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La América de John F. Kennedy

Por: Julián Casanova

El país  | 21 de noviembre de 2013

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John F. Kennedy y su esposa, Jackie, en Dallas momentos antes del magnicidio. / ken features

Lo escribió Martin Luther King en su autobiografía: “Aunque la pregunta “¿Quién mató al presidente Kennedy?” es importante, la pregunta “¿Qué lo mató”? es más importante”.

En realidad, 1963 fue un año de numerosos asesinatos políticos en Estados Unidos, la mayoría de dirigentes negros. Y en esa década fue asesinado Malcolm X, en Harlem, Nueva York, el 21 de febrero de 1965, por uno de sus antiguos seguidores, en un momento en el que estaba rompiendo con los líderes más radicales de su movimiento. El 4 de abril de 1968, en el balcón de su habitación del hotel Loraine, en Memphis, Tennessee, un solo disparo acabó con la vida de Martin Luther King. Dos meses más tarde, el 6 de junio, tras un discurso triunfante en California en su campaña para ganar la candidatura por el Partido Demócrata, otro asesino se llevó la del senador Robert F. Kennedy. “No votaré”, declaró un negro neoyorquino en una encuesta: “Matan a todos los hombres buenos que tenemos”.

Todo ocurrió de forma muy rápida, en una década de protestas masivas y de desobediencia civil que precedió al asesinato de JFK. Estados Unidos era entonces la primera potencia militar y económica del mundo, en la que, sin embargo, prevalecía todavía el racismo, una herencia de la esclavitud que esa sociedad tan rica y democrática no había sabido eliminar. Millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se topaban en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.

Montgomery, Alabama, la antigua capital de la Confederación durante la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, a donde se trasladó Luther King en octubre de 1954 para ocupar su primer trabajo como pastor y predicador de la iglesia baptista, constituía un excelente ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios caprichos y voluntades del poder blanco. La mayoría de sus 50.000 habitantes negros trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta por 70.000 habitantes, y apenas 2.000 de ellos podían ejercer el derecho al voto en las elecciones. Allí, en Montgomery, en esa pequeña ciudad del sur profundo, donde nada parecía moverse, comenzaron a cambiar las cosas el 1 de diciembre de 1955.

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Rosa Parks, en un autubús de Montgomery. / AP

Ese día por la tarde, Rosa Parks, una costurera de 42 años, cogió el autobús desde el trabajo a casa, se sentó en los asientos reservados por la ley a los blancos y cuando el conductor le ordenó levantarse para cedérselo a un hombre blanco que estaba de pie, se negó. Dijo no porque, tal y como lo recordaba después Martin Luther King, no aguantaba más humillaciones y eso es lo que le pedía “su sentido de dignidad y autoestima”. Rosa Parks fue detenida y comenzó un boicot espontáneo a ese sistema segregacionista que regía en los autobuses de la ciudad. Uno de sus promotores, E.D. Nixon, pidió al joven pastor baptista, casi nuevo en la ciudad, que se uniera a la protesta. Y ese fue el bautismo de Martin Luther King como líder del movimiento de los derechos civiles. Unos días después, en una iglesia abarrotada de gente, King avanzó hacia el púlpito y comenzó “el discurso más decisivo” de su vida. Y les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la democracia, que la raza negra estaba ya harta “de ser pisoteada por el pie de hierro de la opresión”, que estaban dispuestos a luchar y combatir “hasta que la justicia corra como el agua”.

Los trece meses que duró el boicot alumbraron un nuevo movimiento social. Aunque sus dirigentes fueron predicadores negros y después estudiantes universitarios, su auténtica fuerza surgió de la capacidad de movilizar a decenas de miles de trabajadores negros. Una minoría racial, dominada y casi invisible, lideró un amplio repertorio de protestas –boicots, marchas a las cárceles, ocupaciones pacíficas de edificios…- que puso al descubierto la hipocresía del segregacionismo y abrió el camino a una cultura cívica más democrática. La conquista del voto por los negros sería, según percibió desde el principio Martin Luther King, “la llave para la solución completa del problema del sur”.

Pero la libertad y la dignidad para millones de negros no podía ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. La estrategia de desobediencia civil no violenta, predicada y puesta en práctica por Martin Luther King hasta su muerte, encontró muchos obstáculos.

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Luther King se dirige a los asistentes a la Marcha de Washington el 28 de agosto de 1963. / france press

A John Fitzgerald Kennedy, ganador de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960, el reconocimiento de los derechos civiles le creó numerosos problemas con los congresistas blancos del sur y trató por todos los medios de evitar que se convirtiera en el tema dominante de la política nacional. No lo consiguió, porque antes de que fuera asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, el movimiento se había extendido a las ciudades más importantes del norte del país y había protagonizado una multitudinaria marcha a Washington en agosto de ese año, la manifestación política más importante de la historia de Estados Unidos.

