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Archive for the ‘Decadencia de los Estados Unidos’ Category

Es indiscutible que Estados Unidos experimenta un proceso de decadencia y descomposición que la elección presidencial de este año podría acelerar. Atrás quedaron los años de hegemonía e influencia global. Hoy, los Estados Unidos enfrentan serios retos en un mundo cada vez más multipolar y al cual el liderato estadounidense tiene problemas adaptándose.

La causas de esta decadencia son muchas, y como bien nos señalan los periodistas Iker Seisdedos y Miguel Jiménez en esta nota publicada en el diario El País, una de ellas es el estancamiento y la crisis de su sistema político. Según ellos, Estados Unidos es una democracia defectuosa por varias razones. La primera es que su constitución, que fue escrita en 1787,  es casi sagrada y muy difícil de cambiar y, por ende, de adaptar a las necesidades actuales de la nación estadounidense. En segundo lugar, gracias al colegio electoral, Estados Unidos es la única democracia de este planeta cuyo presidente no es electo de forma directa por los ciudadanos. Tercero, un rama legislativa disfuncional  y atrapada por el filibusterismo y la polarización política. En cuarto lugar está el bipartidismo y la crisis de los partidos nacionales. La rama judicial, y en especial la Corte Suprema con jueces nombrados a perpetuidad y sin limitaciones éticas, ocupa el quinto lugar.  Sexto, el famoso gerrymandering, es decir, la redistribución de los límites de los distritos electorales para favorecer a uno u otro de los dos partidos nacionales. Séptimo, la corrupción de la financiación de las campañas políticas que, por ejemplo, le permite a Elon Musk invertir $75 millones en la elección de Donald Trump. Y por último, la tendencia histórica a dificultar el derecho al voto por diversos medios y obstáculos.

Como bien señalan los autores, resolver estos problemas para democratizar a  Estados Unidos es muy complicado por los intereses políticos en pugna.  Pareciera que no hay forma de frenar la decadencia de la que la Madeline Albright llamara en un rapto de arrogancia imperial la nación indispensable. Están por verse las consecuencias de la decadencia del imperio estadounidense.


 

¿Estados Unidos sigue siendo el país de las oportunidades? Un experto analiza el “sueño americano” de hoy | Internacional | Noticias | El Universo

Por qué Estados Unidos es una democracia defectuosa

Iker Seisdedos      Miguel Jiménez

El País  19 de octubre de 2024

El decano de la Facultad de Derecho de Berkeley, Erwin Chemerinsky, imagina en su nuevo libro una solución a los problemas que, considera, se derivan de la virtualmente irreformable Constitución estadounidense: “Un divorcio no violento, de mutuo acuerdo, del que surgieran dos o más países”, escribe en No Democracy Lasts Forever (ninguna democracia dura para siempre, sin edición en español). Los Estados de la costa oeste formarían una nueva nación, llamada Pacífica, a la que podrían unirse los territorios demócratas de la otra costa “e incluso Illinois”. Las partes republicanas del sur y del Medio Oeste se irían por su lado, aunque entre ambos bloques salidos de esa secesión sería necesario un acuerdo para asegurar la libertad de movimientos de sus ciudadanos y el libre comercio.

Algo no funciona cuando los juristas se ven empujados a ejercer de novelistas de ciencia ficción. Para Chemerinsky, eso que no funciona es la Constitución estadounidense, y no está solo en su análisis. Un coro de voces, sobre todo desde la izquierda, coincide en señalar los defectos del texto fundamental como una de las amenazas más graves para el futuro de la democracia más longeva y estable del mundo, después de que sus aciertos hayan cimentado más de dos siglos de prosperidad y libertades. En ese documento, aprobado en 1787 y que no se toca desde hace medio siglo, está, según ese análisis, el origen de tres problemas: la institución del Colegio Electoral, la composición del Senado y el funcionamiento del Tribunal Supremo.

Esos problemas —junto a otros como la supresión del voto de las minorías o la invasión del dinero sucio en las campañas electorales— no son nuevos, pero adquirieron otra dimensión con el ascenso de Donald Trump al poder en 2016, año en el que el índice de The Economist sacó al país del saco de las democracias plenas para meterlo en el de las defectuosas. “Seguimos siendo una democracia, pero sumamente enferma”, coincide Steven Levitsky, cuyo último libro, The Dictatorship of the Minority, escrito junto a Daniel Ziblatt, es una contundente llamada de atención sobre ese deterioro. La proximidad de las elecciones, las más trascendentales que se recuerdan, es una oportunidad para radiografiar los fallos del sistema y plantear, con la ayuda de expertos, posibles soluciones.

US Constitution Fast Facts | CNN

La Constitución ¿intocable?

Del musical Hamilton a la obligación de memorizar su preámbulo en primaria, la Constitución sigue reverencialmente presente en la vida estadounidense. Pero ¿aún es útil un texto escrito hace más de dos siglos para una nación pequeña y en ciernes? “Nadie pudo imaginar entonces que se convertiría en una república tan grande y expansiva”, advierte Josep M. Colomer, politólogo de la Universidad de Georgetown, en Washington. “Su redacción fue un experimento nuevo, y, consecuentemente, sus redactores pagaron la novatada”.

Cambiarla es tan difícil que esa certeza ha matado frecuentemente el debate antes de nacer: hace falta una mayoría cualificada de dos terceras partes de ambas Cámaras y el acuerdo de tres cuartas partes de los 50 Estados, números hoy por hoy inalcanzables, con el Senado y la Cámara de Representantes limpiamente divididos por la mitad. Al texto se le han hecho 27 enmiendas, 10 de las cuales llegaron pronto, cuatro años después de su aprobación y como parte del paquete de la Carta de Derechos. La última vez que se modificó fue en 1971, para rebajar a los 18 años la edad para votar.

Quienes creen en la urgencia de mejorarla —o incluso redactarla de nuevo— consideran que los enormes cambios sociales registrados en ese medio siglo obligan a pensar que es posible. Recuerdan que en ella está también el pecado original de esta nación, porque sus redactores no hicieron nada por acabar con la institución de la esclavitud. Los que la veneran como un milagro de adaptación a los tiempos, casi siempre desde posiciones conservadoras, suelen echar mano de una frase del escritor abolicionista Frederick Douglass: “La Constitución no significa lo que dice”. El politólogo Yuval Levin, que defiende que en el texto fundamental está la “solución y no el problema” de la democracia estadounidense, es uno de ellos. Son, una vez más, dos bandos irreconciliables. “[Este país] se fundó sobre un conjunto de ideas, pero los estadounidenses están tan divididos que ya no se ponen de acuerdo, si es que alguna vez lo estuvieron, sobre cuáles son, o eran, esas ideas”, escribe la historiadora Jill Lepore en These Truths (estas verdades, sin edición en español).

Presidente contra la voluntad del pueblo

Estados Unidos es la única democracia presidencial en el mundo en la que el presidente no es elegido directamente por los votantes, sino por un Colegio Electoral. Eso posibilita que el presidente pueda ser elegido sin una mayoría de votos: George W. Bush y Donald Trump llegaron a la Casa Blanca con menos votos de los que obtuvieron sus rivales, Al Gore y Hillary Clinton, en las elecciones de 2000 y 2016. Esa situación puede repetirse el próximo 5 de noviembre.

