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El pasado 2 de diciembre la Doctrina Monroe cumplió doscientos años de vida. En este ensayo los internacionalistas Tom Long y Carsten-Andreas Schulz comentan tal efeméride destacando el renacer de la doctrina en los discursos políticos estadounidenses, especialmente, entre políticos asociados al Partido Republicano. Este renacer de la doctrina Monroe está directamente asociado al incremento de la influencia china en la América Latina. En otras palabras, la creciente competencia y conflictividad chino-estadounidense –unida a la presencia del gigante asiático en la región latinoamericana– han revitalizado a la Doctrina Monroe entre algunos líderes norteamericanos. Hay quienes, como el precandidato presidencial Ron DeSantis, han comenzado a invocarla para justificar un mayor intervencionismo estadounidense en la región latinoamericana frente a la “amenaza” china y los problemas en la frontera sur.

En su análisis, Long y Schulz plantean algo indiscutible: a lo largo de sus doscientos años de existencia, la Doctrina Monroe ha tenido diversos significados en diferentes momentos históricos. Esto aplica tanto a los estadounidenses como a los latinoamericanos, pues hubo ocasiones a lo largo de este largo periodo que la doctrina no fue vista de forma negativa en América Latina. Los autores reconocen que entre los latinoamericanos la doctrina es sinónimo de paternalismo, unilateralismo e intervencionismo. Sin embargo, también plantean que hubo latinoamericanos que buscaron vincularle con un multilateralismo que protegiera a la región de amenazas externas. En fin, que la Doctrina Monroe es más compleja de lo que algunos quisieran reconocer.

Long es profesor de  relaciones internacionales en la Universidad de Warwick y profesor afiliado en el Centro de Investigación y Enseñanza de la Economía en la Ciudad de México. Schulz es profesor adjunto de relaciones internacionales en la Universidad de Cambridge.


El retorno de la doctrina Monroe

Tom Long y Carsten-Andreas Schulz

Foreign Policy   16 de diciembre  de 2023

 

La Doctrina Monroe está experimentando un resurgimiento. Al cumplir 200 años este mes, este principio de política exterior consagrado por el tiempo, que declara que Washington se opondrá a las incursiones políticas y militares en el hemisferio occidental por parte de potencias fuera de él, está una vez más a la vanguardia de los debates políticos en Estados Unidos.

Los candidatos presidenciales republicanos  como Vivek Ramaswamy y Ron DeSantis piden la revitalización de la doctrina para apuntar a la creciente presencia de China en América Latina y la ofrecen como justificación para un posible ataque militar estadounidense contra organizaciones criminales en México. Están siguiendo el ejemplo del expresidente de Estados Unidos Donald Trump, quien elogió a Monroe en el pleno de la Asamblea General de las Naciones Unidas, así como de asesores como John Bolton y el exsecretario de Estado Rex Tillerson.

Aunque la administración Biden se ha abstenido de invocar explícitamente el principio, probablemente dándose cuenta de que las menciones a Monroe están garantizadas para irritar a los latinoamericanos, las advertencias de la Casa Blanca sobre la creciente presencia de China  en el hemisferio occidental tienen un trasfondo distintivamente monroeísta.

Incluso hace una década, uno podría haber asumido que la relevancia de Monroe en el siglo XXI había disminuido. Después de todo, durante el primer centenario de la doctrina, el profesor de Yale y explorador de Machu Picchu, Hiram Bingham, la calificó como “un shibboleth obsoleto”. En el segundo siglo de la doctrina, se había asociado estrechamente con las intervenciones de Estados Unidos durante la Guerra Fría y el unilateralismo en las Américas. Cuando el entonces presidente de EE. El secretario de Estado, John Kerry, declaró en 2013 que “la era de la Doctrina Monroe ha terminado”, el principio se había convertido en un anacronismo.

Pero como sugiere su reciente resurgimiento, la Doctrina Monroe ha significado durante mucho tiempo cosas diferentes  para diferentes audiencias. Aunque el término “Doctrina Monroe” es ampliamente considerado como tóxico, los políticos en Washington han luchado por romper con su legado. Y las palabras y acciones de Estados Unidos en América Latina ciertamente todavía se perciben a través de la lente de Monroe.

Una pintura de 1912 de Clyde DeLand representa al presidente de los Estados Unidos James Monroe (centro) en la creación de la Doctrina Monroe en 1823.ARCHIVO BETTMANN/GETTY IMAGES

 

Desde el principio, la Doctrina Monroe tuvo innumerables significados. Antes de quedar irremediablemente ligado al “gran garrote” del presidente estadounidense Theodore Roosevelt, sirvió como un espejo, reflejando las esperanzas y temores de los nuevos países de las Américas en las relaciones internacionales.

Los principios de lo que se conocería póstumamente  como la Doctrina Monroe fueron pronunciados por primera vez el 2 de diciembre de 1823 por el entonces presidente de los Estados Unidos. El presidente James Monroe durante su mensaje anual  al Congreso, pero el pasaje en cuestión fue escrito en gran parte por el entonces secretario de Estado John Quincy Adams. La política exterior de Monroe y Adams contenía dos principios fundamentales. El primero fue el establecimiento de lo que llamaron “esferas separadas” entre Europa y América. La segunda fue la afirmación de la oposición de Estados Unidos a los intentos europeos de reconquista y a las ambiciones territoriales en América Latina y el noroeste del Pacífico.

Al principio, la idea no era una doctrina, ni la incipiente república estadounidense podía respaldarla con fuerza. El discurso de Monroe fue percibido inicialmente como una declaración de solidaridad contra la amenaza de la conquista europea, aunque bastante prepotente. Los líderes independentistas de las antiguas colonias hispanoamericanas tomaron nota cortésmente del discurso de Monroe como una expresión de apoyo tácito a su causa.

Sin embargo, cuando Estados Unidos se anexionó la mitad norte de México durante una guerra de conquista que duró de 1846 a 1848, la política estadounidense adquirió un tono premonitorio.

A lo largo de las décadas, la Doctrina Monroe ganó mayor prominencia entre las facciones políticas rivales en los Estados Unidos, y las conexiones con el contexto original de Monroe se debilitaron. Los sucesivos gobiernos de Estados Unidos invocaron la Doctrina Monroe para protegerse de  otros adversarios en todo el mundo: los británicos, el imperio alemán, las potencias del Eje de la Segunda Guerra Mundial y, más tarde, la Unión Soviética. En América Latina, la doctrina ofrecía a los países la protección de Estados Unidos (solicitada o no) al tiempo que reservaba el derecho de Washington a definir qué tipo de acciones contaban como amenazantes, así como el derecho a decidir cómo responder a ellas. El paternalismo inherente hacia la región pronto se complementó con el unilateralismo y el intervencionismo absolutos.

Sin embargo, a finales de la década de 1860, algunos liberales latinoamericanos y abolicionistas estadounidenses vieron la Doctrina Monroe como una oportunidad para crear un orden regional basado no en intereses dinásticos e intrigas de grandes potencias, sino en el imperio de la ley y la solidaridad.

En lugar de ver a Monroe como una licencia para el expansionismo, los liberales de mediados de siglo imaginaron un destino hemisférico común que rompía con las guerras e intrigas del Viejo Mundo. La doctrina resurgió como  un llamado a Estados Unidos para que actuara contra las incursiones francesas y españolas en las Américas, incluso en llamados de líderes liberales latinoamericanos como los presidentes mexicanos Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada.

Los líderes liberales reconocieron que el tamaño y el poder de Estados Unidos harían que su lugar en el hemisferio fuera distinto, pero argumentaron que las diferencias entre las naciones debían superarse con la solidaridad republicana, la diplomacia multilateral y el derecho internacional. La paz no se haría a través de tratados secretos a expensas de los pequeños estados, sino a través del arbitraje y la consulta.

Los latinoamericanos invocaron la Doctrina Monroe en este contexto para criticar la participación de Estados Unidos en la ahora infame Conferencia de Berlín de 1884-1885, donde las potencias europeas se repartieron el territorio africano bajo un deber autoproclamado de difundir la civilización occidental. Los latinoamericanos temían que esta expansión imperial sancionada pudiera llegar también a sus costas.

Unos años más tarde, los venezolanos apelaron de nuevo al legado de Monroe para conseguir el apoyo de Estados Unidos en su disputa con Gran Bretaña por la frontera entre Venezuela y Guyana. (La insatisfacción venezolana con el proceso de arbitraje subsiguiente hace un siglo sentó las bases para la recientes amenazas de guerra allí). En Estados Unidos, la doctrina también sirvió a los aislacionistas para avanzar en su crítica del enredo de Estados Unidos en la política de alianzas europeas.

El presidente estadounidense Theodore Roosevelt visita Río de Janeiro en 1913. ARCHIVO DE HISTORIA UNIVERSAL/UIG VÍA GETTY IMAGES

Pero a principios de siglo, el presidente Teddy Roosevelt profundizó el vínculo de la Doctrina Monroe con las intervenciones unilaterales de Estados Unidos. Lo más infame  es que su “corolario” del principio reclamaba, para los nuevos y poderosos Estados Unidos, el derecho y el deber de vigilar su vecindad. El presidente Woodrow Wilson, por lo demás adversario de Roosevelt en muchas cuestiones de política exterior, compartía en gran medida esta visión de la Doctrina Monroe. Wilson insistió en que se mencionara a Monroe  en la Carta de la Sociedad de Naciones para consagrar las prerrogativas unilaterales de Estados Unidos.

En este punto, incluso los latinoamericanos simpatizantes se habían agriado con la doctrina, y Monroe se convirtió en un grito de guerra para los nacionalistas y antiimperialistas de la región. La interpretación de Roosevelt de la doctrina desplazó en gran medida a las que enfatizaban la solidaridad y la moderación. La época estaba impregnada de una arrogancia de  presunciones raciales y civilizatorias de que Estados Unidos tenía el derecho y el deber de instruir y disciplinar a  los latinoamericanos.

Pero las esperanzas de revertir el corolario de Roosevelt y reinterpretar a Monroe como compatible con el multilateralismo no desaparecieron, como ha demostrado el académico Juan Pablo Scarfi. En algunos rincones de las sociedades latinoamericanas, Estados Unidos siguió siendo un modelo predilecto de modernidad.

Si bien las menciones explícitas a la Doctrina Monroe disminuyeron, la política exterior de Estados Unidos hacia la región adquirió un celo más intervencionista en el apogeo de la Guerra Fría. Con la justificación de excluir la influencia soviética, el gobierno de Estados Unidos ayudó a derrocar proyectos democráticos reformistas en toda América Latina para instalar dictadores afines a Estados Unidos, sobre todo en Guatemala en 1954, República Dominicana en 1965 y Chile en 1973. Al comentar sobre Chile en 1970, el difunto secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, dijo que  “los temas son demasiado importantes para que los votantes [latinoamericanos] decidan por sí mismos”.

Ahora, después de tres décadas en las que las intervenciones abiertas de Estados Unidos en América Latina se han vuelto raras, la discusión sobre la Doctrina Monroe parece estar regresando.

Anticipando una renovada rivalidad entre grandes potencias, esta vez con China, Estados Unidos se encuentra buscando a tientas un enfoque coherente para los rivales de fuera del hemisferio occidental, y para los desafíos de dentro de él. La aparente simplicidad y persistencia de la Doctrina Monroe significan que ha recuperado adeptos en los Estados Unidos. Sin embargo, los recientes elogios a la doctrina desde dentro del Partido Republicano sugieren sólo una comprensión superficial de la doctrina y sus significados en América Latina.

Tales usos pueden estar dirigidos a una audiencia nacional de Estados Unidos, pero cuando llegan a oídos latinoamericanos, parecen estar fuera de lugar, o algo peor. Elogiar a Monroe  no persuadirá a los latinoamericanos de que sus intereses radican en la cooperación con Estados Unidos y no con sus rivales extra-hemisféricos. Invocar la doctrina acelera el mismo resultado que pretende evitar.

Aunque muy pocos en América Latina aceptarían el término “Doctrina Monroe”, muchos líderes de la derecha de la región tienen sus propias disposiciones anti chinas, incluido el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, el expresidente ecuatoriano Guillermo Lasso y el nuevo presidente argentino Javier Milei. Estos líderes han recurrido a Estados Unidos para compensar el creciente peso económico y político de China. En los últimos años, varios países de la región han cambiado las relaciones diplomáticas de Taiwán a China y han ampliado los acuerdos comerciales y de inversión con Pekín.

No es probable que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, siga el ejemplo de Trump y elogie abiertamente  la Doctrina Monroe en las Naciones Unidas. Pero muchas iniciativas de la administración Biden son percibidas  en América Latina bajo una luz similar. Los altos funcionarios estadounidenses rara vez dedican tiempo a América Latina más allá de los problemas relacionados con la inmigración y el narcotráfico, y las ofertas económicas de Estados Unidos a la región se consideran insignificantes en comparación con sus compromisos en otros lugares. Cuando los funcionarios de Biden insisten a los latinoamericanos sobre los peligros del compromiso económico con China, las advertencias se escuchan como ecos modernos de la broma de Monroe de que Estados Unidos sabe más.

En su último resurgimiento, a la Doctrina Monroe se le atribuirán aún más significados. Pero el monroeísmo, ya sea de nombre o como paradigma político implícito, está condenado al fracaso. Como término, la “Doctrina Monroe” está demasiado contaminada para ser redimida. Invocar la frase en las relaciones interamericanas de hoy es contraproducente. La doctrina no puede sacudirse dos siglos de vínculos con el unilateralismo, el paternalismo y el intervencionismo.

Tampoco el hecho de referirse a la Doctrina Monroe con otro nombre esconde su hedor. Los principios fundamentales de la doctrina chocan con las relaciones internacionales e interamericanas actuales. La doctrina se basaba en la idea de esferas separadas; las interpretaciones más multilaterales de Monroe tendían a enfatizar este aspecto como la base de una distintiva “idea del hemisferio occidental”.

Pero la confrontación global de la Guerra Fría y la amenaza nuclear universal pusieron en duda la viabilidad de esferas separadas. Ahora, en una era de cambio climático global y cadenas de valor, la afirmación parece aún más inverosímil. Estados Unidos no solo está inextricablemente ligado a los asuntos europeos, asiáticos y globales, sino que también lo está América Latina.

Incluso las concepciones multilaterales de la doctrina estaban empantanadas en supuestos paternalistas. Los llamados a un orden regional más multilateral e igualitario son incompatibles con el supuesto fundamental de la Doctrina Monroe de que es Estados Unidos quien decide quién cuenta como amenaza hemisférica.

