khrushchev made it clear he was perfectly aware of the implications of Castro’s reckless proposal:
In your [message]…you proposed that we be the first to launch a nuclear attack on the territory of the enemy. Obviously you are aware of what could follow. Rather than a single strike, it would have been the beginning of a thermonuclear war.7

Castro replied on 31 October to Khrushchev’s letter of the 30th. Here is an extract:

We knew, and one must not think otherwise, that we would be annihilated, as you indicated in your letter, if there was a nuclear war. But that didn’t lead us to ask you to withdraw the missiles. That did not lead us to yield.8

James Blight and janet9 Lang in The New York Times on October 26, 2012 recounted Khrushchev’s unvarnished reaction to Castro’s letter of October 26:
According to his son and biographer, Sergei Khrushchev, the Soviet premier received that letter in the midst of a tense leadership meeting and shouted, ‘This is insane! Fidel wants to drag us into the grave with him’! Khrushchev hadn’t understood that Mr.

Castro believed that Cuba was doomed, that war was inevitable, and that the Soviets should transform Cuba from a mere victim into a martyr.
Shortly after this exchange of letters, Khrushchev sent the seasoned diplomat, Anastas Mikoyan, to Havana to continue the discussions with the Cuban leaders. The following is an extract of an exchange between Mikoyan and Che Guevara on November 5, 1962:

Guevara: Even in the context of all our respect for the Soviet Union, we believe that the decisions made by the Soviet Union were a mistake. ..Mikoyan: But we thought that you would be satisfied by our act. We did everything so that Cuba would not be destroyed. We see your readiness to die beautifully but we believe that it isn’t worth dying beautifully.10

Fidel Castro, at a later time, had a different story to tell. In a report of an interview with Castro at Havana, published in The Atlantic on October 16, 2012, Jeffrey Goldberg recalled that he had had the following exchange with Castro a couple of years earlier:

Does what you recommended [that the Soviets launch a nuclear attack against the U.S.] still seem logical now? Castro answered, ‘After what I’ve seen, and knowing what I know, it wasn’t worth it all’.

As to the knowledge Castro had of American intentions against Cuba and against Castro himself, the Cuban leader was amply informed. After he had seized power, Castro became aware of the hostility of the United States towards his regime.

Even before he became President, John Kennedy had been alerted by his advisers of the danger that the new revolutionary regime in Cuba represented, and the possibility that Fidel Castro might invite the Soviets to establish forces on the island. A Soviet base 150 kilometers from American territory could not be permitted in the midst of the Cold War.

There followed the disaster of the Bay of Pigs, an operation inherited from the administration of Dwight Eisenhower, and during which Kennedy refused coverage of the landing beach by the U.S. Air Force, thereby clinching the failure of the operation.

The humiliation of the Bay of Pigs fiasco only doubled the determination of the Kennedy brothers to remove Castro. In October 1961, a covert operation, codenamed Mongoose, was launched against the Cuban regime, with at its head Robert Kennedy, then the Attorney- General. A so-called Augmented Special Group was created in the White House and set about planning lethal attacks on Castro himself and conducting sabotage operations on the island. Virtually all of these activities either failed or did not see the light of day.

But the essential point here is that Castro was well aware of the lethal intentions of the Kennedy brothers, and this could have incited him to retaliate against the American President, using his own Cuban intelligence service, the DGI. In fact, the DGI did use a “dangle” to learn about American intentions towards Castro and the Cuban Government.11

In 1961, a DGI agent, Rolando Cubela, let it be known through an intermediary that he was against Castro and was seeking a contact with the Americans.12 Later, in July 1962, Cubela met with a CIA officer during the World Youth Festival at Helsinki. The contact was dropped shortly afterwards, when Cubela refused to take a polygraph test.

In 1963, when the tempo of plots against Castro intensified, and as a result of a decision at CIA, a Spanish-speaking American operations officer, Nestor Sanchez, met with Cubela at Porto Alegre, Brazil.

Thirty years later the fact that from the outset Cubela had been a double agent was confirmed by a Cuban agent of the CIA.13 Thus it was that very early on Castro became aware that the Kennedy brothers were trying to have him killed.

