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Posts Tagged ‘Estados Unidos’

Es necesario reconocer que el afán expansionista de Donald J. Trump de las pasadas semanas tomó por sorpresa a muchos historiadores. Su énfasis en la adquisición de Groenlandia, la “recuperación” del canal de Panamá y la anexión de Canadá marcó el regreso a un tipo de imperialismo que caracterizó a Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX, y que parecía superado. No me malinterpreten, pues no estoy negando la naturaleza imperial de los Estados Unidos, sino que hace mucho tiempo los estadounidenses cambiaron la expansión territorial por la construcción de un imperio tecnológico-financiero-comercial, apoyado en una red de bases militares que le permite defender sus intereses y proyectar su poder a nivel global. De ahí que la última colonia adquirida por Estados Unidos fueran la islas Vírgenes en plena primera guerra mundial. Sin reparos Trump ha manifestado la “necesidad” de un crecimiento territorial como parte de su estrategia para “reconstruir” el poder estadounidense. Además, como los imperialistas de finales del siglo XIX, tiene bien claro cuáles son los territorios que apetece.

En esta entrevista del periodista Tim Murphy publicada en la revista Mother Jones, el historiador Daniel Immerwahr  responde una serie de preguntas que buscan  entender las expresiones de Trump desde una perspectiva histórica. En otras palabras, ¿cómo la historia del expansionismo estadounidense puede ayudar a  explicar el neoimperalismo trumpista? ¿Marcan las expresiones de Trump un retroceso o el comienzo de algo nuevo? ¿Se le debe tomar en serio?

Para Immerwahr, Trump podría estar fanfarroneando o siguiendo su estrategia de crear escándalos que destantean a los liberales y venden muy bien entre sus seguidores, añadiría yo. Sin embargo, reconoce que Estados Unidos vive un “nuevo momento histórico en el que  cosas nuevas son posibles”.

Al enfocar el deseo de Trump de cambiarle el nombre al golfo de México por golfo de América,  Immerwahr hace comentarios muy interesantes sobre el uso del concepto América para referirse a Estados Unidos. Según él, este se comenzó a usar de forma dominante a partir de finales del siglo XIX y comienzos del XXI. Esto formó parte del giro imperialista estadounidense. En otras palabras, de un sentido de imperio. Nuevamente vemos a Trump conectado con el pasado imperial de Estados Unidos.

La ausencia de Puerto Rico en el mapa de su America soñada que Trump compartió en la red social Truth Social le sirve a Immerwahr para reflexionar sobre uno de los elementos básicos del imperialismo estadounidense: el deseo de adquirir territorios, pero no a los pobladores de estos, sobre todo, si no son blancos. Al dejar a Puerto Rico fuera de su mapa y a haber planteado el deseo de vender a la isla, Trump coincide con la mentalidad racista de los imperialistas del siglo XIX y principios del XX, a quienes les quitaba el sueño la composición étnica de los territorios adquiridos por Estados Unidos.

Immerwahr no nos da un respuesta precisa a la preguntas planteadas sobre la seriedad de los arranques expansionistas de Trump. Para él, el patrioterismo de Trump podría ser otra de sus provocaciones o un interés real. Curiosamente señala que, de ser los segundo, las aspiraciones del nuevo inquilino de la Casa Blanca podrían formar parte de un renacer imperialista del que la guerra en Ucrania y las ambiciones chinas sobre Taiwán son claros ejemplo. De esta forma estaríamos entrando en una nueva era de anexiones territoriales de las que las aspiraciones de Trump formarían parte.

Una cosa es clara para Immerwahr: contrario a sus predecesores demócratas y republicanos que lo negaron sistemáticamente, Trump no tiene reparos en reconocer que Estados Unidos es un imperio.

Immerwahr es profesor de historia en Northwestern University y autor del   libro   How to Hide an Empire: A History of the Greater United States (2019) que reseñé en diciembre de 2020 (El imperio invisible).

Para un enfoque más detallado del proceso de expansión territorial estadounidense ver mi ensayo El expansionismo norteamericano, 1783-1898.


Lo que la historia de la expansión estadounidense puede decirnos sobre las amenazas de Trump

Tim Murphy

Mother Jones, 15 de enero de 2025

El presidente electo, que impulsó una invasión de México durante su primer mandato, ha pasado el mes previo a la toma de posesión de la próxima semana publicando sobre invitar a Canadá a unirse a Estados Unidos, negándose a descartar el uso de la fuerza militar para obligar a Dinamarca a vender (o regalar) Groenlandia, y prometiendo recuperar la Zona del Canal de Panamá, que Estados Unidos devolvió como parte de un tratado de 1979. Los republicanos y sus aliados se han alineado rápidamente. Charlie Kirk y Donald Trump Jr. hicieron recientemente un viaje de un día a Groenlandia. Algunos conservadores han comparado las adquisiciones amenazadas con la compra de Alaska y Luisiana.

¿Es esto solo un retroceso al pasado de construcción del imperio del país, o un reconocimiento de algo nuevo? Para entender la retórica reciente de Trump, hablé con Daniel Immerwahr, profesor de historia en la Universidad Northwestern, cuyo libro de 2019, How to Hide an Empire: A History of the Greater United States,  contó la historia del pasado y el presente imperial de Estados Unidos.

¿Qué pensó cuando vio al presidente electo Trump anunciar que estaba pensando en adquirir, de alguna manera, Groenlandia?

Aquí vamos de nuevo. Literalmente hemos pasado por todo esto. Lo hemos pasado en Estados Unidos: los presidentes solían estar muy interesados en adquirir terrenos estratégicamente relevantes, y hay una larga historia de eso. También lo hemos pasado con Donald Trump, porque lo hizo durante su primer mandato: amenazó con adquirir Groenlandia. Se consultó a los historiadores: “¿Ha ocurrido esto? ¿Cuándo fue la última vez que sucedió esto? Fue mucha fanfarronería entonces, o al menos creo que fue mucha fanfarronada; no tuve la sensación de que el ejército estadounidense estuviera preparado para hacer algo dramático, y no tuve la sensación de que el gobierno danés estuviera interesado en vender. Así que la pregunta sigue siendo en este momento: ¿Es este un nuevo momento histórico en el que nuevas son posibles? (Y hay algunas razones para pensar que tal vez, sí lo es). ¿O es que Trump está haciendo lo que Trump hace tan bien, que es acabar con los liberales proponiendo cosas escandalosas?

Cómo Groenlandia se convirtió en la principal preocupación de seguridad  para Dinamarca (por delante del terrorismo) tras el interés de Trump en su  compra - BBC News Mundo

Antes de Trump, ¿estaba Groenlandia en el radar de los imperialistas estadounidenses?

Groenlandia se volvió mucho más interesante para los Estados Unidos en la era de la aviación, porque si dibujas las rutas aéreas más cortas desde los Estados Unidos continentales hasta, por ejemplo, la Unión Soviética, encontrarás que algunas de ellas pasaban cerca o sobre Groenlandia. Así que Groenlandia fue un sitio importante de la Guerra Fría.