Del mismo modo, la prohibición de la reconquista europea de la doctrina original se amplió con el tiempo para abarcar otras actividades, como las relaciones diplomáticas y comerciales con la Unión Soviética hace décadas, o las “trampas de la deuda” china en la actualidad. Empezando por Monroe, se supone que Estados Unidos define qué tipo de relaciones exteriores están fuera de lugar.

Y aquí está el problema. Independientemente de lo que los responsables políticos crean que significa la Doctrina Monroe, en esencia, la doctrina duda de que los países latinoamericanos puedan trazar su propio rumbo en el mundo. Hasta que la política exterior de Estados Unidos se deshaga de esa noción, quedará atrapada en las garras de Monroe.


Traducido por Norberto Barreto Velázquez

 

 

 

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La muerte de Henry Kissinger, uno de los personajes más nefastos del siglo XX, ha provocado muchas reacciones. Algunos obvian sus crímenes y lo presentan como un gran estadista. Quienes siguen este blog saben del profundo desprecio que siento por su figura. No le doy a  Kissinger el beneficio de la duda, ni busco un balance que destaque  sus “logros” diplomáticos y académicos. Para mí, Kissinger es la encarnación de mal en su forma más pura.  Como bien nos recuerda el historiador André Pagliarini en esta nota,  esa maldad se expresó en una profunda banalidad que le llevó a sacrificar miles de vidas. Pagliarini es profesor en Hampden-Sydney College en Virginia.


Henry Kissinger on the phone with Deputy National Security Advisor at the time Brent Scowcroft, April 29, 1975. (National Archives via Pingnews / Flickr / PDM 1.0 DEED)

La banalidad de Henry Kissinger

André Pagliarini

NACLA 30 de noviembre de 2023

El 29 de noviembre de 2023, murió Henry Kissinger a la edad de 100 años. El 25 de noviembre de 1970, a la edad de 47 años, tramaba la muerte de la democracia chilena. Ese día, escribió un memorándum al presidente Richard Nixon sobre los continuos esfuerzos del gobierno de Estados Unidos para desestabilizar la administración del presidente Salvador Allende.

“El programa tiene cinco elementos principales”, explicó. Incluyó: (1) Acción política para dividir y debilitar a la coalición de Allende; (2) Mantener y ampliar los contactos en las fuerzas armadas chilenas; (3) brindar apoyo a grupos y partidos políticos de oposición no marxistas; (4) ayudar a ciertos periódicos y utilizar otros medios de comunicación en Chile que puedan hablar en contra del Gobierno de Allende; y (5) el uso de medios de comunicación seleccionados [censurado] para resaltar la subversión de Allende del proceso democrático y la participación de Cuba y la Unión Soviética en Chile.

Según Kissinger, Allende era un problema especialmente molesto para Washington. Era un miembro incondicional del Partido Socialista de Chile y el candidato de una coalición de izquierda conocida como Unidad Popular que se impuso por un estrecho margen en las elecciones de 1970. El de Allende fue “el primer gobierno marxista que llegó al poder mediante elecciones libres”, se lamentó Kissinger  por escrito a principios de noviembre de 1970. “Tiene  legitimidad a los ojos de los chilenos y de la mayor parte del mundo; no hay nada que podamos hacer para negarle esa legitimidad o afirmar que no la tiene”. Como le recordó a su presidente, Estados Unidos apoyó técnicamente la soberanía de las naciones independientes en el hemisferio occidental, lo que hace que sea “muy costoso para nosotros actuar de maneras que parecen violar esos principios”. Cuando se trataba del Chile de Allende, Kissinger reconoció que “los latinoamericanos y otros en el mundo verán nuestra política como una prueba de la credibilidad de nuestra retórica”.

Socavar, atacar y luego culpar a la víctima: estos fueron movimientos recurrentes durante su tiempo como asesor de seguridad nacional y luego secretario de Estado. Pero la credibilidad en ese frente corría el riesgo de desacreditar en otro: “Nuestra falta de reacción ante esta situación corre el riesgo de ser percibida en América Latina y en Europa como indiferencia o impotencia frente a acontecimientos claramente adversos en una región considerada durante mucho tiempo nuestra esfera de influencia”. En opinión de Kissinger, Chile a principios de la década de 1970 colocó dos compromisos de política exterior de Estados Unidos en diametralmente opuestos: por un lado, el apoyo a la democracia en el extranjero incluso cuando su funcionamiento arrojó resultados que desagradaron a Washington y, por el otro, la afirmación de una primacía indiscutible en su supuesta esfera de influencia. Este, por supuesto, no era el primer lugar en el que los responsables de la política exterior de Estados Unidos tendrían que sopesar estas prioridades en competencia, ni sería el último. En última instancia, Kissinger instó a Nixon a “oponerse a Allende tan fuertemente como podamos y hacer todo lo posible para evitar que consolide el poder, teniendo cuidado de empaquetar esos esfuerzos en un estilo que nos dé la apariencia de reaccionar a sus movimientos”. Socavar, atacar y luego culpar a la víctima: estos fueron movimientos recurrentes durante su tiempo como asesor de seguridad nacional y luego secretario de Estado.

Henry Kissinger (middle) meeting with Chilean dictator General Augusto Pinochet (right) in 1976. (Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile / Wikimedia Commons / CC BY 2.0 CL)

Henry Kissinger reunido con el dictador chileno Augusto Pinochet en 1976. (Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile / Wikimedia Commons / CC BY 2.0 CL)

Como han señalado los obituarios críticos, Kissinger es notable por la devastación humana generalizada que permitió. Entre los ignominiosos más destacados se encuentran su  campaña concertada contra Allende, que preparó el escenario para el ascenso al poder del bárbaro general Augusto Pinochet, y el bombardeo ilegal de cientos de miles de civiles en Camboya. “Es un acto de locura y humillación nacional tener una ley que prohíbe al presidente ordenar asesinatos”, dijo una vez, lo que llevó a todos los que sobrevivieron a su tiempo en el poder a preguntarse qué más estragos podría haber causado sin tal prohibición.

También son notables, sin embargo, las formas posiblemente más abundantes en las que Kissinger no tenía nada de especial. Al igual que muchos otros cortesanos insensibles de Washington a lo largo de los años, mostró una y otra vez un desprecio fulminante por la idea de que los poderosos pueden y deben estar limitados por las salvaguardas democráticas. Como una vez bromeó reveladoramente (guiño, guiño): “Lo ilegal lo hacemos de inmediato; Lo inconstitucional tarda un poco más”. La idea de que las personas fuera de Estados Unidos tienen derecho a la autonomía también lo ofendió. “No veo por qué tenemos que quedarnos de brazos cruzados y ver cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su gente. Los temas son demasiado importantes para que los votantes chilenos decidan por sí mismos”, afirmó en 1970.

El presidente Richard Nixon con el asesor de seguridad nacional Henry Kissinger (derecha) y el adjunto de Kissinger, Alexander M. Haig Jr., 1972.

Al igual que muchas criaturas de Washington antes y después de él, Kissinger con frecuencia priorizó su propia reputación. “La preocupación del Sr. Kissinger no es por los camboyanos, que no quieren más guerra”, como dijo Anthony Lewis  en The New York Times en 1975. “Es por la credibilidad de Estados Unidos, y especialmente por la suya propia, que cree que sufriría si ‘perdiéramos’ Camboya. Debido a que el único acuerdo concebible ahora significaría la salida de [el presidente] Lon Nol, la guerra debe continuar. El señor Kissinger está dispuesto a luchar hasta el último camboyano”. Kissinger vio que su posición profesional en ese caso dependía de la muerte de hombres, mujeres y niños sin rostro en el extranjero. No fue el único en su indiferencia hacia la vida no estadounidense.

Y, sin embargo, Kissinger abrazó una morbosa nobleza obligada frente a Estados Unidos en el escenario mundial, una visión que se pone de manifiesto en una entrevista de 1972 en la  que proclamó que “a los estadounidenses les gusta el vaquero… que cabalga solo por la ciudad, el pueblo, con su caballo y nada más… Este personaje increíble y romántico me sienta bien precisamente porque estar solo siempre ha sido parte de mi estilo o, si se quiere, de mi técnica”.

Después de la violenta caída de Allende, quien se suicidó durante el golpe de Estado que asfixió a la democracia chilena durante una generación, Kissinger le dijo a Nixon que “en el período de Eisenhower, seríamos héroes”. Al situar explícitamente la traumática experiencia de Chile en 1973 dentro del mismo linaje que Guatemala en 1954 (e, indirectamente, Irán en 1953), Kissinger nos recuerda que él no fue más que un actor en la tragedia de la política exterior estadounidense de la Guerra Fría. De hecho, para un hombre que probablemente será celebrado en numerosos obituarios como un estadista de extraordinaria distinción, Kissinger no fue excepcional en lo más mínimo en la forma en que resolvió la frecuente tensión entre la democracia en el extranjero y las prerrogativas de la hegemonía estadounidense. A la hora de la verdad, a la mierda la democracia. En ese sentido, no había nada especial en él.


Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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Mañana 27 de mayo de 2023, Henry A. Kissinger cumplirá cien años de vida. Tal efemeride ha provocado una gran atención mediática y académica. Y no es para menos, pues Kissinger es una de las figuras más controversiales  de la historia de Estados Unidos. Por ocho años dirigió la politica  exterior estadounidense, primero como asesor de seguridad nacional de Nixon, y luego como Secretario de Estado de Ford. Sobrevivió inmacualado al escandalo de Watergate para convertirse en una figura venerada por muchos, que le consideran un gran hombre de Estado. Sin embargo, tras esa imagen se esconden sombras muy tenebrosas que llevan a muchos a denunciarle como uno de los peores criminales de guerra de la Historia. Quienes así le describen le acusan de ser responsable –directo o indirecto– de la muerte de millones personas. Entre las víctimas de su real politik y su maquiavelismo, destacan millones de camboyanos, masacrados durante cuatro años de bombardeos ilegales. Pero la lista es más extensa e incluye a vietnamitas, angoleños, chilenos, argentinos, timorenses, sahuaries y, especialmente, estadounidenses. A esto últimos los sacrificó alargando innecesariamente el conflicto indochino en el que la arrogancia imperial  atrapó a Estados Unidos por más de dos décadas.

Uno de los analistas más críticos de la figura de Kissinger es el historiador Greg Grandin. En este artículo publicado en la revista The Nation, Grandin desmitifica la figura de Kissinger, recordándonos el triste papel que éste jugó saboteando un acuerdo de paz que pudo haber acabado con la guerra de Vietnam en 1968. Grandin también examina actuación de Kissinger en el proceso que culminó en  el escándalo Watergate, cuestionando la idea generalizada de que el Secretario de Estado no tuvo nada que ver con los crímenes que llevaron a la destrucción de su jefe Richard M. Nixon.

Grandin nos retrata a Kissinger como un personaje siniestro y manipulador, dispuesto a todo por llegar y mantenerse en el poder.

El Dr. Grandin es profesor de historia en la Universidad de Yale y autor, entre otros trabajos, de Kissinger’s Shadow The Long Reach of America’s Most Controversial Statesman (McMillan, 2015).


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 Richard M. Nixon, Henry Kissinger y el Coronel Alexander M. Haig Jr., 1972.

A sus 100 años Kissinger sigue si enfrentar la justicia

Greg Gradin

The Nation   25 de mayo de 2023

Henry Kissinger debería haber caído con el resto de ellos: Haldeman, Ehrlichman, Mitchell, Dean y Nixon. Sus huellas dactilares estaban por todo Watergate. Sin embargo, sobrevivió en gran medida manipulando a la prensa. Hasta 1968, Kissinger había sido Republicano del grupo de Nelson Rockefeller, aunque también se desempeñó como asesor del Departamento de Estado en la administración Johnson. Kissinger quedó atónito por la derrota de Rockefeller ante Richard Nixon en las primarias; según los periodistas Marvin y Bernard Kalb, “lloró”. Kissinger creía que Nixon era “el más peligroso, de todos los hombres que se postulaban a la presidencia”. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que Kissinger entrara en contacto con la gente de Nixon, ofreciendo usar sus contactos en la Casa Blanca de Johnson para filtrar información sobre las conversaciones de paz con Vietnam del Norte. Todavía profesor de Harvard, trató directamente con el asesor de política exterior de Nixon, Richard V. Allen, quien en una entrevista concedida al University of Virginia Miller Center dijo que Kissinger, “por su cuenta”, se ofreció a transmitir información que había recibido de un asistente que asistía a las conversaciones de paz. Allen describió a Kissinger como actuando muy de capa y espada, llamándolo desde teléfonos públicos y hablando en alemán para informar sobre lo que había sucedido durante las conversaciones.

A finales de octubre, Kissinger le informó a la campaña de Nixon: “En París están descorchando el champán”. Horas más tarde, el presidente Johnson suspendió los bombardeos. Un acuerdo de paz podría haber empujado la candidatura presidencial de Hubert Humphrey, quien se estaba acercando a Nixon en las encuestas, a la cima. La gente de Nixon actuó rápidamente: instaron a los vietnamitas del sur a descarrilar las conversaciones.

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A través de escuchas telefónicas e interceptaciones, el presidente Johnson se enteró de que la campaña de Nixon le estaba diciendo a los vietnamitas del sur “que esperaran hasta después de las elecciones”. Si la Casa Blanca hubiera hecho pública esta información, la indignación pudo haber inclinado la elección a favor de Humphrey. Pero Johnson dudó. “Esto es traición”, dijo, citado en el excelente libro de Ken Hughes Chasing Shadows: The Nixon Tapes, the Chennault Affair, and the Origins of Watergate, “sacudiría al mundo”.

Johnson permaneció en silencio. Nixon ganó. La guerra continuó.

Esa October Surprise (sorpresa de octubre) inició una cadena de eventos que conducirían a la caída de Nixon.  Kissinger, que había sido nombrado Asesor de Seguridad Nacional, aconsejó a Nixon que ordenara el bombardeo de Camboya para presionar a Hanoi a regresar a la mesa de negociaciones. Nixon y Kissinger estaban desesperados por reanudar las conversaciones que habían ayudado a sabotear, y su desesperación se manifestó en ferocidad. “’Salvaje’ era una palabra que se usaba una y otra vez” para discutir lo que había que hacer en el sudeste asiático, recordó uno de los ayudantes de Kissinger. Bombardear Camboya (un país con el que Estados Unidos no estaba en guerra), lo que eventualmente rompería el país y conduciría al surgimiento de los Jemeres Rojos, era ilegal. Así que tenía que hacerse en secreto. La presión para mantenerlo en secreto extendió la paranoia dentro de la administración, lo que llevó a Kissinger y Nixon a pedirle a J. Edgar Hoover que interviniera los teléfonos de los funcionarios de la administración. La filtración de los Papeles del Pentágono de Daniel Ellsberg hizo que Kissinger entrara en pánico. Temía que, dado que Ellsberg tenía acceso a los periódicos, también podría saber lo que Kissinger estaba haciendo en Camboya.

