Herman Melville contó las dos caras del Imperio Americano, por Greg Grandin
27 enero, 2014
Un capitán listo a conducir a la ruina a todos a su alrededor en pos de cazar una ballena blanca. Es una historia bien conocida y, a lo largo del tiempo, el loco Ahab de la más famosa novela de Herman Melville, Moby-Dick, ha sido utilizado como ejemplo del poder norteamericano desatado –más recientemente, la desastrosa invasión de Irak por George W. Bush.
Pero lo realmente aterrador no son nuestros Ahabs, los halcones que periódicamente quieren bombardear algún país pobre, sea Vietnam o Afganistán, hasta regresarlos a la Edad de Piedra. Es el arquetipo respetable el verdadero “terror de nuestra era”, como Noam Chomsky bautizó colectivamente a esa categoría social hace casi medio siglo. Los personajes realmente temibles son nuestros más sobrios políticos, académicos, periodistas, profesionales y gerentes, hombres y mujeres (aunque en su mayoría hombres) que se ven como moralmente serios y luego permiten las guerras, devastan el planeta y racionalizan las atrocidades. Son un tipo social que ha estado con nosotros durante largo tiempo. Más de un siglo y medio atrás, Melville, que tenía un capitán para cada rostro del imperio, encontró su perfecta expresión –para su momento y el nuestro.
Durante los últimos seis años, he estado investigando la vida de un matador de focas norteamericano, un capitán de navío llamado Amasa Delano que, en la década de 1790, estuvo entre los primeros habitantes de Nueva Inglaterra en navegar al Pacífico Sur. El dinero corría, había muchas focas, y Delano y sus colegas establecieron las primeras colonias no oficiales en las islas que se hallan fuera de la costa chilena. Operaban bajo el comando de un consejo informal de capitanes, dividieron el territorio, aseguraron el pago de deudas, celebraron el cuatro de julio y montaron tribunales ad hoc. Cuando no había Biblia a mano, las obras completas de William Shakespeare, que se hallaban en las bibliotecas de la mayoría de los barcos, eran utilizadas para tomar juramento.
De su primera expedición, Delano llevó cientos de miles de pieles de foca a China, donde las cambió por especias, cerámicas y té para llevar de regreso a Boston. Durante un segundo y fallido viaje, sin embargo, ocurrió un hecho que haría famoso a Amasa –al menos entre los lectores de la ficción de Herman Melville.
He aquí lo que ocurrió. Un día de febrero de 1805 en el Pacífico Sur, Amasa Delano pasó casi todo el día abordo de un maltratado barco español de esclavos conversando con su capitán, ayudando con las reparaciones y distribuyendo comida y agua a sus pasajeros hambrientos y sedientos, un puñado de españoles y unos setenta hombres y mujeres de África occidental que pensó eran esclavos. No lo eran.
Se habían rebelado semanas antes, matando a la mayoría de la tripulación española junto con el esclavista que los llevaba a Perú para venderlos, y exigían ser regresados a Senegal. Cuando divisaron el barco de Delano, trazaron un plan: permitirle abordar y actuar como si todavía fueran esclavos, ganando tiempo para capturar nave y provisiones. Extraordinariamente, Delano, un experimentado marinero y pariente lejano del futuro presidente Franklin Delano Roosevelt, estuvo convencido durante nueve horas de que estaba en un barco de esclavos, averiado, sí, pero donde todo funcionaba según lo esperable.
Tras haber sobrevivido apenas al encuentro, escribió sobre la experiencia en sus memorias, que Melville leyó y convirtió en lo que muchos consideran su “otra” obra maestra. Publicada en 1855, en vísperas de la Guerra Civil, Benito Cereno es una de las historias más oscuras de la literatura norteamericana. Está contada desde la perspectiva de Amasa Delano, mientras vaga perdido por el sombrío mundo de sus prejuicios raciales.
Una de las cosas que atrajo a Melvile del Amasa histórico fue, sin dudas, la yuxtaposición entre su alegre auto-imagen –se consideraba un hombre moderno, un progresista que se oponía a la esclavitud- y su completa inconciencia respecto del mundo social que lo rodeaba. El Amasa real era bien intencionado, juicioso, moderado y modesto.
En otras palabras, no era Ahab, cuya persecución vengativa de una ballena metafísica ha sido utilizada como alegoría de todo exceso norteamericano, guerra catastrófica o política ambiental desastrosa, de Vietnam a Irak o a la explosión de la plataforma petrolera de British Petroleum en el Golfo de México en 2010.