La Constitución otorga a cada uno de los 50 Estados un número de electores en el Colegio Electoral equivalente a su representación en el Congreso y el Senado. Con las excepciones de Maine y Nebraska, el candidato que vence en un Estado se lleva todos sus votos electorales, sin importar que gane por un voto o por tres millones. Para salir elegido presidente hay que lograr 270 de los 538 votos electorales. Pese a lo obsoleto y potencialmente antimayoritario de la figura, el Colegio Electoral tiene sus defensores. Como la personalidad de la derecha estadounidense Dennis Prager, para el que más que un obstáculo se trata de una “idea brillante” de los fundadores, que “no querían una democracia, querían una república”. Según Levitsky y Ziblatt, la idea de que el Colegio Electoral forma parte de un sistema de controles y contrapesos calibrados con minuciosidad “no es más que un mito”. Fue una solución de compromiso ante la falta de mejor acuerdo.

Colomer explica que el sistema se diseñó cuando no se esperaba que existiesen partidos. Se contaba con que, al no alcanzarse la mayoría suficiente en el Colegio Electoral, la elección del presidente pasase a la Cámara de Representantes. “Eso muestra el desconocimiento de cómo funcionaría la democracia en un país nuevo, sin experiencia, sin precedentes, sin referencias de otros países para consultar”.

La regla de que el ganador de un Estado se lleva todos sus votos, unida a la sobrerrepresentación de los menos poblados, permite ganar las elecciones a un candidato que pierda en el voto popular. Hoy por hoy, eso favorece a los republicanos, más fuertes en los Estados sobrerrepresentados en el voto popular. En la mayoría de los Estados hay un claro favorito y solo siete están realmente en juego: Arizona, Georgia, Míchigan, Pensilvania, Wisconsin, Nevada y Carolina del Norte. “La presidencia se dirime según los deseos de entre 150.000 y 200.000 votantes indecisos de unos pocos condados clave, en un puñado de Estados bisagra. Ellos serán los que decidan el próximo presidente”, advierte David Schultz, editor de Presidential Swing States (Estados péndulo presidenciales, sin edición en español).

Capitolio de EEUU reabrirá sus puertas con el año nuevo - Prensa Latina

Gangrena legislativa

El imponente Capitolio de Washington encierra bajo su cúpula un Congreso disfuncional. El Senado, cuyos 100 miembros gozan de un mandato de seis años que se renueva por tercios cada dos, es una cámara de representación territorial, en la que cada Estado tiene dos senadores, con independencia de su población, lo que acarrea una sobrerrepresentación de los menos poblados. Eso no es tan infrecuente en otras democracias como el hecho de que la Cámara alta sea más poderosa que la baja, la Cámara de Representantes. Su composición (435 miembros, que se renuevan cada dos años) sí atiende a criterios de población, pero no se actualiza desde 1929.

Para la aprobación de cualquier ley, hace falta el concurso de ambas Cámaras. Cuando cada partido tiene mayoría en una de las dos, como sucede desde 2023, la parálisis legislativa y el riesgo de cierre parcial de la Administración por falta de aprobación de los presupuestos suelen estar garantizados, dada la polarización entre partidos, que se traslada a las instituciones, explica Colomer.

La mayoría en el Senado —que tiene además la potestad de ratificar el nombramiento de los jueces federales (incluidos los del Supremo) y otros altos cargos— se puede lograr con una minoría de votos, como ocurre con la elección del presidente. Pero los Estados menos poblados nunca admitirán una reforma constitucional que les hurte una sobrerrepresentación que, de nuevo, favorece hoy en día al Partido Republicano.

Por si esa distorsión fuera poca, la normativa de la Cámara alta abrió la veda del filibusterismo, la obstrucción parlamentaria. Inicialmente, no se podía someter un asunto a votación hasta que no acabase el debate, lo que generó intervenciones maratonianas. Como resultaba cansado, solo se recurría a ese subterfugio en casos extremos. La norma se reformó. Por una parte, ya no hacía falta mantener vivo el debate, sino que bastaba manifestar que se quería seguir tratando el tema. Por otra, se permitía que una mayoría cualificada pudiera someter un proyecto de ley a votación en cualquier momento. En la práctica, eso se ha traducido en que no se puede aprobar casi ninguna ley si no se cuenta con 60 de los 100 votos. La buena noticia es que abolirlo no requiere cambios constitucionales ni legales. Muchos consideran que tiene los días contados.

La trinchera bipartidista

Para sus detractores, no hay mejor ejemplo práctico de la crisis del sistema bipartidista estadounidense, que ya se temió George Washington, que la relación de ambos partidos con sus candidatos a estas elecciones. Por un lado, está alguien que, pese a instigar una insurrección y estar condenado por 34 delitos graves, ha logrado tallar a su imagen y semejanza la formación republicana, y ha desterrado a la vieja y no tan vieja guardia del conservadurismo estadounidense, que, nueve años después, aún es incapaz de plantarle cara. Por otro, hay una aspirante que no salió elegida en las primarias, sino que se hizo con las riendas demócratas —a lomos de un enorme entusiasmo inicial entre sus simpatizantes, eso sí— gracias a la renuncia de Joe Biden, un candidato sobre cuyas mermadas capacidades nadie se atrevió a llevarle la contraria hasta que no se hicieron dramáticamente patentes en público.

Además de desprovistos de defensas con las que contaron en otro tiempo para evitar el ascenso de alguien como Trump, los dos partidos han dejado atrás en la última década su vieja aspiración de contener multitudes (a la manera de Walt Whitman) para hundirse más en sus trincheras a medida que la polarización se iba acentuando (y ambas formaciones también iban acentuando) en la vida pública estadounidense. Hasta entonces, “Estados Unidos”, según Lee Drutman, autor de Rompiendo el círculo vicioso del bipartidismo, “tenía algo más parecido a una democracia multipartidista dentro de su sistema bipartidista”. Para revertir esa deriva, Drutman propone una reforma del sistema electoral actual, basada en la idea del ganador-que-se-lo-lleva-todo.

“Desde mediados del siglo pasado, ambos partidos se han ido vaciando: los candidatos a la presidencia, al Senado o los que optan a gobernador de los Estados deciden presentarse por su cuenta, recaudan fondos y luego ganan las primarias. Y entonces esperan que el partido los apoye si ganan”, argumenta el historiador Michael Kazin, autor de la biografía de referencia del Partido Demócrata. “El resultado es que en muchos lugares la estructura del partido no pinta mucho antes de la campaña electoral, y los consultores profesionales son mucho más importantes para el éxito de los candidatos. Creo que sería bueno que hubiera un resurgimiento de las organizaciones partidarias en todos los niveles, pero será difícil revertir esta descentralización a largo plazo. La creación de partidos estatales fuertes ―como han hecho los demócratas en Wisconsin― ayudaría”.

El porcentaje (dos terceras partes) de quienes verían bien un tercer partido registra niveles récord, según Gallup. Aunque esto tampoco podrá ser. La historia de quienes han intentado una tercera vía es la de un fracaso detrás de otro. Como resume el historiador estadounidense Richard Hofstadter (1916-1970): “Los terceros partidos son como las abejas. Una vez han picado, mueren”. Es decir, que lo máximo a lo que pueden aspirar es a hacer daño a un lado o a otro y desaparecer después.