El lunes 14 de junio de 1971, el día después de que The New York Times publicara su primera historia sobre los Papeles del Pentágono, Kissinger explotó, gritando: “Esto destruirá totalmente la credibilidad estadounidense para siempre … Destruirá nuestra capacidad de conducir la política exterior con confianza. Ningún gobierno extranjero volverá a confiar en nosotros”.

“Sin el estímulo de Henry”, escribió John Ehrlichman en sus memorias, Witness to Power, “el presidente y el resto de nosotros podríamos haber llegado a la conclusión de que los documentos eran un problema de Lyndon Johnson, no nuestro”. Kissinger “avivó la llama de Richard Nixon al rojo vivo”.

¿Por qué? Kissinger acababa de comenzar las negociaciones para restablecer las relaciones con China y temía que el escándalo pudiera sabotearlas. Haciendo clave su actuación para despertar los resentimientos de Nixon, describió a Ellsberg como inteligente, subversivo, promiscuo, perverso y privilegiado: “Ahora se ha casado con una chica muy rica”, le dijo Kissinger a Nixon. Comenzaron a animarse mutuamente”, recordó Bob Haldeman (citado en la biografía de Kissinger de Walter Isaacson), “hasta que ambos estaban en un frenesí”. Si Ellsberg sale ileso, Kissinger le dijo a Nixon, “muestra que usted es un débil, señor presidente”, lo que llevó a Nixon a establecer los Plumbers (los Plomeros), la unidad clandestina que realizaba escuchas y robos, incluso en la sede del Comité Nacional Demócrata en el Complejo Watergate.

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Rockefeller, Ford y Kissinger 

Seymour Hersh, Bob Woodward y Carl Bernstein presentaron historias que apuntaban a Kissinger como parte de la primera ronda de escuchas telefónicas ilegales, establecidas por la Casa Blanca en la primavera de 1969 para mantener en secreto su bombardeo de Camboya.

Aterrizando en Austria de camino a Oriente Medio en junio de 1974 y descubriendo que la prensa había publicado más historias y editoriales poco halagadores sobre él, Kissinger celebró una conferencia de prensa improvisada y amenazó con renunciar. Fue a todas luces una fanfarronada. “Cuando se escriba el récord”, dijo, aparentemente al borde de las lágrimas, “se podrá recordar que tal vez se salvaron algunas vidas y tal vez algunas madres pueden descansar más tranquilas, pero eso se lo dejo a la historia. Lo que no dejaré a la historia es una discusión sobre mi honor público”.

El truco funcionó. “Parecía totalmente auténtico”, dijo la revista New York. Como si retrocedieran ante su propia tenacidad repentina al exponer los crímenes de Nixon, los reporteros y presentadores de noticias se unieron en torno a Kissinger. Mientras que el resto de la Casa Blanca se reveló como un grupo de matones, Kissinger siguió siendo alguien en quien Estados Unidos podía creer. “Estábamos medio convencidos de que nada estaba más allá de la capacidad de este hombre notable”, dijo Ted Koppel de ABC News en un documental de 1974, describiendo a Kissinger como “el hombre más admirado de Estados Unidos”. Era, agregó Koppel, “lo mejor que teníamos”.

Ahora sabemos mucho más sobre los otros crímenes de Kissinger, el inmenso sufrimiento que causó durante sus años como funcionario público. Dio luz verde a golpes de estado y permitió genocidios. Les dijo a los dictadores que hicieran sus asesinatos y torturas rápidamente, vendió a los kurdos y dirigió la operación fallida para secuestrar al general chileno Ren. Schneider (con la esperanza de descarrilar la toma de posesión del presidente Salvador Allende), que resultó en el asesinato de Schneider. Su giro posterior a Vietnam hacia el Medio Oriente dejó a esa región en caos, preparando el escenario para las crisis que continúan afligiendo a la humanidad.

Kissinger's ShadowSin embargo, sabemos poco sobre lo que vino después, durante sus cuatro décadas de trabajo con Kissinger Associates. La “lista de clientes” de la firma ha sido uno de los documentos más buscados en Washington desde al menos 1989, cuando el senador Jesse Helms exigió sin éxito verla antes de considerar confirmar a Lawrence Eagleburger (un protegido y empleado de Kissinger Associates) como Subsecretario de Estado. Más tarde, Kissinger renunció como presidente de la Comisión 9/11 en lugar de entregar la lista para su revisión pública. Kissinger Associates fue uno de los primeros actores en la ola de privatizaciones que tuvo lugar después del final de la Guerra Fría, en la antigua Unión Soviética, Europa del Este y América Latina, ayudando a crear una nueva clase oligárquica internacional. Kissinger había utilizado los contactos que hizo como funcionario público para fundar una de las empresas más lucrativas del mundo. Luego, habiendo escapado de la mancha de Watergate, utilizó su reputación como sabio de la política exterior para influir en el debate público, en beneficio, podemos suponer, de sus clientes. Kissinger fue un entusiasta defensor de ambas Guerras del Golfo, y trabajó estrechamente con el presidente Clinton para impulsar el TLCAN a través del Congreso. La firma también hizo un libro sobre las políticas implementadas por Kissinger. En 1975, como secretario de Estado, Kissinger ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, trabajando con el gobierno indio y asegurando fondos de los Estados Unidos. Después del desastre de la fuga química de la planta en 1984, Kissinger Associates representó a Union Carbide, negociando un miserable acuerdo extrajudicial para las víctimas de la fuga, que causó casi 4,000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. Hace unos años, mucha fanfarria asistió a la donación de Kissinger de sus documentos públicos a Yale. Pero nunca sabremos la mayor parte de lo que su empresa ha estado haciendo en Rusia, China, India, Medio Oriente y otros lugares. Se llevará esos secretos con él cuando se vaya.

Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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John Dower es un destacado historiador estadounidense miembro emérito del Departamento de Historia del Massachussets Institute of Technology. En su larga y fructífera carrera,  el Dr. Dower  se ha destacado como analista de la historia japonesa y de las relaciones exteriores de Estados Unidos. El análisis de la guerra ha ocupado una parte importante de su trabajo académico. Su libro Embracing Defeat: Japan in the Wake of World War II (1999) ganó varios premios prestigiosos, entre ellos, el Pulitzer y el Bancroft. Es autor, además, de War Without Mercy: Race and Power in the Pacific War (1986), Japan in War and Peace: Selected Essays (1994),  Cultures of War: Pearl Harbor/Hiroshima/9-11/Iraq (2010), and Ways of Forgetting, Ways of Remembering: Japan in the Modern World (2012). 

En el siguiente artículo publicado en TomDispatch, Dower enfoca cómo a lo largo de su historia, los estadounidenses han, no sólo recordado, sino también olvidado las guerras en las que han participado para preservar así su auto-representación de víctimas, tema que discute a profundidad en su último libro The Violent American Century: War and Terror Since World War Two (2018).


The last near-century of American dominance was extraordinarily violent |  Business Standard News

Pérdida de memoria en el jardín de la violencia

JOHN DOWER

TomDisptach  30 de julio de 2021

Hace algunos años, un artículo periodístico atribuyó a un visitante europeo la irónica observación de que los estadounidenses son encantadores porque tienen una memoria muy corta. Cuando se trata de las guerras de la nación, no estaba del todo incorrecto. Los estadounidenses abrazan las historias militares del tipo heroico «banda de hermanos [estadounidenses]», especialmente en la Segunda Guerra Mundial. Poseen un apetito aparentemente ilimitado por los recuentos de la Guerra Civil, de lejos el conflicto más devastador del país en lo que respecta a las muertes.

Ciertos momentos históricos traumáticos como «el Álamo» y «Pearl Harbor» se han convertido en palabras clave —casi dispositivos mnemotécnicos— para reforzar el recuerdo de la victimización estadounidense a manos de antagonistas nefastos. Thomas Jefferson y sus pares en realidad establecieron la línea de base para esto en el documento fundacional de la nación, la Declaración de Independencia, que consagra el recuerdo de «los despiadados salvajes indios», una demonización santurrona que resultó ser repetitiva para una sucesión de enemigos percibidos más tarde. «11 de septiembre» ha ocupado su lugar en esta invocación profundamente arraigada de la inocencia violada, con una intensidad que raya en la histeria.

John W. Dower | The New Press

John Dower

Esa «conciencia de víctima» no es, por supuesto, única de los estadounidenses. En Japón después de la Segunda Guerra Mundial, esta frase —higaisha ishiki  en japonés— se convirtió en el centro de las críticas de izquierda a los conservadores que se obsesionaron con los muertos de guerra de su país y parecían incapaces de reconocer cuán gravemente el Japón imperial había victimizado a otros, millones de chinos y cientos de miles de coreanos. Cuando los actuales miembros del gabinete japonés visitan el Santuario Yasukuni, donde se venera a los soldados y marineros fallecidos del emperador, están alimentando la conciencia de las víctimas y son duramente criticados por hacerlo por el mundo exterior, incluidos los medios de comunicación estadounidenses.

En todo el mundo,  los días y los monumentos conmemorativos de guerra garantizan la preservación de ese recuerdo selectivo. Mi estado natal de Massachusetts también hace esto hasta el día de hoy al enarbolar la bandera «POW-MIA» en blanco y negro de la Guerra de Vietnam en varios lugares públicos, incluido Fenway Park, hogar de los Medias Rojas de Boston, todavía afligidos por los hombres que luchaban que fueron capturados o desaparecieron en acción y nunca regresaron a casa.

De una forma u otra, los nacionalismos populistas de hoy son manifestaciones de la aguda conciencia de víctima. Aún así, la forma estadounidense de recordar y olvidar sus guerras es distintiva por varias razones. Geográficamente, la nación es mucho más segura que otros países. Fue la única entre las principales potencias que escapó de la devastación en la Segunda Guerra Mundial, y ha sido inigualable en riqueza y poder desde entonces. A pesar del pánico por las amenazas comunistas en el pasado y las amenazas islamistas y norcoreanas en el presente, Estados Unidos nunca ha estado seriamente en peligro por fuerzas externas. Aparte de la Guerra Civil, sus muertes relacionadas con la guerra han sido trágicas, pero notablemente más bajas que las cifras de muertes militares y civiles de otras naciones, invariablemente incluidos los adversarios de Estados Unidos.

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Soldados filipinos, 1899.

La asimetría en los costos humanos de los conflictos que involucran a las fuerzas estadounidenses ha sido el patrón desde la aniquilación de los amerindios y la conquista estadounidense de Filipinas entre 1899 y 1902. La Oficina del Historiador del Departamento de Estado cifra el número de muertos en esta última guerra en «más de 4.200 combatientes estadounidenses y más de 20.000 filipinos», y procede a añadir que «hasta 200.000 civiles filipinos murieron de violencia, hambruna y enfermedades». (Entre otras causas precipitantes de esas muertes de no combatientes, está  la matanza por tropas estadounidense de búfalos de agua de los que dependían los agricultores para producir sus cultivos). Trabajos académicos recientes eleven el número muertes de civiles filipinos.

 

La misma asimetría mórbida caracteriza las muertes relacionadas con la guerra en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, la Guerra del Golfo de 1991 y las invasiones y ocupaciones de Afganistán e Irak después del 11 de septiembre de 2001.

Bombardeo terrorista de la Segunda Guerra Mundial a Corea y Vietnam al 9/11

Si bien es natural que las personas y las naciones se centran en su propio sacrificio y sufrimiento en lugar de en la muerte y la destrucción que ellos mismos infligen, en el caso de los Estados Unidos ese astigmatismo cognitivo está relegado por el sentido permanente del país de ser excepcional, no sólo en el poder sino también en la virtud. En apoyo al «excepcionalismo estadounidense», es un artículo de fe que los valores más altos de la civilización occidental y judeocristiana guían la conducta de la nación, a lo que los estadounidenses agregan el apoyo supuestamente único de su país a la democracia, el respeto por todos y cada uno de los individuos y la defensa incondicional de un orden internacional «basado en reglas».

Tal autocomplacencia requiere y refuerza la memoria selectiva. «Terror», por ejemplo, se ha convertido en una palabra aplicada a los demás, nunca a uno mismo. Y sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, los planificadores de bombardeos estratégicos estadounidenses y británicos consideraron explícitamente su bombardeo de bombas incendiadas contra ciudades enemigas como bombardeos terroristas, e identificaron la destrucción de la moral de los no combatientes en territorio enemigo como necesaria y moralmente aceptable. Poco después de la devastación aliada de la ciudad alemana de Dresde en febrero de 1945, Winston Churchill, cuyo busto circula dentro y fuera de la Oficina Oval presidencial en Washington, se refirió  al «bombardeo de ciudades alemanas simplemente por el bien de aumentar el terror, aunque bajo otros pretextos».

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Hiroshima, setiembre de 1945.

En la guerra contra Japón, las fuerzas aéreas estadounidenses adoptaron esta práctica con una venganza casi alegre, pulverizando 64 ciudades  antes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Sin embargo, cuando los 19 secuestradores de al-Qaeda bombardearon el World Trade Center y el Pentágono en 2001, el «bombardeo terrorista» destinado a destruir la moral se desprendió de este precedente angloamericano y quedó relegado a «terroristas no estatales». Al mismo tiempo, se declaró que atacar a civiles inocentes era una atrocidad totalmente contraria a los valores «occidentales» civilizados y una prueba prima facie del salvajismo inherente al Islam.

La santificación del espacio que ocupaba el destruido World Trade Center como «Zona Cero» —un término previamente asociado con las explosiones nucleares en general e Hiroshima en particular— reforzó esta hábil manipulación de la memoria. Pocas o ninguna figura pública estadounidense reconoció o le importó que esta nomenclatura gráfica se apropiaba de Hiroshima, cuyo gobierno de la ciudad sitúa el número de víctimas mortales del bombardeo atómico «a finales de diciembre de 1945, cuando los efectos agudos del envenenamiento por radiación habían disminuido en gran medida», en alrededor de 140.000. (El número estimado de muertos en Nagasaki es de 60.000 a 70.000). El contexto de esos dos ataques —y de todas las bombas incendiadas de ciudades alemanas y japonesas que les precedieron— obviamente difiere en gran medida del terrorismo no estatal y de los atentados suicidas con bombas infligidos por los terroristas de hoy.  No obstante, «Hiroshima» sigue siendo el símbolo más revelador y preocupante de los bombardeos terroristas en los tiempos modernos, a pesar de la eficacia con la que, para las generaciones presentes y futuras, la retórica de la «Zona Cero» posterior al 9/11 alteró el panorama de la memoria y ahora connota la victimización estadounidense.

