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En este interesante artículo, Borja Bas examina cómo la homosexualidad fue disfrazada en las películas de gánsteres de Hollywood. Enfoca en total 9 películas y una serie de televisión (Los Sopranos, 1999-2007). Estas incluyen a Little Ceaser (1931), The Maltese Falcon  (1931), Gilda (1946), White Heat (1949), His Kind of Woman (1951), The Big Heat (1953), Performance (1970), Reservoir Dogs (1992) y Lost Highway (1997).

Bas es periodista del diario español El País.


Little Caesar. 1931. Directed by Mervyn LeRoy | MoMAViolencia explícita, sexo sugerido: cómo Hollywood disfrazó la homosexualidad en el cine de gánsteres

BORJA BAS

Icon –  13 de febrero de 2024

No es un chiste: ¿en qué se parecían un gánster y un homosexual? Llevaban una doble vida, se veían envueltos en conductas delictivas, se entregaban a encuentros clandestinos y ocultaban sus actividades en las sombras. Desde los años treinta hasta el cambio de siglo, estas dos figuras han vivido una evolución en su representación cinematográfica que redobla su marginalidad en la figura del gánster homosexual.

“Los expertos en cine negro responden a un perfil heterosexual muy canónico que, desde la reverencia y la mitificación, no han podido o no han querido ver las innumerables connotaciones maricas que palpitan en los grandes clásicos”, explica Juan Dos Ramos, autor del ensayo Gangsters maricas. Extravagancia y furia en el cine negroilustrado por Álex Tarazón. Además, desde hoy al 18 de febrero esta iniciativa editorial se traslada a la Cineteca de Matadero (Madrid), en el ciclo Gangsters maricas con la proyección de Gilda, Al rojo vivo, Los sobornados, Performance y Carretera perdida. A continuación, una cronología de este subgénero infiltrado con sus más ilustrativos ejemplos.

El gánster que entiende, pero no entiende nada

En Hampa dorada (Marvin Leroy, 1931), Edward G. Robinson es un atracador de poca monta que se muda a Chicago junto a su compinche, que prefiere hacerse bailarín en busca del éxito. Mientras su amigo prospera y se enamora de una bailarina, el pequeño César Rico Bandello escala en el hampa y se pasa toda la cinta intentando que su exsocio, el único en quien depositaría su confianza, regrese a su lado como mano derecha de la banda. “Las mujeres no van con los negocios”, le suelta.

Hacia el final de la película, Rico tiene encañonado a su amigo, pero no le salen las balas. “Su mirada desesperada en ese momento lo dice todo. Es casi como una escena de ruptura, el gánster ahí pierde todo por exponerse. Esa es la gran tragedia de Rico: el hombre que él quería se ha ido con una mujer”, señala Dos Ramos. Un patinazo emocional que le obliga a esconderse de la policía para acabar ametrallado en un callejón bajo un cartel que anuncia el nuevo espectáculo del que fue su amor secreto.

El halcón maltés (película de 1941) - Wikipedia, la enciclopedia libre

Humphrey Bogart: un macho asediado por gays

El editor de la novela El halcón maltés solicitó a su autor, Dashiell Hammett, que rebajara el tono homosexual. Cuando John Huston la llevó al cine en 1941, recogió las pistas que dejaba el libro para desplegar toda una paleta de moralidades dudosas, especialmente en el trío de gánsteres descaradamente homosexuales que sumen en el embrollo de búsqueda de la preciada figura del halcón a Humphrey Bogart, detective con pocas barreras éticas.

Juan Dos Ramos apunta: “Aquí se cumple otra de las reglas del cine negro: la de amariconar a los secundarios para apuntalar la hombría del detective protagonista. Es un recurso que el mismo Raymond Chandler decía que abundaba entre los narradores de novela negra”. Peter Lorre compone aquí uno de los roles más brillantes de su carrera: el de Joel Cairo, un gánster que no oculta su diferencia desde el minuto uno. Se presenta en el despacho de Bogart precedido por una tarjeta con aroma a su perfume de gardenias y durante la charla con el detective acaricia con remilgo su bastón. El personaje del gánster gordo (Sydney Greenstreet) siempre con su amigo pistolero cerca (Elisha Cook Jr.), al que quiere “como un hijo”, tampoco anda con disimulos. Cuando decide traicionar al joven esbirro, dice: “Si pierdes un hijo siempre es posible conseguir otro”.

Gilda o el triángulo amoroso como coartada

Gilda - www.posterissim.comGilda (Charles Vidor, 1946), ha pasado a la historia como gran precursora del destape (ese guante de Rita Hayworth), pero se marca otro tanto: el de plantear un posible triángulo amoroso bisexual. No hay más que asomarse a la escena de arranque. Glenn Ford sale de una timba ilegal en un antro del puerto de Buenos Aires tras jugársela con sus dados trucados. Un maleante ve su intento de atracarle frustrado por el golpe de un bastón que oculta una punta de cuchillo. Lo maneja un misterioso hombre atildado, el gánster encarnado por George Macready. Ya desde ese momento, todo son equívocos y dobles sentidos en el diálogo.