Justices

Un juez del Supremo es para siempre

Más excepcionalidades: Estados Unidos es también el único sistema democrático del mundo en que los magistrados del Tribunal Supremo mantienen el cargo de por vida. Todas las demás democracias consolidadas establecen un límite a su mandato, una edad obligatoria a la que jubilarse, o ambos, según Levitsky y Ziblatt. Ese carácter vitalicio se decidió cuando la esperanza de vida era mucho menor y el cargo no tenía la relevancia actual, con lo que no era raro que los magistrados lo dejasen a la mitad de sus carreras.

Como explica Paul Collins, profesor de Derecho de la Universidad de Massachusetts, ese sistema es en parte responsable de que el tribunal haya dado un giro brusco hacia la derecha, y haya cambiado fundamentalmente la sociedad estadounidense en áreas como la libertad reproductiva, el control de armas y los derechos civiles. Ese volantazo se ha producido con una supermayoría conservadora de seis jueces a tres, conseguida pese a que los republicanos solo han ganado una vez las elecciones en voto popular desde 1992. Trump, que no llegó respaldado por una mayoría de los electores, nombró a tres de esos jueces. El apoyo popular al Supremo ha caído a mínimos históricos por su divorcio de la opinión pública y por los escándalos éticos que afectan a algunos de los magistrados.

“Las dos reformas más urgentes son la limitación del mandato de sus miembros y la aplicación de un código ético de obligado cumplimiento”, sostiene Collins. Es una propuesta que lanzó el actual presidente, Joe Biden, entre los planes para su despedida del cargo, poco después de anunciar que no se presentaría a la reelección. Collins le ve poco futuro. “Dado que el tema de la reforma del Tribunal Supremo se ha polarizado tanto —con los demócratas generalmente a favor y los republicanos en contra—, es poco probable que se produzca, a menos que los primeros se hagan con el control tanto de la Cámara de Representantes como del Senado, y estén dispuestos a eliminar el filibusterismo”, explica.

‘Gerrymandering’: la salamandra que se muerde la cola

El gerrymandering, esa práctica tan estadounidense de dibujar los distritos electorales con fines partidistas, es un mecanismo complejo que resume con contundente sencillez una frase de uso común a la que recurre a menudo el congresista Jamie Raskin, una de las voces más influyentes del Partido Demócrata: “Es como si los políticos escogieran a sus votantes, y no al revés”.

Sucede cada 10 años, tras la publicación del nuevo censo. Los legisladores estatales diseñan los mapas del voto para las elecciones federales, estatales y locales, y crean formas caprichosas que los benefician porque diluyen la fuerza electoral de sus contrarios. El nombre de gerrymandering se debe a Elbridge Gerry (1744-1814), quinto vicepresidente de Estados Unidos, quien, para favorecer a un amigo, imaginó un condado con forma de salamandra (y de ahí la segunda parte del neologismo).

Es una práctica que ejercen ambos partidos, aunque donde gobierna el republicano acostumbra a expresarse de modo más extremo. Y suele desencadenar una cascada de impugnaciones en los tribunales que puede retrasar varios años la entrada en vigor de los nuevos mapas. Es la salamandra que se muerde la cola: su objetivo es que los que están en el poder se perpetúen en él. Además, desincentiva a sus víctimas, normalmente minorías como afroamericanos, latinos o asiáticos, que pierden el interés en la cosa política al no verse representados. Con esas minorías se emplean, según los expertos, tres tácticas: diluirlas en una mayoría de población blanca (stacking), desgajarlas del distrito en el que estaban (cracking) o empaquetarlos en otros condados en los que sus votos quedan amortizados porque ya se dan por perdidos (packing). “La solución al problema está clara”, explica el analista Ricardo Ramírez, especializado en derecho al voto, “arrebatar ese proceso de las manos de los políticos, separarlo de la ideología y encomendar la tarea a una comisión independiente”. Nueve Estados, como California y Nueva York, ya han tomado ese camino. “Es la única salida en un momento como este, en el que hay tanta división, considera Ramírez.

Citizens United Fuels Movement for Overhaul - The American Prospect

La financiación de las campañas: dinero sucio

La Comisión Federal Electoral prohibió en 2008 a Citizens United, entidad conservadora sin ánimo de lucro, emitir tres anuncios de Hillary, la película, un filme pagado por ellos y crítico con la entonces candidata, porque contravenía un siglo de restricciones sobre la financiación electoral. La cruzada legal por conseguirlo desembocó dos años después en una sentencia del Tribunal Supremo que permitió a empresas y otros agentes externos gastar sin límite en campañas electorales. La última manifestación de ese cambio en las reglas del juego democrático llegó esta semana, cuando se supo que el hombre más rico del mundo, Elon Musk, había invertido 75 millones de dólares en intentar devolver a Trump a la Casa Blanca.

Los cinco jueces que votaron a favor del fallo consideraron que la transparencia en las donaciones sería suficiente para evitar la corrupción del sistema. El Supremo no contó con que una parte de ese gigantesco caudal de dinero se canalizaría a través de unas entidades conocidas como Super PAC, que pueden recibir donaciones de organizaciones opacas financiadas de forma anónima. Esas donaciones se conocen como “dinero oscuro” y riegan de fondos a ambos partidos por igual. El gasto en campañas de empresas y otros grupos externos aumentó casi un 900% entre 2008 y 2016, y en 2020 alcanzó el récord de 14.400 millones de dólares, un ciclo en el que esas Super PAC gastaron 3.400 millones de dólares. Casi el 70% de ese dinero lo aportaron solo 100 donantes. En aquella campaña presidencial, Biden superó a Trump en recaudación.

Se trata de un problema conectado con la crisis del sistema de partidos, vulnerables y vaciados del contenido que solían tener, según explica la profesora de Derecho de la Universidad de California en Davis Mary Ziegler, que ha estudiado cómo el movimiento antiabortista inundó de fondos a los republicanos hasta que “acabó secuestrándolo”. “Destruyeron su jerarquía tradicional”, añade, y eso allanó el camino a “líderes populistas”, siempre que “estos cumplieran con el objetivo de colocar jueces en el Supremo dispuestos a criminalizar el aborto”.

Cuando votar es una proeza

En la mayoría de los países, el Estado incentiva la participación en las elecciones. Se suelen celebrar en domingo, los ciudadanos disfrutan de permisos laborales para ir a votar y el censo se elabora de forma automática, sin que sea necesario registrarse. “En Estados Unidos es difícil apuntarse, es difícil obtener información sobre cómo votar, se vota en un día laborable… El derecho a votar no está en la Constitución y durante toda nuestra historia hemos sufrido episodios de gobiernos que lo dificultan”, explicó Levitsky en una conversación reciente. Además, cada Estado regula el acceso a las urnas a su manera: los hay que lo ponen muy fácil, y los hay que ponen trabas, que afectan principalmente a las minorías.

La participación suele ser baja. En 2020, cuando se batieron récords de las últimas décadas, llegó solo al 67%. Tras esa alta asistencia y en vista de la derrota de Trump, las acusaciones infundadas de fraude electoral desencadenaron una oleada legislativa sin precedentes para dificultar el voto en lugares como Georgia. “Los votantes de más de la mitad de los Estados se enfrentarán a obstáculos para votar que nunca habían encontrado en unas elecciones presidenciales”, indica el Brennan Center for Justice, referencia en la denuncia de lo que en Estados Unidos se conoce como supresión del voto, pues es el fin que se atribuye a unas leyes —en su mayoría impulsadas por los republicanos— que imponen requisitos que alejan de las urnas de forma desproporcionada a las minorías —que suelen votar demócrata—. Desde 2020, al menos 30 Estados han promulgado 78 leyes restrictivas. El congresista demócrata por Ohio Greg Landsman tiene clara la solución: “Aprobar la Ley John Lewis de Derechos Electorales”, cuyo debate ha sido torpedeado en varias ocasiones en el Capitolio por los republicanos. La ley quiere devolver las cosas a su sitio: las jurisdicciones con un historial de discriminación en el voto deben obtener la aprobación del Departamento de Justicia o de un tribunal antes de cambiar sus leyes para votar. “Ohio solía ser un famoso Estado decisivo”, aclara Landsman. “Si dejaran votar a la gente, volvería a serlo”.