Dong Xoai June 1965

Civiles vietnamitas, Dong Xoai, junio de 1965

La memoria corta también ha borrado casi todos los recuerdos estadounidenses de la extensión estadounidense de los bombardeos terroristas a Corea e Indochina. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, el United States Strategic Bombing Survey calculó  que las fuerzas aéreas angloamericanas en el teatro europeo habían lanzado 2,7 millones de toneladas de bombas, de las cuales 1,36 millones de toneladas apuntaron a Alemania. En el teatro del Pacífico, el tonelaje total caído por los aviones aliados fue de 656.400, de los cuales el 24% (160.800 toneladas) se usó en islas de origen de Japón. De estas últimas, 104.000 toneladas «se dirigieron a 66 zonas urbanas». Impactante en ese momento, en retrospectiva, estas cifras han llegado a parecer modestas en comparación con el tonelaje de explosivos que las fuerzas estadounidenses descargaron en Corea y más tarde en Vietnam, Camboya y Laos.

La historia oficial de la guerra aérea en Corea (The United States Air Force in Korea 1950-1953)  registra que las fuerzas aéreas de las Naciones Unidas lideradas por Estados Unidos volaron más de un millón de incursiones y, en total, dispararon un total de 698.000 toneladas de artillería contra el enemigo. En su libro de memorias de 1965  Mission with LeMay, el general Curtis LeMay, que dirigió el bombardeo estratégico tanto de Japón como de Corea, señaló: «Quemamos casi todas las ciudades de Corea del Norte y Corea del  Sur… Matamos a más de un millón de civiles coreanos y expulsamos a varios millones más de sus hogares, con las inevitables tragedias adicionales que en consecuencia se producirían».

Otras fuentes sitúan el número estimado de civiles muertos en la Guerra de Corea hasta  tres millones, o posiblemente incluso más. Dean Rusk, un partidario de la guerra que luego se desempeñó como secretario de Estado,  recordó que Estados Unidos bombardeó «todo lo que se movía en Corea del Norte, cada ladrillo de pie encima de otro». En medio de esta «guerra limitada», los funcionarios estadounidenses también se cuidaron de dejar claro en varias ocasiones que no habían descartado  el uso de armas nucleares. Esto incluso implicó ataques nucleares simulados en Corea del Norte por B-29 que operaban desde Okinawa en una operación de 1951 con nombre en código Hudson Harbor.

En Indochina, como en la Guerra de Corea, apuntar a «todo lo que se movía» era prácticamente un mantra entre las fuerzas combatientes estadounidenses, una especie de contraseña que legitimaba la matanza indiscriminada. La historia reciente de la guerra de Vietnam, extensamente investigada por Nick Turse, por ejemplo, toma su título de una orden militar para «matar a cualquier cosa que se mueva». Los documentos publicados por los National Archives en 2004 incluyen una transcripción de una conversación telefónica de 1970 en la que Henry Kissinger  transmitió  las órdenes del presidente Richard Nixon de lanzar «una campaña masiva de bombardeos en Camboya». Cualquier cosa que vuele sobre cualquier cosa que se mueva».

My_Lai_massacre

Masacre de My Lai

En Laos, entre 1964 y 1973, la CIA ayudó a dirigir el bombardeo aéreo per cápita más pesado de la historia, desatando más de dos millones de toneladas de artefactos en el transcurso de 580.000 bombardeos, lo que equivale a un avión cargado de bombas cada ocho minutos durante aproximadamente una década completa. Esto incluía alrededor de 270 millones de bombas de racimo. Aproximadamente el 10% de la población total de Laos fue asesinada. A pesar de los efectos devastadores de este ataque, unos 80 millones de las bombas de racimo lanzadas no detonaron, dejando el país devastado plagado de mortíferos artefactos explosivos sin detonar hasta el día de hoy.

La carga útil de las bombas descargadas en Vietnam, Camboya y Laos entre mediados de la década de 1960 y 1973 se calcula comúnmente que fue de entre siete y ocho millones de toneladas, más de 40 veces el tonelaje lanzado sobre las islas japonesas en la Segunda Guerra Mundial. Las estimaciones del total de muertes varían, pero todas son extremadamente altas. En un artículo del Washington Post  en 2012, John Tirman  señaló  que «según varias estimaciones académicas, las muertes de militares y civiles vietnamitas oscilaron entre 1,5 millones y 3,8 millones, con la campaña liderada por Estados Unidos en Camboya resultando en 600.000 a 800.000 muertes, y la mortalidad de la guerra laosiana estimada en alrededor de 1 millón».

Civil War Casualties | American Battlefield Trust

Estadounidenses muertos en batalla

En el lado estadounidense, el Departamento de Asuntos de Veteranos sitúa las muertes en batalla en la Guerra de Corea en 33.739. A partir del Día de los Caídos de 2015, el largo muro del profundamente conmovedor Monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington estaba inscrito con los nombres de  58.307  militares estadounidenses asesinados entre 1957 y 1975, la gran mayoría de ellos a partir de 1965. Esto incluye aproximadamente  1.200 hombres  listados como desaparecidos (MIA, POW, etc.), los hombres de combate perdidos cuya bandera de recuerdo todavía ondea sobre Fenway Park.

Corea del Norte y el espejo agrietado de la guerra nuclear

Hoy en día, los estadounidenses generalmente recuerdan vagamente a Vietnam, y Camboya y Laos no lo recuerdan en absoluto. (La etiqueta inexacta «Guerra de Vietnam» aceleró este último borrado.) La Guerra de Corea también ha sido llamada «la guerra olvidada», aunque un monumento a los veteranos en Washington, D.C., finalmente se le dedicó en 1995, 42 años después del armisticio que suspendió el conflicto. Por el contrario, los coreanos no lo han olvidado. Esto es especialmente cierto en Corea del Norte, donde la enorme muerte y destrucción sufrida entre 1950 y 1953 se mantiene viva a través de interminables iteraciones oficiales de recuerdo, y esto, a su vez, se combina con una implacable campaña de propaganda que llama la atención sobre la Guerra Fría y la intimidación nuclear estadounidense posterior a la Guerra Fría. Este intenso ejercicio de recordar en lugar de olvidar explica en gran medida el actual ruido de sables nucleares del líder de Corea del Norte, Kim Jong-un.

Con sólo un ligero tramo de imaginación, es posible ver imágenes de espejo agrietadas en el comportamiento nuclear y la política arriesgada de los presidentes estadounidenses y el liderazgo dinástico dictatorial de Corea del Norte. Lo que refleja este espejo desconcertante es una posible locura, o locura fingida, junto con un posible conflicto nuclear, accidental o de otro tipo.

North Korea leader Kim Jong Un could have 60 nuclear weapons: South Korea  minister estimates atomic bomb count - CBS News

Kim Jong-un

Para los estadounidenses y gran parte del resto del mundo, Kim Jong-un parece irracional, incluso seriamente desquiciado. (Simplemente combine su nombre con «loco» en una búsqueda en Google). Sin embargo, al agitar su minúsculo carcaj nuclear, en realidad se está uniendo al juego de larga data de la «disuasión nuclear» y practicando lo que se conoce entre los estrategas estadounidenses como la «teoría del loco». Este último término se asocia más famosamente  con Richard Nixon y Henry Kissinger durante la Guerra de Vietnam, pero en realidad está más o menos incrustado en los planes de juego nuclear de Estados Unidos. Como se rearticula en «Essentials of Post-Cold War Deterrence«, un  documento secreto de política redactado por un subcomité en el Comando Estratégico de Estados Unidos en 1995 (cuatro años después de la desaparición de la Unión Soviética), la teoría del loco postula que la esencia de la disuasión nuclear efectiva es inducir «miedo» y «terror» en la mente de un adversario, para lo cual «duele retratarnos a nosotros mismos como demasiado racionales y de cabeza fría».

 

Cuando Kim Jong-un juega a este juego, se le ridiculiza y se teme que sea verdaderamente demente. Cuando son practicados por sus propios líderes y el sacerdocio nuclear, los estadounidenses han sido condicionados a ver a los actores racionales en su mejor momento.

El terror, al parecer, en el siglo XXI, como en el XX, está en el ojo del espectador.

 Traducción de Norberto Barreto Velázquez

 

 

 

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El  Grupo de Trabajo Estudios sobre Estados Unidos del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales  (CLACSO)  acaba de hacer público su segundo boletín, titulado Trump en su tercer año: incertidumbre e irrupción. Coordinado por Leandro Morgenfeld, Marco A. Gandásegui y Casandra Castorena, este boletín contiene cinco ensayos dedicados al análisis de la política exterior de Donald Trump, con un énfasis en América Latina. Los autores de estos trabajos son estudiosos latinoamericanos de la nación estadounidenses, especialmente, del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana. Quienes estén interesados en estos temas puedan acceder al boletín aquí.

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War Without Reason

Henry Kissinger dismissed facts and data in favor of grandiose notions of moral power.

Jacobin  September 14, 2015
Henry Kissinger at an April 1975 news conference on the evacuation of Americans and others from Saigon.

Henry Kissinger at an April 1975 news conference on the evacuation of Americans and others from Saigon.

Greg Grandin is a professor of history at New York University and the author of many books, including Kissinger’s Shadow: The Long Reach of America’s Most Controversial Statesman, from which the following is adapted.

The ferocity with which Richard Nixon and Henry Kissinger bombed Cambodia, along with the desire to inflict extreme pain on North Vietnam, had a number of motivations. Some were explicit — to wring concessions out of Hanoi; to disrupt the National Liberation Front’s supply and command-and-control lines — and others implicit — to best bureaucratic rivals; to look tough and prove loyalty; to appease the Right.

“Savage was a word that was used again and again” in discussing what needed to be done in Southeast Asia, recalled one of Kissinger’s aides, “a savage unremitting blow on North Vietnam to bring them around.”

But there’s another way to think about the savagery, along with the wild, off-the-books way their air assault was carried out.

Everything about the secret operation seemed to be a reaction to the man Kissinger identified as the ultimate technocrat: Kennedy’s and Johnson’s secretary of defense, Robert McNamara. In office from 1961 to 1968, McNamara is famous for imposing on the Pentagon the same integrated system of statistical analysis he had, in the previous decade, used to rescue the Ford Motor Company.

“McNamara’s revolution” continued reforms that had been underway since World War II, but in a much more intensified and accelerated fashion. McNamara’s “whiz kids” sought to subordinate every aspect of defense policy — its lumbering bureaucracy, its cornucopia budget for equipment appropriation, its doctrine, tactics, chains of command, its supply logistics and battlefield maneuvers — to the abstract logic of economic modeling. Intangibles that couldn’t be graphed or coded into an economic model — will, ideology, culture, tradition, history — were disregarded. McNamara even tried, without success, to impose a single, standard uniform on all the different branches of the armed services.

As might be expected, such efforts to achieve “cost effectiveness” greatly expanded paperwork. Every operational detail was recorded so that, back in DC, teams of economists and accountants could figure out new opportunities for further rationalization. Finance and budget came under special scrutiny; among McNamara’s early major reforms was to “develop some means of presenting” the Pentagon’s “costs of operation in mission terms.” What this meant for the Strategic Air Command is that every gallon of fuel was accounted for, every flight hour recorded, every spare part used, along with every bomb dropped.

Kissinger’s plans to bomb Cambodia — plans worked out with Air Force colonel Ray Sitton, who was also skeptical of McNamara’s methods — weren’t quite the antithesis of McNamarian bureaucracy. They were more a shadow version, or perversion, of that bureaucracy.

According to Sitton, Kissinger approved a highly elaborate deception to circumvent “the Strategic Air Command’s normal command and control system — highly classified in itself — which monitors for budgetary requirements such items as fuel usage and bomb tonnage deployed.” A “duel reporting system” was established; briefings of pilots focused exclusively on objectives inside South Vietnam, but once in the air, radar sites would redirect a certain number of planes to their real destination in Cambodia. All documentation — maps, computer printouts, messages, and so on — that might reveal the true targets was burned.

“Every piece of paper, including the scratch paper, the paper that one of our computers might have done some figuring on, every piece of scrap paper was gathered up,” Maj. Hal Knight, who carried out the falsification on the ground in South Vietnam, testified to Congress in 1973: “I would wait until daylight, and as soon as that time came, I would go out and burn that.”

For Kissinger and the other men who bombed Cambodia for four years, this was a way of subverting the soulless enervation of “systems analysis,” of taking war out of the hands of bureaucrats and giving it back to the warriors.

Kissinger was much more aware of the philosophical foundation of his positions than most other postwar defense intellectuals. Yet, what is more important, at least in terms of understanding the evolution of the national security state, is how his critique reflects a deeper current in American history.

The idea that spirit and intuition need to be restored to a society that had become “overcivilized” and “overrationalized,” too dependent on logic, instruments, information, and mathematics, has a pedigree reaching back at least to the late 1800s. “Life is painting a picture, not doing a sum,” said Oliver Wendell Holmes, in a 1911 Harvard address (quoted by Kissinger in his undergraduate thesis).

Throughout the twentieth century, and into the twenty-first, every generation seemed to throw up a new cohort of “declinists,” militarists who warn about the establishment’s supposed overreliance on data and expertise, complain about the caution generated by too much bureaucracy, protest the enervation that results from too much information. The solution to such lassitude is, inevitably, more war, or at least more of a willingness to wage war, which often leads to war.

Kissinger, in the 1950s and 1960s was part of one such cohort, contributing to the era’s right-wing lurch in defense thinking, the idea that we needed to fight little wars in gray areas with resolve. In the mid-1970s, ironically, he himself was a primary target of just such a critique, at the hands of Ronald Reagan and the first generation of neoconservatives.

But before we get to that irony, there’s another worth considering: the role that one of Robert McNamara’s left-behinds, the economist Daniel Ellsberg — a man who liked to do his sums, whose understanding of the way the world worked was so diametrically opposed to Henry Kissinger’s metaphysics that he might be thought of as an anti-Kissinger — had in bringing down the Nixon White House.


Henry Kissinger and Daniel Ellsberg did their undergraduate and graduate studies at Harvard around the same time, both young veterans on scholarship and both brilliant and precocious. And it was Ellsberg, stationed in the US embassy in Saigon, who briefed Kissinger during his first visit to South Vietnam.

Like Kissinger, Ellsberg was interested in the question of contingency and choice in human affairs. But Ellsberg approached the subject as an economist, going on to do groundbreaking work in game theory and abstract modeling. Focused on atomized individuals engaged in a series of rational cost-benefit transactions aimed to maximize their advantage, these methods were far removed from Kissinger’s metaphysical approach to history, ideas, and culture.