No fue todo un camino de rosas. La batalla contra el racismo se llenó de rencores y odios, dejando cientos de muertos y miles de heridos. La violencia racial no era una fenómeno nuevo en la sociedad norteamericana. Pero hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, esa violencia había sido protagonizada por grupos de blancos armados que atacaban a los negros y por el Ku Klux Klan, la organización terrorista establecida en el sur precisamente para impedir la concesión de derechos legales a los ciudadanos negros. En los disturbios de los años sesenta, por el contrario, muchos negros respondieron a la discriminación y a la represión policial con asaltos a las propiedades de los blancos, incendios y saqueos. Las versiones oficiales y muchos periódicos culparon de la violencia y de los derramamientos de sangre a pequeños grupos de agitadores radicales, aunque posteriores investigaciones revelaron que la mayoría de las víctimas fueron negros que murieron por los disparos de las fuerzas gubernamentales.

Con tanta violencia, la estrategia pacífica de Martin Luther King parecía tambalearse. Y frente a ella surgieron nuevos dirigentes negros con visiones alternativas. El más carismático fue un hombre llamado Malcolm X, que había visto de niño cómo el Ku Klux Klan incendiaba su casa y mataba a su padre, un predicador baptista, y que se había convertido al islamismo después de una larga estancia en prisión. Criticó el movimiento a favor de los derechos civiles, despreció la estrategia de la no violencia y sostuvo una agria disputa con Martin Luther King, al que llamó “traidor al pueblo negro”. King deploró su “oratoria demagógica” y dijo estar convencido de que era ese racismo tan enfermo y profundo el que alimentaba figuras como Malcolm X. Cuando éste fue asesinado, King recordó de nuevo que “la violencia y el odio sólo engendran violencia y odio”.

Los negros sabían muy bien qué eran los asesinatos políticos. Cuando subió al poder, John F. Kennedy no conocía a muchos negros. Pero tuvo que abordar el problema, el más acuciante de la sociedad estadounidense. Hubo dos Kennedys, como también recordó Luther King. El presionado y acuciado, durante sus dos primeros años de mandato, por la incertidumbre causada por la dura campaña electoral y su escaso margen de victoria sobre Richard Nixon en 1960; y el que tuvo el coraje, desde 1963, de convertirse en un defensor de los derechos civiles.

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Marines cruzando un río en Vietnam el 30 de octubre de 1968. / agencia keystone

Pero si todos esos conflictos sobre los derechos civiles revelaban algunas de las enfermedades de aquella sociedad, la política exterior, desde la crisis de los misiles en Cuba hasta la guerra de Vietnam, sacó a la superficie las tensiones inherentes a los esfuerzos de Kennedy por manejar el imperio. Kennedy decidió demostrar al mundo el poder estadounidense y comenzó a convertir a Vietnam en el territorio idóneo para destruir al enemigo. Kennedy no lo vio, pero la guerra que siguió a su muerte fue el desastre más grande de la historia de Estados Unidos en el siglo XX.

“Hemos creado una atmósfera en la que la violencia y el odio se han convertido en pasatiempos populares”, escribió Luther King en el epitafio que le dedicó al presidente. El asesinato de Kennedy no sólo mató a un hombre, sino a un montón de “ilusiones”. Cuando se conoció su muerte, en muchos sitios, en medio del duelo general, se escuchó la Dance of the Blessed Spirits. Cuando asesinaron a Luther King, casi cinco años después, la rabia y la violencia se propagaron en forma de disturbios por más de un centenar de ciudades, el final amargo de una era de sueños y esperanzas. Lo dijo su padre, el predicador baptista que le había inculcado los valores de la dignidad y de la justicia: “Fue el odio en esta tierra el que me quitó a mi hijo”.

, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, defiende, como Eric J. Hobsbawm, que los historiadores son «los ‘recordadores’ profesionales de lo que los ciudadanos desean olvidar». Es autor de una veintena de libros sobre anarquismo, Guerra Civil y siglo XX.

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Otros punto de vista sobre JFK

Joseph Nye

El país, 20 de noviembre de 2013

El 22 de noviembre se cumplirán 50 años del asesinato del presidente John F. Kennedy. Fue uno de esos acontecimientos tan estremecedores, que las personas que lo vivieron se acuerdan dónde estaban cuando supieron la noticia. Yo estaba bajando del tren en Nairobi cuando vi el dramático encabezado. Kennedy tenía tan solo 46 años cuando Lee Harvey Oswald lo asesinó en Dallas. Oswald era un ex marino descontento que había desertado a la Unión Soviética. Aunque su vida estuvo llena de enfermedades, Kennedy proyectaba una imagen de juventud y vigor, que hicieron más dramática y patética su muerte.