The venue suggested for meetings between Sanchez and Cubela was Paris. Presumably this was at Cuban instigation, as Cuba had an embassy there and thus had agents available for counter-surveillance. By an irony of fate, a meeting was scheduled for 22 November 1963. By that point the CIA was preparing to have delivered to Cubela in Cuba a rifle with telescopic sights – ironically the same type of weapon that Oswald used against Kennedy. The assassination of the American President the same day cut off further attempts to assassinate Castro, although the CIA contact with Cubela was maintained until December 1964.

In sum, because of Castro’s temperament – his apocalyptic wish for the nuclear obliteration of Cuba followed by the communization of the world, plus the fact of the information from Cubela of the Kennedy brothers’ plans to assassinate him, Castro may well have decided to strike at Kennedy before he himself was attacked. It is worth noting in this regard that on September 7, 1963 at Havana, Castro gave an interview to an American journalist, Daniel Harker, in which he warned the Americans not to try to assassinate Cuban leaders, as otherwise “they themselves will not be safe.”14

The Castro regime, whether or not it was involved in the assassination of John F. Kennedy, had every pretext to do so. In this regard, it is well to keep in mind the role of the CIA in the early

days of the Cold War and its interventions overseas, which today can appear excessive. Moreover, the ease with which the CIA overthrew the regime of Jacobo Guzman in Guatemala and that of Mohammed Mossadegh in Iran created an atmosphere of invincibility around the CIA and gave rise to the idea that covert action was an effective tool of its own, between war and diplomacy. This led to the botched operation of the Bay of Pigs in April 1961. But this failure only redoubled the efforts of the Kennedy brothers to do away with Castro.

During the entire period of the Cold War the CIA seems to have underestimated the capabilities of Cuban Intelligence. In this regard, it is interesting to recall that, during the 1980’s, several dozen Cubans, supposedly agents of the CIA, had been in reality double agents run by the Cuban DGI.15 They had even been trained by the DGI in how to overcome the polygraph. One could speculate that, because of the high degree of professionalism of the DGI, that organization has been able to conceal all these years an involvement with Oswald. The mystery remains.

1 A slightly different version of this essay appeared in French on October 9, 2013 in Questions internationales (No. 64, November-December 2013, 110-114), a publication of “La Docmentation française.”

2 Sheldon Stern, The Week the World Stood Still: Inside the Secret Cuban Missile Crisis (Palo Alto: Stanford UP, 2005), p. 186.

3 James G. Blight and Janet M. Lang, The Armageddon Letters, Rowman and Littlefield, Lanham MD, 2012.

4 BlightandLang,117.

5 Blight and Lang, 122.

6 Blight and Lang, 151-52.

7 Blight and Lang, 156.

8. Blight and Lang,162.

9 This lack of capitalization of Janet Lang’s first name accords with her preference.

Dr. Charles G. Cogan is an Affiliate vice Associate at the John F. Kennedy School of Government, Harvard University. A graduate of Harvard, then a journalist, and then a military officer, he spent thirty-seven years in the Central Intelligence Agency, twenty-three of them on assignments overseas. From August 1979-August 1984 he was chief of the Near East South Asia Division in the Directorate of Operations. From September 1984-September 1989 he was CIA Chief in Paris. After leaving the CIA, he earned a doctorate in public administration at Harvard, in June 1992. He lectures and writes in English and French.

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Why Lee Harvey Oswald Pulled the Trigger

by Steven M. Gillon
HNN   November 20, 2013

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Image via Wiki Commons.

It has been fifty years since that tragic day in Dallas, but Americans remain fascinated with both the details of John F. Kennedy’s assassination and its meaning. This year will see the publication of nearly a dozen new books, and a flood of reprints, as the assassination cottage industry shifts into high gear. A number of television networks have produced documentary specials devoted to the assassination.

The question that is appropriate to ask at this point is: Is there really anything new to learn? While writing my new book, Lee Harvey Oswald: 48 Hours to Live, I went back to the standard narrative of that day — the Warren Commission. How well does it hold up in light of five decades of attacks?

In September 1964, The President’s Commission on the Assassination of President Kennedy, popularly known as the Warren Commission, concluded that Lee Harvey Oswald, acting alone, had fired three bullets from the sixth floor of the school book depository building.

The Warren Commission initially received a warm reception. Before the release of the report, a Gallup poll found that only 29 percent of Americans thought Oswald acted alone, while 52 percent believed in some kind of conspiracy. A few months after the release of the report, 87 percent of respondents believed Oswald shot the president.