Kissinger, in fact, had Ellsberg’s kind of methodology in mind when he criticized, in his undergraduate thesis, the smallness of American social science and the conceits of “positivism,” the idea that truth or wisdom could be derived from logical postulates or mathematical formulas.

Ellsberg spoke the language of axioms, theorems, and proofs, and believed that sentences like this could help defense strategists plan for nuclear war:

For any given probability distribution, the probability of outcome a with action III is p(A ∪ C) = PA + PC. The probability of outcome a with action IV is p (B ∪ C) = PB + PC. . . . . This means there must be a probability distribution, PAPB PC (0 ≤ pi ≤ p ∑ pi = 1), such that PA > PB and PA + PC < PB +PC. But there is none.

In contrast, Kissinger the metaphysician, wrote things like:

It does not suffice to show logically deduced theorems, as an absolute test of validity. There must also exist a relation to the pervasiveness of an inward experience which transcends phenomenal reality. For though man is a thinking being, it does not follow that his being exhausts itself in thinking. . . . the microcosm contains tension and polarity, the loneliness of the individual in a world of strange significances, in which the total inner meaning of others remains an eternal riddle. Rhythm and tension, longing and fear, characterize the relationship of the microcosm to the macrocosm.

The clash between these two ways of thinking about human experience would play themselves out in the first few months of Kissinger’s tenure as Nixon’s national security adviser.

Shortly before Nixon’s inauguration, Ellsberg, in a meeting with Kissinger at the president-elect’s headquarters at the Pierre Hotel in Manhattan, offered some advice. He related a story of how Robert McNamara, soon after being named secretary of defense, shook up the bureaucracy by immediately flooding Pentagon officers and staff with written questions. The answers he received weren’t important. McNamara was merely establishing his dominance.

Ellsberg suggested Kissinger do something similar: draft questions on controversial issues and send them out to the whole bureaucracy, to every agency and office. The agency principally responsible for any given subject, Ellsberg predicted, would have one opinion on the matter, and secondary agencies would have another, and the difference between the two opinions would provide a useful map of the ambiguities, doubts, and uncertainties that existed in the bureaucracy.

But, Ellsberg said, there was another, more Machiavellian reason to conduct the survey. The “very revelation of controversies and the extremely unconvincing positions of some of the primary agencies,” he said, “would be embarrassing to the bureaucracy as a whole. It would put the bureaucrats off-balance and on the defensive relative to the source of the questions — that is, Kissinger.”

“Kissinger,” Ellsberg remembered, “liked the sound of that.”

The questions, as Ellsberg predicted, prompted a backlash. Soon a counterproposal for reorganizing the NSC around the State Department began to float around, which allowed Kissinger to identify potential rivals. The proposal was quashed and its authors were sidelined.

That first stage of the exercise worked well for Kissinger. The next, not so much.

Kissinger had asked Ellsberg to collate, analyze, and average the responses to the questions related to the Vietnam War, over five hundred pages in total. The gloom revealed by the survey was astounding.

Even those hawks “optimistic” about the pacification of Vietnam thought that it would take, on average, 8.3 years to achieve success. All respondents agreed that the “enemy’s manpower pool and infiltration capabilities can outlast allied attrition efforts indefinitely” and that nothing short of perpetual troops and bombing could save South Vietnam.

When the findings were presented to Kissinger, he must have immediately recognized the trap he had fallen into. For all his warnings about how the “accumulation of facts” by technocrats like Ellsberg has the effect of sapping political will, Kissinger had foolishly given him free rein to, in effect, data mine the bureaucracy, providing him with hard evidence that the majority of the foreign service thought the war either was unwinnable or could be won only with actions that were politically impossible: permanent occupation or total obliteration.


Kissinger was the statesman, Ellsberg the expert. And according to Kissinger’s worldview, Ellsberg shouldn’t have existed, or at least he shouldn’t have done what he did.

Ellsberg was what Kissinger in his undergraduate thesis called a “fact-man.” His faith in data, his belief that he could capture the vagaries of human behavior in mathematical codes and then use those codes to make decisions, should have led him to a state of, if not paralysis, then predictability.

Kissinger would later boast about the difference between statesmen and experts, writing “the scope of the statesman’s conception challenges the inclination of the expert toward minimum risk.” But it was Ellsberg who was speaking out against the war and then leaking top-secret documents, taking a tremendous risk, including the possibility of imprisonment. And with this one audacious act, he changed the course of history.

The difference between Ellsberg and Kissinger is illustrated by the Pentagon Papers themselves. The “major lesson” offered by the massive study, Ellsberg thought, “was that each person repeated the same patterns in decision making and pretty much the same policy as his predecessor without even knowing it,” thinking that “history had started with his administration, and had nothing to learn from earlier ones.” Ellsberg, the economist, believed that breaking down history into discrete pieces and studying the decision making process, including the consequences of those decisions, provided a chance to break the destructive pattern.

But when Ellsberg tried, in their last meeting before leaking the documents, to get Kissinger to read the papers, Kissinger brushed him off.

“Do we really have anything to learn from this study?” he asked Ellsberg, wearily. “My heart sank,” recalls Ellsberg.


On Monday, June 14, 1971, the day after the New York Times published its first story on the papers, Kissinger exploded. He waved his arms, stomped his feet, and pounded his hands on a Chippendale table, shouting: “This will totally destroy American credibility forever. . . . It will destroy our ability to conduct foreign policy in confidence. . . . No foreign government will ever trust us again.”

The Pentagon Papers were a bureaucratic history of America’s involvement in Southeast Asia up until Johnson’s presidency. There was nothing specifically damaging to Nixon. But it was Kissinger’s “fury” that convinced Nixon to take the matter seriously. “Without Henry’s stimulus,” John Ehrlichman said, “the president and the rest of us might have concluded that the Papers were Lyndon Johnson’s problem, not ours.”

Why? The leak was bad for Kissinger in a number of ways. He was just then negotiating with China to reestablish relations and was afraid the scandal might sabotage those talks. He feared that Ellsberg, working with other dissenters on the NSC staff, might have breached the closed informational circuit that he had worked hard to establish, perhaps even acquiring classified memos on Cambodia.

Also, on a more abstract level, the Pentagon Papers really were something conjured out of Kissinger’s worst anti-bureaucratic fever dream. The project was a huge endeavor, written by an anonymous committee staffed by scores of what Robert McNamara called “knowledgeable people” drawn from the mid-level defense bureaucracy, universities, and social science think tanks.

Headed by two “experts,” Morton Halperin and Leslie Gelb, the committee based its findings on the massive amount of paperwork produced by various departments and agencies over the years — what Kissinger in his undergraduate thesis dismissed as the “surface data” of history. Missing, therefore, from its conclusions was what the young Kissinger would have described as the immanent possibility, the contingency, the intuition, and “freedom” that went into every decision point.

But Kissinger’s rage was also as much about the leaker as about the leak, obvious in the way he swung between awe and agitation when describing Ellsberg to his coconspirators, as almost Promethean in his intellect and appetites. “Curse that son of a bitch, I know him well,” he began one Oval Office meeting.

Kissinger keyed his performance to stir up Nixon’s varied resentments, depicting Ellsberg as some kind of liberal and hedonisticsuperman — smart, subversive, promiscuous, perverse, and privileged: “He’s now married a very rich girl,” Kissinger told Nixon. “Nixon was fascinated,” Ehrlichman said. “Henry got Nixon cranked up,” Haldeman remembered, “and then they started cranking each other up until they both were in a frenzy.” “Kissinger,” he said, “was absolutely infuriated and, in his inimitable fashion, managed to beat the president into an equal froth of fury.” Alexander Haig said that Kissinger, “did drive the president’s concern” about the leak.

It was in the meeting where Kissinger gave his most detailed denunciation of Ellsberg that Nixon ordered a series of illegal covert operations, putting Nixon on the road to ruin. These included the break-in at the Democratic National Committee headquarters at the Watergate Hotel and the burglary of Ellsberg’s psychiatrist’s office in California, hoping to find information that could be used to “discredit his character.”

“He’s nuts, isn’t he?” Haldeman asked Kissinger, about Ellsberg, in one of their meetings.

“He’s nuts,” Kissinger answered.


For what must have been for him a long year, between mid-1973 and mid-1974, it seemed Henry Kissinger, now holding the position of both national security adviser and secretary of state, was going down with Richard Nixon, along with his top aides.

Kissinger almost got caught on Cambodia, when Maj. Hal Knight sent a whistle-blowing letter to Senator William Proxmire informing him of his falsification of records. The Senate Armed Services Committee held hearings through the middle of 1973, and Seymour Hersh came very close to establishing Kissinger’s involvement in setting up the dual record reporting system. Hersh couldn’t confirm Kissinger’s role (he would at a later date) but that didn’t let Kissinger off the hook.

In June 1974, Hersh widened the net, filing stories fingering Kissinger for the first round of illegal wiretaps the White House set up, done in the spring of 1969 to keep the Cambodia bombing secret. Reporters, senators, and representatives were circling, asking questions, digging up more information, issuing subpoenas.

Landing in Austria, en route to the Middle East, and finding that the press had run more unflattering stories and editorials, Kissinger took a gamble. He held an impromptu press conference and threatened to resign (this was June 11, less than two months before Nixon’s resignation). It was by all accounts a bravura turn. “When the record is written,” he said, seemingly on the verge of tears, “one may remember that perhaps some lives were saved and perhaps some mothers can rest more at ease, but I leave that to history. What I will not leave to history is a discussion of my public honor.”

The bet worked. The press gushed. He “seemed totally authentic,”New York Magazine wrote. As if in recoil from the unexpected assertiveness they had shown in recent years, reporters and news anchors rallied around. The rest of the White House was being revealed to be little more than a bunch of shady two-bit thugs, but Kissinger was someone America could believe in.

“We were half-convinced,” Ted Koppel said in a documentary in 1974, just after Kissinger’s threatened resignation, “that nothing was beyond the capacity of this remarkable man.” The secretary of state was a “legend, the most admired man in America, the magician, the miracle worker.”

Kissinger, Koppel said, “may be the best thing we’ve got going for us.”

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Nixon, Kissinger, and the Madman Strategy during Vietnam War

By William Burr and Jeffrey P. Kimball

National Security Archives  May 29, 2015

book-cover-346-2Washington, D.C., May 29, 2015 – President Richard Nixon and his national security adviser Henry Kissinger believed they could compel «the other side» to back down during crises in the Middle East and Vietnam by «push[ing] so many chips into the pot» that Nixon would seem ‘crazy’ enough to «go much further,» according to newly declassified documents published today by the National Security Archive (www.nsarchive.gwu.edu).

The documents include a 1972 Kissinger memorandum of conversation published today for the first time in which Kissinger explains to Defense Department official Gardner Tucker that Nixon’s strategy was to make «the other side … think we might be ‘crazy’ and might really go much further» – Nixon’s Madman Theory notion of intimidating adversaries such as North Vietnam and the Soviet Union to bend them to Washington’s will in diplomatic negotiations

Nixon’s and Kissinger’s Madman strategy during the Vietnam War included veiled nuclear threats intended to intimidate Hanoi and its patrons in Moscow. The story is recounted in a new book, Nixon’s Nuclear Specter: The Secret Alert of 1969, Madman Diplomacy, and the Vietnam War, co-authored by Jeffrey Kimball, Miami University professor emeritus, and William Burr, who directs the Archive’s Nuclear History Documentation Project. Research for the book, which uncovers the inside story of White House Vietnam policymaking during Nixon’s first year in office, drew on hundreds of formerly top secret and secret records obtained by the authors as well as interviews with former government officials.

With Madman diplomacy, Nixon and Kissinger strove to end the Vietnam War on the most favorable terms possible in the shortest period of time practicable, an effort that culminated in a secret global nuclear alert in October of that year. Nixon’s Nuclear Specter provides the most comprehensive account to date of the origins, inception, policy context, and execution of «JCS Readiness Test» – the equivalent of a worldwide nuclear alert that was intended to signal Washington’s anger at Moscow’s support of North Vietnam and to jar the Soviet leadership into using their leverage to induce Hanoi to make diplomatic concessions. Carried out between 13 and 30 October 1969, it involved military operations around the world, the continental United States, Western Europe, the Middle East, the Atlantic, Pacific, and the Sea of Japan. The operations included strategic bombers, tactical air, and a variety of naval operations, from movements of aircraft carriers and ballistic missile submarines to the shadowing of Soviet merchant ships heading toward Haiphong.

To unravel the intricate story of the October alert, the authors place it in the context of nuclear threat making and coercive diplomacy during the Cold War from 1945 to 1973, the culture of the Bomb, bureaucratic infighting, intra-governmental dissent, international diplomacy, domestic politics, the antiwar movement, the «nuclear taboo,» Vietnamese and Soviet actions and policies, and assessments of the war’s ending. The authors also recount secret military operations that were part of the lead-up to the global alert, including a top secret mining readiness test that took place during the spring and summer of 1969. This mining readiness test was a ruse intended to signal Hanoi that the US was preparing to mine Haiphong harbor and the coast of North Vietnam. It is revealed for the first time in this book.

Another revelation has to do with the fabled DUCK HOOK operation, a plan for which was initially drafted in July 1969 as a mining-only operation. It soon evolved into a mining-and-bombing, shock-and-awe plan scheduled to be launched in early November, but which Nixon aborted in October, substituting the global nuclear alert in its place. The failure of Nixon’s and Kissinger’s 1969 Madman diplomacy marked a turning point in their initial exit strategy of winning a favorable armistice agreement by the end of the year 1969. Subsequently, they would follow a so-called long-route strategy of withdrawing U.S. troops while attempting to strengthen South Vietnam’s armed forces, although not necessarily counting on Saigon’s long-term survival.

In researching Nixon’s Nuclear Specter, the authors filed mandatory and Freedom of Information requests with the Defense Department and other government agencies and examined documents in diverse U.S. government archives as well as international sources. Today’s posting highlights some of the U.S. documents, many published for the first time:

    • A March 1969 memorandum from Nixon to Kissinger about the need to make the Soviets see risks in not helping Washington in the Vietnam negotiations: «we must worry the Soviets about the possibility that we are losing our patience and may get out of control.»
    • The Navy’s plan in April 1969 for a mine readiness test designed to create a «state of indecision» among the North Vietnam leadership whether Washington intended to launch mining operations.
    • Kissinger’s statement to Soviet Ambassador Dobrynin in May 1969 that Nixon was so flexible about the Vietnam War outcome that he was «was prepared to accept any political system in South Vietnam, provided there is a fairly reasonable interval between conclusion of an agreement and [the establishment of] such a system.»
    • The top secret warning to the North Vietnamese leadership that Nixon sent through an intermediary Jean Sainteny: If a diplomatic solution to the war is not reached by 1 November, Nixon would «regretfully find himself obliged to have recourse to measures of great consequence and force. . . . He will resort to any means necessary.»
    • The Navy’s plan for mining Haiphong Harbor, code-named DUCK HOOK, prepared secretly for Nixon and Kissinger in July 1969.
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The cover page to the Navy’s Duck Hook plan for mining Haiphong Harbor, developed in July 1969 at the request of President Nixon and national security adviser Kissinger.