Estados Unidos almacenó armas nucleares allí. También sobrevoló armas sobre Groenlandia: lo que eso significa es que los aviones se mantendrían en el aire y listos para entrar en acción en caso de que sonara la alarma. La película Dr. Strangelove tiene imágenes de este tipo de aviones sobre Groenlandia.

También hay una historia de accidentes nucleares en Groenlandia.

¿Accidentes nucleares?

En la década de 1950, tres aviones realizaron aterrizajes de emergencia en Groenlandia mientras transportaban bombas de hidrógeno. Algo salió mal y los aviones se detuvieron. En 1968, un B-52 que volaba sobre Groenlandia con cuatro bombas de hidrógeno Mk-22, no aterrizó, simplemente se estrelló a más de 500 millas por hora, dejando un rastro de escombros de cinco millas de largo. El combustible para aviones se incendió y todas las bombas explotaron. Lo que sucedió en estos casos es que las bombas fueron destruidas en el proceso, pero no detonaron. Sin embargo, estuvo a punto de fallar, y es pensable, dada la forma en que se construyeron las bombas, que estrellarse contra el hielo a 500 millas por hora habría hecho detonar. Se puede ver por qué [tener armas nucleares en la isla] era una propuesta peligrosa para los europeos, y particularmente para la gente de Groenlandia.

Adiós Golfo de México en EEUU: 'Golfo de América' aparece por primera vez en documento oficial

Otro de los grandes anuncios recientes fue la promesa de Trump de cambiar el nombre del Golfo de México por el de “Golfo de América”. Usted escribió en su libro que el término América para referirse a Estados Unidos solo se puso realmente de moda en la época de Theodore Roosevelt. ¿Cuál es la conexión entre ese nombre y este sentido de imperio?

Hubo alguna discusión, no mucha, pero sí alguna, en los primeros años de la república sobre cuál debería ser la abreviatura para referirse a Estados Unidos. Columbia era un término literario que la gente usaba y aparecía en muchos himnos del siglo XIX. Freedonia fue probada, como “la tierra de la libertad”, pero lo interesante es que, desde nuestra perspectiva, la taquigrafía obvia -”América”- no fue la dominante para referirse a los Estados Unidos a lo largo del siglo XIX. Una razón para ello es que los líderes de los Estados Unidos eran plenamente conscientes de que estaban ocupando una parte de América y que también había otras partes de América. Había otras repúblicas en las Américas.

No es hasta finales del siglo XIX que se empieza a ver a “América” como la abreviatura dominante. Una gran razón para ello es que justo a finales del siglo XIX, los Estados Unidos comenzaron a adquirir grandes y populosos territorios de ultramar, de modo que gran parte de la taquigrafía anterior (la Unión, la República, los Estados Unidos) parecían descripciones inexactas del carácter político del país.

Así que “América” es un giro imperialista en dos sentidos. Una es que sugiere que este único país de las Américas es de alguna manera la totalidad de las Américas, como si los alemanes decidieran que en adelante iban a ser “europeos” y que todos iban a tener que ser ingleses-europeos o franceses-europeos o polacos-europeos, y solo los alemanes eran “europeos”. También es imperialista en el sentido de que surgió en un momento en que la gente se preguntaba cuál sería el carácter político del país, y se preguntaba si la adición de colonias hacía que Estados Unidos ya no fuera realmente una república, una unión o un conjunto de estados.

Trump dijo recientemente que iba a “traer de vuelta el nombre de Mount McKinley porque creo que se lo merece”. ¿Cómo se compara lo que está haciendo, y la forma en que habla de lo que está haciendo, con lo que William McKinley y Theodore Roosevelt decían y hacían a finales del siglo XIX?

En cierto modo, se compara claramente, porque hubo una larga época en la historia de Estados Unidos, y no fueron solo McKinley y Roosevelt; fue hasta ellos y un poco después, donde, cuando Estados Unidos se hizo más poderoso, se hizo más grande. El poder se expresaba en la adquisición de territorio. Los Estados Unidos se anexionaron tierras, tierras contiguas de la Compra de Luisiana y tierras de ultramar; Filipinas, Puerto Rico, Guam, etc. Esa es la historia que Trump está invocando, y en la que se imagina participando.

La época de la colonización estadounidense de ultramar fue también una época en la que otras “grandes potencias” colonizaban territorios de ultramar en África y Asia. No me queda claro si estamos en el momento en el que vamos a empezar a ver a los países más poderosos adquiriendo colonias, como solían hacer. Trump está apuntando a ese momento, pero no me queda claro, por ejemplo, cuántos en su base están realmente fuertemente motivados por esto. No está claro a cuántos otros republicanos les importa esto más allá de preocuparse por la lealtad a los caprichos de Trump. Por lo tanto, no es obvio que se trate de un movimiento social, sino más bien de una forma de acabar con los oponentes de Trump y posiblemente distraerlos.

¿Hay alguna lección para Trump y el gobierno de Trump sobre cómo terminó esa era de expansionismo y la reacción violenta a ella?

Hay dos cosas que hicieron que un imperio de esa naturaleza colonial fuera mucho más raro a finales del siglo XX. Una fue una revuelta anticolonial global que comenzó en el siglo XIX pero llegó a su clímax después de la Segunda Guerra Mundial, y simplemente hizo mucho más difícil para los posibles colonizadores mantener o tomar nuevas colonias. La otra es que los países poderosos, incluido Estados Unidos, buscaron encontrar nuevos caminos para la proyección de poder que no implicaran la anexión de territorios, en parte porque se dieron cuenta de que un mundo en el que cada país garantizara su seguridad y expresara su poder mediante la anexión de territorios crearía una situación en la que los países grandes chocarían entre sí.

Así que las dos lecciones, yo diría, de la Era del Imperio son que es extremadamente cruel con aquellos que son colonizados porque están sujetos a un gobierno extranjero que generalmente no tiene sus intereses en mente. Y es extraordinariamente peligroso porque enfrenta a las grandes potencias entre sí de una manera que puede conducir rápidamente a la guerra. Y si las guerras de principios de la primera mitad del siglo XX fueron guerras extraordinariamente sangrientas, al menos, no implicaron intercambios nucleares de ambos bandos, como podrían implicar las versiones del siglo XXI de esas guerras.

Trump asked if Puerto Rico could be sold | Bizzare response to Hurricane Maria

La administración Trump en la primera vuelta pareció toparse con otra parte de esto, que era que realmente no le gustaba tener que lidiar con Puerto Rico. No le gustaba tener que financiar la reconstrucción de Puerto Rico después del huracán María. De hecho, había gente que se refería a Puerto Rico como un país diferente. ¿Es eso parte de este alejamiento del imperio, de no querer tener que lidiar con la gente que has colonizado?