Over the next few years however, critics turned public opinion against the report. In 1966, Mark Lane published his best-seller Rush to Judgment. Later that year, a New Orleans district attorney, Jim Garrison, launched a highly publicized, but deeply flawed, investigation of his own which purported to reveal a vast conspiracy. At the same time Life Magazine published color reproductions of the Zapruder film under the cover: «Did Oswald Act Alone? A Matter of Reasonable Doubt.» The editors questioned the Commission’s conclusions and called for a new investigation.

Most of these early skeptics used the Warren Commission’s own evidence against it. They focused on contradictions among some of the witnesses about the number of shots and from where they were fired. Some witnesses claim they heard gunfire from the grassy knoll, an elevated area to the front, right of the presidential limousine. A favorite topic was the so-called «magic bullet.» According to the Warren Commission, Oswald fired three shots in less than eight seconds: the first shot missed, the second shot struck Kennedy in the back, exited through his throat, and then hit Governor Connally, breaking a rib, shattering his wrist, and ending up in his thigh. Critics claimed the bullet, which remained largely intact, could not have been responsible for all of the damage. Also, if Connally and Kennedy were hit by different bullets in a fraction of a second, then it meant there had to be another shooter.

The most serious threat to the Commission’s credibility, however, came not from the army of investigative reporters and self-styled assassination experts, but from new government investigations.

In 1975 the Senate Select Committee on Intelligence headed by Idaho’s Frank Church, revealed that American intelligence agencies had systematically hidden important evidence from the Warren Commission. Both the FBI and the CIA had lied by omission to the Warren Commission. One prominent senator told a television audience that «the [Warren] report… has collapsed like a house of cards.»

These revelations led to the creation of the House Select Committee on Assassinations (HSCA). In December 1978, after two years of work, the committee was prepared to issue a report that supported all the major conclusions of the Warren Commission. It found no evidence of a conspiracy. No second shooter. But in the final weeks the committee changed its opinion and concluded that although Oswald was the assassin, there was a conspiracy involving a second gunman.

The committee relied on the highly questionable, and now  discredited, acoustical analysis of a police dictabelt recording from Dallas police headquarters. It contained sounds from a police motorcycle in Dealey Plaza whose radio transmitting switch was stuck in the «on» position. Two acoustics experts said there was a 95 percent certainty that the recording revealed that four shots had been fired at the presidential motorcade. As a result the House Committee came to the bizarre conclusion that a second shooter fired at the president but missed.

Coming in the wake of Vietnam and Watergate, the HSCA report added to public cynicism about the Warren Commission conclusions. At just the time that Americans were learning that the government lied to them about Vietnam and Watergate, they now discovered it had lied about aspects of the assassination of President Kennedy. If the CIA and the FBI had lied to the Commission, the reasoning went, then they clearly had something to hide.

There were now two conspiracies: The conspiracy to assassinate the President and, potentially, an even larger and more insidious plot among powerful figures in government and the media to cover it up.

In 1991, filmmaker Oliver Stone tapped into these doubts, and added his own paranoid twist, to create the wildly popular movie JFK. The film portrayed an elaborate web of conspiracy involving Vice President Johnson, the FBI, the CIA, the Pentagon, the KGB, pro-Castro and anti-Castro forces, defense contractors, and assorted other officials and agencies. The movie makes it seem that First Lady Jackie Kennedy was the only person in Dealey Plaza that day who was not planning to murder the president.

The movie ended with a plea for audience members to ask Congress to open up all Kennedy assassination records. The plea worked. In 1992, Congress passed a sweeping law that placed all remaining government documents pertaining to the assassination in a special category and loosened the normal classification guidelines. The legislation led to the most ambitious declassification effort in American history — more than five million documents in total.

What we have learned from the new government investigations and from the flood of declassified documents is that Warren Commission got it mostly right. There have been no shocking revelations to challenge the conclusion that Lee Harvey Oswald acted alone. Moreover, there has emerged no convincing alternative explanation of what took place in Dallas on November 22, 1963.

Yet the new information does highlighted one major flaw with the Warren Commission: its failure to present a convincing explanation for why Lee Harvey Oswald shot JFK. Much of the final commission report represented an indictment of Oswald. It failed to ascribe a single motive, but it made a strong case that Oswald was little more than a disaffected sociopath who was in desperate need of attention. It spent a great deal of effort showing how the events in his childhood – growing up without a father, feeling isolated, moving often, and dealing with an overbearing mother – turned him into an angry, embittered sociopath.