El martirio de Kennedy hizo que muchos estadounidenses lo elevaran al nivel de grandes presidentes, como George Washington y Abraham Lincoln, pero los historiadores son más reservados en sus evaluaciones. Sus críticos hacen referencia a su conducta sexual a veces imprudente, a su escaso récord legislativo y a su incapacidad para ser congruente con sus palabras. Si bien Kennedy hablaba de derechos civiles, reducciones de los impuestos y de la pobreza; fue su sucesor, Lyndon Johnson, el que utilizó la condición de mártir de Kennedy –aunado a sus muy superiores habilidades políticas– para pasar leyes históricas sobre estos temas.

En una encuesta de 2009 de especialistas sobre 65 presidentes estadounidenses JKF es considerado el sexto más importante, mientras que en una encuesta reciente realizada por expertos británicos en política estadounidense, Kennedy obtiene el lugar quince. Estas clasificaciones son sobresalientes para un presidente que estuvo en el cargo menos de tres años. Sin embargo, ¿qué logró verdaderamente Kennedy y cuán diferente habría sido la historia si hubiera sobrevivido?

En mi libro, Presidential Leadership and the Creation of the American Era, clasifico los presidentes en dos categorías: aquellos que fueron transformadores en la definición de sus objetivos, que actuaron con gran visión en cuanto a importantes cambios; y los líderes operativos, que se centran sobre todo en aspectos “prácticos”, para garantizar que todo marchaba sobre ruedas (y correctamente). Como era un activista y con grandes dones de comunicación con un estilo inspirador, Kennedy parecía ser un presidente transformador. Su campaña en 1960 se desarrolló bajo la promesa de “hacer que el país avance de nuevo».

En su discurso de toma de posesión, Kennedy llamó a hacer esfuerzos (“No hay que preguntarse qué puede hacer el país por mí, sino que puedo hacer yo por mi país”). Creó programas como el Cuerpo de Paz y la Alianza para el Progreso para América Latina; además, preparó a su país para enviar al hombre a la luna a finales de los años sesenta. Sin embargo, a pesar de su activismo y retórica, Kennedy tenía una personalidad más precavida que ideológica. Como señaló el historiador de presidentes, Fred Greenstein, “Kennedy tenía muy poca perspectiva global.”

En lugar de criticar a Kennedy por no cumplir lo que dijo, deberíamos agradecerle que en situaciones difíciles actuaba con prudencia y sentido práctico y no de forma ideológica y transformadora. Su logro más importante durante su breve mandato fue el manejo de la crisis de los misiles de Cuba en 1962, y apaciguamiento de lo que fue probablemente el episodio más peligroso desde el comienzo de la era nuclear.

Sin duda se puede culpar a Kennedy por el desastre de la invasión a Bahía de Cochinos en Cuba y la subsiguiente Operación Mangosta, el esfuerzo encubierto de la CIA contra el régimen de Castro, que hizo pensar a la Unión Soviética de que su aliado estaba bajo amenaza. Sin embargo, Kennedy aprendió de su derrota en Bahía de Cochinos y creó un procedimiento detallado para controlar la crisis que vino después de que la Unión Soviética emplazara misiles nucleares en Cuba.

Muchos de los asesores de Kennedy, así como líderes militares de los Estados Unidos, querían una invasión y un ataque aéreo, que ahora sabemos podrían haber hecho que los comandantes soviéticos en el terreno usaran sus armas nucleares tácticas. En cambio, Kennedy ganó tiempo y mantuvo abiertas sus opciones mientras negociaba una solución para la crisis con el líder soviético, Nikita Khrushchev. A juzgar por los duros comentarios del vicepresidente de la época, Lyndon Johnson, el resultado habría sido mucho peor si Kennedy no hubiera sido el presidente.

Además, Kennedy también aprendió de la crisis cubana de misiles: el 10 de junio de 1963 dio un discurso destinado a apaciguar las tensiones de la Guerra Fría. Señaló, “hablo de paz, por lo tanto, como el fin racional necesario del ser humano racional”. Si bien una visión presidencial de paz no era nueva, Kennedy le dio seguimiento mediante la negociación del primer acuerdo de control de armas nucleares, el Tratado de prohibición parcial de los ensayos nucleares.

La gran pregunta sin respuesta sobre la presidencia de Kennedy y cómo su asesinato afectó la política exterior estadounidense, es ¿qué habría hecho él en cuanto a la guerra en Vietnam? Cuando Kennedy llegó a la presidencia los Estados Unidos había algunos cientos de asesores en Vietnam del sur; pero ese número aumentó a 16.000. Johnson finalmente incrementó las tropas estadounidenses a más de 500.000.