    • A telegram from the U.S. Embassy in Manila reporting on the discovery of the mining readiness test by two Senate investigators, including former (and future) Washington Post reporter Walter Pincus. After learning about aircraft carrier mining drills in Subic Bay (the Philippines), the investigators worried about a possible escalation recalling that Nixon had made such threats during the 1968 campaign.
    • A report from September 1969 on prospective military operations against North Vietnam (referred to unofficially within the White House as DUCK HOOK) included two options to use tactical nuclear weapons: one for «the clean nuclear interdiction of three NVN-Laos passes»-the use of small yield, low fall-out weapons to disrupt traffic on the Ho Chi Minh trail. The other was for the «nuclear interdiction of two NVN-CPR [Chinese People’s Republic] railroads»-presumably using nuclear weapons to destroy railroad tracks linking North Vietnam and China.
    • A Kissinger telephone conversation transcript, in which Nixon worried that with the 1 November deadline approaching and major anti-Vietnam war demonstrations scheduled for 15 October and 15 November, escalating the war might produce «horrible results» by the buildup of «a massive adverse reaction» among demonstrators.
    • As part of the White House plan for special military measures to get Moscow’s attention, an October 1969 memorandum from the Joint Staff based on a request from Kissinger for an «integrated plan of military actions to demonstrate convincingly to the Soviet Union that the United States is getting ready for any eventuality on or about 1 November 1969.» .
    • A Department of Defense plan for readiness actions that included measures to «enhance SIOP [Single Integrated Operational Plan] Naval Forces» in the Pacific and for the Strategic Air Command to fly nuclear-armed airborne alert flights over the Arctic Circle.
    • Navy messages on the 7th Fleet’s secret shadowing of Soviet merchant ships heading toward Haiphong Harbor

The thematic focus of Nixon’s Nuclear Specter is Madman Theory threat making, which culminated in the secret, global nuclear alert. But as the Kissinger statement to Dobrynin cited above suggested, a core element in Nixon’s and Kissinger’s overall Vietnam War strategy and diplomacy was the concept of a «decent interval» between the withdrawal of U.S. forces from South Vietnam and the possible collapse or defeat of the Saigon regime. In private conversations Kissinger routinely used phrases such as «decent interval,» «healthy interval,» «reasonable interval,» and «suitable interval» as code for a war-exiting scenario by which the period of time would be sufficiently long that when the fall of Saigon came-if it came-it would serve to mask the role that U.S. policy had played in South Vietnam’s collapse.

In 1969, the Nixon’s administrations long-term goal was to provide President Nguyen Van Thieus government in Saigon with a decent chance of surviving for a reasonable interval of two to five years following the sought-after mutual exit of US and North Vietnamese forces from South Vietnam. They would have preferred that President Thieu and South Vietnam survive indefinitely, and they would do what they could to maintain South Vietnam as a separate political entity. But they were realistic enough to appreciate that such a goal was unlikely and beyond their power to achieve by a military victory on the ground or from the air in Vietnam.

Giving Thieu a decent chance to survive, even for just a decent interval, however, rested primarily on persuading Hanoi to withdraw its troops from the South or, if that failed, prolonging the war in order to give time for Vietnamization to take hold in order to enable Thieu to fight the war on his own for a reasonable period of time after the US exited Indochina. In 1969, Nixon and Kissinger hoped that their Madman threat strategy, coupled with linkage diplomacy, could persuade Hanoi to agree to mutual withdrawal at the negotiating table or lever Moscows cooperation in persuading Hanoi to do so. In this respect, Nixon’s Nuclear Specter is an attempt to contribute to better understanding of Nixon and Kissinger’s Vietnam diplomacy as a whole.

William is Senior Analyst at the National Security Archive, where he directs the Archives nuclear history documentation project. See the Archives Nuclear Vault resources page;
Jeffrey is professor emeritus, Miami University, and author of Nixon’s Vietnam War and The Vietnam War Files.

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Vietnam: 40 años de una masacre

Por Luis Mazarrasa Mowinckel

EL PAÍS  04 de mayo de 2015
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Un tanque norvietnamita cruza delante del palacio presidencial en Saigón el 30 de abril de 1975. / Reuters

El 30 de abril de 1975 los telediarios mostraban la imagen en blanco y negro de un tanque con la bandera del Vietcong derribando la verja metálica del Palacio Presidencial de Saigón. La Guerra de Vietnam había terminado. Atrás quedaba un conflicto de altísima intensidad que había durado quince años, si se cuenta a partir del comienzo de la actividad guerrillera del Vietcong contra el Gobierno de Vietnam del Sur, en 1959, o incluso 34 si se considera como punto de partida los ataques de las guerrillas de Ho Chi Minh contra el colonialismo francés.

La Guerra de Vietnam, que tomaba por asalto a diario los noticieros de los años sesenta y setenta, fue el enfrentamiento bélico más fotografiado y filmado de la historia, el mayor filón que haya existido para un corresponsal de guerra y el que dejó también casi tantas bandas sonoras como los filmes sobre la II Guerra Mundial.

Esa cobertura exhaustiva del conflicto, sobre todo a partir de la total implicación del Ejército de EE UU a favor de Vietnam del Sur en 1964, fue precisamente un factor fundamental en su desarrollo, ya que incendió a la opinión pública mundial, incluida la norteamericana, que reclamó masivamente la retirada de esa potencia de la guerra en un país del Sureste asiático.

El origen de la contienda que terminó con la victoria de las tropas del Norte y la reunificación de Vietnam en 1975 se encuentra en la lucha del Viet Minh –el ejército guerrillero al mando del líder Ho Chi Minh- en los años cincuenta contra la potencia colonial que desde 1883 había integrado el país, junto con Laos y Camboya, en la Indochina Francesa.

Efectivamente, tras la derrota del invasor japonés al término de la II Guerra Mundial la actividad guerrillera y las ansias independentistas de los vietnamitas se recrudecieron. Así, con la rendición del ejército colonial en 1954 a los vietnamitas del general Giap, en lo que se calificó como el desastre de Dien Bien Phu, Francia se vio obligada a abandonar sus colonias en Indochina.

Los Acuerdos de Ginebra de ese mismo año establecieron una frontera temporal a lo largo del río Ben Hai, a la altura del Paralelo 17, que separó hasta las elecciones de 1956 el norte del país, con un Gobierno comunista que había liderado la victoria, de un Vietnam del Sur, capitalista y cuyos dirigentes se habían alineado con la Francia colonial.

Sin embargo, ante la previsible victoria de Ho Chi Minh –el líder del Norte apoyado por China- en las elecciones acordadas en Ginebra por todas las partes, el primer ministro del Sur, Ngo Dinh Diem, convocó un referéndum en su territorio que lo reafirmó en el cargo, suspendió los comicios y estableció como definitiva la frontera que dividía a la República Democrática de Vietnam del Norte –con capital en Hanoi- y a Vietnam del Sur, con un gobierno instalado en Saigón, también dictatorial, anticomunista y fuertemente ligado a los intereses de Estados Unidos, que desde la marcha de los franceses había inundado el sur de asesores militares.

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Cartel de propaganda en el Museo de Arte de Vietnam. / luis mazarrasa

La flagrante violación de los acuerdos de paz provocó el fin del alto el fuego y la reanudación, pues, de los ataques del Ejército del Norte en los alrededores del Paralelo 17 y de su guerrilla aliada del Vietcong en numerosos puntos del Sur donde se había infiltrado.

1964 marca el inicio de la implicación total de EE UU en el conflicto. El presidente Lyndon B. Johnson, que ha sucedido al asesinado John F. Kennedy, aprovecha el incidente del Golfo de Tonkín, en agosto de ese año –cuando dos buques norteamericanos fueron supuestamente atacados-, como pretexto para bombardear Vietnam del Norte y ordenar el desembarco masivo de marines en las playas de Danang. A finales de 1965 ya eran 184.000 los soldados estadounidenses en el territorio y dos años más tarde, medio millón.

Años después del fin de la contienda se reveló que, en realidad, el destructor Maddox sufrió un ataque al encontrarse en aguas jurisdiccionales norvietnamitas apoyando una operación de tropas de Vietnam del Sur, mientras que el Turner Joy no sufrió agresión alguna. Además, también se demostró que Lyndon Johnson ya disponía de un borrador de la resolución del suceso con fecha anterior a que el incidente de Tonkín hubiera ocurrido.

Las razones que en un principio los presidentes Kennedy y Johnson declararon a la opinión pública norteamericana para justificar la implicación en una guerra: la agresión a un país aliado por los comunistas de Ho Chi Minh y la “evidente” amenaza de un contagio a todo el Sureste asiático en caso de la victoria del Norte, que podría inducir a Tailandia, Camboya, Laos y Corea del Sur a integrarse en el bloque socialista, fueron perdiendo fuerza a medida que las noticias mostraban la terrible devastación provocada por los bombardeos de los B-52 en ciudades y aldeas y los testimonios de numerosos veteranos licenciados del combate y de otros tantos objetores a filas que rechazaban “ir a masacrar a unos campesinos de un país tan lejano”, como declaró algún marine a la vuelta a casa.

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Dos niños corren por una carretera intentando escapar de un ataque con napalm, en Trang Bang, a 26 millas de Saigón, el 8 de junio de 1972. / Reuters

Mientras el conflicto se enconaba, EE UU bombardeaba incesantemente Hanoi y otras ciudades del Norte y el presidente de Vietnam del Sur era asesinado en un golpe de Estado apoyado por la propia Administración norteamericana, las fuerzas armadas de Ho Chi Minh protagonizaban espectaculares golpes de mano, como la Ofensiva del Tet en 1968, que marcó el punto de inflexión en la guerra. Las imágenes en directo de la mismísima embajada de EE UU en Saigón tomada durante unas horas por un grupo de guerrilleros, que actuaban en coordinación con otros que atacaron más de cien ciudades y pueblos protegidos por los marines, conmocionaron aún más a una sociedad que meses más tarde viviría las manifestaciones pacifistas del verano  del amor en 1968 en California y las más violentas del mayo francés.

A ello se sumó la revelación de masacres cometidas por los marines en distritos como My Lai, donde el 16 de marzo de 1968 tres pelotones asesinaron a cientos de campesinos, mujeres, ancianos y niños, y las imágenes de la destrucción causada por los bombardeos y la utilización masiva por parte de EE UU de armas químicas, como el napalm y otras.

En 1970, el descrédito del Gobierno norteamericano por la guerra de Vietnam alcanza su cenit a raíz del golpe de estado tramado por los servicios de inteligencia estadounidenses contra el rey de la vecina Camboya, Norodom Sihanouk. Los soldados norteamericanos cruzaron la frontera para respaldar al dictador Lon Nol como mandatario del país y la Administración de Richard Nixon, el nuevo presidente de EE UU, se vio inmersa en otra guerra hasta entonces llevada en secreto.

Para entonces Estados Unidos ya había perdido más de 40.000 soldados en la Guerra de Vietnam, algo inaceptable para su opinión pública. Por contra, los cinco millones de víctimas vietnamitas –entre combatientes y civiles- no suponían lastre alguno para el Gobierno de Lê Duân, sucesor del recién fallecido Ho Chi Minh. Nadie cuestionaba el precio que habría de pagarse por una guerra nacionalista de liberación.

El 27 de enero de 1973 Estados Unidos, los dos Vietnam y el Vietcong firmaron en París un alto el fuego, la retirada total de las tropas estadounidenses, la liberación de prisioneros y la creación de un Consejo Nacional de Reconciliación. Por primera vez en 115 años el país se veía libre de la presencia de militares extranjeros. EE UU sufría la primera derrota de su historia, que le había causado más de 58.000 militares muertos.

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Atentado del Vietcong en la embajada de Estados Unidos en Saigón. / Agencia Keystone

Pero los Acuerdos de París no trajeron la paz inmediata, con el Sur tremendamente debilitado por la marcha de EE UU y las deserciones masivas de sus tropas. Las hostilidades se reanudaron y en enero de 1975 el Ejército del Norte cruzaba el Paralelo 17 en dirección a Saigón, esta vez sin ceder el protagonismo a los guerrilleros Vietcong.

El general Nguyen Van Thieu, a la cabeza de la República de Vietnam del Sur desde 1967, vio como la promesa de ayuda económica de EE UU para la fase de transición después de los Acuerdos de París era rechazada por la nueva Administración de Gerald Ford, al frente de un país con las heridas del conflicto vietnamita en carne viva y la vergüenza de la dimisión de Richard Nixon una año antes, en 1974, por el caso Watergate.

Con las ciudades del centro del país: Hue, Danang, Nha Trang… cayendo en manos del Norte como fichas de dominó, Van Thieu se atrincheró con sus pocos leales en Saigón hasta el 21 de abril de 1975, cuando dimitió y huyó camino del exilio. Nueve días más tarde, el 30 de abril, Saigón –que las nuevas autoridades de un Vietnam reunificado cambiarían el nombre por Ciudad de Ho Chi Minh- caía en medio de la euforia nacionalista. Las imágenes de la apresurada huida del embajador norteamericano y del personal de la CIA a bordo de helicópteros, horas antes desde las azoteas de sus edificios hacia portaaviones anclados en el Mar del Sur de China, serían la última humillación mediática para EE UU, envuelto en un conflicto que, como declararía años más tarde Robert S. McNamara, el ideólogo de los bombardeos sobre Hanoi y uno de los cocineros del embuste del incidente de Tonkín, fue un tremendo error: “No fuimos conscientes que los vietnamitas no luchaban solo por imponer el comunismo, sino por un ideal nacionalista”.

Hoy, cuando Vietnam celebra los cuarenta años de paz casi por primera vez en su convulsa historia, el país pasa por un espectacular desarrollo económico en el que la pobreza extrema prácticamente se ha erradicado y llueven las inversiones nacionales y extranjeras, aunque sus campos de verdes arrozales todavía sufren las secuelas de los bombardeos y la guerra química. Y medio millón de niños, muchos de ellos nacidos cuatro décadas después, padece terribles deformidades como consecuencia de la irrigación de la jungla con el agente naranja, el defoliante utilizado por EE UU para destruir el ecosistema del país. Su componente principal, la dioxina, daña el ADN de las personas expuestas y se estima que puede transmitir sus efectos durante tres generaciones.