“Es un amigo fiel y obediente. Guarda silencio cuando quiero que esté callado y habla cuando quiero que hable”, dice Macready sobre su bastón. “Esa es mi idea de la amistad”. “Muy alegre su vida”, le responde Ford (ese “alegre” es gay en el guion original que, aunque ya está en desuso, en esa acepción servía para definir algo feliz o divertido). Y celebran su recién estrenada amistad fumando un cigarro y paseando juntos por la zona portuaria. “El que hace su propia suerte como yo, reconoce a sus semejantes”, dice el gánster antes de despedirse.

“Todo son signos para el ojo queer”, apunta Juan dos Ramos. “Se encuentran en el puerto, zona de cruising por antonomasia, rodeados de criminales y marineros. El gánster aparece en escena levantando el bastón como símbolo de una erección. Pronto ofrece a este hombre, con el que quiere ligar, una carrera meteórica en el hampa. La dinámica del triángulo amoroso también es muy divertida. Este mafioso es consciente de que Glenn Ford es un bomboncito heterosexual y se trae del brazo a Gilda como subterfugio para que acaben los tres juntos. Y para que no haya dudas morales, el villano muere ensartado por su propio bastón: el penetrador es penetrado”.

James Cagney y el complejo de edipo

Para Al rojo vivo (1949), James Cagney quiso dar vida a un matón sensible al que vemos llorar o dejarse arrullar en las rodillas de su madre, la matriarca de una banda criminal de eterno luto por su marido. Cuando fallece, el protagonista traslada sus afectos a un policía infiltrado en la banda. Como deduce el autor de Gangsters maricas: “El falso socio criminal pasa a ocupar su lugar. De él espera la protección y firmeza que encontraba en su progenitora. Es con él con quien tiene las escenas más íntimas, con quien quiere repartir el botín, mientras que a la mujer florero que le han puesto por guion (la explosiva Virginia Mayo) la desprecia sistemáticamente. Tras el desengaño amoroso mayúsculo que supone la revelación de la verdadera identidad del agente del orden, por supuesto, el desenlace del gánster es dramático y violento, digno de un loco, el único retrato posible para un marica. Hay un afán por desmontar un tipo de masculinidad y yo creo que Cagney era muy consciente de lo que estaba haciendo”, bromea.

Si es homosexual, es depravado

Desde 1934 hasta 1967 el código Hays (impulsado por el líder republicano William H. Hays y que velaba por la moralidad en pantalla) obligó a directores y guionistas a ser audaces. Como explica Dos Ramos: “Utilizaban ciertos apuntes como ponerle una flor en el ojal a un tipo corpulento, señores que van mucho al teatro, que van perfumados… A eso hay que sumarle el uso de la elipsis narrativa para resolver determinadas situaciones que sugieren encuentros sexuales. El código Hays permitía cierta relajación si la homosexualidad se percibía como una pincelada que subrayase la naturaleza monstruosa del gánster, además”.

Las fronteras del crimen (1951) - FilmaffinitySin embargo, algunas producciones dejaban traslucir un catálogo particularmente retorcido de perversiones sexuales. Es el caso de Howard Hughes, el magnate y productor. El playboy no disimulaba su voracidad bisexual. Para Las fronteras del crimen (1951) contó con dos sex symbols, Jane Russell y Robert Mitchum. El gánster marica en este caso lo encarna Raymond Burr, fornido actor gay que se había fabricado una biografía falsa encadenando matrimonios y que más tarde triunfaría en la serie Perry Mason. Burr se transforma en Las fronteras del crimen en el alter ego de Howard Hughes para desatar las fantasías más perversas de dominación sobre el macho heterosexual encarnado por Mitchum. En la escena final, después de que el protagonista se cuele en el barco de los malos, el villano Burr se deleita dando órdenes a sus hombres para que le den una paliza, lo descamisen, lo aten a un mástil, lo zurren con la hebilla de un cinturón y rematen la tortura encerrándolo en una sala de máquinas llena de vapor cuyos sudores emulan sin tapujos los de una sauna. Una fiesta bondage solo tolerada porque el bueno vence y acaba abrazando a la chica.

Y por fin salió del armario

Probablemente la película pionera en el gánster abiertamente homosexual sea Los sobornados (Fritz Lang, 1953). La secuencia de arranque presenta al maduro Alexander Scourby, envuelto en un pijama de seda en la cama con un guapo y atento joven en albornoz de pie a su lado que se dedica a marcarle llamadas de teléfono y prenderle los cigarrillos. Luego descubriremos que tiene una hija, pero ni rastro de esposa. Poco importa. “El relajamiento del código Hays permitió atender a las realidades de la calle y a las demandas de un público en busca de historias que reflejaran situaciones más reales”, deduce Dos Ramos.