Many of the new documents and information, while fragmentary and often contradictory, reveal that Oswald was driven as much by ideology as he was by personal demons. None of the information reveals a conspiracy, or proves the involvement of any outside group, but it does reinforce a possible political motive to the assassination, highlighting that Oswald was driven by a desire to prove his fidelity to the Cuban Revolution, gain Castro’s respect, and possibly travel to Cuba as a conquering hero. In his fantasy world, Oswald probably assumed that he would be welcomed in Cuba as the man who killed the American devil, not appreciating that neither Castro nor the Soviets would wish to incur the wrath of the United States by harboring JFK’s assassin.

Why did the Warren Commission fail to highlight Oswald’s political motives? Cold War fears likely chilled the Commission’s desire to place too much emphasis on Oswald’s pro-Castro activities. The Commission knew a great deal about Oswald’s politics: his early embrace of Marxism, his defection to the Soviet Union, his involvement in pro-Castro groups in New Orleans, and his attempted assassination of right-wing retired general Edwin Walker a few months before he killed JFK. It pointed out that while he was being interrogated Oswald asked to be represented by a lawyer, John Apt, who represented many Communist party figures. It mentioned that Oswald had traveled to Mexico City where he shuttled back and forth between the Soviet embassy and the Cuban consulate in search of a visa. Yet it refused to connect the dots.

More importantly, the Commission lacked the proper context for evaluating Oswald’s motives because it was denied relevant intelligence information. Recently declassified document reveal that American intelligence agencies had kept close tabs on Oswald in the months before the shot JFK. The CIA took pictures of Oswald outside the Soviet embassy and even recorded his phone calls. But none of this evidence was turned over to the Commission, and all of it was later destroyed. The Commission, for example, never saw a memo prepared by J. Edgar Hoover that reported that Oswald had threaten to kill JFK during his trip to Mexico City just three weeks before the assassination.

In the most important omission, the CIA refused to provide the Commission with any of the information related to its activities in Cuba, including proposed assassination plots against Castro. Attorney General Robert Kennedy, who oversaw the administration’s anti-Castro campaign, deliberately misled the Commission, denying that he was aware of any relevant information.

The final Commission report states, without any supporting evidence, that Oswald became disillusioned with Castro and Cuba after he was denied a visa to enter that country in late September. There is tantalizing evidence that just the opposite is true: As the Hoover memo suggests, it is more likely that Oswald killed Kennedy in order to convince Cuban authorities to accept his petition for a visa.

If the Commission had known about the administration’s covert campaign against Castro it would have seen Oswald’s pro-Castro actions in a new light, and could have investigated further some of his actions and associations.

The new more complicated portrait of Oswald does not change the fact that he pulled the trigger, but it does muddy the waters about why. Since he was killed before he confessed or was placed on trial we will never know for sure. Unfortunately, the Warren Commission’s incomplete portrait of Oswald and his motives has fed the conspiracy frenzy and served to undermine public faith in its lone-gunman theory.

Steven M. Gillon is the Scholar-in-Residence at The History Channel and professor of history at the University of Oklahoma. He is the author of Lee Harvey Oswald: 48 Hours to Live.

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Otros punto de vista sobre JFK

Joseph Nye

El país, 20 de noviembre de 2013

El 22 de noviembre se cumplirán 50 años del asesinato del presidente John F. Kennedy. Fue uno de esos acontecimientos tan estremecedores, que las personas que lo vivieron se acuerdan dónde estaban cuando supieron la noticia. Yo estaba bajando del tren en Nairobi cuando vi el dramático encabezado. Kennedy tenía tan solo 46 años cuando Lee Harvey Oswald lo asesinó en Dallas. Oswald era un ex marino descontento que había desertado a la Unión Soviética. Aunque su vida estuvo llena de enfermedades, Kennedy proyectaba una imagen de juventud y vigor, que hicieron más dramática y patética su muerte.