Siempre ha habido una discusión, incluso entre los imperialistas, sobre si las cargas del imperio valen las ventajas. El racismo a veces ha actuado como una ruptura en el imperio. Encontrarás momentos, incluso en la historia de Estados Unidos, en los que a los expansionistas les gustaría, por ejemplo, poner fin a una guerra entre Estados Unidos y México tomando una gran parte de México, y luego los racistas dirán: “Oh no, no, no; si tomamos más de México, por lo tanto, tomaremos más mexicanos”. Y ese tipo de debate se repitió una y otra vez en el siglo XIX en Estados Unidos y a principios del siglo XX.

Esta tendencia se puede ver en la mente de Trump, porque por un lado, expresa una predisposición expansionista, y amenaza con mover las fronteras de EE.UU. hacia varios otros lugares del hemisferio occidental. Por otro lado, Trump imagina claramente a Estados Unidos como un lugar contiguo alrededor del cual se puede construir un muro alto. Y es bastante hostil con los extranjeros.

Cuando habla de Puerto Rico durante la primera administración, tenemos informes desde dentro de la administración Trump que dicen que Trump quería vender a Puerto Rico. Así que esos son, de alguna manera, los dos impulsos enfrentados en las mentes de Trump, y en realidad coinciden bastante bien con algunos de los impulsos dominantes en los líderes estadounidenses del siglo XIX y principios del XX: por un lado, el deseo de crear más territorio; por otro lado, una profunda preocupación por incorporar a más personas, particularmente personas no blancas, dentro de los Estados Unidos.

Me encantaría decir que esa es una situación del pasado, y que estamos muy más allá de ella, porque ya no tenemos los deseos de anexión ni el racismo excluyente que la impulsó. Pero Trump parece estar resucitando, al menos instintivamente, a ambos.

¿Viste el mapa que compartió en Truth Social?

Lo estoy mirando ahora. Así que hablemos de este mapa. Este es un mapa de los Estados Unidos que imagina que sus fronteras se extienden hasta Canadá y abarcan a Canadá, pero también imagina que las fronteras de los Estados Unidos no incluyen a Puerto Rico. Así que es una visión de un Estados Unidos más grande y un Estados Unidos más blanco. Y aborda la contradicción del imperio: tanto el deseo de los imperialistas de expandir el territorio, como el deseo de curar poblaciones dentro de ese territorio. Y se puede ver esto como la ambición de Trump de tener un Estados Unidos más grande, pero también un Estados Unidos más pequeño.

Has usado el término “puntillista“ para describir cómo se ve el imperio estadounidense ahora, con una serie de bases militares y pequeños territorios repartidos por todo el mundo. Ha habido una aceptación dentro del gobierno de los Estados Unidos de la conveniencia de ese acuerdo. ¿Cuánto de esto es solo una forma de hablar de la fuerza, separada de un plan real para hacer cualquier cosa?

Trump a menudo tiene un juicio político terrible, pero tiene instintos políticos interesantes, y a menudo es capaz de ver posibilidades que otros políticos han rechazado, de ver cosas que parecen escandalosas pero que en realidad podrían asegurar una base de votantes. Una gran pregunta sobre todo este patrioterismo que Trump ha estado imponiendo es si se trata simplemente de otra de sus provocaciones y otra de sus idiosincrasias, o si está respondiendo a algo real.

Si se argumentara que Trump está respondiendo a algo real —que las condiciones y las posibilidades reales han cambiado, y que de hecho podríamos estar entrando en una nueva era de imperio territorial, donde el poder se expresa mediante la anexión de grandes franjas de tierras, ni siquiera solo controlando pequeños puntos— señalaría a Ucrania, y señalaría las ambiciones de China de apoderarse de Taiwán. Se podría decir que estamos entrando en una nueva era de anexiones, y que Trump lo percibe y a menudo admira el tipo de fuerza que se expresa en las anexiones semicoloniales, y lo ve como un futuro potencial para Estados Unidos.

Me llama la atención eso, porque a los políticos de ambos partidos les gusta decir que no somos un imperio, lo que significa, al menos, que no nos gusta pensar en nosotros mismos como un imperio. Y el tipo de Trump dice, en realidad, tal vez sí, y hay una corriente subterránea en la que la gente quiere pensar en sí misma como tal.

Básicamente, desde William McKinley, casi todos los presidentes han dicho alguna versión de “Estados Unidos no es un imperio; No tenemos ambiciones territoriales, no codiciamos el territorio de otros pueblos”. Presidente tras presidente, demócratas y republicanos, todos dicen alguna versión de eso. Excepto por Trump. Esa es una piedad liberal sostenida no solo por los demócratas, sino también por los republicanos, en la que Trump parece no tener ninguna inversión. Y creo que en ese sentido, tiene razón, porque cuando los presidentes han dicho que no somos un imperio, siempre han estado hablando desde un país que tiene colonias y tiene territorios. Así que Trump tiene razón al no seguir ese camino, aunque creo que es bastante peligroso que vea la negación del imperio no solo como algo de lo que burlarse, sino como algo que debe ser rechazado desafiantemente por la búsqueda de ambiciones territoriales.


Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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Who Makes Cents: A History of Capitalism es un programa dedicado a analizar la evolución histórica del capitalismo. A través de entrevistas a historiadores y estudiosos  del capitalismo, este podcast busca explicar cómo los cambios políticos y económicos del pasado han  dado forma al presente. Su énfasis ha estado en el desarrollo histórico de Estados Unidos, especialmente, de su economía.

Comparto con mis lectores el primer episodio del 2025 de Who Makes Cents: A History of Capitalism: una interesante entrevista a la historiadora Mary Bridges sobre su más reciente libro Dollars and Dominion: US Bankers and the Making of a Superpower (Princeton University Press, 2024). En este libro, Bridges analiza el impacto de los banqueros estadounidenses en el desarrollo de las estructuras financieras del emergente imperio norteamericano en los primeros años del siglo XX.

Bridges es profesora en la Universidad de Harvard, donde dirige el Belfer Center for Science and International Affairs.


Mary Bridges sobre los banqueros y el amanecer del imperio americano

Whomakescents 

2 de enero de 2025

Desde nuestro punto de vista contemporáneo, el imperio capitalista global de los Estados Unidos parece omnipresente e inevitable. Gran parte del comercio mundial se hace en dólares. Las instituciones financieras estadounidenses están a la cabeza de la inversión internacional y las transferencias de capital. Y el poderío militar de estadounidense hace cumplir este orden, ya sea implícitamente, o a veces bastante explícitamente.

Pero como argumenta Mary Bridges, el dominio financiero de Estados Unidos no estaba preestablecido ni era monolítico, particularmente en sus primeros días a principios del siglo XX. En su nuevo libro, Bridges sigue a los soldados de a pie en la frontera imperial: banqueros de a pie, que trabajan en sucursales bancarias en el extranjero en lugares como Manila y Hong Kong. Fueron estos banqueros los que hicieron el trabajo diario de construir las finanzas globales estadounidenses. Y llevaron consigo sus visiones clasistas, racializadas y de género, incorporando esas estructuras de desigualdad en los cimientos mismos de la  globalización dominada por el dólar.