Muchos partidarios de Kennedy sostienen que él nunca habría cometido ese error. Aunque respaldó un golpe para sustituir al presidente de Vietnam del sur, Ngo Dinh Diem, y dejó a Johnson una situación deteriorada y un grupo de asesores que recomendaban no retirarse. Algunos seguidores fervientes de Kennedy –por ejemplo, el historiador Arthur Schlesinger, y el asesor de discursos de Kennedy, Theodore Sorensen– han señalado que Kennedy planeaba retirarse de Vietnam después de ganar la reelección en 1964, y sostenían que había comentado su plan al senador, Mike Mansfield. No obstante, los escépticos mencionan que Kennedy siempre habló públicamente de la necesidad de permanecer en Vietnam. La pregunta sigue abierta.

En mi opinión, Kennedy fue un buen presidente pero no extraordinario. Lo que lo distinguía no era solo su habilidad para inspirar a otros, sino su cautela cuando se trataba de tomar decisiones complejas de política exterior. Tuvimos la suerte de que tuviera más sentido práctico que transformador en lo que se refiere a política exterior. Para nuestra mala suerte lo perdimos tras solo mil días.

Joseph S. Nye es profesor de la Universidad de Harvard y autor de Presidential Leadership and the Creation of the American Era.

Traducción de Kena Nequiz

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A pocas semanas del cincuenta aniversario del asesinato de John F. Kennedy –uno de los eventos más traumáticos de la historia estadounidense– la History News Network nos ofrece una recopilación de interesantes y valiosos trabajos sobre diversos aspectos de la vida y obra del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Comparto con mis lectores este valioso recurso.

HNN Hot Topics: John F. Kennedy

This Book Was the First to Spill JFK’s Secrets.
by John B. JudisSo why has «The Search for JFK» been unfairly forgotten?OCTOBER 31, 2013
The Man with the President’s Ear, Arthur Schlesinger Jr. and JFK
by Ted WidmerNo historian has ever been as close to power as Arthur Schlesinger Jr. was to President Kennedy.OCTOBER 28, 2013
Rethinking the JFK Legacy
by Steven M. GillonThere is a wide gap between the way historians view JFK and how the public perceives him.OCTOBER 28, 2013
Channelling George Washington: What if John F. Kennedy Had Lived?
by Thomas FlemingHad JFK lived, could he have beaten second-termitis?OCTOBER 28, 2013
JFK vs. the Military
by Robert DallekDuring the Cuban missile crisis, Kennedy struggled as much with the Pentagon as he did with the Kremlin.SEPTEMBER 12, 2013
Kennedy’s Finest Moment
by Peniel E. JosephJune 11, 1963, may not be a widely recognized date these days, but it might have been the single most important day in civil rights history.JUNE 11, 2013
The Cuban Missile Crisis ExComm Meetings: Getting it Right After 50 Years
by Sheldon M. SternIt is just over thirty years since, as historian at the JFK Library, I listened for the first time to the then classified recordings of the Cuban missile crisis White House meetings of the Executive Committee of the National Security Council (ExComm).OCTOBER 14, 2013
Kennedy, the Elusive President
by Jill AbramsonWas Kennedy really a great president?OCTOBER 23, 2013
Does Mimi Alford’s New Memoir Finally Mean the Death Knell for the Camelot Myth of JFK?
by Vaughn Davis BornetThe confirmation of the philandering JFK.MARCH 5, 2012
Who Really Won the 1960 Election?
by David StebenneNovember 8, 2010 marks the fiftieth anniversary of the presidential election of 1960, which still very much interests those who care about disputed elections.NOVEMBER 14, 2010
Did the 1960 Presidential Debates Really Matter?
by James L. BaughmanProbably not, but they have been election rituals ever since.SEPTEMBER 20, 2013
1963: 11 Seconds in Dallas
by Max Holland and Johann RushWithin hours of John F. Kennedy’s assassination on November 22, 1963, the Kodak film exposed by Abraham Zapruder became the most important home movie ever made.NOVEMBER 23, 2007
The Kennedy Brothers and Civil Rights
by Sheldon M. SternIn The Bystander: John F. Kennedy and the Struggle for Black Equality, Basic Books, 2006, Nick Bryant concludes that JFK was too cautious and hesitant on civil rights.MAY 27, 2007
Errors Still Afflict the Transcripts of the Kennedy Presidential Recordings
by Sheldon M. SternEverything has a history including the writing of history itself.FEBRUARY 21, 2005
The Cuban Missile Crisis Myth You Probably Believe
by Sheldon M. SternDebunking the Trollope Ploy narrative propagated by RFK.OCTOBER 24, 2004
Why the History Channel Had to Apologize for the Documentary that Blamed LBJ for JFK’s Murder
by Stanley I. KutlerLBJ’s family and friends heatedly protested the program.APRIL 7, 2004
Why We Are Still Preoccupied with the Kennedy Might-Have-Beens
by William C. KashatusAfter forty years, the assassination of President John F. Kennedy continues to ignite countless conspiracy theories, rising from the strange circumstances and seemingly inexplicable actions surrounding it.NOVEMBER 16, 2003