El martirio de Kennedy hizo que muchos estadounidenses lo elevaran al nivel de grandes presidentes, como George Washington y Abraham Lincoln, pero los historiadores son más reservados en sus evaluaciones. Sus críticos hacen referencia a su conducta sexual a veces imprudente, a su escaso récord legislativo y a su incapacidad para ser congruente con sus palabras. Si bien Kennedy hablaba de derechos civiles, reducciones de los impuestos y de la pobreza; fue su sucesor, Lyndon Johnson, el que utilizó la condición de mártir de Kennedy –aunado a sus muy superiores habilidades políticas– para pasar leyes históricas sobre estos temas.

En una encuesta de 2009 de especialistas sobre 65 presidentes estadounidenses JKF es considerado el sexto más importante, mientras que en una encuesta reciente realizada por expertos británicos en política estadounidense, Kennedy obtiene el lugar quince. Estas clasificaciones son sobresalientes para un presidente que estuvo en el cargo menos de tres años. Sin embargo, ¿qué logró verdaderamente Kennedy y cuán diferente habría sido la historia si hubiera sobrevivido?

En mi libro, Presidential Leadership and the Creation of the American Era, clasifico los presidentes en dos categorías: aquellos que fueron transformadores en la definición de sus objetivos, que actuaron con gran visión en cuanto a importantes cambios; y los líderes operativos, que se centran sobre todo en aspectos “prácticos”, para garantizar que todo marchaba sobre ruedas (y correctamente). Como era un activista y con grandes dones de comunicación con un estilo inspirador, Kennedy parecía ser un presidente transformador. Su campaña en 1960 se desarrolló bajo la promesa de “hacer que el país avance de nuevo».

En su discurso de toma de posesión, Kennedy llamó a hacer esfuerzos (“No hay que preguntarse qué puede hacer el país por mí, sino que puedo hacer yo por mi país”). Creó programas como el Cuerpo de Paz y la Alianza para el Progreso para América Latina; además, preparó a su país para enviar al hombre a la luna a finales de los años sesenta. Sin embargo, a pesar de su activismo y retórica, Kennedy tenía una personalidad más precavida que ideológica. Como señaló el historiador de presidentes, Fred Greenstein, “Kennedy tenía muy poca perspectiva global.”

En lugar de criticar a Kennedy por no cumplir lo que dijo, deberíamos agradecerle que en situaciones difíciles actuaba con prudencia y sentido práctico y no de forma ideológica y transformadora. Su logro más importante durante su breve mandato fue el manejo de la crisis de los misiles de Cuba en 1962, y apaciguamiento de lo que fue probablemente el episodio más peligroso desde el comienzo de la era nuclear.

Sin duda se puede culpar a Kennedy por el desastre de la invasión a Bahía de Cochinos en Cuba y la subsiguiente Operación Mangosta, el esfuerzo encubierto de la CIA contra el régimen de Castro, que hizo pensar a la Unión Soviética de que su aliado estaba bajo amenaza. Sin embargo, Kennedy aprendió de su derrota en Bahía de Cochinos y creó un procedimiento detallado para controlar la crisis que vino después de que la Unión Soviética emplazara misiles nucleares en Cuba.

Muchos de los asesores de Kennedy, así como líderes militares de los Estados Unidos, querían una invasión y un ataque aéreo, que ahora sabemos podrían haber hecho que los comandantes soviéticos en el terreno usaran sus armas nucleares tácticas. En cambio, Kennedy ganó tiempo y mantuvo abiertas sus opciones mientras negociaba una solución para la crisis con el líder soviético, Nikita Khrushchev. A juzgar por los duros comentarios del vicepresidente de la época, Lyndon Johnson, el resultado habría sido mucho peor si Kennedy no hubiera sido el presidente.

Además, Kennedy también aprendió de la crisis cubana de misiles: el 10 de junio de 1963 dio un discurso destinado a apaciguar las tensiones de la Guerra Fría. Señaló, “hablo de paz, por lo tanto, como el fin racional necesario del ser humano racional”. Si bien una visión presidencial de paz no era nueva, Kennedy le dio seguimiento mediante la negociación del primer acuerdo de control de armas nucleares, el Tratado de prohibición parcial de los ensayos nucleares.

La gran pregunta sin respuesta sobre la presidencia de Kennedy y cómo su asesinato afectó la política exterior estadounidense, es ¿qué habría hecho él en cuanto a la guerra en Vietnam? Cuando Kennedy llegó a la presidencia los Estados Unidos había algunos cientos de asesores en Vietnam del sur; pero ese número aumentó a 16.000. Johnson finalmente incrementó las tropas estadounidenses a más de 500.000.

