La entrada de Estados Unidos a la segunda guerra mundial provocó un aumento sin precedentes de la fuerza laboral estadounidense. El reclutamiento y la economía de guerra generaron una gran demanda de mano de obra. Las fuerzas armadas sacaron de la fuerza laboral a 15 millones de hombres y mujeres. Sin embargo, ésta creció casi un 20% durante la guerra gracias a la incorporación de trabajadores y trabajadoras procedentes de los sectores marginales o minoritarios. Más de 200,000 braceros fueron traídos de México para trabajar en la granjas. Los afro-estadounidenses vieron como se abrían oportunidades laborales antes inexistentes por su color de piel. Casi un millón de afro-americanos se incorporaron a la fuerza laboral durante la guerra. Los mexicano-norteamericanos y los nativo-americanos también disfrutaron de nuevas oportunidades laborales en áreas reservadas tradicionalmente para los blancos.
Uno de los sectores que más se benefició de la demanda de mano obra fue el de las mujeres, pues el empleo entre éstas creció un 50%. Para 1945, casi 20 millones de mujeres eran parte de esa fuerza laboral. Las blancas casadas y mayores de treinta y cinco años fueron las principales beneficiadas del aumento en las oportunidades de trabajo. Muchas afro-americanas dejaron trabajos tradicionales como el servicio doméstico y obtuvieron trabajos mejor remunerados en fábricas. La guerra le abrió las puertas a las mujeres a trabajos reservados para los hombres. Por ejemplo, el número de féminas trabajando en la industria automotriz aumentó de 29,000 a 200,000. Es necesario aclarar que el empleo de mujeres era visto como algo temporero tanto por las empresas como por el gobierno.
Comparto este artículo de Carlos Hernández-Echeverría sobre uno de los simbolos más importantes del papel que jugaron las estadounidenses durante la guerra. Se trata de la famosa Rosie the Riveter inmortalizada en el afiche de J. Howard Miller «We can Do It».
La traición a ‘Rosie the Riveter’: de la fábrica a la cocina
Carlos Hernández-Echeverría
La Vanguardia 19 de mayo de 2021
Todos tenemos la imagen de Rosie en la cabeza: una mujer joven, vestida con un mono azul de trabajo, que con gesto desafiante muestra su bíceps y dice “podemos hacerlo”. Y pudieron. Los pósteres promocionales de Rosie the Riveter, “Rosita la remachadora”, cuentan la historia de casi siete millones de mujeres estadounidenses que se incorporaron al trabajo durante la Segunda Guerra Mundial. Todo un ejército de “Rosies” que fue imprescindible para la victoria aliada.
Todo empezó por una cuestión de necesidad. EE. UU. tenía que mantener a plena marcha su industria bélica, y muchos hombres jóvenes estaban luchando en el frente. Había que producir ingentes cantidades de balas, aviones o tanques, y para lograrlo no había otra manera que abrir las puertas de las fábricas a las mujeres. Ellas respondieron a la llamada, pero en cuanto acabó la guerra su país les dio de lado. Los hombres regresaban y, sin preguntar a las interesadas, se decidió que ellas debían volver a casa y dejarles su sitio en las fábricas.
Los pósteres de propaganda pueden resultar muy engañosos. En ellos Rosie siempre es blanca, aunque las mujeres negras fueran las protagonistas del relevo en las fábricas de armamento. También lleva los labios bien pintados de rojo, tal vez para no disipar demasiado su imagen femenina y así quitarle temporalmente al trabajo industrial el sambenito de ser “cosa de hombres”. Convenientemente para las empresas, esos carteles también evitaban decir que a ellas iban a pagarles la mitad que a los hombres por el mismo trabajo.