 

 

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La revista Tribuna Norteamericana  del Instituto Franklin en la Universidad de Alcalá de Henares, acaba de publicar su número 34, dedicado a la administración de Donald J. Trump. Tres ensayos componen está edición. El primero de ellos, escrito por Fernando Vallespín, enfoca la polarización de las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses. El segundo, escrito por Cristina Manzano, enfoca la misoginía del expresidente. El tercero y último artículo, escrito por Pedro Rodriguez  Martín, analiza el papel protagónico de la mentira como arma política durante los cuatro años que Trump ocupó la Casa Blanca. En su conjunto, estos trabajos constituyen importantes aportaciones al necesario análisis del gobierno del cuadragésimo quinto  presidente de los Estados Unidos. Quienes estén interesados pueden acceder a la revista aquí.

Norberto Barreto Velázquez, Lima, Perú

15 de abril de 2021

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Comparto con mis lectores este interesantísimo ensayo del Dr. Martin Conway, criticando la complacencia con la que algunos historiadores han interpretado la elección de Joe Biden como el fin de Trump y del Trumpismo. Para Martin,  Trump es un síntoma de una enfermadad socio-politica y económica muy peligrosa, cuyos síntomas y causas no desaparecerán con la salida del estadounidense de la Casa Blanca. El Dr. Conway es profesor de historia europea en la Universidad de Oxford.


A Starting Point | Perspectives on History | AHA

Making Trump History

Martin Conway

H-Diplo   25 February 2021 

Historians seem to have a problem with Trump.  I do not mean by this the dominance of partisan hostility to Trump in the ranks of the historical profession, or even the way in which many historians have been offended by the way in which the president has treated history as a resource to be exploited, rather than a reality to be respected or understood.  The more substantial problem posed by Trump is that for many historians he simply should not exist.  The possibility that the conclusion of the evolution of the United States across the half-century since the 1960s could be the election – albeit against the weight of individual votes – of a man who boasts of his distaste for the goals of racial equality, wider health-care provision, and a narrowing of income differentials, seems to many historians to be somewhere between an institutional outrage and an absurd accident of history.  But the political is supplemented by the personal.  Trump’s swagger, and his disregard for bureaucratic procedure and legal constraints, stands as a refutation of deeply-held assumptions among historians about how the democratic politics of the U.S. are supposed to work. The complexity of institutional procedures, the careful reconciliation of competing interests, and above all the prestige of the presidency as the symbol of democratic legitimacy, have all been bulldozed by a man whose personal qualities – or lack of them – seem like an insult to the historical narrative.

However, as the narrow scale of the victory of Biden in 2020 amply demonstrates, these responses are not adequate.  The Trump phenomenon is here to stay, if not the man, or indeed his position of power.  His attempt to manipulate a crisis sufficient to enable him to ride out his electoral defeat provoked a circumstantial mobilisation in defence of institutions, and through that a wider assertion of the established norms of political debate.  But crises recede, and (as the outcome of the impeachment process probably pre-figured) realities return.

Whether or not Trump recovers his personal momentum to become the Republican candidate in 2024, it is already clear that the successful candidate who emerges from the Republican primaries ahead of that election will be defined, in policy terms at least, by the heritage of Trump.  Consequently, the recognition that, win or lose, Trump is not a parenthesis, has become part of the new orthodoxy that has emerged since November.[1] This presents a challenge to those whose job it is to analyse where U.S. politics might go over the coming years, but also to those who would pretend to understand the past from which he emerged.

 

Trump isn't going anywhere. It's time for Europe First | US news | The  Guardianputin

Nor is this a specifically American problem.  Trump has provided the West European political class with ample opportunity to find in the corruption and charlatanism of the Trump presidency familiar demonstrations of the crudity of American politics, contrasted against the supposed sophistication of the European model.  Their grounds for doing so are, however, distinctly insecure.  The Brexit referendum result in 2016, and the electoral victory of Boris Johnson in the UK in 2019, are just two of the most visible manifestations of the much wider vulnerability of European democratic structures to challenge from below, through the emergence of movements of economic and political protest across southern and central Europe, or from above, through – as in Hungary and Poland – the dismantling of constitutional and judicial structures.  French President Emmanuel Macron, German Chancellor Angela Merkel, and European Commission President Ursula von der Leyen may for now be the custodians of political legitimacy, but they risk becoming the ancien régime as the rumble of a new European 1848 draws closer.

How then might historians seek to understand this?  Probably they should start by throwing away the templates and narratives of the twentieth century.  Yes, of course, there was much in the actions and rhetoric that surrounded the chaotic invasion of the Capitol on 6 January 2021 that recalled the street violence of the Nazi Party; but such analogies can easily be stretched far beyond the plausible.  Occasional favourable references among right-wing politicians to the fascist past in Germany, Austria and Italy aside, there is little to suggest that the new politics has its origins in Europe’s mid-twentieth-century past.  That of course is one of the secrets of its success.  Like Trump’s approach to the U.S. Civil War, Europe’s populists wear their history lightly, seizing opportunistically on the injustices of the Treaty of Trianon in Hungary, the legacies of Communist rule in Poland, or the supposed grandeur of Benito Mussolini’s Fascist empire to invest their present-day campaigns with a little three-dimensional depth.  But this is not the main story.  Their politics is part of a new history, that of the twenty-first century.

Historians therefore need to bury their narratives of the twentieth century.  They can squabble politely over whether its endpoint lay in the demise of the socialist regimes in eastern Europe in 1989, the great implosion of the Soviet Union in the 1990s, or the new challenges so powerfully expressed by the attack on the Twin Towers on 9/11, and the subsequent surges of radicalised Islamic violence.[2] But what matters, in Europe as in America, is less the choice of dates, than the way in which these events form part of a larger process: the emergence of a new era, that we might term the History of the Present.

Understanding Economic InsecurityThere are multiple aspects to this new historical era: the financial crash of 2008-9, the emergence of an authoritarian China with massive economic power, and the sudden and disruptive transition from a print and televisual culture rooted in languages and national borders, to a global and digital world.  But, to understand the new politics of Trump and his European equivalents, three elements provide the trig points from which we can map the uncharted landscape.