En ese contexto nace, por ejemplo, la despiadada pareja de pistoleros gais de Agente especial (Joseph H. Lewis, 1955), que quizás por ser una cinta de serie B, se permitió mayores licencias. “No puedo comer más salami”, dice uno de ellos. “Es todo lo que hay”, responde el otro. “La policía nos buscará hasta en los armarios”, aventuran antes de encontrar un trágico final. Aunque el primer film que nos brindaría por fin a un señor del crimen liberadamente marica fue británico. El gangster (1971) constituye un punto de inflexión, además, por contar por primera vez en un rol así con alguien que ya era una superestrella: Richard Burton. En ella vemos a Burton y su amante Ian McShane entrar y salir del dormitorio en albornoz (eso sí, el beso que se rodó quedó fuera del montaje final). A pesar de ello, dice el autor de Gangsters maricas, “es una película que conserva su atractivo. Además, le añade una capa al género que solo desde la tradición europea podían darle: mientras que el cine negro americano es más prefabricado en su estética, aquí asoma el dandismo que predicaba Oscar Wilde. La ropa en el gánster es esencial, y eso los británicos lo cultivan muy bien”.

El personaje de Burton se basa en uno de los gemelos Kray, célebres figuras reales del crimen organizado inglés. Con planta impecable, pinta de tipo duro y abiertamente homosexual, Ron Kray se ha convertido en un icono de la cultura pop. Tanto que hasta hemos visto desde un biopic, The Krays (1990), protagonizado por los hermanos Kemp de Spandau Ballet, hasta una pirueta interpretativa de Tom Hardy interpretando a ambos gemelos simultáneamente en Legend (2015). Lo que nos lleva al siguiente punto: el inevitable encuentro entre la figura del gánster y la de la estrella de la música.

Performance (1970) – B&S About Movies

El gánster ‘glitter’

Esta evolución del gánster glitter nos la brindó Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1971). Un agresivo mafioso escondido de su propia banda, James Fox, y un rockero en pleno bloqueo creativo, Mick Jagger, se transmutan el uno en el otro. En mitad de este tripi (literalmente, en pleno viaje de setas), Anita Pallenberg (novia por entonces de otro Rolling, Keith Richards) le dice al matón camuflado bajo maquillaje y peluca que su amante músico es “un hombre mujer-hombre al que su demonio le ha abandonado”. También vemos al criminal acostarse con una andrógina groupie a la que le murmura en pleno acto: “Pareces un muchachito”. La actuación imaginaria de Jagger caracterizado de gánster, con los ambiguos y rollizos miembros del hampa despelotándose a su alrededor, es tan imposible que solo se puede aplaudir que exista.

A todo esto hay que sumarle la más que abierta naturaleza homosexual del capo que persigue al protagonista: un tipo calvo, peludete, del montón, al que vemos recibiendo a chaperos y ojeando revistas de culturistas rodeado de su banda de bichos raros. Es, en palabras de Dos Ramos, “un milagro de película. No solo por equiparar la figura de la estrella del pop con el gánster americano que acaparaba titulares en la era dorada, también por desarrollar todas esas nuevas masculinidades que trajo la liberación sexual a finales de los sesenta y la apertura de mentes que propiciaron las drogas psicodélicas”.

el primer (y casi único) papel masculino que compuso la drag queen Divine, musa de John Waters: el gánster ególatra, autoritario y misógino de Inquietudes (Alan Rudolph, 1985). A pesar de sus escasas apariciones, se alza como gancho incontestable del film componiendo lo que Juan Dos Ramos llama, “un gánster posmoderno, por encima de todos los clichés”.

David Lynch lo retuerce todo

Cuando hablamos de que el término gánster marica, o gay, o queer nunca es blanco ni negro, sino que ocupa una amplia gama de grises, no contábamos con la paleta de oscurísimos tonos que maneja David Lynch. En dos de sus obras maestras, Terciopelo azul (1986) y Carretera perdida (1997), nos enfrenta a unos villanos de sexualidad poco ortodoxa, extravagantes y aterradores. En palabras de Dos Ramos, “probablemente responda a la devoción de Lynch por el cine negro clásico. Cuando creces viendo a este tipo de personajes más ambiguos siempre presentados como depravados y con una vida interior torturada, no separas la parte criminal de la orientación sexual. Me imagino a David Lynch viendo de joven esas películas e intuyendo que no solo son malvados, sino que tienen una sexualidad oscura, casi indescriptible. Algo que él se apropia y potencia. El retrato que hace en estas dos pelis puede resultar hasta homófobo, pero le sirve para hacer aún más siniestros a sus personajes en busca de un impacto estético brutal”.

Pensemos en el personaje de Dean Stockwell en Terciopelo azul, crooner siniestro maquilladísimo, con boquilla de fumar y camisa de chorreras, que establece una conexión eléctrica con el retorcido Dennis Hopper. Comparten drogas, miradas abismales y extorsionan a la femme fatale (Isabella Rossellini) bajo la mirada del antihéroe Kyle MacLachlan. La escena, por supuesto, deriva en un Hopper desatado llevándose a la pareja secuestrada y exclamando “¡Vamos a joder! ¡Me joderé a todo lo que se mueva!”. De ahí, los somete a un viaje al fin de la noche en el que, sin parar de inhalar nitrito de amilo de una bombona (la droga conocida en el mundo gay como poppers), primero le quiere pinchar los pechos a ella y después le cubre a él la cara de besos con pintalabios para acabar dándole una paliza.