Ahab, cuyos pasos sobre su pata de hueso por el puente de mando de su condenado navío entra en los sueños de sus hombres, que duermen debajo, como “los crujientes dientes de los tiburones”. Ahab, cuya monomanía es una extensión del individualismo nacido de la expansión norteamericana y cuya rabia es la de un ego que se rehúsa a ser limitado por la frontera de la Naturaleza. “Nuestro Ahab”, como llama un soldado del film Platoon de Oliver Stone a un despiadado sargento que asesina sin sentido a inocentes vietnamitas.
Ahab es ciertamente una cara del poder norteamericano. Mientras escribía un libro sobre la historia que inspiró Benito Cereno, he llegado a pensar en ella no como la más aterradora –o incluso la más destructiva. Piensen en Amasa.
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Desde el fin de la Guerra Fría, el capitalismo extractivo se ha extendido sobre nuestro mundo pos-industrializado con una fuerza predatoria que conmovería incluso a Karl Marx. Desde el Congo rico en minerales a las minas de oro a cielo abierto de Guatemala, desde la hasta hace poco prístina Patagonia chilena a los terrenos de fracking de Pennsylvania y el norte ártico que se derrite, no hay grieta donde pueda esconderse roca, líquido o gas útil, ninguna jungla suficientemente inextricable como para mantener fuera a las instalaciones petroleras o a los cazadores de elefantes, ningún glaciar que sea un bastión, ningún esquisto duramente cocido que no pueda ser abierto a golpes, ningún océano que no pueda ser envenenado.
Y Amasa estaba allí desde el principio. La piel de foca puede no haber sido el primer recurso natural en el mundo, pero venderla representaba una de las primeras experiencias de la joven Norteamérica en los ciclos de “boom” y agotamiento en la extracción de recursos más allá de sus fronteras.
Con creciente frecuencia, comenzado en los principios de la década de 1790, y luego en una loca carrera que se inició en 1798, los barcos partían de New Haven, Norwich, Stonington, New London y Boston en dirección a la media luna del gran archipiélago de islas remotas de que iban de la Argentina en el Atlántico a Chile en el Pacífico. Iban a la caza de piel de foca, que viste una capa aterciopelada, como ropa interior, justo debajo de un abrigo exterior de duro pelo gris-negro.
En Moby-Dick, Melville retrata la caza de ballenas como la industria norteamericana. Brutal y sangrienta, pero también experiencia que humaniza, trabajar en un barco ballenero requería una intensa coordinación y camaradería. De lo espantoso de la cacería, el despellejar la piel de la ballena de su carcasa y el infernal hervir de su grasa emergía algo sublime: la solidaridad humana entre los trabajadores. Y como el aceite de ballena que encendía las lámparas del mundo, la divinidad misma brillaba en esos esfuerzos: “La veréis resplandecer en el brazo que blande una pica o que clava un clavo; es esa dignidad democrática que, en todas las manos, irradia sin fin desde Dios”.
La caza de la foca era algo completamente distinto. Recuerda no a la democracia industrial sino al aislamiento y la violencia de la conquista, el colonialismo y la guerra. La caza de ballenas tenía lugar en las aguas abiertas a todos. La de la foca ocurría en tierra. Sus cazadores tomaban territorios, luchaban unos contra otros para mantenerlos y extraían toda riqueza que podían tan rápido como podían antes de abandonar sus reclamos sobre unas islas vacías y baldías. El proceso enfrentaba a marineros desesperados contra oficiales igualmente desesperados en un sistema de relaciones laborales de todo o nada tal y como se puede imaginar.
En otras palabras, la caza de ballenas puede haber representado el poder prometeico del proto-industrialismo, con todo lo bueno (solidaridad, interconexión y democracia) y lo malo (la explotación de los hombres y la naturaleza) que van con ello, pero la caza de focas predecía mejor el mundo pos-industrial actual, que sufre extracción, caza, perforación, frackeo y recalentamiento.
Las focas eran muertas de a millones y con una naturalidad que deja estupefacto. Un grupo de cazadores se ubicaba entre el agua y las colonias de pájaros y simplemente empezaba a dar palazos. Una sola foca hace un ruido similar al de una vaca o un perro, pero decenas de miles juntas, según testigos, suenan como un ciclón del Pacífico. Una vez que “comenzábamos el trabajo de la muerte”, recordaba un cazador, “la batalla me causaba un considerable terror”.