¡Oye el episodio aquí!

Mary Bridges es una estudiosa de la historia de los Estados Unidos en el siglo XX. Su investigación enfoca los vínculos entre las relaciones exteriores de los Estados Unidos y la historia de los negocios. Su  libro Dollars and Dominion: US Bankers and the Making of a Superpower (Princeton University Press, septiembre de 2024), sostiene que los bancos multinacionales estadounidenses proporcionaron una infraestructura crucial tanto para el capitalismo global como para el imperio estadounidense a principios del siglo XX. El proyecto explora las cambiantes prácticas crediticias de los banqueros extranjeros, a medida que los bancos estadounidenses navegaban por nuevas formas de beneficiarse de la financiación comercial y su relación con el gobierno de los Estados Unidos.

Actualmente es investigadora en el Centro Belfer de la Universidad de Harvard. Anteriormente, fue becaria postdoctoral en el programa de Estudios de Seguridad Internacional de la Universidad de Yale y en Johns Hopkins SAIS. Bridges posee un doctorado en historia de la Universidad de Vanderbilt, una maestría de la Universidad de Yale en Relaciones Internacionales, y un bachillerato de la Universidad de Harvard en historia y ciencias.

También trabajó como reportera y editora de negocios.


Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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Este blog acaba de superar las 1,250,000 vistas, lo que me alegra muchísimo. Por su naturaleza y nivel de especialización, no esperaba al crearlo en el 2008, que llegará a ser extremadamente popular.  Me preguntaba entonces cuántas personas podrían estar interesadas en la historia de Estados Unidos y en el análisis del imperialismo estadounidense.  Debo reconocer casi 15 años y varios meses después, que el alcance del Imperio de Calibán ha superado la más optimista de mis expectativas. No solo ha sido sobrevivido al embate del tiempo (una hija, mis responsabilidades pedagógicas, etc.), sino que ha llegado  a 1.25 millones de personas, mucho más que cualquiera otro de mis trabajos y proyectos  académicos y/o educativos.  Es realmente lamentable que desde su torre de marfil la Academia (y las Universidades) no valoren el trabajo -y el alcance- de blogs como el Imperio de Calibán.

El objetivo ahora es llegar a los 1.5 millones de vistas. ¿Cuánto nos tomará?

Norberto

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¿Por qué mirar una vez más el 1898?

Mario Cancel Sepúlveda

80 grados   24 de octubre de 2014
americanizacionescuela¿Por qué volver a mirar hacia el 1898? Después de 116 años de relaciones económico-políticas, intercambio cultural intenso y tras una conmemoración crítica de un centenario, la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos debería estar bien digerida. La impresión que produce una mirada a ese largo periodo de tiempo es que Estados Unidos llegó para quedarse y que habrá que esperar, yo no lo veré, otro imperio invasor en el futuro para que Puerto Rico deje de ser americano. Me imagino que recordar el 1898 en un incierto año 2414, será lo mismo que pensar en el 1493: el hecho se reducirá al desembarco de un puñado de gente y una confrontación con una población de nativos agrestes. Es probable que la invasión de 1898 se reduzca a una nota al calce o un relato folclórico como ha sucedido con el 1595 o el 1797. Muy pocos le reconocerán relevancia a un asunto consumado y distante.Mirar hacia el 1898 fue casi un “deber moral” durante el siglo 20. La posibilidad de un centenario era atemorizante para algunos. La historiografía positivista crítica, la reflexión modernista y nacionalista, la ensayística de la década del 1930 y la reflexión académica de 1950, atravesaron ese Rubicón hace tiempo. La nueva historia social y la historiografía geopolítica de aliento caribeñista de las década de 1970 al 1990, ofrecieron unos contextos microscópicos y macroscópicos que habían sido pasado por alto por sus predecesores. La producción de la historiografía post-social, la que casualmente se denominó “novísima”, intentó con relativo éxito aproximaciones desde lugares inéditos como la cotidianidad y la discursividad, concentrando su indagación en las lógicas culturales de los invadidos y los invasores. Pero a fines de la década de 1990 y principios de este insípido siglo 21, el debate teórico y ¿generacional? resultó más atractivo que cualquier otra cosa. Los temas historiográficos se convirtieron en pretexto de discusiones teóricas. Y el asunto de “cómo se conoce el pasado” resultaba más relevante que “qué cosas se conocen del pasado”.Aquella anomalía propició una situación, desde mi punto de vista, extravagante y enriquecedora. Las tradiciones interpretativas modernistas y postmodernistas se vieron obligadas a coexistir. Hasta hace algunos años podía desayunar con un viejo intelectual de la “generación” del 1950, y tomar una carbonatada en un restaurante de comida rápida con un postmodernista.

En un curso general de historia de Puerto Rico en el Recinto Universitario de Mayagüez, luego de discutir con reserva las corrientes culturales que convergen en la noción de lo puertorriqueño (la problemática teoría de las “tres fuentes”) sugerí un asunto polémico. Pregunté si la presencia etnocultural anglosajona en Puerto Rico (antes y) después de 1898 debía ser considerada un componente (i)legítimo de la cultura puertorriqueña. Lo cierto es que lo sucedido alrededor del 1898 guarda, cierta correspondencia con lo que pasó después de1508. El 1898 fue un proceso de recolonización cultural y reconstrucción política. La anglosajonización y/o americanización, se constituyó en una promesa y un problema. Tanto en 1508 como en 1898, se desarrolló una relación asimétrica.

Una diferencia visible y vulgar entre el pos 1508 y el pos 1898, había sido la ausencia del mestizaje biológico masivo que caracterizó al primero: la separación racial, ineficaz en el siglo 16, funcionó en el siglo 20. A pesar del contraste entre el proceso de colonización y el de recolonización, hacia 1930 se aceptaba que la cultura anglosajona era un componente de relevancia del puertorriqueño común. Desde 1950 a esta parte, me parece innegable, la integración de modelos culturales estadounidenses ha avanzado sin cesar en el escenario del mercado y el consumo. La revolución de los medios masivos de comunicación y la revolución de la Internet, han servido para acelerar un proceso que no termina. La pregunta sobre el elemento anglosajón como una “cuarta fuente”, quedó, como era de esperarse, sin respuesta.

