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Posts Tagged ‘Nelson A. Rockefeller’

Mañana 27 de mayo de 2023, Henry A. Kissinger cumplirá cien años de vida. Tal efemeride ha provocado una gran atención mediática y académica. Y no es para menos, pues Kissinger es una de las figuras más controversiales  de la historia de Estados Unidos. Por ocho años dirigió la politica  exterior estadounidense, primero como asesor de seguridad nacional de Nixon, y luego como Secretario de Estado de Ford. Sobrevivió inmacualado al escandalo de Watergate para convertirse en una figura venerada por muchos, que le consideran un gran hombre de Estado. Sin embargo, tras esa imagen se esconden sombras muy tenebrosas que llevan a muchos a denunciarle como uno de los peores criminales de guerra de la Historia. Quienes así le describen le acusan de ser responsable –directo o indirecto– de la muerte de millones personas. Entre las víctimas de su real politik y su maquiavelismo, destacan millones de camboyanos, masacrados durante cuatro años de bombardeos ilegales. Pero la lista es más extensa e incluye a vietnamitas, angoleños, chilenos, argentinos, timorenses, sahuaries y, especialmente, estadounidenses. A esto últimos los sacrificó alargando innecesariamente el conflicto indochino en el que la arrogancia imperial  atrapó a Estados Unidos por más de dos décadas.

Uno de los analistas más críticos de la figura de Kissinger es el historiador Greg Grandin. En este artículo publicado en la revista The Nation, Grandin desmitifica la figura de Kissinger, recordándonos el triste papel que éste jugó saboteando un acuerdo de paz que pudo haber acabado con la guerra de Vietnam en 1968. Grandin también examina actuación de Kissinger en el proceso que culminó en  el escándalo Watergate, cuestionando la idea generalizada de que el Secretario de Estado no tuvo nada que ver con los crímenes que llevaron a la destrucción de su jefe Richard M. Nixon.

Grandin nos retrata a Kissinger como un personaje siniestro y manipulador, dispuesto a todo por llegar y mantenerse en el poder.

El Dr. Grandin es profesor de historia en la Universidad de Yale y autor, entre otros trabajos, de Kissinger’s Shadow The Long Reach of America’s Most Controversial Statesman (McMillan, 2015).


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 Richard M. Nixon, Henry Kissinger y el Coronel Alexander M. Haig Jr., 1972.

A sus 100 años Kissinger sigue si enfrentar la justicia

Greg Gradin

The Nation   25 de mayo de 2023

Henry Kissinger debería haber caído con el resto de ellos: Haldeman, Ehrlichman, Mitchell, Dean y Nixon. Sus huellas dactilares estaban por todo Watergate. Sin embargo, sobrevivió en gran medida manipulando a la prensa. Hasta 1968, Kissinger había sido Republicano del grupo de Nelson Rockefeller, aunque también se desempeñó como asesor del Departamento de Estado en la administración Johnson. Kissinger quedó atónito por la derrota de Rockefeller ante Richard Nixon en las primarias; según los periodistas Marvin y Bernard Kalb, “lloró”. Kissinger creía que Nixon era “el más peligroso, de todos los hombres que se postulaban a la presidencia”. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que Kissinger entrara en contacto con la gente de Nixon, ofreciendo usar sus contactos en la Casa Blanca de Johnson para filtrar información sobre las conversaciones de paz con Vietnam del Norte. Todavía profesor de Harvard, trató directamente con el asesor de política exterior de Nixon, Richard V. Allen, quien en una entrevista concedida al University of Virginia Miller Center dijo que Kissinger, “por su cuenta”, se ofreció a transmitir información que había recibido de un asistente que asistía a las conversaciones de paz. Allen describió a Kissinger como actuando muy de capa y espada, llamándolo desde teléfonos públicos y hablando en alemán para informar sobre lo que había sucedido durante las conversaciones.