– See more at: http://hnn.us/article/153861#sthash.4ILPLL1r.dpuf

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The Man with the President’s Ear, Arthur Schlesinger Jr. and JFK
No historian has ever been as close to power as Arthur Schlesinger Jr. was to President Kennedy as a new collection of his letters marvelously shows. Ted Widmer on the whirl of celebrity and policy that dance across the pages.

by Ted Widmer  | October 27, 2013

The Daily Beast Company
The 50th anniversary of John F. Kennedy’s presidency winds down this fall, and it is refreshing to have these two books, each a celebration of genuine life and thought, as we enter an echo chamber that is unlikely to promote either in the weeks leading up to November 22.

‘The Letters of Arthur Schlesinger, Jr.’ Edited by Andrew Schlesinger and Stephen Schlesinger. 672 pages. Random House. .

‘The Letters of Arthur Schlesinger, Jr.’ Edited by Andrew Schlesinger and Stephen Schlesinger. 672 pages. Random House. .

Schlesinger’s letters complete a download that has been coming steadily since his death in 2007. Indeed, after going to his reward, he has been publishing at a prodigious pace. First came the Journal, in a hefty volume in 2007. Then, in 2011, the lengthy interviews he conducted in 1964 with Jacqueline Kennedy. Now, the letters, lovingly culled by his two sons, Andrew and Stephen, which offer more grist for a mill that was not exactly grist-deficient.

In a postscript, the editors recount the process of sifting through this pile of paper—134 boxes, with about 200 letters in each—and estimate that their father wrote 35,000 letters! Evidently, he never sent one without making a copy—ergo, this book. This paper trail seems almost incomprehensible in the Age of Twitter—letters, written on paper, composed of full sentences and paragraphs, making complex arguments, rooted in history and facts. Reading it during the government shutdown, it felt like an ancient cuneiform, testifying to the strengths and weaknesses of the civilization that preceded our own time. Ours feels smaller—tweetier—in comparison.

I had that feeling even when Arthur was alive (I was one of his 35,000 correspondents). Now and then, a postcard would arrive with a curt message, typed on a manual typewriter. Who types a postcard? It felt like a summons from Olympus. Typed on an Olympia.

To reenter the world of his correspondence is like a form of time travel, giving the reader access to the same vertiginous ride he was on, following the presidency and the course of American liberalism from its high-water mark under FDR, through its many peaks and valleys since then.

President-elect John F. Kennedy is greeted by Harvard professor Arthur M. Schlesinger Jr., (right) at the professor’s residence in Cambridge, Massachusetts on January 9, 1961. (Bettmann/Corbis)

The first letter dates from 1945, the year of FDR’s apotheosis, and the publication of Schlesinger’s Age of Jackson. That great work was as much about FDR as Jackson, and its appearance as a great chieftain left the stage helped establish Schlesinger as something above the ranks of a normal historian. He was a sage and a soothsayer, a mystic who communed with the spirits of former presidents and helped divine the path forward for current and would-be occupants of the White House.

Schlesinger goes ballistic when Boehner misquotes Lincoln— “Seriously, Congressman, do you really think those quotations sound like Abraham Lincoln? Come on!”

There is a festive tone throughout, and the first letter, written from a Paris that is about to be liberated, reveals Schlesinger at the center of a party, and loving it (“What a two days! It is just as well that world wars are so few. I don’t know how many peace celebrations I could stand per generation, especially in Paris.”) Throughout the late 40s and 50s we see him building his networks, joining Adlai Stevenson’s eggheads, and slowly falling in love with the upstart Senator from Massachusetts, John F. Kennedy. They had known each other slightly at Harvard, and the letters reveal Kennedy dexterously working on Schlesinger in the most artful way, asking leading questions about obscure 19th century Senators (his weak spot), and slowly recruiting an actual Arthur into the magical kingdom that would become Camelot. Schlesinger had a bit of explaining to do as 1960 approached, and Stevenson and Kennedy jostled on the way to the nomination they both sought (Arthur’s wife Marian remained an Adlai supporter). But he sorted that out, and for the rest of his long life, basked in the afterglow of the Kennedy White House. Indeed, he was probably much more valuable as a former aide than he was when Kennedy was actually president. His 1965 book, A Thousand Days, retains its vigor, and has never been excelled as a study of those years. He defended Kennedy’s positions long deep into the 60s and 70s, and was especially helpful clarifying his positions on Vietnam, when others were falsely invoking him to justify escalation of the war. These letters also reveal him to be a keeper of the liberal flame in other ways, urging candidates not to wobble on the legacy of the New Deal, and to stand by core principles, even during the long amnesia brought on by Reaganism and its aftermath.