Mis lecturas de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses que produjeron materiales intelectuales sobre “our new possession” entre 1898 y 1926, tarea que elaboré con el Dr. José Anazagasty Rodríguez en dos volúmenes publicados en 2008 y 2011, me habían demostrado que la conciencia de la anglosajonidad en aquellos escritores era enorme. El imperialismo sajón y el 1898 eran la expresión del cumplimiento de un deber providencial. Aquel discurso de la anglosajonidad sirvió para articular una imagen despreciativa de la hispanidad que se dejaba “atrás” (en el pasado) con el propósito de legitimar una “ruptura” en nombre de la “modernización”. Convencer a los colonos de la validez de ese argumento no parecía complicado: los “nativos”, seres simples e ineducados, metáfora del “buen salvaje”, eran pura tabula rasa, naturalmente dóciles y fieles. A lo sumo, el puertorriqueño, identificado con el jíbaro y el indio, no era visto sino como la víctima de una hispanidad descuidada, inhumana y cruel, por lo que no podía señalarse como responsable de su pusilanimidad.

El problema de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses estaría en otra parte. Con las elites educadas locales la situación sería distinta. Los ideólogos separatistas anexionistas vinculados al 1898 en el estilo de Julio Henna y Roberto Todd, no tuvieron ningún problema en hacer suyo aquel discurso propenso a la anti-hispanidad del imperialismo benévolo. De igual manera, la imagen agresivamente antiespañola que dominaba los textos estadounidenses, convergía con la que poseían los ideólogos del separatismo independentista antes de 1898: Ramón E. Betances y Segundo Ruiz Belvis. Aquel conjunto de pensadores siempre han sido difíciles de convocar como modelos de hispanofilia, inclusive en el momento más feroz de aquella fiebre. La devaluación de la hispanidad también rindió un valioso servicio para las elites intelectuales liberales y autonomistas que, aunque esperaban mucho de España, miraban con asombro hacia Estados Unidos cuando se trataba de asuntos como la abolición, la economía y la educación. Salvador Brau Asencio y Francisco del valle Atiles son quizá el mejor modelo de ello.

Sin embargo, para quienes resintieron la invasión de 1898 y no llegaron a ver en la anglosajonidad un aliado en la ruta de la modernización, el desprecio anglosajón por la hispanidad acabó por transformarse en una injuria. La versión de la identidad nacional que aquellos sectores asumieron acabó en ver en la hispanidad, con sus virtudes y sus defectos, una condición sine qua non de la puertorriqueñidad. El nacionalismo político del momento de José De Diego (1914), José Coll y Cuchí (1923) y Pedro Albizu Campos (1930) representó un contrapunto interesante. Su análisis cultural y su revisión del pasado español a la luz de la modernización con la que se sueña, significó un contrapunto para la propuesta de los comentaristas, cronistas e historiadores estadounidenses.

Ante aquella glosa de la modernización que miraba con reticencia hacia el pasado, elaboraron otro relato de la modernización que miraba con reverencia hacia el pasado. Un elemento en común en ambos proyectos utópicos es que ninguno quería regresar al pasado. El progresismo y el liberalismo de ambas es evidente: lo que difiere es la función que se le adjudica a la hispanidad en el futuro imaginado.

Ambas utopías se apoyaban, debo reconocerlo, en una versión parcial y nebulosa del periodo ante bellum 1898. Frederick A. Ober (1899) y R. A. Van Middeldyk (1903), producen una imagen tan ilusoria y frágil como la de Brau Asencio (1903). El pasado que se vivió al lado del hispano (la nostalgia que producía el malo conocido), y el futuro que se aguardaba al lado del sajón (el optimismo que generaba el bueno por conocer), no diferían en un asunto. Al momento de precisar su tema central -la “nación”-, ambos la concebían como un apéndice o dependencia de otro. Bajo aquellas circunstancias, a nadie debe sorprender que el 1898 hubiese sido apropiado como una “frontera confusa”. En el caso de los estadounidenses, servía para completar el sueño de elaborar un imperio ultramarino donde cebarse materialmente y completar su obra civilizadora. En el caso de los puertorriqueños, significaría un tipo de año cero o un renacimiento que marcaba un antes y un después reconocibles. Las soluciones ideológicas a la “confusión” no fueron eficaces. El planteamiento de un problema de esa naturaleza siempre ameritará nuevas revisiones.

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“1898”, McGee y el imperialismo progresista

José Anazagasty Rodrìguez

 

80 grados   3 de octubre de 2014

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William J. McGee

La Era Progresista fue un periodo de la historia estadounidense, entre la última década del siglo 19 y las primeras dos del siglo 20, protagonizada por un movimiento social reformista que concretó diversas reformas en los campos sociales, políticos, económicos, y ambientales. Este movimiento acogió la instauración del progreso como su problemática primordial. Se trataba de un progresismo liberal y crítico del Gilded Age que, pese a ello, no se alejaba demasiado del polo conservador del liberalismo.

El progresismo, indeterminado, desafía cualquier intento de definirlo, esto por haber sido un movimiento heterogéneo, dinámico y complejo. Se trataba también de un movimiento que de muchas formas intentó reconciliar varias tendencias opuestas: entre lo nuevo y lo viejo, entre el individuo y la sociedad, entre la racionalidad científica y la lógica del protestantismo cristiano, entre el fomento del crecimiento económico y los excesos del desarrollo capitalista, entre otras tensiones. Sin embargo, muchos progresistas, arraigados a la modernización, defendieron y promovieron tenazmente la racionalidad científica, reclamando eficiencia y apoyando la intrusión tecnocrática en el ordenamiento y control social. Y algunos favorecieron la intervención estatal para garantizar incluso un crecimiento económico eficiente pero sensato, oponiéndose a los monopolios y los excesos corporativos. Pero el movimiento también apoyó la expansión territorial de los Estados Unidos, su ingreso a los círculos imperialistas a finales del siglo 19.

El origen de la Era Progresista coincidió con la génesis de la fase hemisférica del imperialismo estadounidense. Fue en los primeros años de la Era Progresista que Estados Unidos se inició como fuerza imperialista, esto tras adquirir en 1898 un imperio directo transcontinental que incluyó a varias islas. Sin embargo, las conexiones entre el progresismo y el imperialismo estadounidense son pocas veces destacadas por los estudiosos de la historia imperial estadounidense. Entre los historiadores estadounidenses y otros estudiosos de esa nación predomina una interpretación ortodoxa y dogmática que imagina el progresismo y el imperialismo como incompatibles. Pero contrario a esta tesis, y como demostró William E. Leuchtenburg, la mayoría de los progresistas favorecieron el imperialismo, algunos más que otros. Más aún, el contenido ideológico del progresismo y del imperialismo concordó muchas veces, un contenido también palpable en varias políticas coloniales estadounidenses. Un buen ejemplo fue la Ley de los 500 Acres, implantada en Puerto Rico por la administración militar-colonial estadounidense, la que estaba fundamentada en el llamado progresista a regular los monopolios, esfuerzo concretizado en las llamadas “antitrust laws.” Otro buen ejemplo fue el manejo de los recursos naturales en las colonias, como el ordenamiento racional y científico de los bosques puertorriqueños a través de la dasonomía y la silvicultura durante la Era Progresista, prácticas asociadas a Gifford Pinchot, conocido conservacionista progresista. De hecho, el conservacionismo de la época nos permite examinar algunos de los paralelos entre el contenido ideológico del progresismo y el imperialismo.