Una ‘Rosie’ afroamericana pone remaches en un Vultee A-31 Vengeance en Nashville, Tennessee, 1943. Library of Congress.
Y, sin embargo, la propaganda tuvo éxito: durante la contienda se duplicó el número de mujeres que trabajaban fuera del hogar en EE. UU. Ya venían haciéndolo en sectores concretos de los llamados “femeninos”, como la enseñanza, la enfermería o el secretariado, pero, entre 1940 y 1944, la cantidad de las que lo hacían en el muy masculino sector de la Defensa aumentó un 462%, y la industria en general acogió a más de tres millones de nuevas trabajadoras. Enormes fábricas como la de Ford en River Rouge pasaron en unos pocos años de tener 45 empleadas a casi 15.000.
Para sostener ese crecimiento del empleo femenino, había que convencer a un grupo clave: las casadas. Lo más habitual entonces era que las mujeres, particularmente las blancas de clase media, dejaran de trabajar al contraer matrimonio. Las que decidían seguir con su empleo eran vilipendiadas tanto por la derecha, que las acusaba de desatender a sus familias, como por la izquierda, que las acusaba de “robar” el trabajo a viudas o solteras que lo necesitaban más. Antes de la guerra, multitud de estados tenían incluso leyes que en la práctica expulsaban del mercado laboral a las casadas
La necesidad de trabajadoras que trajo la conflagración llevó a la derogación de esas leyes y a una reconsideración social del empleo entre las mujeres casadas. Antes de la guerra trabajaba un 14% de ellas, y durante el conflicto esa cifra subió hasta el 22%. Para animar a las madres a empezar a trabajar y evitar el absentismo entre las que ya lo hacían, EE. UU. tuvo que organizar un ambicioso programa público de los que solo suelen salir adelante en tiempos de crisis: la ley Lanham. Una inversión equivalente a más de 800 millones de euros para crear un enorme programa de guarderías.
A cambio de unos seis euros actuales, las mujeres cuyo trabajo tuviera algo que ver con el esfuerzo bélico podían dejar a sus hijos en la guardería durante su turno y además entregar una lista para que les hicieran la compra durante ese tiempo.

Enter a c“¡Cuantas más mujeres trabajen antes ganaremos!”. Póster del gobierno estadounidense de 1943. Library of Congress.
Unos 600.000 niños se beneficiaron de la ley Lanham, que además rompió el mito de que el trabajo de las madres perjudicaba a sus hijos. Un seguimiento posterior durante años demostró que esos chicos tenían “más posibilidades de obtener trabajo y mayores ingresos” que los hijos de madres que permanecían en casa. El programa fue muy popular, pero, como descubrirían pronto las mujeres de EE. UU., el interés de su gobierno en la conciliación iba a durar muy poco.
El amargo final
Según las encuestas realizadas entre 1943 y 1945, hasta un 85% de las trabajadoras quería mantener su empleo después de la contienda. Sin embargo, solo en los últimos meses de 1945 un millón de ellas fueron despedidas. En las fábricas, el sector que había concentrado gran parte del aumento del empleo femenino, echaron al doble de mujeres que de hombres. Y no solo hablamos de la industria bélica: en 1951, seis años después de terminada la guerra, las factorías estadounidenses de coches no empleaban ni a la mitad de mujeres que en 1944.

Una soldadora en los astilleros de Richmond, California, en 1943. Library of Congress.
De repente, ya no servían para los empleos que habían realizado más que adecuadamente durante el conflicto. Además de las políticas para favorecer la contratación de veteranos de guerra, un estudio de las nuevas ofertas laborales señala que entre un 60% y un 80% de ellas se publicitaban como “trabajos solo para hombres”. La famosa fábrica de Ford en River Rouge que había pasado de emplear 45 mujeres a casi 15.000 vio cómo en 1946 las mujeres volvían a ser un 1% de la plantilla. Y, por supuesto, el gobierno echó el cierre a las guarderías y las ayudas de la ley Lanham.
El empleo femenino en EE. UU. tardaría todavía 10 años en alcanzar los niveles de la Segunda Guerra Mundial. A ‘Rosie the Riveter’ la echaron de la fábrica y la mandaron de vuelta a casa, pero ya había roto muchos tabúes que habían dejado de tener sentido. Muchas de las mujeres que hicieron la guerra trabajando en las fábricas, separadas de los obreros varones y cobrando la mitad que ellos, habían experimentado un grado de independencia al que no quisieron ya renunciar. Todo eso consiguió Rosie.
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