Muchos partidarios de Kennedy sostienen que él nunca habría cometido ese error. Aunque respaldó un golpe para sustituir al presidente de Vietnam del sur, Ngo Dinh Diem, y dejó a Johnson una situación deteriorada y un grupo de asesores que recomendaban no retirarse. Algunos seguidores fervientes de Kennedy –por ejemplo, el historiador Arthur Schlesinger, y el asesor de discursos de Kennedy, Theodore Sorensen– han señalado que Kennedy planeaba retirarse de Vietnam después de ganar la reelección en 1964, y sostenían que había comentado su plan al senador, Mike Mansfield. No obstante, los escépticos mencionan que Kennedy siempre habló públicamente de la necesidad de permanecer en Vietnam. La pregunta sigue abierta.

En mi opinión, Kennedy fue un buen presidente pero no extraordinario. Lo que lo distinguía no era solo su habilidad para inspirar a otros, sino su cautela cuando se trataba de tomar decisiones complejas de política exterior. Tuvimos la suerte de que tuviera más sentido práctico que transformador en lo que se refiere a política exterior. Para nuestra mala suerte lo perdimos tras solo mil días.

Joseph S. Nye es profesor de la Universidad de Harvard y autor de Presidential Leadership and the Creation of the American Era.

Traducción de Kena Nequiz

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JFK Was an Unapologetic Liberal


His underrated career as ideological warrior

by David Greenberg

New Republic  | November 11, 2013

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In the fiftieth anniversary of John F. Kennedy’s assassination, the hype—the movies and books and magazine covers, the roundups and reminiscences and retrospectives—is in overdrive. How can America resist another JFK love-in? The popular adoration of Kennedy, five decades on, puzzles pundits and historians, who note, correctly, that he neither led the nation through war nor racked up a legislative record on par with that of Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt, or Lyndon Johnson.

Some explanations for the discrepancy are obvious: His youth and good looks. His vigor, grace, and cool. The facility with which he projected this image through television, of which he was the first presidential master. And the assassination itself, which by taking Kennedy in his prime allowed Americans to spin fantasies of greatness unrealized.

Yet neither the Camelot mystique nor Kennedy’s premature death can fully explain his continuing appeal. There was no cult of Warren Harding in 1973, no William McKinley media blitz in 1951. I would submit that Kennedy’s hold on us stems also from the way he used the presidency, his commitment to exercising his power to address social needs, his belief that government could harness expert knowledge to solve problems—in short, from his liberalism.

To make that case requires first correcting some misperceptions. Wasn’t JFK a cold warrior who called on Americans to gird for a “long twilight struggle”? Didn’t he drag his heels on civil rights? Didn’t he give us tax cuts a generation before Ronald Reagan? While there’s some truth to those assertions, layers of revisionism and politicized misreadings of Kennedy have come to obscure his true beliefs. During the 1960 presidential campaign, when Republicans tried to make the term liberal anathema, Kennedy embraced it. A liberal, he said in one speech, “cares about the welfare of the people—their health, their housing, their schools, their jobs, their civil rights, and their civil liberties,” and under that definition, he said, “I’m proud to say I’m a ‘liberal.’”

In 1960, the United States was gripped by a quest for “national purpose,” a yearning to find a meaningful goal for America’s energies. This desire had several sources. The cold war was enervating. Material comfort gave rise to an existential uncertainty about what our riches were supposed to produce, a malaise captured in books such as John Kenneth Galbraith’s The Affluent Society and David Riesman’s Abundance for What? Kennedy’s pledge to “get America moving again” should be understood as a part of this collective soul-searching. After the hands-off economic management of President Eisenhower’s free-marketeers, Kennedy promised an aggressive effort to spur growth and create jobs. After Eisenhower’s neglect of mounting urban problems, Kennedy promised a federal commitment to education and housing. After Sputnik and the U-2 affair, Kennedy promised a vigorous effort to win hearts and minds around the world.