Las playas del Pacífico Sur llegaron a lucir como el Inferno del Dante. A medida que proseguía el apaleo, montañas de carcasas peladas y apestosas se amontonaban y las arenas se enrojecían con torrentes de sangre. La matanza era incesante y continuaba a lo largo de la noche a la luz de fogatas alimentadas con los cadáveres de focas y pingüinos.
Y tengan en mente que esta masacre masiva tenía lugar no por algo como el aceite de ballena, utilizado por todos para la luz y el fuego. La piel de foca era cosechada para abrigar a los ricos y satisfacía una demanda creada por una nueva fase del capitalismo: el consumo para la ostentación. Las pieles eran utilizadas para capas de damas, abrigos, manguitos y mitones, y para chalecos de caballeros. La piel de los cachorros no tenía mucho valor, así que algunas playas se convertían en orfanatos, con miles de recién nacidos abandonados a la muerte por hambre.
En el apuro, con todo, su piel interior también se podia utilizar –para hacer billeteras.
Ocasionalmente, los elefantes marinos eran apresados por su aceite de una manera aún más horrorosa: cuando abrían sus bocas para bramar, los cazadores les arrojaban piedras adentro y luego comenzaban a apuñalarlos con largas lanzas. Atravesados en múltiples lugares, como San Sebastián, el sistema circulatorio de alta presión de los animales manaba “fuentes de sangre, que saltaba a chorros a considerable distancia”.
Al principio, el ritmo frenético de la matanza no importaba: había tantas focas. En una sola isla, estimó Amasa Delano, había “dos o tres millones de ellas”, cuando los hombres de Nueva Inglaterra llegaron por primera vez a convertir “la matanza de focas en un negocio”.
“Si muchas eran muertas en una noche”, escribió un observador, “no se las extrañaría en la mañana”. Parecía en verdad como si uno pudiera matar a todas las que estaban a la vista un día y comenzar como si nada hubiera ocurrido al siguiente. En unos pocos años, sin embargo, Amasa y sus colegas habían llevado tantas pieles de foca a China que los depósitos de Cantón ya no tenían más lugar. Comenzaron a apilarlas en los muelles, pudriéndose bajo la lluvia, y su precio en el mercado se desplomó.
Para cubrir la pérdida, los cazadores aceleraron más el ritmo de la matanza –hasta que ya no quedaba qué matar. De ese modo, la sobreoferta y la extinción iban de la mano. En el proceso, la cooperación entre cazadores dio lugar a batallas sangrientas por colonias menguantes. Antes, llenar de pieles la bodega de un barco sólo requería unas pocas semanas y un puñado de hombres. A medida que las colonias comenzaron a desaparecer, se necesitaban más y más hombres para encontrar y matar el número exigido de focas, y a menudo eran dejados en islas desoladas durante períodos de dos o tres años, en los que vivían solos en chozas miserables bajo un clima pavoroso, preguntándose si acaso sus barcos regresarían por ellos.
“De isla a isla, de costa a costa”, escribió un historiador, “las focas han sido destruidas hasta el último cachorro disponible, en la suposición de que si el cazador Tom no mataba a toda foca a la visa, el cazador Dick o el cazador Harry no sería tan remilgado”. Para 1804, en la misma isla en que Amasa había estimado que había millones de focas, quedaban más marineros que presas. Dos años más tarde, no había foca alguna.
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Existe una casi perfecta simetría en la inversa contraposición entre el Amasa de la realidad y el Ahab de la ficción, cada uno representante de una cara del Imperio Norteamericano. Amasa es virtuoso, Ahab vengativo. Amasa parece atrapado por la superficialidad de su percepción del mundo. Ahab es profundo; ve en las profundidades. Amasa es incapaz de advertir el mal (especialmente el propio). Ahab ve sólo “la intangible malignidad” de la naturaleza.
Ambos son representantes de las industrias más predatorias de su tiempo, con barcos que llevaban al Pacífico lo que Delano llamó alguna vez la “maquinaria de la civilización”, utilizando acero, hierro y fuego para matar animales y transformar allí mismo sus cadáveres en valor.