The first is the demise of stable meanings of democracy, or indeed of the political.  The creation of a formal and disciplined political sphere was one of the great legacies of the modernization of Europe from the 1860s to the 1960s, giving birth to the complex organisational charts of European and American government which illustrated political-science textbooks of the later twentieth century, rather in the manner of guides to install central-heating systems.[3] But that has now gone.  The old politics continues to happen, but it does not rule.  Power has shifted from parliaments, parties, and the conventional institutions of political debate – notably the political press – to new spaces, some community-based, others digital, which lack the organisational skeleton of the old politics of the twentieth century.  They are amorphous and fast-changing currents, which can carry individuals and issues such as Black Lives Matter and QAnon to transitory prominence; but, after their demise, leave little trace behind them.  This is the new unpredictability of democratic politics, and yet it is not obviously democratic or political.  Instead, it effaces the divisions between the political and the wider worlds of communication and the entertainment media, creating a new world where footballers, tv celebrities, and rap artists communicate more directly and effectively with the public than do those who remain constrained within the label of politicians.  It is easy to bemoan these changes, and to see in them the demise of the democratic politics of old.[4] But it is also pointless to do so.  Democratic politics has burst its banks, and has become part of a much wider public sphere, in which the democratic process has been adulterated through the addition of a much wider range of emotions, grievances, but also forms of identity, and dreams of a better world, collective and individual.

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The second trig point is therefore the emergence of new citizens.  That term too is part of the legacies of the Age of Revolutions, redolent with the language of the American and French constitutions of the late eighteenth century.  But it has proved to have a long life.  It was challenged fundamentally by the comradeship of the Communist revolutionary project, and by the racial identities of the Nazi Volksgemeinschaft, and yet it proved sufficiently resilient to resurface in the second half of the twentieth century as the definition of the democratic citizen of modern societies.  The duties of these citizens were manifold: they were required to vote soberly and with due decorum, to pay their taxes, to obey the laws and the comprehensive regulatory structures of modern societies, and in the case of young men in many states, to serve in the conscript armies.  But that, of course, was only half of the deal.  The other half was the provision by the state of a predictable universe, through an ever wider range of social goods in the form of housing, education, and transport infrastructures, and the safety nets of welfare and health provision which mitigated the anxieties that had haunted previous generations. That model reached its high point around the 1970s, with the construction in the U.S. and Europe of larger and more complex institutions of government that anticipated the needs of citizens, and provided solutions which it would be far beyond the resources of citizens to bring about themselves.[5]

But, since the 1980s, that model has been in retreat.  Government – as we have learned painfully through the current pandemic – has lost the means to provide reliably for the health of its citizens.  Under the pressure of the newly fashionable languages of neo-liberalism and marketization, state institutions have been replaced by the new politics of the bazaar, in which rival companies and a range of semi-public and semi-private institutions compete to supplant provision by the state.  Few citizens positively willed this change, but they have adapted rapidly to its reality.  If the state provides so much less, so they are less willing to pay its taxes, obey its laws, or respect its leaders.  This is the mentality of what is often called the new populism – a term which seems inescapable in describing the politics of the present, but which simultaneously risks defining it in too narrowly political terms.[6] What is different about the politics of a Trump, Matteo Salvini, Vladimir Putin, or Viktor Orbán is not that they seek to use mendaciously the language of the common man (or woman) – the real majority – against some form of privileged elite.  Most of their supporters can see such claims as the all too transparent forms of marketing that they are.  But they make considered decisions that they would prefer to support the charlatans and adventurers against those whom they know to be more sober and qualified.

La UE se conjura para evitar el avance del populismo

Historians underestimate the seriousness of that decision-making by citizens at their peril.  Their decisions might be distracted at times by the slogans and emotions of outmoded nationalist or ethnic languages, but at heart most twenty-first-century citizens know what they want, and indeed what they do not want.  If there is one conclusion that emerges loud and clear from the great weight of studies that have been undertaken on the electorate of the Rassemblement national in France since the 1980s, and the studies of subsequent surges in populist political movements up to Trump and Brexit,[7] it is that the electors who voted for them knew what they were doing, and why they were doing it.  Three themes dominate: security, control, and the primacy of the personal.  These citizens want protection from crime, immigration, and its perceived socio-economic consequences, and from the alien threats – racial, environmental, and cultural – which stalk a much less predictable world.  They consequently also want control: control of their local neighbourhood and their national society, but also the control to decide what they want for themselves, rather than what others might deem to be good for them.  These are not proud Know Nothings, but they are deeply impatient of Know Alls.  They therefore also want the right to make their own decisions – call it freedom, if you want – be that in terms of their identity, sexuality, or values, or, more prosaically, in how they live their daily lives.  Political commentators often focus on the authoritarian and intolerant aspects of the new politics, as reflected in protest campaigns against the rights of gender or of race, but at the core of the new politics is often a surprising willingness to accept diversity, as long as it does not prejudice the wider unity of society.

Economic insecurity or immiseration? | occasional links & commentaryThis, then, is the third trig point of the new politics.  The agenda of politics has disappeared, and has done so in ways which exclude any simple return to the political frontiers of left and right of the twentieth century. Many of the old issues have not gone away: in a time of economic insecurity, present and future, the mobilising power of class will remain evident.  But its force manifests itself not through the representative institutional hierarchies of old, but through the new protest campaigns of factory gates and direct action, as well as the denunciation of the oligarchical wealthy through the tools of social media.  Class, moreover, is no longer the reliable determinant of political identity that it once was.  As the chaotic exuberance of the movement of the gilets jaunes in France in 2018-19 demonstrated, it co-exists with the other bearers of identity, be they ethnic, gendered, or community-based: the intoxicating solidarity of the imagined “we” against “them.”

The new politics therefore lacks what would have been regarded until recently as a coherent agenda.  The short attention span encouraged by a digital universe is replicated in politics through the shifting shapes of a rapidly moving succession of primarily visual images.  This, of course, is what Trump understood quicker than most.  Coherence and policy-making matter much less than the empty gesture or the transient announcement: declaring you are going to build a wall does not require you to build one.  Indeed, one suspects that very few of his supporters thought that he would build the wall, just as one might question how far those who voted leave in the Brexit referendum campaign actually intended to bring about the departure of the UK from the EU.  Political action too is more about the participants than the end result: the gilets jaunes occupying roundabouts on the edges of French provincial towns is rather different from the storming of the Bastille.  But to regard such actions as naïve or ineffectual is to misunderstand their purpose.  They are the means of expressing an identity or grievance, rather than the conventional pursuit of a goal, still less a wish to take power.  The era when political and ideological affiliations were for life has largely evaporated.  Instead, increasingly large numbers of citizens lend their votes and support to a series of diverse causes – often through a momentary liking of a tweet, or a signature on a digital petition – which respond to their emotions, group identity, or aspirations.[8]

There is much that is disconcerting in the new politics, but it would be wrong to dismiss it as the rise of a new barbarism.  The devil has not once again acquired all of the best tunes, and the new political world is one which can generate a wide range of outcomes.  Nor will it be necessarily as radical as it currently seems.  With time the disruptive impact of figures such as Trump may be channelled within new norms, enabling a continuity of institutional structures to reassert itself, within or without the Republican Party.  But, for now, it suffices to recognise that the mentality of incremental reformist change which was embedded in the machinery of West European and American politics in the later twentieth century has in large part disappeared.  The future could be many things, but it seems highly unlikely that it will be social democratic.[9] This requires historians to change their focus.  Institutional structures, ideological traditions, and indeed democratic norms, have been replaced by a less disciplined and more open politics, in which the aspiration to save the planet and end racism can co-exist alongside the wish to re-assert the nation-state and to control immigration. The multiple incoherences between and within such attitudes matter less than the pervasive sense of a daily referendum in which new practices of direct democracy co-exist with a visual theatre of rhetoric and gesture.  With greater skill than his many detractors would readily admit, Trump provided a first sketch of the character of the new politics.  But he too will quite rapidly come to seem out of date.  The unpredictable history of the present has only just begun.