En Carretera perdida, el mafioso caracterizado por Robert Loggia no se presenta tan desaforado, pero sí igualmente inquietante. Tras obligar a su joven mecánico de confianza (Balthazar Getty) a subir a su coche para hacerle partícipe de un accidente provocado, tantea sus posibilidades invitándole a ver porno. En un paralelismo con Gilda (cinta de la que Lynch es declarado fan), intenta a continuación captar al joven presentándole a una bellísima rubia, Patricia Arquette. “Loggia introduce a Arquette de la misma forma que el gánster del casino presenta a Rita Hayworth en Gilda: primero sondea al muchacho, pero ve que no va a conseguir nada. Y un día aparece con la chica despampanante a su lado”. Cambian los tiempos, las pulsiones depravadas permanecen.

Lost Highway (1997) title sequence - YouTube

Si eres hombre, te va a gustar

Quentin Tarantino lo ha dicho muchas veces: “El subtexto gay siempre mejora una película”. En Reservoir Dogs (1992) lo materializó en el trasfondo romántico que une al Señor Blanco (Harvey Keitel) y el Señor Naranja (Tim Roth). Después de que en el atraco todo haya salido mal, Blanco pasa la mitad del metraje acunando a un Naranja moribundo sobre un charco de sangre con la esperanza de que, al menos, el compinche con el que se ha encariñado sobreviva a un tiro en el estómago. Son un ejemplo de lo que Juan Dos Ramos ha bautizado como “el superamor. No estamos hablando de una naturaleza gay en su literalidad, sino de los vínculos que generan estos hombres que viven en unos ambientes hipermasculinos, en constante peligro, siempre con miedo a no saber en quién confiar. Se enfrentan juntos a unas situaciones tan críticas que desarrollan otras dinámicas emocionales en las que la mujer tiene muy poco peso”.

Algo que se manifiesta también en Lock & Stock (Guy Ritchie, 1998), donde todo juega en favor de una desbordante y testosterónica camaradería, abundan los chistes de maricones y la figura de la mujer brilla por su ausencia. “Son tipos que se ponen cachondos entre ellos hablando de sus cosas de hombres. Es casi como una película de sexo gay quinqui, filmada en unos sótanos insalubres del East London, con las escenas explícitas suprimidas”.

Serie Los Soprano: argumento, análisis y reparto - Cultura Genial

Los Soprano: la homosexualidad no se perdona

El triste final en Los Soprano de Vito Spatafore, uno de los gánsteres más fieles de Tony Soprano, pone de manifiesto los complejos del mafioso italoamericano ante cualquier alternativa que desafíe su hombría. Esta subtrama está basada en el caso real de John D’Amato, más conocido como Johnny Boy, jefazo de la familia DeCavalcante, la más poderosa de Nueva Jersey. Su misma esposa filtró que iban a clubs de intercambios de pareja y que su marido tenía particular propensión en esos encuentros a entregarse a otros hombres. Fue asesinado a tiros por soldados de sus propias filas en 1992. En la investigación de su muerte, un informante deslizó que “nadie va a respetarnos si tenemos a un capo homosexual discutiendo asuntos de La Cosa Nostra”.

En la teleserie, Vito Spatafore pasa de respetable matón a repudiado al ser descubierto ligando, vestido del poli de Village People, en una discoteca gay. Su inmediato autoexilio le trae una ilusión efímera de felicidad junto a un tipo gay corriente. Aunque añora sus fechorías y regresa pidiendo perdón a la banda y proponiendo a su mujer tener otro hijo, amparándose en una enajenación homosexual transitoria provocada por una medicación. Pero la mafia no perdona. Spatafore aparece muerto en un hotel con un bate de béisbol metido por el recto. “La elección de un final tan gráfico y bestia responde a la necesidad de los guionistas de reforzar ese pensamiento monolítico y tradicional del hombre italoamericano, herencia de actitudes de las viejas mafias sicilianas, donde probablemente solo violar la omertà [la ley del silencio] sea un pecado mayor que ser homosexual”, concluye Dos Ramos.

¿Adiós al gánster marica?

Los modelos de gánster (marica o no) quedaron caducos con el cambio de siglo. En la era de la hipertecnificación y las distopías adelantadas, su figura podría tomar cualquier forma, desde un algoritmo villano que roba y extorsiona valiéndose de la inteligencia artificial hasta la encarnación de un megalómano tipo Elon Musk, capo de las estratosferas. O, más vulgarmente, la de banqueros, políticos o presidentes de club de fútbol. En cualquier caso, con el tabú de la homosexualidad prácticamente desarticulado en pantalla, el concepto de gánster marica deja de tener un sentido claro para el futuro. Concluye el autor de este ensayo: “La sexualidad termina siendo irrelevante cuando tienes poder. Otra cosa es explorar lo queer sobre este nuevo escenario en el que se ha desmoronado el sistema patriarcal, proliferan en los medios nuevos modelos de masculinidad y los logros LGTBI dibujan un nuevo marco donde situar ficciones. En esa nueva realidad, el gánster marica ya no va a ser algo tan raro ni tan sofisticado. De igual manera, el hombre heterosexual moderno se ha apropiado de comportamientos y acciones antes impensables por considerarse femeninas. Así que si decimos adiós al macho, también decimos adiós al gánster marica”.