To his credit, he seemed to enjoy the years out of power as much as his thousand days. As gate-keeper, he was always available to disburse advice to new aspirants, and the correspondence includes nearly everyone from our political pantheon, including a Republican or two—George H.W. Bush is in there, and even John Boehner makes a cameo (Schlesinger goes ballistic when Boehner misquotes Lincoln— “Seriously, Congressman, do you really think those quotations sound like Abraham Lincoln? Come on!”).

To be sure, there were fights, and some of the most entertaining letters relive the arguments—with William F. Buckley, and Lillian Hellman, to name a few. He took it from all sides; from a left that regarded the courtier with distrust, and disliked his anti-communism; and from a right that found him too left-wing, too Harvard, too much. The biggest argument of all, Vietnam, caused some of Schlesinger’s friendships to fall apart. As these letters reveal, those were agonizing days for liberals. Schlesinger was right on the fault line, more establishment than the young protesters, but outraged over the venality of a war that had no achievable purpose. Schlesinger, with his sharp ear for language, hated the mealy-mouthed arguments he was hearing from centrist Democrats like Hubert Humphrey, who sprang from the same liberal tradition he did. (Humphrey misidentified him as “Art,” rather than Arthur—one wonders if intentionally). The letters convey the full intensity of an argument that came to a full boil around 1968, and has never stopped simmering.

Throughout, we see Schlesinger navigating the blurry lines of historian, participant, observer, and observee. Obviously, he loved the limelight. A typical letter, to a young schoolgirl in Pennsylvania, begins “I am glad, but a little appalled, to know that I have been chosen as your topic for a term paper.” He relished the chance to pour out his thoughts, to friends far and near (an amusing note from 1957 reveals that he and Lyndon Johnson enjoyed meeting each other, but each felt that the other person talked too much). The full weirdness of the 1960s is on display here, with letters to celebrities like Sammy Davis Jr. following closely upon sober policy messages to high-ranking members of the LBJ administration.

It would have been interesting to read a few more letters from his inbox, the emphasis is decidedly on the ones he wrote to others, but some of the ones he received are gems. In one, Adlai Stevenson explains, like a displaced Mafia don, why he feels angry at JFK, whose career he helped to advance. In another, Henry Kissinger defends his wounded pride, after a well-aimed hit from Arthur (Kissinger had defended his honor in a 1974 press conference, and Schlesinger quoted Emerson, “the louder he talked of his honor, the faster we counted our spoons.”) The conversation could get loud, and large issues were at stake. But the fact that a conversation was actually happening, and that friends and rivals like Schlesinger, Kissinger, and Moynihan could write each other so volubly was good for the republic. There are a lot of good-natured insults—many from William F. Buckley, Jr.—and those little bee-stings read nostalgically, from a time when the Right and Left didn’t agree, but at least tolerated each other’s existence. During October’s government shut-down, the bankruptcy of public conversation was very much in evidence.

Robert Dallek’s profile of the Kennedy White House offers a very different perspective on the presidency, and the particular president Schlesinger served. Schlesinger figures in the book, but in this telling, he is only one of many courtiers circling around the vital center of American power.

Dallek is deeply knowledgeable about Kennedy, and his 2003 biography, JFK: An Unfinished Life, broke new ground for its revelations of medical information relating to the 35th president. An Unfinished Life was apparently an apt title, for Dallek now returns to the subject, as so many biographers do, conscious that the public will never lose its fascination for John F. Kennedy. With this volume, he pulls the camera back a bit from the star, to pan across the full range of supporting actors giving daily life to the New Frontier. It’s a smart idea for a book. Through this tour d’horizon, we meet all of the major aides, and a few (not too many) of the minor ones. I was mildly disappointed that there was not more emphasis on two aides in particular, Kenny O’Donnell and Larry O’Brien—charter members of the “Irish Mafia” who gave President Kennedy unstinting loyalty and hardened political advice. They were under-represented when the wordsmiths (Schlesinger and Sorensen) wrote their books in the 1960s, but they were integral to the story, and to the work of governance that underlay the glamour. Dallek brings out in vivid detail the debates over Vietnam and Cuba that dominated so much of the Kennedy presidency. He pays less attention to domestic difficulties, like the civil rights struggle, or the efforts to fight poverty and pollution that were gaining traction near the end. Overall, this is a highly capable synthesis of the work done within the Kennedy White House, and the complex range of personalities at the heart of it all.