Me propongo a continuación, y mediante una lectura de uno de los escritos de William J. McGee publicado en National Geographic Magazine en 1898 antes de que este sirviera como oficial gubernamental bajo Theodore Roosevelt, develar algunos aspectos de esa afinidad y del apoyo progresista al imperialismo.

El movimiento conservacionista, antecesor del ambientalismo moderno estadounidense, se dividió en dos tendencias principales. Una de estas tendencias enfatizó el uso y manejo eficiente de los recursos naturales para garantizar el crecimiento económico sostenido de la nación. La otra tendencia enfatizaba la restauración y conservación de los recursos naturales por razones estéticas, morales y recreacionales. La tensión entre estas tendencias han marcado las políticas ambientales estadounidenses desde entonces, como ilustra la historia del US Forest Service. Jhon Muir fue el gestor más importante de la segunda tendencia mientras que Gifford Pinchot fue el gestor más importante de la primera.

William Joseph McGee, quien ya discutí en un artículo previo, también fue un importante representante de esta segunda tendencia y ambos apoyaron el imperialismo estadounidense, inclusive como actores importantes en la administración de Theodore Roosevelt. McGee fue antropólogo, etnólogo, inventor, geólogo y conservacionista. Fue ideólogo del conservacionismo en las esferas gubernamentales de la administración Roosevelt, participando inclusive de la redacción de los discursos presidenciales. McGee fue también Vicepresidente y Secretario del Inland Waterway Commision, dirigente del Bureau of Ethnology, y Presidente y Vicepresidente del National Geographic Society.

Para McGee el conservacionismo era la fase más avanzada de la evolución, esta entendida desde la perspectiva lamarckista. McGee, igual que Frederick J. Turner, consideraba la expansión territorial determinante en la evolución de los Estados Unidos. Es por ello que McGee celebró y justificó la adquisición de un imperio directo transcontinental a finales del siglo 19. Fue precisamente en el mismo año de la Guerra Hispanoamericana, 1898, que McGee pronunció ante una sección conjunta de la National Geographic Society y la American Society for the Advancement of Science un discurso sobre el crecimiento territorial de los Estados Unidos en el que explicaba, elogiaba y hasta legitimaba la expansión territorial. Su discurso sería más tarde publicado en National Geographic Magazine ese mismo año.

Según McGee, la anexión de Hawái, Filipinas y Puerto Rico resumían una larga pero interrumpida historia de expansión territorial estadounidense, la que describió como una carrera sin paralelos, esto por el tremendo y rápido crecimiento territorial que envolvió. Además, McGee afirmaba que esta fue una carrera expansionista amigable y de anexiones voluntarias que no envolvieron conquistas inspiradas en “motivos mercenarios.” Insistía además en que esa carrera benefició a los habitantes de las tierras agregadas tanto como a los estadounidenses. Afirmaba también que el crecimiento territorial de los Estados Unidos no era sino la expresión de su “destino manifiesto”, un destino afín con las leyes naturales de la evolución. En adición, McGee alegaba que el crecimiento territorial envolvió la rápida asimilación y “conquista noble” de la naturaleza, la superación de diversos obstáculos naturales mediante la innovación tecnológica producto del carácter innovador de los estadounidenses. Finalmente, cada extensión territorial, insistía McGee, estuvo precisamente caracterizada por efectos positivos y significativos en el carácter nacional e individual de los estadounidenses.

Para McGee, con toda aquella épica historia expansionista como precedente, no había razones para pensar que sería distinto con “la isla jardín de Porto Rico,” y “las cientos de islas filipinas.” Con esos planteamientos McGee movilizó varios de los mismos conceptos utilizados por los imperialistas estadounidenses, incluyendo la idea de los Estados Unidos como una nación excepcional y benevolente cuyo destino expreso, aparte de perfeccionar continuamente su carácter, era expandirse alrededor del globo, conquistar la naturaleza y llevar las buenas nuevas de sus innovaciones, el progreso, al resto de los habitantes del planeta. Pero quizá lo más interesante de las expresiones de McGee fue su caracterización de la expansión territorial estadounidense, del imperialismo, como un proceso natural.

Según McGee, si los nuevos territorios representaban una pequeña extensión de tierra, una mera “onda en la corriente del progreso nacional,” el proceso y sus consecuencias serían similares a expansiones previas. Los estadounidenses, realizando su destino manifiesto, incorporarían esas tierras y sus habitantes rápidamente para, y guiados por la benevolencia, transferirles grandes beneficios a los habitantes de aquellas tierras, de paso conquistando la naturaleza y sus frenos al progreso humano mediante la ciencia y la tecnología. Para McGee la posesión de las islas les requería a los estadounidenses producir dispositivos que le permitieran acortar el tiempo y aniquilar el espacio, una fuerza naval para McGee. El entonces Vicepresidente de la National Geographic Society vaticinaba, probablemente inspirado en Alfred T. Mahan, que Estados Unidos se convertiría en la “nación naval de la Tierra.” Para McGee, vencer esos obstáculos marítimos significaba, como significó vencer las fuerzas naturales en expansiones previas, el avance del carácter estadounidense, tanto a nivel individual como a nivel nacional. Y eso no era otra cosa para él que el progreso mismo de la humanidad.

En su artículo McGee recurrió a los números y varias tablas y gráficas para detallar la expansión territorial de los Estados Unidos a lo largo de su historia. Para él, cada expansión territorial, medida en millas cuadradas, fue seguida de un aumento poblacional considerable así como de un incremento significativo en la actividad comercial. Pero para McGee el auténtico crecimiento de la nación no estaba en esos indicadores territoriales, poblacionales y comerciales sino más bien en el avance de la iniciativa estadounidense, en la progresión de su vigor intelectual, físico y moral, en lo que llamó la “individualidad inteligente” de los estadounidenses, quienes unidos laboraban para “elevar” la humanidad y mejorar el mundo. Este énfasis en los lazos sociales y la cooperación era característico del progresismo. Para McGee el mejor indicador, aunque indirecto, del crecimiento en dicho vigor e individualidad, donde recaía el verdadero crecimiento de la nación, era la riqueza derivada de la expansión territorial:

The strenght of America is indeed faintly suggested by broad territorial expanse, teeming millions of people, and half the railways of the world; the real strenght lies in the immeasurable capabilities of individuals, who have already made noble conquest of nature’s forces; and there are no units for measuring the spontaneous powers of freemen united by common impulse in the common task of elevating mankind and bettering the world. While there is no direct way of measuring the individuality—much less the unity—of the American people, there are certain values indicating this quality even more clearly tan area or population; one of these is wealth, individual and collective.