 

 

 

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Comparto este interesante artículo de la profesora Alyssa Goldstein Sepinwall, analizando cómo Hollywood ha ignorado o mal representado la gesta de la revolución haitiana. La Dr. Goldstein Sepinwall es profesora de Historia en la  California State University-San Marcos. Sus especialidades de investigación incluyen las revoluciones francesa y haitiana, la historia haitiana moderna, la esclavitud y el cine, el colonialismo francés, la historia franco-judía, la historia y los videojuegos, y la historia del género. Su libro más reciente, Slave Revolt on Screen: The Haitian Revolution in Film and Video Games  fue publicado en junio de 2021 por la University Press of Mississippi.


La batalla por Palm Tree Hill por enero Suchodolski, 1845 (Wikimedia Commons)

Cómo Hollywood ha ignorado la revolución haitiana

 Alyssa Goldstein Sepinwall 

Black Perspectives  16 de ulio de 2021 

Los afro-estadounidenses han estado interesados durante mucho tiempo en Haití. Décadas antes del llamado “giro haitiano” dado por la academia estadounidense  en el siglo XXI, los académicos afro-estadounidenses habían sido pioneros en el estudio de la historia haitiana en inglés. En el  Journal of Negro History y en otros lugares,  Mercer Cook,  Rayford Logan y otros publicaron  estudios fundacionales sobre el Haití colonial (Saint-Domingue francés), la revolución haitiana y la independencia haitiana. De manera similar, en el arte y la literatura, las figuras del Renacimiento de Harlem vieron a Haití como un faro de la autodeterminación negra. Como el primer sitio en las Américas donde los afrodescendientes derrocaron a sus opresores blancos, Haití inspiró durante mucho tiempo a los pensadores afro-estadounidenses.

Al igual que sus contrapartes académicos, los actores y directores afro-estadounidenses han tratado de hacer que la revolución haitiana (1791-1804) sea más conocida en los Estados Unidos. El intento del actor Danny Glover de hacer una película sobre la revolución en las décadas de 2000 y 2010 es el ejemplo más famoso. Pero como observo en mi libro Slave Revolt on Screen: The Haitian Revolution in Film and Video Games, estrellas como Harry Belafonte, Sidney Poitier, William Marshall y Ellen Holly también buscaron hacer películas sobre héroes revolucionarios haitianos, incluidos Toussaint Louverture, Jean-Jacques Dessalines y Henri Christophe.

El emperador Jones (1933) - FilmaffinitySin embargo, ha resultado mucho más difícil para los artistas negros hacer películas sobre la revolución que para los historiadores escribir sobre ella. Un factor es el costo. Con una película épica que requiere mucho más dinero para producir que una monografía, y las divisiones desiguales del capital cinematográfico resultantes de los legados económicos de la esclavitud y el racismo, incluso las estrellas negras más importantes de Hollywood no han podido dar luz verde a sus propias películas sobre temas como la revolución de Haití. Otra razón tiene que ver con la imaginación históricamente limitada de los productores blancos en este sentido. A Glover se  le preguntó “¿Dónde están los héroes blancos?” antes de que se le negara la financiación para su biopic de Toussaint. Y cuando se le pidió a Belafonte que protagonizara un remake de  El emperador Jones  (que caricaturizó la historia de Christophe), intentó hacer una película más respetuosa sobre la revolución haitiana. Pero los productores le dijeron que si se negaba a interpretar el papel como estaba escrito, “Tendremos una estrella negra que lo hará”.

De hecho, como han demostrado estudiosos como Valerie Smith  y  Donald Bogle,  Hollywood ha recurrido durante mucho tiempo a tropos racistas al representar la vida y la cultura negras. Smith explica que el racista Nacimiento de una nación (1915) de D.W. Griffith tuvo una influencia descomunal: las imágenes establecidas en esa película fueron “reproducidas a lo largo de la historia del cine estadounidense, tipos que van desde hombres y mujeres indolentes, serviles y bufonestas hasta viciosos violadores negros”. El desafío de lograr que los productores financien una película sobre la Revolución de Haití se ha visto exacerbado por el hecho de que este evento no encaja en el tipo de historias de historia negra que los estudios prefieren. A diferencia de la trama ficticia de  Django Desencadenado, la Revolución haitiana fue planeada por pueblos afrodescendientes sin la ayuda de un héroe blanco. A diferencia de la insurrección liderada por Nat Turner (presentada en  El nacimiento de una nación de NateParker), los haitianos derrocaron a sus opresores y forzaron el fin de la esclavitud.

Lydia Bailey (1952) - Rotten Tomatoes

Contrariamente a la creencia popular, Hollywood no ha ignorado por completo la revolución haitiana. Pero dadas estas desigualdades, no es sorprendente que la única película de estudio ambientada durante la Revolución haitiana no fuera escrita por afro-estadounidenses, sino por blancos de izquierda. Lydia Bailey  (1952) de Fox no fue precisamente el tipo de película sobre la revolución haitiana que los escritores afro-estadounidenses han propuesto: sus protagonistas no eran Louverture y Dessalines, sino dos estadounidenses blancos que se enamoraban en medio de la revolución.