Con un modelo calcado de su gigante vecino chino, Vietnam es una dictadura de partido único en lo político y sin asomo de libertad de expresión ni disidencia y, al mismo tiempo, se halla inmerso en un capitalismo casi salvaje en lo económico.

Luis Mazarrasa Mowinckel es autor de Viajero al curry (Ed. Amargord) y de la Guía Azul de Vietnam y de numerosos reportajes sobre este país.

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Henry Kissinger’s ‘World Order’: An Aggressive Reshaping of the Past

Henry Kissinger


The Washington Free Beacon October 11, 2014

Henry Kissinger projects the public image of a judicious elder statesman whose sweeping knowledge of history lets him rise above the petty concerns of today, in order to see what is truly in the national interest. Yet as Kissinger once said of Ronald Reagan, his knowledge of history is “tailored to support his firmly held preconceptions.” Instead of expanding his field of vision, Kissinger’s interpretation of the past becomes a set of blinders that prevent him from understanding either his country’s values or its interests. Most importantly, he cannot comprehend how fidelity to those values may advance the national interest.

So far, Kissinger’s aggressive reshaping of the past has escaped public notice. On the contrary, World Order has elicited a flood of fawning praise. The New York Times said, “It is a book that every member of Congress should be locked in a room with — and forced to read before taking the oath of office.” The Christian Science Monitor declared it “a treat to gallivant through history at the side of a thinker of Kissinger’s caliber.” In a review for the Washington Post, Hillary Clinton praised Kissinger for “his singular combination of breadth and acuity along with his knack for connecting headlines to trend lines.” The Wall Street Journal and U.K. Telegraph offered similar evaluations.

Kissinger observes that “Great statesmen, however different as personalities, almost invariably had an instinctive feeling for the history of their societies.” Correspondingly, the lengthiest component of World Order is a hundred-page survey of American diplomatic history from 1776 to the present. In those pages, Kissinger persistently caricatures American leaders as naïve amateurs, incapable of thinking strategically. Yet an extensive literature, compiled by scholars over the course of decades, paints a very different picture. Kissinger’s footnotes give no indication that he has read any of this work.

If one accepts Kissinger’s narrative at face value, then his advice seems penetrating. “America’s moral aspirations,” Kissinger says, “need to be combined with an approach that takes into account the strategic element of policy.” This is a cliché masquerading as a profound insight. Regrettably, World Order offers no meaningful advice on how to achieve this difficult balance. It relies instead on the premise that simply recognizing the need for balance represents a dramatic improvement over the black-and-white moralism that dominates U.S. foreign policy.

America’s Original Sin

John Quincy Adams

“America’s favorable geography and vast resources facilitated a perception that foreign policy was an optional activity,” Kissinger writes. This was never the case. When the colonies were British possessions, the colonists understood that their security was bound up with British success in foreign affairs. When the colonists declared independence, they understood that the fate of their rebellion would rest heavily on decisions made in foreign capitals, especially Paris, whose alliance with the colonists was indispensable.

In passing, Kissinger mentions that “the Founders were sophisticated men who understood the European balance of power and manipulated it to the new country’s advantage.” It is easy to forget that for almost fifty years, the new republic was led by its Founders. They remained at the helm through a series of wars against the Barbary pirates, a quasi-war with France begun in 1798, and a real one with Britain in 1812. Only in 1825 did the last veteran of the Revolutionary War depart from the White House—as a young lieutenant, James Monroe had crossed the Delaware with General Washington before being severely wounded.

Monroe turned the presidency over to his Secretary of State, John Quincy Adams. The younger Adams was the fourth consecutive president with prior service as the nation’s chief diplomat. With Europe at peace, the primary concern of American foreign policy became the country’s expansion toward the Pacific Ocean, a project that led to a war with Mexico as well as periodic tensions with the British, the Spanish, and even the Russians, who made vast claims in the Pacific Northwest. During the Civil War, both the Union and Confederacy recognized the vital importance of relations with Europe. Not long after the war, the United States would enter its brief age of overseas expansion.

One of Kissinger’s principal means of demonstrating his predecessors’ naïve idealism is to approach their public statements as unadulterated expressions of their deepest beliefs. With evident disdain, Kissinger writes, “the American experience supported the assumption that peace was the natural condition of humanity, prevented only by other countries’ unreasonableness or ill will.” The proof-text for this assertion is John Quincy Adams’ famous Independence Day oration of 1821, in which Adams explained, America “has invariably, often fruitlessly, held forth to [others] the hand of honest friendship, of equal freedom, of generous reciprocity … She has, in the lapse of nearly half a century, without a single exception, respected the independence of other nations.” This was a bold assertion, given that Adams was in the midst of bullying Spain on the issue of Florida, which it soon relinquished.

Kissinger spends less than six pages on the remainder of the 19th century, apparently presuming that Americans of that era did not spend much time thinking about strategy or diplomacy. Then, in 1898, the country went to war with Spain and acquired an empire. “With no trace of self-consciousness,” Kissinger writes, “[President William McKinley] presented the war…as a uniquely unselfish mission.” Running for re-election in 1900, McKinley’s campaign posters shouted, “The American flag has not been planted in foreign soil to acquire more territory, but for humanity’s sake.” The book does not mention that McKinley was then fighting a controversial war to subdue the Philippines, which cost as many lives as the war in Iraq and provoked widespread denunciations of American brutality. Yet McKinley’s words—from a campaign ad, no less—are simply taken at face value.

Worshipping Roosevelt and Damning Wilson

Theodore Roosevelt

For Kissinger, the presidency of Theodore Roosevelt represents a brief and glorious exception to an otherwise unbroken history of moralistic naïveté. Roosevelt “pursued a foreign policy concept that, unprecedentedly for America, based itself largely on geopolitical considerations.” He “was impatient with many of the pieties that dominated American thinking on foreign policy.” With more than a hint of projection, Kissinger claims, “In Roosevelt’s view, foreign policy was the art of adapting American policy to balance global power discretely and resolutely, tilting events in the direction of the national interest.”

The Roosevelt of Kissinger’s imagination is nothing like the actual man who occupied the White House. Rather than assuming his country’s values to be a burden that compromised its security, TR placed the concept of “righteousness” at the very heart of his approach to world politics. Whereas Kissinger commends those who elevate raison d’etat above personal morality, Roosevelt subscribed to the belief that there is one law for the conduct of both nations and men. At the same time, TR recognized that no authority is capable of enforcing such a law. In world politics, force remains the final arbiter. For Kissinger, this implies that ethics function as a restraint on those who pursue the national interest. Yet according to the late scholar of international relations, Robert E. Osgood, Roosevelt believed that the absence of an enforcer “magnified each nation’s obligation to conduct itself honorably and see that others did likewise.” This vision demanded that America have a proverbial “big stick” and be willing to use it.

Osgood’s assessment of Roosevelt is not atypical. What makes it especially interesting is that Osgood was an avowed Realist whose perspective was much closer to that of Kissinger than it was to Roosevelt. In 1969, Osgood took leave from Johns Hopkins to serve under Kissinger on the National Security Council staff. Yet Osgood had no trouble recognizing the difference between Roosevelt’s worldview and his own.

For Kissinger, the antithesis of his imaginary Roosevelt is an equally ahistoric Woodrow Wilson. Wilson’s vision, Kissinger says, “has been, with minor variations, the American program for world order ever since” his presidency. “The tragedy of Wilsonianism,” Kissinger explains, “is that it bequeathed to the twentieth century’s decisive power an elevated foreign policy doctrine unmoored from a sense of history or geopolitics.” Considering Theodore Roosevelt’s idealism, it seems that Wilson’s tenure represented a period of continuity rather than a break with tradition. Furthermore, although Wilson’s idealism was intense, it was not unmoored from an appreciation of power. To demonstrate Wilson’s naïveté, Kissinger takes his most florid rhetoric at face value, a tactic employed earlier at the expense of William McKinley and John Quincy Adams.

The pivotal moment of Wilson’s presidency was the United States’ declaration of war on Germany. “Imbued by America’s historic sense of moral mission,” Kissinger says, “Wilson proclaimed that America had intervened not to restore the European balance of power but to ‘make the world safe for democracy’.” In addition to misquoting Wilson, Kissinger distorts his motivations. In his request to Congress for a declaration of war, Wilson actually said, “The world must be made safe for democracy.” John Milton Cooper, the author of multiple books on Wilson, notes that Wilson employed the passive tense to indicate that the United States would not assume the burden of vindicating the cause of liberty across the globe. Rather, the United States was compelled to defend its own freedom, which was under attack from German submarines, which were sending American ships and their crewmen to the bottom of the Atlantic. (Kissinger makes only one reference to German outrages in his discussion.)

If Wilson were the crusader that Kissinger portrays, why did he wait almost three years to enter the war against Germany alongside the Allies? The answer is that Wilson was profoundly apprehensive about the war and it consequences. Even after the Germans announced they would sink unarmed American ships without warning, Wilson waited two more months, until a pair of American ships and their crewmen lay on the ocean floor as a result of such attacks.

According to Kissinger, Wilson’s simple faith in the universality of democratic ideals led him to fight, from the first moments of the war, for regime change in Germany. In his request for a declaration of war, Wilson observed, “A steadfast concert for peace can never be maintained except by a partnership of democratic nations. No autocratic government could be trusted to keep faith within it or observe its covenants.” This was more of an observation than a practical program. Eight months later, Wilson asked for a declaration of war against Austria-Hungary, yet explicitly told Congress, “we do not wish in any way to impair or to rearrange the Austro-Hungarian Empire. It is no affair of ours what they do with their own life, either industrially or politically.” Clearly, in this alleged war for liberty, strategic compromises were allowed, something one would never know from reading World Order.

Taking Ideology Out of the Cold War

John F. Kennedy

Along with the pomp and circumstance of presidential inaugurations, there is plenty of inspirational rhetoric. Refusing once again to acknowledge the complex relationship between rhetoric and reality, Kissinger begins his discussion of the Cold War with an achingly literal interpretation of John F. Kennedy’s inaugural address, in which he called on his countrymen to “pay any price, bear any burden, support any friend, oppose any foe, in order to assure the survival and the success of liberty.” Less well known is Kennedy’s admonition to pursue “not a balance of power, but a new world of law,” in which a “grand and global alliance” would face down “the common enemies of mankind.”

Kissinger explains, “What in other countries would have been treated as a rhetorical flourish has, in American discourse, been presented as a specific blueprint for global action.” Yet this painfully naïve JFK is—like Kissinger’s cartoon versions of Roosevelt or Wilson—nowhere to be found in the literature on his presidency.

In a seminal analysis of Kennedy’s strategic thinking published more than thirty years ago, John Gaddis elucidated the principles of JFK’s grand strategy, which drew on a careful assessment of Soviet and American power. Gaddis concludes that Kennedy may have been willing to pay an excessive price and bear too many burdens in his efforts to forestall Soviet aggression, but there is no question that JFK embraced precisely the geopolitical mindset that Kissinger recommends. At the same time, Kennedy comprehended, in a way Kissinger never does, that America’s democratic values are a geopolitical asset. In Latin America, Kennedy fought Communism with a mixture of force, economic assistance, and a determination to support elected governments. His “Alliance for Progress” elicited widespread applause in a hemisphere inclined to denunciations of Yanquí imperialism. This initiative slowly fell apart after Kennedy’s assassination, but he remains a revered figure in many corners of Latin America.

Kissinger’s fundamental criticism of the American approach to the Cold War is that “the United States assumed leadership of the global effort to contain Soviet expansionism—but as a primarily moral, not geopolitical endeavor.” While admiring the “complex strategic considerations” that informed the Communist decision to invade South Korea, Kissinger laments that the American response to this hostile action amounted to nothing more than “fighting for a principle, defeating aggression, and a method of implementing it, via the United Nations.”

It requires an active imagination to suppose that President Truman fought a war to vindicate the United Nations. He valued the fig leaf of a Security Council resolution (made possible by the absence of the Soviet ambassador), but the purpose of war was to inflict a military and psychological defeat on the Soviets and their allies, as well as to secure Korean freedom. Yet Kissinger does not pause, even for a moment, to consider that the United States could (or should) have conducted its campaign against Communism as both a moral and a geopolitical endeavor.

An admission of that kind would raise the difficult question of how the United States should integrate both moral and strategic imperatives in its pursuit of national security. On this subject, World Order has very little to contribute. It acknowledges that legitimacy and power are the prerequisites of order, but prefers to set up and tear down an army of strawmen rather than engaging with the real complexity of American diplomatic history.

Forgetting Reagan

Ronald Reagan

In 1976, while running against Gerald Ford for the Republican nomination, Ronald Reagan “savaged” Henry Kissinger for his role as the architect of Nixon and Ford’s immoral foreign policy. That is how Kissinger recalled things twenty years ago in Diplomacy, his 900-page treatise on world politics in the 20th century. Not surprisingly, Kissinger employed a long chapter in his book to return the favor. Yet in World Order, there is barely any criticism to leaven its praise of Reagan. Perhaps this change reflects a gentlemanly concern for speaking well of the dead. More likely, Kissinger recognizes that Reagan’s worldview has won the heart of the Republican Party. Thus, to preserve his influence, Kissinger must create the impression he and Reagan were not so different.

In Diplomacy, Kissinger portrays Reagan as a fool and an ideologue. “Reagan knew next to no history, and the little he did know he tailored to support his firmly held preconceptions. He treated biblical references to Armageddon as operational predictions. Many of the historical anecdotes he was so fond of recounting had no basis in fact.” In World Order, one learns that Reagan “had read more deeply in American political philosophy than his domestic critics credited” him with. Thus, he was able to “combine American’s seemingly discordant strengths: its idealism, its resilience, its creativity, and its economic vitality.” Just as impressively, “Reagan blended the two elements—power and legitimacy” whose combination Kissinger describes as the foundation of world order.

Long gone is the Reagan who was bored by “the details of foreign policy” and whose “approach to the ideological conflict [with Communism] was a simplified version of Wilsonianism” while his strategy for ending the Cold War “was equally rooted in American utopianism.” Whereas Nixon had a deep understanding of the balance of power, “Reagan did not in his own heart believe in structural or geopolitical causes of tension.”

In contrast, World Order says that Reagan “generated psychological momentum with pronouncements at the outer edge of Wilsonian moralism.” Alone among American statesmen, Reagan receives credit for the strategic value of his idealistic public statements, instead of having them held up as evidence of his ignorance and parochialism.