McGee, al convertir la lucrativa expansión territorial estadounidense en un proceso natural, y por ende normal, ofreció a sus oyentes, miembros de la National Geographic Society y la American Society for the Advancement of Science, una interpretación lamarckista de imperialismo estadounidense, una similar a la de la “Tesis de la Frontera” de Frederick Jason Turner. Para McGee, y como el mismo expresó, el progreso estadounidense residía en la “conquista de la naturaleza” y no en la “conquista de las naciones” o en políticas nacionales. Para el conocido conservacionista-progresista la historia de Estados Unidos era la de una nación formada en su choque con la naturaleza, una historia en la que los estadounidenses además de acomodarse a las circunstancias ambientales transformaban su entorno a su favor, tomando, como se infiere del evolucionismo de Lamarck, una participación activa en la mutación del ambiente y consecuentemente de su propia especie. Y esa transformación era para McGee tan subjetiva como material. En la lucha con la naturaleza se construían la sociedad estadounidense y su identidad nacional. Allí también se construía el imperio y el futuro mismo de toda la humanidad, con los Estados Unidos a la vanguardia de su evolución.

El resultado ideológico de la narrativa lamarckista, turneriana y progresista de McGee fue conspicuo, coherente y efectivo: la naturalización del imperialismo. Y lo hizo, como es típico también de la retórica colonialista, en dos sentidos. Primero, McGee redujo el imperialismo a un fenómeno natural; el imperialismo estadounidense, parte de la historia humana, solo seguía las leyes naturales. Segundo, McGee convirtió el imperialismo en un fenómeno regular, un fenómeno que corrientemente ocurre, y por ende normal o natural. McGee lo hizo regular, habitual, ordinario. La expansión territorial era para McGee una expresión corriente de la conquista de la naturaleza y además conforme a las leyes de la evolución. El imperialismo estadounidense, como confirmaba el influyente conservacionista, no era una nueva política nacional sino la continuación de un proceso natural, centenario, exitoso y usual en la historia de la nación estadounidense:

He errs who forgets the history of this country. Every citizen of the United States would do well to remember the decades past, and realize that the growth of 1898 marks no new policy, and is but the normal continuation of a course of development successfully pursued for a century.

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Reseña de «Estados Unidos más allá de la crisis»

Castillo Fernández, Dídimo y Gandásegui (Hijo), Marco A. (coordinadores): Estados Unidos más allá de la crisis, México, Siglo XXI y CLACSO, 2012. 537 páginas.*

Por Leandro Morgenfeld

Vecinos en conflicto 8 de julio de 2014

UnknownPara comprender América Latina hay que estudiar a Estados Unidos. Acostumbrados a interpretar nuestro pasado y presente a través del prisma de la academia anglosajona, a primera vista puede parecer extraño o antojadizo que se analice el devenir de la crisis estadounidense desde el punto de vista latinoamericano. Y eso es justamente lo que se propone este libro: desentrañar diversas aristas vinculadas con la actual crisis de la potencia hegemónica mundial, desde el punto de vista latinoamericano. Luego de seis años de labor colectiva, un conjunto de intelectuales de la región, en el marco de un Grupo de Trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), presenta este libro, el tercero luego de Crisis de hegemonía de Estados Unidos y Estados Unidos: la crisis sistémica y las nuevas condiciones de legitimación. Coordinado por los sociólogos Dídimo Castillo Fernández y Marco A. Gandásegui, hijo, esta obra de nutre de 20 capítulos -sus autores son reconocidos investigadores de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, México, Panamá, Puerto Rico y Estados Unidos-, divididos en los tres grandes ejes que la articulan: Crisis mundial o crisis del capitalismo; Crisis de hegemonía y decadencia interna en Estados Unidos; Nueva geopolítica de Estados Unidos, escenarios para América Latina.
La primera parte trata sobre la crisis desatada en 2008 y las consecuencias para Estados Unidos y el resto del mundo a mediano y largo plazo. Theotonio Dos Santos analiza el carácter estructural de la misma; Carlos Eduardo Martins la compara con la de 1929 y avanza en planteos teóricos, abrevando en Marx, Braudel, Dos Santos y Marini; Orlando Caputo Leiva rebate los argumentos de quienes sostienen que es una crisis financiera; Jaime Ornelas Delgado se centra en el agotamiento del modelo económico neoliberal; y Gandásegui se ocupa de la crisis de hegemonía del sistema mundo, vinculándola con el cambio de época en el desarrollo capitalista.
La segunda parte plantea el debate sobre la declinación de Estados Unidos a nivel mundial. Adrián Sotelo Valencia sostiene el carácter estructural y global de la crisis, y discute con la idea de su posible encapsulamiento a partir de medidas correctivas; Katia Cobarrubias Hernández explica cómo la hegemonía financiera y monetaria de Estados Unidos, desde 1971, fue una de las causas de los desequilibrios actuales y terminó debilitando el propio dominio económico estadounidense; Daniel Munevar se centra en el déficit fiscal de Estados Unidos, su vínculo con la deuda pública y las opciones para evitar la depresión económica; Fabio Grobart Sunshine analiza el agotamiento relativo y la pérdida de liderazgo de Estados Unidos en materia de ciencia y tecnología, y las promesas incumplidas de Obama en relación a ese sector de punta; Castillo Fernández analiza los cambios en el proceso de producción y trabajo que acompañaron el neoliberalismo y el crecimiento de la informalidad, el desempleo y la precarización laboral, vinculados al aumento de la explotación; Alejandro I. Canales estudia la inmigración latinoamericana y la relaciona con el proceso de creciente precarización del trabajo; James Martín Cypher analiza las consecuencias regresivas de la crisis actual para los trabajadores y la clase media; y Jorge Hernández Martínez examina las redefiniciones ideológicas y los cambios en la geopolítica mundial a partir de la asunción de Obama, esencialmente continuador de la política exterior de Bush.
La tercera parte se centra en la nueva geopolítica de Estados Unidos, la política exterior de Obama hacia América Latina -en su primer año y medio como presidente- y también en los potenciales escenarios para la región. Darío Salinas Firgueredo analiza las supuestas amenazas actuales a la seguridad estadounidense, la ubicación de la región en la agenda de ese país y las respuestas latinoamericanas; Luis Suárez Salazar critica las estrategias del «gobierno permanente» de Estados Unidos hacia el resto del continente americano, enfatizando las continuidades Bush-Clinton-Bush(h)-Obama, por sobre las rupturas; Silvina M. Romano desarrolla una perspectiva crítica del vínculo entre democracia y desarrollo, y su relación con la seguridad, desde los años sesenta hasta la actualidad; Jaime Zuluaga Nieto se centra en los cambios en las políticas de seguridad y en su incidencia en América Latina, desde los atentados de septiembre de 2001; María José Rodríguez Rejas explica cómo las transformaciones en la política de seguridad hemisférica inciden en el proceso de militarización de América Latina, enfocándose en los proyectos del Plan México y el Plan Colombia; Catalina Toro Pérez indaga en las continuidades en la política de Washington hacia la región y se pregunta si hay posibilidad de alternativas; y Gian Carlo Delgado Ramos estudia el papel de los recursos naturales -en particular los minerales estratégicos- en las relaciones interamericanas, contraponiendo las nociones de seguridad que plantea el gobierno estadounidense con el concepto de «seguridad ecológica».
Además, completan el libro una Presentación, escrita por Theotonio dos Santos, un Prólogo, de John Saxe-Fernández, y una Introducción, a cargo de los dos coordinadores de la obra. El reconocido teórico brasilero de la teoría de la dependencia reafirma justamente la necesidad imperiosa de estudiar a Estados Unidos y el sistema imperial desde el punto de vista de América Latina y recuerda los obstáculos enfrentados desde los años setenta: «Fue difícil establecer una tradición de investigación sobre Estados Unidos en la región. La idea es de que bastaban los estudios hechos en Estados Unidos para informarnos sobre lo que era y lo que pasaba en ese país» (p. 7). Reivindica este libro, entonces, como parte de la lucha contra los retrasos de la academia latinoamericana en institucionalizar el estudio sistemático de los intereses y estrategias de los poderes del centro del sistema imperialista, producto de la mentalidad subordinada y dependiente que promueven las oligarquías locales y sus aliados externos.
Este análisis del centro imperial, desde una de las regiones históricamente más subordinadas al poder de Washington, se inscribe en la creciente preocupación por la reversión de esa dependencia. En palabras de Saxe-Fernández, «Los lazos oligárquico-imperiales de sujeción económica, empresarial y policial militar, se basan en la propensión histórica de las oligarquías criollas a estar satisfechas y hasta propiciar arreglos de coparticipación en la apropiación del excedente y en el manejo fiscal, presupuestal y de seguridad de las naciones que depredan: ya hay condiciones y contradicciones para superar esa trabazón de intereses» (p. 21). El desafío de este colectivo de investigación, que se proyecta a futuro en el marco de un nuevo Grupo de Trabajo CLACSO para el período 2013-2016, es entender el carácter de la crisis estadounidense, el devenir de la declinación imperial y las alternativas que este proceso presenta para Nuestra América en el siglo XXI, en la marco de su histórica lucha emancipadora.