La historia de por qué se hizo Lydia Bailey,  y la insistencia del estudio en centrar a los personajes blancos, es demasiado complicada de detallar aquí. Pero vale la pena señalar dos cosas sobre la película. Primero, Fox lo hizo en medio de una ola de imágenes de mensajes sociales de posguerra sobre el racismo. En 1947 Fox había publicado  Gentleman’s Agreement,una película pionera que destacaba el feo problema del antisemitismo estadounidense, incluso entre aquellos que afirmaban haberse opuesto a los nazis. Recién salidos del éxito de esa película, los guionistas de Lydia Bailey Philip Dunne y Michael Blankfort lo pretendían como una salva contra el racismo anti-negro. Hicieron que la revolución haitiana fuera análoga a la de Estados Unidos, en lugar de un ataque salvaje de los negros contra los blancos franceses que los blancos estadounidenses la habían retratado durante mucho tiempo. Esta representación anticipó la erudición de las Revoluciones Atlánticas por varias décadas. En la película, la protagonista blanca Albion Hamlin se encuentra con Toussaint Louverture y decide que la violencia revolucionaria haitiana contra los franceses está justificada. Al enterarse de la esclavitud, Albion le dice a un amigo haitiano (interpretado por William Marshall), “Si yo fuera un nativo hoy en día cuya libertad se viera amenazada por los despiadados de Napoleón, mataría a todos los hombres blancos sobre los que pudiera poner mis manos”. La postura antirracista de la película también fue influenciada por la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP). Trabajando con Fox como parte de las iniciativas de derechos civiles de la posguerra, el líder dela NAACP, Walter White, instó al estudio a retratar a los personajes negros haitianos de la película respetuosamente mientras ayudaba a las audiencias a comprender el significado histórico de Haití.

En muchos sentidos, Lydia Bailey  se apartó notablemente de los estereotipos más antiguos de Hollywood. Por lo tanto, muchos escritores negros elogiaron la película como un hito en la representación de los negros en la pantalla. En enero de 1952, antes del estreno,  Ebony  proclamó: “La historia negra será glorificada en una película importante de Hollywood por primera vez”. Otro artículo de Ebony  exclamó: “Por primera vez se ha construido una película alrededor de un país negro con grandes líderes… Nunca una imagen ha llevado una acusación tan tremenda de esclavitud”. En julio,  Jet  llamó a Lydia Bailey  la “primera imagen que realmente representa la valentía de los negros cuyo amor por la libertad no se derritió frente a las armas”.

LYDIA BAILEY Daybill Movie poster Anne Francis | Moviemem Original Movie  PostersSin embargo, la prensa negra también presentó críticas a  Lydia Bailey. Durante la producción, un editor de California Eagle  escuchó rumores de una escena atroz (lo que implica que los negros y los blancos tenían olores diferentes). Ella escribió: “Lydia Bailey  puede estar dando empleo a 180 actores negros, pero [esto] me da vuelta el estómago”. El escritor preguntó cómo “una industria que no emplea a los negros como escritores” podría hacer “una imagen sincera y sensible relacionada con la vida negra”. Walter White tuvo una visión más positiva una vez que vio la película final (con esa escena alterada). Le dijo a los lectores: “Les ruego que no se pierdan” a  Lydia Bailey. Aun así, White cuestionó la sorprendente imposición de la película de un baltimoreano blanco en el círculo íntimo de Toussaint.

En general, dado el clima de la época, los periódicos negros vieron a Lydia Bailey  como  un hito.  Marion Campfield, del Defensor de Chicago, bromeó sobre su “desdén por la autenticidad histórica”, pero instó a los espectadores a apoyarlo con visitas repetidas. Lo más crucial, argumentó, fue el tratamiento de Fox de “la valiente lucha de Haití para vivir con orgullo con sensibilidad y dignidad”. Elogió el guion por hacer que los haitianos ejemplificara la libertad y la igualdad, en lugar de los franceses. En Los  Angeles Sentinel,Hazel Lamarre declaró: “Hollywood … se ha dejado abierto a la crítica cuando se hacen películas que tratan con personas de color”. Pero agregó: “’Lydia Bailey’ está fuera de esta clase”. Lamarre calificó la película de “inspiradora”. Un crítico en el  California Eagle  predijo que a los blancos del sur no les gustaría la película, pero que era “la mejor para salir de Hollywood”.

Setenta años después, llama la atención que Lydia Bailey  siga siendo la única película de Hollywood centrada en la Revolución. La voluntad de los estudios de hacer películas que justificaran la violencia revolucionaria negra se disipó en medio de la histeria anticomunista, así como la ansiedad de los blancos  sobre el movimiento de derechos civiles. La ola de mejores películas de historia negra que los escritores esperaban en 1952 no se materializó.