Martin Conway is Professor of Contemporary European History at the University of Oxford and a Fellow of Balliol College, Oxford.  His books include The Sorrows of Belgium: Liberation and Political Reconstruction, 1944–1947 (Oxford University Press, 2012) and Western Europe’s Democratic Age, 1945-1968 (Princeton University Press, 2020).

Notes


[1] Samuel Moyn, ‘Biden Says “America is Back.” But Will his Team of Insiders Repeat their Old Mistakes?,” The Guardian, 1 December 2020.

[2] See, notably, Eric J. Hobsbawm, Age of Extremes: The Short Twentieth Century 1914-1991 (London: Michael Joseph, 1994); Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (London: Hamish Hamilton, 1992).

[3] I have written about a characteristic example of these texts, Herman Finer’s The Major Governments of Modern Europe (London: Methuen, 1960), in Martin Conway, “Democracy in Western Europe after 1945,” in J. Kurunmäki, J. Nevers and H. te Velde, eds., Democracy in Modern Europe: A Conceptual History (New York: Berghahn Books, 2018), 231-256.

[4] See, for example, A.C. Grayling Democracy and its Critics (London, 2017).

[5] I have written about this in Conway, Western Europe’s Democratic Age, 1945-1968 (Princeton: Princeton University Press, 2020), 199-254.

[6] Jan-Werner Müller, What is Populism? (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2016).

[7] Pascal Perrineau, Le symptôme Le Pen: radiographie des électeurs du Front National (Paris: Fayard, 1997); Harold D. Clarke, Matthew Goodwin, and Paul Whiteley, Brexit: Why Britain Voted to Leave the European Union (Cambridge: Cambridge University Press, 2017); Roger Eatwell and Matthew Goodwin, “The Grip of Populism,” The Sunday Times, 7 October 2018.

[8] The concept of voters lending their support to a political party was articulated explicitly by Boris Johnson on the night of the result of the 2019 election, to describe the votes gained by the Conservative Party in areas of the North of England that had formerly voted for the Labour Party: “You may only have lent us your vote, you may not think of yourself as a natural Tory and you may intend to return to Labour next time round.” The Guardian, 13 December 2019.

[9] Tony Judt, Ill fares the Land: A Treatise on our Present Discontents (London: Allen Lane, 2010).

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La excelente página cibernética TomDispatch publica un corto e interesante artículo del historiador norteamericano William J. Astore, titulado “Freedom Fighters for a Fading Empire”,  analizando la representación de las fuerzas armadas estadounidenses como un ente libertador. [Traducido al español por Rebelión.org bajo el título «Combatientes por la libertad de un imperio que se desvanece«]. Astore, un coronel retirado de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, se ha desempeñado como profesor en  la Naval Postgraduate School y en la USAF Academy. En la actualidad, Astore es catedrático en el Pennsylvania College of Technology.

Astore comienza su ensayo citando al Presidente Barack Obama, quien en una visita sorpresa a Afganistán a comienzos de diciembre de 2010, señaló que las fuerzas armadas de los Estados Unidos eran “the finest fighting force that the world has ever known” (“la mejor fuerza de combate que el mundo haya conocido”). De esta forma Obama reprodujo lo que, según Astore, es una tendencia entre los líderes norteamericanos: la representación de las fuerzas militares estadounidenses no sólo como las más poderosas y eficientes de la Historia, sino también como  una fuerza de liberación y democratización. Esta hiperbólica, pero sincera representación es un reflejo, según Astore, de la idea del excepcionalismo norteamericano, a la que le hemos dedicado algo de tiempo en esta bitácora.

 

El autor reconoce que aunque el ex oficial de la Fuerza Aérea que hay en él se sintió alagado con las palabras de Obama, el historiador en que se ha convertido, no. El objetivo de este artículo es examinar las palabras del presidente –y lo que ellas encierran– de forma crítica. Dos preguntas guían los pasos de Astore: ¿Poseen los Estados Unidos las mejores fuerzas armadas de la Historia? ¿Qué dice esta “retórica triunfalista” del “narcisismo nacional” estadounidense?

Astore comienza con la primera pregunta y llega rápidamente a una conclusión: en términos de “sheer destructive power” (“poder destructivo absoluto”) las fuerzas armadas de los Estados Unidos son, sin lugar a dudas,  las más poderosas del mundo actual. Para justificar este planteamiento a Astore le basta con mencionar la superioridad nuclear, aérea y naval de los Estados Unidos. Sin embargo, esto no significa que las fuerzas armadas estadounidenses sean “the finest military force ever”.  Para justificar este argumento el autor recurre al tema de los resultados frente a los enemigos recientes de los Estados Unidos: los Talibanes en 2001 y Saddam Hussein en 2003.  En ambos casos, los estadounidenses se impusieron fácilmente porque enfrentaron a un enemigo muy inferior. Astore también recurre a la historia para cuestionar la alegada superioridad histórica de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Según él, tras las victorias en las dos guerras mundiales, las cosas no marcharon bien para los militares norteamericanos: en Corea sufrieron un “empate frustrante”, en Vietnam una dolorosa derrota y la Operación Escudo del Desierto fue una “victoria defectuosa”. Además, acciones como la invasión de Granada y Panamá fueron, según Astore, meras refriegas. La mayor victoria de los Estados Unidos durante ese periodo, el fin de la Guerra Fría, tampoco fue responsabilidad de los militares, ya que los norteamericanos se impusieron gracias a su “poder económico y conocimiento tecnológico”. En otras palabras, el autor cuestiona el desempeño de las fuerzas armadas estadounidenses en la segunda mitad del siglo XX poniendo seriamente en duda su alegada superioridad histórica.

Una vez cuestionada la posición histórica de las fuerzas armadas estadounidenses, Astore enfoca su representación como una fuerza liberadora guiada por una misión: “spread democracy and freedom” (“difundir democracia y libertad”) . Citando al periodista Nir Rosen, Astore deja claro el significado de esta idea entre los estadounidenses:

“There’s… a deep sense among people in the [American] policy world, in the military, that we’re the good guys. It’s just taken for granted that what we’re doing must be right because we’re doing it. We’re the exceptional country, the essential nation, and our role, our intervention, our presence is a benign and beneficent thing.”

Astore rechaza de plano la supuesta bondad inherente de las acciones militares norteamericanas. Como bien han demostrado los eventos ocurridos en Iraq, el intervencionismo militar estadounidense  no liberó a los iraquíes, sino que les condenó a la guerra civil, al exilio, a la destrucción  y al miedo generalizado. En Afganistán, no le ha ido mejor a las fuerzas armadas, pues son vistas por el pueblo afgano como invasores aliados  de un gobierno corrupto y despreciado por su pueblo. En ambos países, la invasión y ocupación estadounidense vino acompaña de choques culturales, de malentendidos, de violencia indiscriminada (los “drones” que acaban con todos los asistentes a una boda afgana), de arrogancia y paternalismo. En este contexto es muy difícil sostener que los militares norteamericanos son los chicos buenos encargados de liberar y democratizar.

Por último, Astore es muy claro y convincente: esta narrativa basada en el autobombo no permite que los estadounidenses entiendan la magnitud, significado y costo humano y político de sus acciones militares a partir de los eventos de 9/11. La idea de que los soldados estadounidenses son una fuerza liberadora esconde la dura realidad imperial de la política exterior de los Estados Unidos en los últimos diez años.   Un grave error en un periodo de claro deterioro del poderío norteamericano. De acuerdo con el autor,

“Better not to contemplate such harsh realities. Better to praise our troops as so many Mahatma Gandhis, so many freedom fighters. Better to praise them as so many Genghis Khans, so many ultimate warriors.”