As an activist, Kennedy called on Americans to trust government to address the nation’s problems; as a pragmatist, he bade them to believe that dedicated public servants could again muster, as they had during the New Deal, the requisite know-how. In word and in deed, JFK put the weight of his presidency behind a liberal program. He backed a demand-side—not supply-side—tax cut designed to put money in people’s hands to stimulate short-term economic activity. The War on Poverty (an idea he had rolled out during the campaign) sought to alleviate penury, especially among the elderly, by pushing for Medicare and expanded Social Security benefits. The President’s Commission on the Status of Women endorsed workplace equality, child care facilities for working women, paid maternity leave, better Social Security benefits for widows, and equal pay for comparable work. Federal employees got collective bargaining.

Even on civil rights, where Kennedy often gave into his fear of alienating the Southern bloc, he ultimately put the power of the federal government behind racial equality. He used federal troops to ensure the enrollment of black students at the universities of Mississippi and Alabama; his administration implemented the first “affirmative action” program for government employees and contractors. Some movement leaders seethed with frustration over his slow pace. But when the historian Ellen Fitzpatrick compiled post-assassination condolence letters to Jackie Kennedy for a 2010 book, she found affecting notes from African Americans who considered Kennedy, as one correspondent wrote, “a beacon—a light in the darkness who would indeed be a second Emancipator.” His picture graced walls and mantelpieces.

In foreign policy, too, Kennedy’s liberalism has been underappreciated. We hear nowadays that he ran to the right of Richard Nixon on national security in 1960—a claim supported chiefly by his invocation of the so-called missile gap. But that stance no more made Kennedy a hawk in 1960 than Barack Obama’s 2008 pledge to escalate in Afghanistan placed him to the right of John McCain. Overall, in 1960, it was Kennedy who expressed skepticism about the extension of military forces around the globe. He was, to be sure, a staunch anti-communist, and not averse to using hard power. But it was Nixon, not Kennedy, who was ready to go to war to defend Quemoy and Matsu, the tiny islands off China’s shore, while Kennedy questioned his rival’s ill-considered stance.

JFK’s 1961 inaugural address, too, is typically misread as saber-rattling. But his famous call to steel the nation for the cold war conflict was a prologue to the exposition of a more hopeful, conciliatory policy. In that speech, Kennedy endorsed the United Nations as “our last best hope,” warned against the stockpiling of nukes, urged arms-control negotiations, and held out the prospect of collaboration in science, medicine, and commerce. Press accounts treated it as a summons to work toward peace.

In office, Kennedy also preferred diplomacy to military intervention. His wariness of using force led him to deny the CIA-supported Cuban rebels the sufficient air cover they needed at the Bay of Pigs; 18 months later, it counseled him to buck his military chiefs and negotiate the withdrawal of Soviet missiles. He rejected initial calls to get involved in Laos, and his frequently voiced doubts about the effectiveness of U.S. military support for South Vietnam make it at least plausible to surmise that, had he lived, Kennedy wouldn’t have escalated as Johnson did (a speculative matter either way). Following the Cuban missile crisis, moreover, Kennedy redoubled efforts to pull back from the brink. He installed the “hot line” to Moscow and concluded a historic nuclear test-ban treaty. If by “cold warrior” we mean someone cognizant of the stakes of the superpower rivalry, JFK deserves the label. But his presidency was marked at least as much by efforts to defuse tensions as it was by the adventurism for which he has since become known.

Under Kennedy, popular support for government was near its peak. More than 70 percent of Americans said they trusted Washington most or all of the time. As the Vietnam war and the kulturkampf of the 1960s dragged on, that figure declined. Today, after decades of anti-government rhetoric and gridlock, debt and wage stagnation, it stands at about 20 percent. Promises of an activist government are met with cynicism, hostility, and questions about the price tag. The climate is inhospitable to those who would rally the public to higher purposes.

Layers of revisionism and politicized misreadings of Kennedy have come to obscure his true beliefs.

JFK is a reminder that this wasn’t always so. Retrospectives on him inevitably include the witty press conferences, the white-tie White House dinners with the likes of Pablo Casals, the photos of John Jr. playing under the Oval Office desk. But the warm feelings Americans have toward Kennedy may be something more than nostalgia for a glamorous presidency cut short. They reflect a wistfulness for the sense of common purpose and faith in a collective project that a proudly liberal president helped the nation achieve.

David Greenberg, a contributing editor at The New Republic, is a professor of history and of journalism and media studies at Rutgers University.

Source URL: http://www.newrepublic.com//article/115522/jfk-was-unapologetic-liberal

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