*Revista de la Red Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea (Segunda Época), Año 1, N° 1, Córdoba, Junio de 2014. ISSN 2250.7264

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The New York Times

 


July 2, 2013

Why the Civil War Still Matters

 

By ROBERT HICKS

FRANKLIN, Tenn. — IN his 1948 novel “Intruder in the Dust,” William Faulkner described the timeless importance of the Battle of Gettysburg in Southern memory, and in particular the moments before the disastrous Pickett’s Charge on July 3, 1863, which sealed Gen. Robert E. Lee’s defeat. “For every Southern boy fourteen years old,” he wrote, “there is the instant when it’s still not yet two o’clock on that July afternoon.”

That wasn’t quite true at the time — as the humorist Roy Blount Jr. reminds us, black Southern boys of the 1940s probably had a different take on the battle. But today, how many boys anywhere wax nostalgic about the Civil War? For the most part, the world in which Faulkner lived, when the Civil War and its consequences still shaped the American consciousness, has faded away.

Which raises an important question this week, as we move through the three-day sesquicentennial of Gettysburg: does the Civil War still matter as anything more than long-ago history?

Fifty years ago, at the war’s centennial, America was a much different place. Legal discrimination was still the norm in the South. A white, middle-class culture dominated society. The 1965 Immigration and Nationality Act had not yet rewritten our demographics. The last-known Civil War veteran had died only a few years earlier, and the children and grandchildren of veterans carried within them the still-fresh memories of the national cataclysm.

All of that is now gone, replaced by a society that is more tolerant, more integrated, more varied in its demographics and culture. The memory of the war, at least as it was commemorated in the early 1960s, would seem to have no place.

Obviously, there are those for whom Civil War history is either a profession or a passion, who continue to produce and read books on the war at a prodigious rate. But what about the rest of us? What meaning does the war have in our multiethnic, multivalent society?

For one thing, it matters as a reflection of how much America has changed. Robert Penn Warren called the war the “American oracle,” meaning that it told us who we are — and, by corollary, reflected the changing nature of America.

Indeed, how we remember the war is a marker for who we are as a nation. In 1913, at the 50th anniversary of Gettysburg, thousands of black veterans were excluded from the ceremony, while white Union and Confederate veterans mingled in a show of regional reconciliation, made possible by a national consensus to ignore the plight of black Americans.

Even a decade ago, it seemed as if those who dismissed slavery as simply “one of the factors” that led us to dissolve into a blood bath would forever have a voice in any conversation about the war.

In contrast, recent sesquicentennial events have taken pains to more accurately portray the contributions made by blacks to the war, while pro-Southern revisionists have been relegated to the dustbin of history — a reflection of the more inclusive society we have become. As we examine what it means to be America, we can find no better historical register than the memory of the Civil War and how it has morphed over time.

Then again, these changes also imply that the war is less important than it used to be; it drives fewer passionate debates, and maybe — given that one side of those debates usually defended the Confederacy — that’s a good thing.

But there is an even more important reason the war matters. If the line to immigrate into this country is longer than those in every other country on earth, it is because of the Civil War.

It is true, technically speaking, that the United States was founded with the ratification of the Constitution. And it’s true that in the early 19th century it was a beacon of liberty for some — mostly northern European whites.

But the Civil War sealed us as a nation. The novelist and historian Shelby Foote said that before the war our representatives abroad referred to us as “these” United States, but after we became “the” United States. Somehow, as divided as we were, even as the war ended, we have become more than New Yorkers and Tennesseans, Texans and Californians.

And Gettysburg itself still matters, for the same reason Abraham Lincoln noted so eloquently in his famous address at the site on Nov. 19, 1863. The battle consecrated the “unfinished work” to guarantee “that this nation, under God, shall have a new birth of freedom — and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth.”

In that way, the Civil War is less important to the descendants of those who fought in it than it is to those whose ancestors were living halfway around the globe at the time. For if you have chosen to throw your lot in with this country, the American Civil War is at the foundation of your reasons to do so.

True, we have not arrived at our final destination as either a nation or as a people. Yet we have much to commemorate. Everything that has come about since the war is linked to that bloody mess and its outcome and aftermath. The American Century, the Greatest Generation and all the rest are somehow born out of the sacrifice of those 750,000 men and boys. None of it has been perfect, but I wouldn’t want to be here without it.

Robert Hicks is the author of the novels “The Widow of the South” and “A Separate Country.”

 

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AHA

La American Historical Association (AHA), la asociación de historiadores  más antigua y prestigiosa de los Estados Unidos, acaba de reinaugurar su blog AHA Today. Por la variedad de sus contenidos, éste es un recurso muy valioso para aquellos interesados en el estudio e investigación de la historia estadounidense.

 

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