A raíz de Black Panther, visto de manera similar como histórica,¿los productores estarán más dispuestos a financiar películas sobre la Revolución Haitiana? Sin duda, hay motivos para el escepticismo. La comedia de Chris Rock de 2014  Top Five  relató un biopic de la Revolución haitiana que fracasa en la taquilla porque los blancos ignoran o son hostiles a las historias de revuelta de esclavos. El punto de Rock aún no está desactualizado: los financiadores y el público blanco todavía no parecen estar listos para una historia centrada en las personas esclavizadas que recurren a la violencia para liberarse. Aún así, como  brenda Stevenson ha predicho,el impulso de las películas recientes y la creciente influencia de los cineastas negros pueden hacer que sea “difícil dar marcha atrás”. De hecho, un reciente informe de McKinsey se hizo eco de lo que los principales escritores y productores negros han enfatizado,que Hollywood pierde miles de millones al año al no ingitar sus proyectos. Si los estudios están dispuestos a escuchar, las audiencias finalmente pueden llegar a ver películas de gran presupuesto con la Revolución haitiana en la pantalla, escritas desde perspectivas negras.

  1. Véase Millery Polyné, From Douglass to Duvalier: U.S. African Americans, Haiti, and Pan Americanism, 1870-1964  (Gainesville: University Press of Florida, 2010); Maurice Jackson y Jacqueline Bacon, eds.,  African Americans and the Haitian Revolution  (Nueva York: Routledge, 2010); Leslie Alexander, “The Black Republic: The Influence of the Haitian Revolution on Northern Black Political Consciousness, 1816–1862, en Alyssa G. Sepinwall, ed.,  Haitian History: New Perspectives  (Nueva York: Routledge, 2012), 197 – 214; y Brandon Byrd,  The Black Republic: African Americans and the Fate of Haiti  (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2019).

 

Traducción de Norberto Barreto Velázquez

 

 

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8d858-huellasLa revista digital Huellas de Estados Unidos cumple diez años de vida. Durante este periodo ha desarrollado una labor importantísima promoviendo el estudio de la historia estadounidense en América Latina. Huellas se ha convertido en unos de los pocos medios académicos dedicados  a la publicación de trabajos analizando en castellano la historia del vecino del Norte.

Para celebrar estos diez años, Huellas publica su número veinte, en gran parte dedicado al análisis del ascenso de la derecha radical y su más reciente y preocupante expresión: el ataque al Capitolio del pasado 6 de enero. Asimismo, destaca la traducción de un ensayo de dos destacados académicos afroestadounidenses, Ibram X. Kendi y Keisha Blain.  Completan este número trabajos sobre el desarrollo de Hollywood en los últimos años del siglo XX, el poder financiero en los años 1970, el tema migratorio y el significado para América Latina de la administración Biden.

Felicitamos a los colegas Valeria Carbone y Fabio Nigra por estos diez años de arduo trabajo.

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In Defense of History According to Hollywood

by Yohuru Williams

HNN  February 17, 2014

Yohuru Williams is chair and professor of history at Fairfield University. Follow him on Twitter @yohuruwilliams

Image via Wiki Commons.

After weeks of badgering from a friend, I saw Frost/ Nixon a few years back and left the theatre pleasantly surprised. When I called her to discuss the film, she seemed disappointed in my reaction. As a scholar of Twentieth Century United States History, she was anxious to compare notes on the historical inaccuracies she documented in the film.  I had gone in with the same game plan, but somewhere in between the endless parade of advertising, forthcoming features, and the opening credits, I lapsed into casual moviegoer mode. I truly wanted to see how director Ron Howard would tell the story and so I was able to muster the advice of Samuel Taylor Coleridge and “suspend disbelief” in deference to “poetic faith.”

It helps that I had no professional stake in the movie.  My friend reminded me of my incessant petulance after seeing the movie Panther in 1995. As a young graduate student eager to reclaim my topic, I marched into the theatre with a pen and pad and emerged two hours later, with my hands literally bathed in ink from my furious attempt to detail and highlight every factual error.

In this sense, a historian in a history film is very much like the proverbial bull in a China shop. At every moment, we threaten to shatter the delicate handiwork of the shop owner without regard to the intricate and difficult nature of her task. Films that delve into history have the toughest audience. They must satisfy the movie going public’s desire to see a good story, complete with a satisfactory ending — with the reality that the study of the past offers us very few examples of neat, self-contained, happy endings.

That is a big part of the problem for historians. As the Bradley Commission notably observed in 1988, history is unfinished business.  Any medium that purports to neatly package the past and reconcile its meaning in a few hours is immediately suspect. Yet, this is what the “people” demand, underscoring William Dean Howells famous observation, “What the American public always wants is a tragedy with a happy ending.” Historical narratives, of course, are rarely this uncomplicated. What may worry the professional historian most, in her effort to reconstruct the past from incomplete and not always trustworthy sources, may be of little concern to the historical filmmaker seeking to satisfy a larger agenda. As David Blight observed in Race, Reunion and the Civil War with regard to D.W. Griffith’s deeply flawed cinematic vision of the Civil War and Reconstruction, Birth of Nation was as much a movie as it was a political statement.