Este breve trabajo examina el lado militar del excepcionalismo norteamericano, dejando ver otra faceta del auto-engaño nacional que acompaña la cada vez más clara decadencia estadounidense. Concuerdo con Astore en su  acercamiento crítico de la representación altamente ideologizada de las fuerzas militares norteamericanos. Sin embargo, echo de menos el  matiz religioso que sectores más conservadores de la sociedad estadounidense le adjudican a sus soldados, marinos, pilotos, infantes de marina, etc. En otras palabras, Astore se concentra en la representación de las fuerzas armadas como defensores y promotores de la libertad y la democracia, dejando fuera su representación como cruzados; como defensores y promotores de la fe cristiana entre paganos y herejes.

Norberto Barreto Velázquez, PhD

Lima, Perú, 8 de enero de 2011

NOTA: Todas las traducciones son mías.

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Hoy tengo el gusto de reseñar el trabajo de un compañero bloguero, Oscar Segura  Heros, titulado ¿El fin de la era americana?, que  aparece publicado en la edición de julio-septiembre de 2009 de la revista peruana Qué hacer. Segura Heros, padre de la bitácora  Real Policy, es periodista y analista de temas de seguridad, derechos humanos y relaciones internacionales.

El ensayo de Segura gira en torno a una pregunta fundamental: ¿son los Estados Unidos tan influyentes como hace veinte años? La respuesta del autor es un claro y rotundo no. Para llegar a esta conclusión el autor se embarca en una análisis directo de los rasgos de la decadencia del poderío de los Estados Unidos.

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El primer tema que toca  Segura Heros es el militar, subrayando el costo que conlleva el mantenimiento de cientos de bases y miles de soldados alrededor del mundo –tema que examinamos al reseñar el ensayo de Immanuel Wallerstein. Mantener su imperio de bases militares le cuesta a los norteamericanos miles de millones de dólares en momentos que su economía está “exhausta”.  Los fracasos en Irak y Afganistán también son una muestra clara de los límites crecientes del poderío norteamericano. A pesar  de su vasta capacidad militar y los  miles de soldados desplegados en ambos países, los Estados Unidos no han podido imponerse en sus dos intervenciones más costosas.  Pero no sólo no han podido imponerse, sino que en el caso afgano parecen avocados a una derrota.

Al tema militar, Segura añade el económico, subrayando la crisis por la que atraviesan los Estados Unidos en la actualidad, la peor desde 1929. Según el autor, la quiebra de General Motors es el símbolo más patente de la caída del poderío económico estadounidense y una prueba de que “el lugar de Estados Unidos como potencia económica es más una interrogante que una certeza”.  Además, la extensión mundial de la crisis económica ha llevado a una revaluación internacional del neoliberalismo defendido por Wall Street casi como una credo. Como resultado, la percepción mundial de la economía norteamericana ha sufrido daños severos,  generando desconfianza en el capitalismo estadounidense como modelo económico. Todo ello, a su vez, socavó, la legitimidad que tradicionalmente había disfrutado Washington para definir la agenda económica mundial.

Los Estados Unidos también parecen estar perdiendo la batalla “del conocimiento  y la innovación científica”, dos de los pilares de su superioridad económica y militar. De forma muy atinada el autor identifica una de las causas más importantes, pero menos mencionadas, de este problema: la paranoia post 11/9  llevó a la aplicación de restricciones migratorias que cortaron el flujo de cerebros procedentes de otras regiones del planeta. Sin los ingenieros, químicos, físicos, matemáticos o biólogos procedentes de América Latina, Pakistán, India, China o Europa del Este que no pudieron o dejaron de emigrar a los Estados Unidos, la nación norteamericana perdió importantísimos recursos que no pueden ser sustituidos por los egresados estadounidenses de un sistema educativo fragmentado, desigual e incapaz de llenar las necesidades de profesionales cualificados de la economía norteamericana. (Sobre los problemas de la educación, en los Estados Unidos puede ser consultado el artículo de Paul Krugman que aparece en la  edición de la revisa Sin permiso del 11 de octubre de 2009.)

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Seguras también da en el blanco al señalar que uno de los problemas actuales de los Estados Unidos es su tendencia al encierro. En el pasado no tan remoto, el gobierno estadounidense buscaba que otros países se abrieran comercial, cultural y tecnológicamente. Hoy, víctimas de un creciente conservadurismo,  los Estados Unidos optan por cerrarse. Yo añadiría,   y a excluirse, pues se han mantenido al margen de esfuerzos y mecanismos internacionales con un amplio apoyo mundial. En otras palabras, en temas ambientales, armamentistas y de derecho internacional los Estados Unidos ha tendido a ir contra la corriente en un unilateralismo que ha ayudado muy poco a cambiar la imagen que millones de seres humanos tienen  del país.

Segura lanza una crítica que me parece muy pertinente: el poco apoyo que la política exterior estadounidense da a temas sociales. Según el autor, los Estados Unidos no asumen “la lucha contra la pobreza y los temas sociales como una prioridad de su política exterior”. Este “error”  ha permitido que opciones radicales, autoritarias y antinorteamericanas “ganen espacio y que el discurso democratizador pierda sustento.” Concuerdo con Segura, pero igual me pregunto si la lucha contra la pobreza ha sido una prioridad de la política doméstica del gobierno estadounidense. Los ecos liberales de los años 1960 con la Gran Sociedad a la cabeza dejaron de ser hace mucho una prioridad nacional, por qué tendría que ser internacional.

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Segura concluye que el futuro de un mundo unipolar con los Estados Unidos a la cabeza es cada vez más remoto. Según él, los norteamericanos seguirán ejerciendo un papel importante  dado su poderío militar y su influencia política, pero que “intervenir permanentemente fuera de sus fronteras ya no será una prioridad”.  En otras palabras, que el aislacionismo regresará con fuerza a definir la política exterior de los Estados Unidos.

El autor cierra su interesante ensayo advirtiendo a quienes celebran el eventual fin de la hegemonía estadounidense  que ésta no producirá necesariamente “un mundo multipolar armonioso”. Por el contrario, un mundo libre de la hegemonía estadounidense podría estar dominado por la anarquía, el individualismo estatal y la violencia.

Este corto ensayo analiza de manera clara y directa lo que parece cada vez más evidente: la decadencia del poderío norteamericano. Su lectura puede resultar de gran utilidad para aquellos interesados en entender las causas y los rasgos de este proceso histórico, cuyas consecuencias están aún por verse.

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Chalmers Johnson

Chalmers Johnson

En un ensayo titulado “There Good Reasons to Liquidate Our Empire and Ten Steps to Take to Do So» (TomDispatch.com, 30 de julio de 2009), el historiador norteamericano Chalmers Johnson enfoca uno de los elementos más característicos del imperialismo norteamericano: la extensión de sus bases militares alrededor del mundo.  Johnson es profesor emérito de la Universidad de California (San Diego) y uno de los críticos más filosos de la política exterior norteamericana. Este antiguo asesor de CIA es  autor de un trilogía clave  en el desarrollo de la historiografía reciente del imperialismo norteamericano: Blowback: The Costs and Consequences of American Empire (New York: Metropolitan Books, 2000), The Sorrows of Empire: Militarism, Secrecy, and the End of the Republic (New York: Metropolitan Books, 2004) y Nemesis: The Last Days of the American Republic (Metropolitan Books, 2006).