Near the end of his letters, Arthur Schlesinger quotes Benjamin Franklin, near his own demise, who said that he had never troubled himself worrying about the divinity of Christ, because he expected to know the truth soon, “with less trouble.” Perhaps the two skeptics are together now, lamenting our failure to live up to the founders (a lament that goes back nearly to the founders themselves). In any event, the publication of these two books continues an important conversation with the past, all the more urgent at a time when no one in power seems to be talking to anyone else. As long as Congresses and Presidents exasperate each other, Schlesinger will have an audience, and an afterlife.

Ted Widmer is Assistant to the President for Special Projects at Brown University. He edited Listening In: The Secret White House Tape Recordings of John F. Kennedy.

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El sociólogo norteamericano Norman Birnbaum examina la trascendencia histórica de los discursos pronunciados por John F. Kennedy en 1963, justo cuando estamos a punto de comemorar el cincuentenario del asesinato del trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. 

Los otros discursos de Kennedy

Por Norman Birnbaum

16 de agosto de 2013

El país

Eva Vázquez

Eva Vázquez

La visita del presidente Kennedy a Berlín Occidental el 26 de junio de 1963, la entusiasta acogida de las multitudes y su apasionado discurso en el Ayuntamiento son ya legendarios. Allí proclamó que Estados Unidos defendería a la ciudad rodeada. Pero ya en agosto de 1961 Kennedy había comprendido que la construcción del Muro era, para la Unión Soviética y Alemania Oriental, el reconocimiento de la existencia de Berlín Occidental y sus ocupantes aliados. Hubo tensión entre las superpotencias (por el derecho de los aliados a entrar en Berlín Este), pero Jruschov y Kennedy retiraron sus carros de combate de Checkpoint Charlie. Algunos norteamericanos, como el general Clay, que había dirigido en 1948 el puente aéreo de abastecimiento a la ciudad, eran partidarios de derribar el Muro. Kennedy le escuchó con el mismo escepticismo que mostraría cuando los generales y asesores exigieron atacar Cuba durante la crisis de los misiles de noviembre de 1962. En Berlín, varios acuerdos locales sobre transacciones económicas y visitas familiares aliviaron a los habitantes de los dos lados. También se iniciaron los pasos hacia una reconciliación que sería el legado de Willy Brandt, continuado por Schmidt y Kohl.

En su breve discurso en el Ayuntamiento, Kennedy elogió el valor de los berlineses, denunció el poder comunista en términos muy duros y dijo que había escasas posibilidades de que la situación mejorase. Sus asesores Arthur Schlesinger y Theodore Sorensen, que estaban con él en Berlín, dieron a su siguiente discurso, en la Universidad Libre, un tono muy distinto, con la predicción de que el enfrentamiento entre los bloques sería sustituido por el reconocimiento de la coexistencia como interés común. Kennedy pidió a los ciudadanos de Occidente que, en lugar de malgastar energías en congratularse, promovieran la justicia social y económica en sus sociedades. Habló del movimiento de los derechos civiles y dijo que los “vientos de cambio” soplaban en contra del Telón de Acero: una frase tomada del primer ministro británico Harold Macmillan, que la había utilizado en Sudáfrica en 1960 para pedir el fin del apartheid.

Ese segundo discurso de Kennedy en Berlín expresó su visión política más general. En la primavera de 1963 estaba fue que eran factibles preocupado por la disparidad entre su imagen, muy muchas cosas que se favorable tanto en Estados Unidos como en el mundo, y creían imposibles unos logros que consideraba mediocres. No le gustaban los triunfalistas que veían la retirada de los misiles soviéticos de Cuba como una victoria sobre el adversario; él pensaba que se había evitado la guerra nuclear por los pelos. En la clase dirigente estadounidense, muchos, incluidos sus propios jefes militares, criticaban abiertamente que no hubiera aprovechado la crisis para expulsar a la URSS de Europa del Este o incluso para acabar con ella. Sabía que a Jrushchov le angustiaba la locura de Mao, dispuesto a asumir el peligro nuclear, y que muchos militares y políticos soviéticos no le perdonaban que dialogara con Estados Unidos. Kennedy temía otra crisis en la que los líderes políticos de las superpotencias no lograran arrebatar a sus generales el control de los acontecimientos. Los estadounidenses estaban aún atrapados en una cultura llena de imágenes de guerra nuclear y creían que ellos (y unos cuantos aliados obedientes) eran los únicos buenos. El presidente pensaba que la situación era aún muy delicada y deseaba contar con la cooperación soviética para fomentar la coexistencia. Pero antes tenía que tranquilizar a su propio país.