Audiences today, one might argue-problematically of course, are more sophisticated. The recent news that film maker Oliver Stone dropped out of a project to bring the life of Martin Luther King to the big screen, did little to quiet rumblings from those concerned that the film would fail to capture the “historical” King. Some questioned, for instance, if such a film would detail Dr. King’s marital infidelities, perhaps understandable given our current preoccupation with the private lives of public figures. This was presumably not an issue in 1978 when Director Daniel Mann brought Dr. King’s life to the small screen in the three-part miniseries, King, starring Paul Winfield in the title role. The film, which still occasionally makes appearances on Dr. King’s birthday and during Black History Month, remains controversial for other reasons. Although the director devoted six hours to telling King’s story, the miniseries is perhaps best remembered for the liberties, and in some cases total falsehoods it concocted in documenting the movement including a scene where Dr. King and Malcolm X engage in a frank chat about nonviolence in Chicago in 1966 — nearly a year after Malcolm’s assassination in February of 1965. Although the invented conversation has the desired effect of contrasting the two men’s views, it is entirely a fabrication.

Directorial license theoretically knows no bounds — except in crafting a story that will appeal to a target audience, even if that includes the manufacture of characters or storylines. In 1988, Coretta Scott King famously weighed in on Mississippi Burning, challenging the film for its skewed view of the Civil Rights Movement — told not from the perspective of the embattled Civil Rights workers who risked their lives but the white FBI agents who, for the most part, watched from the sidelines.

So, if Hollywood is so terrible at getting it right, why do historians and history teachers continue to go to and in some cases, show such movies in class? In his celebrated essay “Why We Crave Horror Films?” author Stephen King laid bare the art of his craft. Although geared toward a different genre, his view may have some relevance for us. “The mythic horror movie,” he explained “like the sick joke has a dirty job to do….It deliberately appeals to all that is worst in us. It is morbidity unchained, our most base instincts let free, our nastiest fantasies realized . . . and it all happens, fittingly enough, in the dark.”

If this is true, what might we say about the mythic History film? For it surely also has a job to do, within much tighter confines — and in the blinding light of hindsight. While the horror film can take liberties with our imagination in making the unthinkable real, the historical film faces its own burdens of voice and authenticity. The history filmmakers lens must serve simultaneously as a time machine and a mirror to society.  When viewing our image in that mirror we need to recognize ourselves in its reflection and whether it is a positive view (Band of Brothers) or a negative one (Mississippi Burning) it needs to be familiar — even if (12 Years a Slave) uncomfortably so. As John Hope Franklin and Abraham Eisenstaedt have observed “every generation writes its own history for it tends to see the past in the foreshortened perspective of its own experience.”

Historical films thus have an inherent degree of tension. In addition to their mission to entertain, they often speak problematically to two audiences, one looking to safeguard its legacy and the other to understand its values. For those old enough to remember, historical movies can be a pleasant or disturbing trek down memory lane. For those with no memory or connective tissue, they very much represent a roadmap of sorts, which is probably why we remain so deeply invested in getting it right and debating the finer points of historical movies. History matters. From the military history buffs ready to pounce on the slightest variation in a unit’s insignia, to the participants ready to challenge those who question their motivations, to the now adult who never quite understood why her parents wept so bitterly the day Kennedy died, we are constantly negotiating and renegotiating the meaning of the past. History films are like our own fickle and often, subjective memories committed to celluloid. What they reflect or who we see reflected in them can tell us a lot about where we are at any given moment. In a society rapidly transitioning away from oral and written to visual sources, soon they may become even more significant – as a means to not only imagine the past, but also shape its meaning.

George Will famously referred to Oliver Stone’s 1991 docudrama JFK as a “three hour lie from an intellectual sociopath.” It nevertheless grossed 205 million worldwide and sparked intense debate and discussion. A Newsweek magazine cover featuring a photo of actor Djimon Hounsou manacled and with the subtitle «Should America apologize for slavery or just get over it?» attempted to use the film to promote a national discussion over slavery. As a High school teacher, I took my class to the film and despite my blistering critique my students literally spent the next month and half referencing it. That is the rub. Even when they get it wrong, as they often do, there is still tremendous value in the exercise.  It creates for those with no memory and or no engagement with scholarship a frame of reference, no matter how flawed.

There is another important consideration beyond this as well. As the movie Forest Gump reminded us, it not just the facades and the fashions that transport us back, not merely the music or the language, although clearly they help. It is the culmination of our collective hopes and fears transferred to the big screen starring back at us to affirm not only who we are but what we aspire to be.

Critics challenge history movies for a host of reasons, including historical inaccuracies, manufactured dialogue, and/or conflated characters. A film can never reproduce a life, nor for that matter can a historian. Even with the most complete sources, we cannot know with absolute certainty that what we write is 100% accurate. It is why we discuss history in terms of changing interpretations rather than ironclad narratives.  It is also why we crave history films as a means of judging not only our values but also the narratives that prevail currently. In stark contrast to Stephen King’s horror film, the mythic history film represents morbidity, in the form of the unknown, checked, our most base instincts subdued, and our best qualities, in the form of manufactured heroes and happy endings idealized. To their detractors, of course, these qualities can make history movies a horror of a different stripe for they deliberately appeal, usually in the creation of heroes, to the best in all of us — at times at the expense of frank discussions about our not so glorious past. Nevertheless, even in all their flaws, they invaluable as teaching tools especially in terms of getting people thinking and talking about past.

Yohuru Williams is chair and professor of history at Fairfield University. Follow him on Twitter @yohuruwilliams

 

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