Pero Ahab es la excepción, un rebelde que caza su ballena blanca contra toda lógica económica racional. Ha secuestrado la “maquinaria” que representa su barco y se ha alzado contra “la civilización”. Va en pos de su quijotesco objetivo en violación del contrato que tiene con sus empleados. Cuando su primer oficial, Starbuck, insiste en que su obsesión perjudicará las ganancias de los propietarios del navío, Ahab desestima el asunto: “Que los propietarios se pongan en la playa de Nantucket a gritar más que los tifones. ¿Qué le importa a Ahab? ¿Propietarios, propietarios? Siempre me estás fastidiando, Starbuck, con esos tacaños de propietarios, como si los propietarios fueran mi conciencia”.
Insurgentes como Ahab, sin improtar cuán peligrosos para la gente que los rodea, no son los impulsores primarios de la destrucción. No son los que cazarán animales hasta su casi extinción –o que todavía están empujando al mundo al borde. Esos son los hombres que nunca disienten, que tanto en las primeras líneas de la extracción o en los cuartos traseros corporativos administran la destrucción del planeta, día sí, día no, inexorablemente, sin sensacionalismo ni advertencia, y sus acciones son controladas por una aún más grande serie de abstracciones y cálculos financieros realizados en los mercados bursátiles de Nueva York, Londres y Shanghai.
Si Ahab todavía es la excepción, Delano aún es la regla. En sus largas memorias, se muestra siempre leal a las costumbres y las instituciones de la ley marítima, incapaz de emprender una acción que pudiera dañar los intereses de sus inversores y aseguradores. “Toda mala consecuencia”, escribió, refiriéndose a la importancia de proteger los derechos de propiedad, “puede ser evitada por aquel que tiene el conocimiento de su deber y está dispuesto a obedecer fielmente sus dictados”.
Es en la reacción de Delano ante los rebeldes africanos, cuando al fin comprende que ha sido blanco de un elaborado engaño, que la distinción que separa al cazador de focas del de ballenas se vuelve clara. El hipnótico Ahab –el “viejo roble más herido por el rayo”- ha sido tomado como prototipo del totalitario del siglo XX, un Hitler o Stalin de una sola pierna que utiliza su magnetismo emocional para convencer a sus hombre de seguirlo voluntariamente a su fatal cacería de Moby Dick.
Delano no es un demagogo. Su autoridad tiene raíces en una mucho más común forma de poder: el control del trabajo y la conversión de recursos naturales en disminución en ítems vendibles. A medida que desaparecieron las focas, también su autoridad. Sus hombres comenzaron primero a quejarse y luego a conspirar. A su vez, Delano tenía que apelar cada vez más al castigo físico, a latigazos incluso por la menor de las infracciones, para mantener el control de su barco –hasta, claro, que se cruza con el barco español de esclavos.
Puede que Delano, personalmente, haya estado en contra de la esclavitud, pero una vez que se dio cuenta de que había sido engañado organizó a sus hombres para que recuperaran el barco de esclavos y reprimieran violentamente a los rebeldes. Al hacerlo, destriparon a algunos y los dejaron retorciéndose en sus víceras con sus lanzas para cazar focas, que Delano describió como “extremadamente afiladas y tan brillantes como la espada de un caballero”. Atrapado por las tenazas de la oferta y la demanza, en el vórtice del agotamiento ecológico, sin más focas para matar, sin dinero por hacer, y con su propia tripulación al borde del motín, Delano puso a sus hombres a la caza –no de una ballena blanca sino de rebeldes negros. Al hacero, restableció su debilitada autoridad. En cuanto a los rebeldes sobrevivientes, Delano los volvió a esclavizar. La buena conciencia, por supuesto, indicaba devolverlos, a ellos y al barco, a sus dueños.
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Con Ahab, Melville miró hacia el pasado, modelando a su obsesionado capitán en Lucifer, el ángel caído en rebelión contra los cielos, y asociándolo con el “destino manifiesto” de los Estados Unidos, con el avance imparable de la nación más allá de sus fronteras. Con Amasa, Melville vislumbró el futuro. Basándose en las memorias de un capitán real, creó un nuevo arquetipo literario, un hombre moral convencido de su rectitud pero incapaz de unir causa y efecto, inconciente de las consecuencias de sus actos aún cuando corre hacia la catástrofe.
Todavía están con nosotros, nuestros Amasas. Tienen conocimiento de su deber y se disponen fielmente a seguir sus dictados hasta los confines de la Tierra.
Aquí, publicación original de este artículo, en inglés.
Greg Grandin, columnista habitual de TomDispatch, acaba de publicar su nuevo libro, The Empire of Necessity: Slavery, Freedom, and Deception in the New World.
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