El 10 de junio pronunció en la American University de Washington un discurso en el que atrevió a ir mucho más allá que cualquier otro presidente. Insistió en la humanidad común de las poblaciones de los dos bloques, elogió a la Unión Soviética por sus sacrificios durante la guerra, se declaró dispuesto a colaborar para hacer posible, poco a poco, la coexistencia. Para su consternación, la reacción estadounidense fue tibia. En Rusia, la respuesta fue positiva, y el texto se publicó en la prensa, un hecho extraordinario para la época.

Kennedy estaba negociando con Jrushchov a traves de intermediarios extraoficiales. Su asesor científico, el físico Jerome Wiesner, había ido a Moscú para tantear la posibilidad de un acuerdo sobre la limitación de las pruebas nucleares. Tras el discurso del 10 de junio, Kennedy envió a Averell Harriman, que regresó con dicho tratado, que el Senado estadounidense ratificó por amplio margen ese otoño.

Mientras tanto, Estados Unidos se debatía con su más grave problema social. Los afroamericanos del sur exigían acabar con la segregación y que se les reconociera la plena igualdad civil teóricamente concedida desde hacía un siglo, y la sociedad estaba dividida. Al día siguiente de las palabras sobre la guerra fría, en un apasionado discurso televisado, Kennedy declaró que era un problema moral y necesitaba una respuesta moral. El discurso del 11 de junio no estaba planeado como el anterior, sino que fue una respuesta al intento del racista gobernador Wallace de Alabama de impedir que los afroamericanos asistieran a la universidad pública del Estado. En el plazo de unos días, Kennedy arriesgó su presidencia y sus posibilidades de reelección. Desafió el nacionalismo desmesurado y a quienes se beneficiaban de él y se atrevió a enfrentarse a las patologías más profundas del espíritu nacional. Cuando, dos semanas después, en la Universidad Libre de Berlín, pidió a las democracias occidentales que aceptaran los riesgos del progreso, era la encarnación de la autenticidad.

La guerra fría no terminó con la unificación de Alemania (profetizada por Kennedy en la Universidad Libre). Ya había perdido mucha intensidad. Sucesivos acuerdos internacionales, algunos tácitos e incluso negados, evitaron los peligros de conflictos involuntarios. Y las poblaciones de los dos bloques rechazaron la nuclearización de la política internacional.

Los choques continuaron. Pero, en 1973, Estados Unidos y la URSS no consintieron que Egipto e Israel les arrastraran y la URSS no a una guerra. Sus intervenciones como superpotencias consintieron que Egipto culminaron en derrotas militares y morales, para Estados e Israel les arrastraran a Unidos en Vietnam y para la Unión Soviética en Afganistán. una guerra La debacle del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia en 1968 se compensó con la brutalidad del apoyo estadounidense al golpe chileno de 1973. La temeridad de las superpotencias al estacionar nuevos misiles nucleares en Europa a finales de los setenta causó malestar en los dos bandos. La agitación hizo más poroso el Telón de Acero. En 1971 se firmaron los acuerdos de Helsinki, que tuvieron las consecuencias imprevistas. El bloque soviético aceptó las cláusulas sobre derechos humanos como algo inocuo. Pocos occidentales comprendieron su importancia: recuerdo a Kissinger dormitando en la reunión. Sin embargo, esas cláusulas fueron la base que dio legitimidad política a los grupos de oposición a las dictaduras en la Europa soviética y estimularon la democratización en Portugal y España.

Todo aquello podía no haber ocurrido. Poca gente lo predijo. Los discursos de Kennedy tuvieron gran trascendencia histórica porque mostraron que muchas cosas que se creían imposibles eran factibles. Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan y Bush padre abordaron las negociaciones con la URSS con normalidad. Los socialdemócratas y demócratas liberales de Alemania, con gran respaldo de la Iglesia protestante, lograron una serie de acuerdos con la República Democrática Alemana y la Unión Soviética. El Vaticano ejerció su propia diplomacia en el Este, con especial repercusión en Hungría y Polonia.

Los discursos de Kennedy de hace 50 años imaginaron la normalización de la política mundial y la eliminación gradual de la posibilidad de un fin apocalíptico para la humanidad. Hace 50 años, cualquier gran error político podía ser fatal. Hoy no son más que errores. Freud dijo que, cuando el psicoanálisis sustituía el sufrimiento neurótico por una infelicidad humana normal, eso era una gran victoria. El deseo de Kennedy de un mundo pacificado, hasta ahora, nos ha aportado una infelicidad normal, pero él se refirió además a algo más profundo. Si eso le costó su vida unos meses después es materia para otra reflexión.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/07/03/opinion/1372842683_799232.html

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