Kissinger observes that while Nixon did not draw inspiration from Wilsonian visions, his “actual policies were quite parallel and not rarely identical” to Reagan’s. This statement lacks credibility. Reagan wanted to defeat the Soviet Union. Nixon and Kissinger wanted to stabilize the Soviet-American rivalry. They pursued détente, whereas Reagan, according to Diplomacy, “meant to reach his goal by means of relentless confrontation.”

Kissinger’s revised recollections of the Reagan years amount to a tacit admission that a president can break all of the rules prescribed by the Doctor of Diplomacy, yet achieve a more enduring legacy as a statesman than Kissinger himself.

The Rest of the World

Henry Kissinger

Three-fourths of World Order is not about the United States of America. The book also includes long sections on the history of Europe, Islam, and Asia. The sections on Islam and Asia are expendable, although for different reasons.

The discussion of Islamic history reads like a college textbook. When it comes to the modern Middle East, World Order has the feel of a news clipping service, although the clippings favor the author’s side of the debate. In case you didn’t already know, Kissinger is pro-Israel and pro-Saudi, highly suspicious of Iran, and dismissive of the Arab Spring. The book portrays Syria as a quagmire best avoided, although it carefully avoids criticism of Obama’s plan for airstrikes in 2013. Kissinger told CNN at the time that the United States ought to punish Bashar al-Assad for using chemical weapons, although he opposed “intervention in the civil war.”

The book’s discussion of China amounts to an apologia for the regime in Beijing. To that end, Kissinger is more than willing to bend reality. When he refers to what took place in Tiananmen Square in 1989, he calls it a “crisis”—not a massacre or an uprising. Naturally, there are no references to political prisoners, torture, or compulsory abortion and sterilization. There is a single reference to corruption, in the context of Kissinger’s confident assertion that President Xi Jinping is now challenging it and other vices “in a manner that combines vision with courage.”

Whereas Kissinger’s lack of candor is not surprising with regard to human rights, one might expect an advocate of realpolitik to provide a more realistic assessment of how China interacts with foreign powers. Yet the book only speaks of “national rivalries” in the South China Sea, not of Beijing’s ongoing efforts to intimidate its smaller neighbors. It also portrays China as a full partner in the effort to denuclearize North Korea. What concerns Kissinger is not the ruthlessness of Beijing, but the potential for the United States and China to be “reinforced in their suspicions by the military maneuvers and defense programs of the other.”

Rather than an aggressive power with little concern for the common good, Kissinger’s China is an “indispensable pillar of world order” just like the United States. If only it were so.

In its chapters on Europe, World Order recounts the history that has fascinated Kissinger since his days as a doctoral candidate at Harvard. It is the story of “the Westphalian order,” established and protected by men who understood that stability rests on a “balance of power—which, by definition, involves ideological neutrality”—i.e. a thorough indifference to the internal arrangements of other states.

“For more than two hundred years,” Kissinger says, “these balances kept Europe from tearing itself to pieces as it had during the Thirty Years War.” To support this hypothesis, Kissinger must explain away the many great wars of that era as aberrations that reflect poorly on particular aggressors—like Louis XIV, the Jacobins, and Napoleon—rather than failures of the system as a whole. He must even exonerate the Westphalian system from responsibility for the war that crippled Europe in 1914. But this he does, emerging with complete faith that balances of power and ideological neutrality remain the recipe for order in the 21st century.

Wishing Away Unipolarity

AP

Together, Kissinger’s idiosyncratic interpretations of European and American history have the unfortunate effect of blinding him to the significance of the two most salient features of international politics today. The first is unipolarity. The second is the unity of the democratic world, led by the United States.

Fifteen years ago, Dartmouth Professor William Wohlforth wrote that the United States “enjoys a much larger margin of superiority over the next powerful state or, indeed, all other great powers combined, than any leading state in the last two centuries.” China may soon have an economy of comparable size, but it has little prospect of competing militarily in the near- or mid-term future. Six of the next ten largest economies belong to American allies. Only one belongs to an adversary—Vladimir Putin’s Russia—whose antipathy toward the United States has not yielded a trusting relationship with China, let alone an alliance. (Incidentally, Putin is not mentioned in World Order, a significant oversight for a book that aspires to a global field of vision.)

The reason that the United States is able to maintain a globe-spanning network of alliances is precisely because it has never had a foreign policy based on ideological neutrality. Its network of alliances continues to endure and expand, even in the absence of a Soviet threat, because of shared democratic values. Of course, the United States has partnerships with non-democratic states as well. It has never discarded geopolitical concerns, pace Kissinger. Yet the United States and its principal allies in Europe and Asia continue to see their national interests as compatible because their values play such a prominent role in defining those interests. Similarly, America’s national interest entails a concern for spreading democratic values, because countries that make successful transitions to democracy tend to act in a much more pacific and cooperative manner.

These are the basic truths about world order that elude Kissinger because he reflexively exaggerates and condemns the idealism of American foreign policy. In World Order, Kissinger frequently observes that a stable order must be legitimate, in addition to reflecting the realities of power. If he were less vehement in his denunciations of American idealism, he might recognize that it is precisely such ideals that provide legitimacy to the order that rests today on America’s unmatched power.

Rather than functioning as a constraint on its pursuit of the national interest, America’s democratic values have ensured a remarkable tolerance for its power. Criticism of American foreign policy may be pervasive, but inaction speaks louder than words. Rather than challenging American power, most nations rely on it to counter actual threats. At the moment, with the Middle East in turmoil, Ukraine being carved up, and Ebola spreading rapidly, the current world order may not seem so orderly. Yet no world order persists on its own. Those who have power and legitimacy must fight to preserve it.

Agradezco al amigo Luis Ponce por ponerme en contacto con esta nota.

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Credit Photograph by David Hume Kennerly/White House via AP

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Obama and the Fall of Saigon

By

The New Yorker    September 10, 2014

Almost forty years ago, in April of 1975, as the North Vietnamese Army was sweeping through South Vietnam toward Saigon, President Gerald Ford addressed a joint session of Congress. He asked for seven hundred and twenty-two million dollars in emergency military assistance for the government of South Vietnam. He invoked the dire risk faced by tens of thousands of South Vietnamese, including those affiliated with the United States. In “Last Days in Vietnam,” Rory Kennedy’s gripping new documentary about the fall of South Vietnam and the chaotic U.S. evacuation, Henry Kissinger, who was the Secretary of State, says of Ford, “He had two major concerns. The first was to save as many people as we could. He cared for the human beings involved—that they were not just pawns and, once they had lost their military power, they were abandoned. The second was the honor of America—that we would not be seen at the final agony of South Vietnam as having stabbed it in the back.”

It’s a little jarring to hear Kissinger distance himself on moral grounds from using human beings as pawns. His and Richard Nixon’s policy in Southeast Asia amounted to little more than that: sacrificing untold hundreds of thousands of Vietnamese and Cambodians, as well as thousands of American troops, to bloodless terms like “credibility,” “strategic realignment,” and “peace with honor.” But Kissinger’s account of American efforts during the fall of South Vietnam is accurate: in Washington and in Saigon, officials went to great, though tragically belated, lengths to rescue those Vietnamese associated with the governments of South Vietnam and the United States. “Last Days in Vietnam” will unsettle many of your fixed ideas about the end of the war. (For example, the film raises the possibility that, had Nixon not resigned over Watergate, nine months before the fall of Saigon, the North Vietnamese wouldn’t have invaded the South so readily, because they regarded Nixon as a madman capable of anything.)

In the long view of history, the war was unwinnable. As Neil Sheehan’s masterpiece “A Bright Shining Lie” shows, it was a war of Vietnamese nationalism, and the French and American interventions were seen by most Vietnamese as last stands of colonialism rather than as Cold War imperatives. By that April, two years after the signing of the Paris Peace Accords and the withdrawal of the last American combat forces, most people back home didn’t want to hear the name of the country where, in twelve years, almost sixty thousand U.S. troops had died. Congress, reflecting that exhaustion, voted down Ford’s emergency request (which would only have postponed defeat). Hearing the news, the mild-mannered President cursed, “The sons of bitches!” The fall of Saigon was just days away.

“Last Days in Vietnam” is full of dramatic tales illustrated by vivid archival footage. With no space for a landing, a South Vietnamese pilot drops his family out of his transport helicopter, onto the deck of an offshore American Navy vessel, then dives into the South China Sea and saves himself as the chopper crashes into the waves. A Vietnamese student named Binh Po buys and talks his way onto the grounds of the U.S. Embassy in Saigon, joining ten thousand other desperate people, only to wind up among the four hundred and twenty left behind when an order from President Ford ends the evacuation prematurely and the last Marine chopper takes off. (Binh Po spent a year in a Communist reëducation camp before escaping from Vietnam by boat, in 1979.) Marine Sergeant Mike Sullivan and other Embassy guards, without orders, take it upon themselves to make sure that the Vietnamese they know personally—tailors, cooks, dishwashers, and their families—make it out on the Chinooks. As North Vietnamese tank divisions roll toward Saigon, individual Americans break official rules and risk their lives to get as many of the Vietnamese who worked with Americans as they can to safety, along with their families—an inspiring example of moral heroism in the final days of a war best known for its mistakes, crimes, and sheer waste.

At the same time, the evacuation was a disaster. Ambassador Graham Martin, a rigid Cold Warrior out of “The Quiet American,” refused to believe that Saigon was about to fall, and wouldn’t allow fixed-wing air evacuations from the Tan Son Nhut airbase while it remained out of North Vietnamese hands. The result of Martin’s delusion was the frantic helo lifts from the Embassy grounds, the last and worst option, too little and too late, which left tens of thousands of our Vietnamese allies behind to suffer the brutality of the North. Yet even Martin, who lost his only son in the war, emerges, more ambiguously, as a conscientious diplomat at the last hour, postponing his own evacuation long enough to get thousands of Vietnamese out.

Army Captain Stuart Herrington, one of the heroes of the evacuation, had to lie to the Vietnamese left behind at the Embassy, telling them that a big chopper was on the way, then sneak away to board the last flight off the roof. Still haunted, he speaks for the film: “The end of April of 1975 was the whole Vietnamese involvement in a microcosm. Promises made in good faith, promises broken, people being hurt because we didn’t get our act together. The whole Vietnamese war is a story that kind of sounds like that. But, on the other hand, sometimes there are moments when good people have to rise to the occasion and do the things that need to be done, and in Saigon there was no shortage of people like that.”

Back in 2007, when I started writing about the betrayal of Iraqis associated with America in Iraq, I spoke with two of the men featured in “Last Days in Vietnam”: Frank Snepp, the chief C.I.A. analyst in Saigon and the author of “Decent Interval,” an account of that period; and Richard Armitage, a naval officer, who returned to Vietnam as a civilian defense official and ended up bringing twenty thousand Vietnamese out on boats. Hearing their stories, I thought that the analogies with Iraq were obvious—willful blindness at the highest levels, no plan for rescuing Iraqis—but the differences were even sharper. The Vietnam-era Americans came off much better. With a few exceptions, it was hardly possible to imagine Embassy officials or troops in Baghdad taking great risks to get their Iraqi contacts out before we left. Relationships with Iraqis were much more distant, and Americans much more isolated, owing to security restrictions and other factors. Above all, in Baghdad there was a pervasive air of deskbound caution, buck-passing, and ass-covering, in contrast with the Wild West atmosphere that broke out, for better and for worse, in Saigon in April of 1975. It was all too easy for Americans in Iraq not to know what they didn’t want to know.

On Wednesday night, President Obama will speak to the country about his strategy for fighting the Islamic State in Iraq and al-Sham. I wonder if he’ll have a chance to see “Last Days in Vietnam,” which opened on Friday. He would probably be struck by the historical irony that, like Ford, he must try to explain to Congress and a weary, sour public why the U.S. should get involved again in a far-off, supposedly concluded war that most Americans now view as a waste.

This is a speech that Obama, even more than Ford, never wanted to give. He ran for reëlection, in part, on having fulfilled a promise to end the war in Iraq—always the previous Administration’s war. His eagerness to be rid of the albatross of Iraq played no small part in clearing the way for ISIS to take a third of the country, including Mosul, and to threaten Baghdad and Erbil.

All the more reason to give the President credit (though his political enemies never will) for his willingness, however reluctant, to turn around and face the catastrophe unfolding in Iraq and Syria. Wednesday’s speech will no doubt nod toward staying out (no boots on the ground, no new “American war”), even as it makes the case for going back in (air strikes, international coalitions, the moral and strategic imperative to defeat ISIS). This is the sort of balancing act that Obama speeches specialize in. But he also needs to tell the country bluntly that there will almost certainly be more American casualties, and that the struggle against ISIS—against radical Islam generally, but especially in this case—will be difficult, with no quick military solution and no end in sight. Otherwise, he’ll have brought the public and Congress on board without levelling with them, a pattern set in Vietnam and repeated in Iraq, with unhappy consequences.

By the time Ford gave his speech, that war was lost, and seven hundred and twenty-two million dollars couldn’t have done what billions of dollars and half a million American troops hadn’t—though the end game, as Kennedy’s film compellingly shows, was a last unnecessary fiasco. But the Iraq War never ended, except in the minds of most Americans. Unlike Vietnam, ISIS is an irreconcilable enemy and a metastasizing threat. We Americans want to wake up as fast as possible from our historical nightmares, whatever the cost to other people. It’s human nature. Unfortunately, this one still requires our attention.

George Packer became a staff writer in 2003. For the magazine, he has covered the Iraq War, and has also written about the atrocities committed in Sierra Leone, civil unrest in the Ivory Coast, the megacity of Lagos, and the global counterinsurgency. In 2003, two of his New Yorker articles won Overseas Press Club awards—one for his examination of the difficulties faced during the occupation and reconstruction of Iraq, and one for his coverage of the civil war in Sierra Leone. His book “The Assassins’ Gate: America in Iraq” was named one of the ten best books of 2005 by the New York Times and won the New York Public Library’s Helen Bernstein Book Award and an Overseas Press Club book award. He is also the author of “The Village of Waiting,” about his experience as a Peace Corps volunteer in Africa, and “Blood of the Liberals,” a three-generational nonfiction history of his family and American liberalism in the twentieth century, which won the Robert F. Kennedy Book Award; in addition, he has written two novels, “The Half Man” and “Central Square.” He has contributed numerous articles, essays, and reviews to the New York Times Magazine, Dissent, Mother Jones, Harpers, and other publications. He was a Guggenheim Fellow in 2001-02, and has taught writing at Harvard, Bennington, and Columbia. His most recent book is “The Unwinding: An Inner History of the New America.”

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