A Johnson le preocupa el efecto que pueda tener el imperio de bases militares sobre el programa reformista del Presidente Barack Obama. Para el autor, las bases militares ­–y el militarismo del que son una expresión– podrían tener tres consecuencias devastadoras para los Estados Unidos: sobre extender (“over-stretch”) militarmente a los Estados Unidos, provocar un estado perpetuo de guerra y/o llevar a la nación norteamericana a la ruina económica. Todo ello podría provocar un colapso similar al que sufrió la Unión Soviética. Palabras fuertes de un historiador sin pelos en la lengua.  Veamos a que se refiere Johnson.

Citando un inventario realizado por el Pentágono en 2008, Johnson alega que los Estados Unidos poseen 865 bases militares en 46 países y territorios estadounidenses. Según ese mismo inventario, los Estados Unidos tenían desplegados 196,000 soldados en sus bases. Por ejemplo, en Japón hay 46,364 miembros de las fuerzas armadas estadounidenses, acompañados por 45,753 familiares y apoyados por 4,178 empleados civiles norteamericanos.  Sólo en la pequeña isla de Okinawa hay 13,975 soldados norteamericanos.

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Para Johnson, tal despliegue de poder militar no sólo es innecesario para garantizar la seguridad nacional de los Estados Unidos, sino que también excesivamente costoso. Citando un artículo de Anita Dancs, analista del “think tank” Foreign Policy in Focus, Johnson arguye que los Estados Unidos gastan $250 mil millones anuales en el mantenimiento de sus bases militares con un solo objetivo: garantizar su control de un imperio que nunca necesitaron y que “no pueden sostener”.

El autor identifica tres razones que, según él, hacen necesaria la eliminación de ese imperio de bases como un paso inevitable para el bienestar de los Estados Unidos:

  1. Los Estados Unidos ya no son capaces de mantener su hegemonía global  sin convocar a un desastre nacional. Según Johnson, los Estados Unidos no pueden mantener su rol hegemónico por razones económicas, pues son un país al borde de la bancarrota y en franca decadencia económica. Obviar esas realidades insistiendo en retener sus bases mundiales podría llevar al gobierno norteamericano a la insolvencia. Para justificar sus argumentos el autor recurre a cifras muy impresionantes, pues según él, para el 2010 el déficit presupuestario norteamericano será de $1.75 trillones, cifra que no incluye el presupuesto militar para el 2009 ascendente a $640 mil millones,  ni el costo de las guerras en Irak y Afganistán.  Johnson concluye que el pago de tal deuda tomara generaciones.
  2. Los Estados Unidos están destinados a ser derrotados en Afganistán. Según Johnson, las autoridades norteamericanos no han sido capaces de reconocer que tanto ingleses como soviéticos fracasaron en sus empresas militares en Afganistán empleando las mismas estrategias usadas por los Estados Unidos hoy en día. Esto constituye “uno de nuestros  más grandes errores estratégicos”.  Johnson critica que las acciones estadounidenses en Afganistán no estén basadas en el reconocimiento de la historia de una región que históricamente ha resistido con éxito la presencia de fuerzas foráneas. Éste crítica las tácticas estadounidenses, en especial, el uso de aviones a control remotos o “drones”, porque éstos provocan la muerte de civiles afganos inocentes,  enajenando el apoyo de quienes supuestamente los estadounidenses están “salvando para la democracia”. Además, las operaciones militares estadounidenses en Afganistán y Pakistán carecen de una inteligencia precisa sobre ambos países  y reflejan, por ende, una visión miope de la realidad política de la región.  Johnson cree que los Estados Unidos deben reconocer que la guerra en Afganistán está ya perdida y no desperdiciar más tiempo, vidas humanas y dinero en un conflicto que no pueden ganar.
  3. Es necesario que los Estados Unidos pongan fin a la vergüenza que acompaña su imperio de bases. El autor visualiza las bases militares como una especie de campo de juego sexual (“sexual playground”) donde los soldados norteamericanos comprometen con su conducta la imagen de los Estados Unidos. Según Johnson, miles de soldados norteamericanos son destinados a países cuya cultura no entienden y que, además, han sido enseñados a ver a sus habitantes como entes inferiores, lo que provoca serios problemas en su comportamiento, sobre todo, sexual. Para probar este punto el autor nos brinda cifras muy interesantes y reveladoras sobre la violencia sexual de que son objetos los residentes de las zonas aledañas a las bases militares norteamericanas ­–además de las mujeres que forman parte de las fuerzas armadas estadounidenses– y de cómo las autoridades militares norteamericanas no hacen, prácticamente, nada para frenar y castigar los delitos sexuales que comenten sus soldados. Para Johnson la solución está en reducir el tamaño de las fuerzas armadas trayendo de vuelta a los Estados Unidos a miles de soldados estadounidenses, desmantelando las bases donde éstos están desplegados.

Johnson no sólo identifica las razones que hacen necesario que los Estados Unidos desmantelen su imperio de bases, sino que también nos brinda diez medidas que él considera necesarias para ello. Entre ellas destacan: poner fin al mito creado por el complejo militar-industrial de que el establecimiento militar norteamericano es valioso en términos económicos, pues produce empleos e investigación científica. Johnson recomienda poner fin al uso de la fuerza como “el principal medio para alcanzar los objetivos de la política exterior” estadounidense.  El autor también sugiere reducir el tamaño del ejército, darle más ayuda médica a los veteranos afectados física o mentalmente, eliminar el ROTC, dejar de ser el principal exportador mundial de armas y restaurar la disciplina y la responsabilidad por sus acciones entre las tropas estadounidenses. NS_Rota

Johnson cierra su ensayo reconociendo que a lo largo de la historia pocos imperios han renunciado a “sus dominios” para salvar sus instituciones políticas. Es necesario, según el autor, que los Estados Unidos aprendan de dos ejemplos recientes (Gran Bretaña y la Unión Soviética) y tomen las medidas necesarias para frenar los efectos del imperialismo. El autor concluye su trabajo pronosticando que si los estadounidenses no aprenden de los errores  de los imperios que le antecedieron, será imposible evitar la “caída y decadencia” de los Estados Unidos de América.

Este corto ensayo nos brinda información valiosa sobre la extensión del militarismo norteamericano a nivel mundial y de sus consecuencias. Es claro que Johnson ve el mantenimiento de las  cientos  de bases militares norteamericanas como una rémora que compromete valiosos recursos económicos que podrían ser usados para enfrentar algunos de los serios problemas que enfrenta la nación estadounidense. Su enfoque es claramente aislacionista y moralista. Para él, los Estados Unidos deben reconocer que ya no son lo ricos y poderosos que solían ser, y concentrarse en sí mismos. Su tono refleja una visión muy pesimista del futuro de los Estados Unidos. Para Johnson, la nación norteamericana es un país en franca decadencia gracias a su obsesión belicista.  Es curioso que a principios del siglo XX analistas y críticos de la política exterior norteamericana, especialmente de la retención de las Filipinas como colonia y de la expansión de la marina de guerra, pronosticaron exactamente lo que hoy Johnson denuncia de forma tan severa.

Norberto Barreto Velázquez, Ph. D.

Lima, Perú, 10 de septiembre de 2009

Nota: todas las traducciones del inglés son mías.

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