A finales de octubre, Kissinger le informó a la campaña de Nixon: “En París están descorchando el champán”. Horas más tarde, el presidente Johnson suspendió los bombardeos. Un acuerdo de paz podría haber empujado la candidatura presidencial de Hubert Humphrey, quien se estaba acercando a Nixon en las encuestas, a la cima. La gente de Nixon actuó rápidamente: instaron a los vietnamitas del sur a descarrilar las conversaciones.

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A través de escuchas telefónicas e interceptaciones, el presidente Johnson se enteró de que la campaña de Nixon le estaba diciendo a los vietnamitas del sur “que esperaran hasta después de las elecciones”. Si la Casa Blanca hubiera hecho pública esta información, la indignación pudo haber inclinado la elección a favor de Humphrey. Pero Johnson dudó. “Esto es traición”, dijo, citado en el excelente libro de Ken Hughes Chasing Shadows: The Nixon Tapes, the Chennault Affair, and the Origins of Watergate, “sacudiría al mundo”.

Johnson permaneció en silencio. Nixon ganó. La guerra continuó.

Esa October Surprise (sorpresa de octubre) inició una cadena de eventos que conducirían a la caída de Nixon.  Kissinger, que había sido nombrado Asesor de Seguridad Nacional, aconsejó a Nixon que ordenara el bombardeo de Camboya para presionar a Hanoi a regresar a la mesa de negociaciones. Nixon y Kissinger estaban desesperados por reanudar las conversaciones que habían ayudado a sabotear, y su desesperación se manifestó en ferocidad. “’Salvaje’ era una palabra que se usaba una y otra vez” para discutir lo que había que hacer en el sudeste asiático, recordó uno de los ayudantes de Kissinger. Bombardear Camboya (un país con el que Estados Unidos no estaba en guerra), lo que eventualmente rompería el país y conduciría al surgimiento de los Jemeres Rojos, era ilegal. Así que tenía que hacerse en secreto. La presión para mantenerlo en secreto extendió la paranoia dentro de la administración, lo que llevó a Kissinger y Nixon a pedirle a J. Edgar Hoover que interviniera los teléfonos de los funcionarios de la administración. La filtración de los Papeles del Pentágono de Daniel Ellsberg hizo que Kissinger entrara en pánico. Temía que, dado que Ellsberg tenía acceso a los periódicos, también podría saber lo que Kissinger estaba haciendo en Camboya.

El lunes 14 de junio de 1971, el día después de que The New York Times publicara su primera historia sobre los Papeles del Pentágono, Kissinger explotó, gritando: “Esto destruirá totalmente la credibilidad estadounidense para siempre … Destruirá nuestra capacidad de conducir la política exterior con confianza. Ningún gobierno extranjero volverá a confiar en nosotros”.

“Sin el estímulo de Henry”, escribió John Ehrlichman en sus memorias, Witness to Power, “el presidente y el resto de nosotros podríamos haber llegado a la conclusión de que los documentos eran un problema de Lyndon Johnson, no nuestro”. Kissinger “avivó la llama de Richard Nixon al rojo vivo”.

¿Por qué? Kissinger acababa de comenzar las negociaciones para restablecer las relaciones con China y temía que el escándalo pudiera sabotearlas. Haciendo clave su actuación para despertar los resentimientos de Nixon, describió a Ellsberg como inteligente, subversivo, promiscuo, perverso y privilegiado: “Ahora se ha casado con una chica muy rica”, le dijo Kissinger a Nixon. Comenzaron a animarse mutuamente”, recordó Bob Haldeman (citado en la biografía de Kissinger de Walter Isaacson), “hasta que ambos estaban en un frenesí”. Si Ellsberg sale ileso, Kissinger le dijo a Nixon, “muestra que usted es un débil, señor presidente”, lo que llevó a Nixon a establecer los Plumbers (los Plomeros), la unidad clandestina que realizaba escuchas y robos, incluso en la sede del Comité Nacional Demócrata en el Complejo Watergate.

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Rockefeller, Ford y Kissinger 

Seymour Hersh, Bob Woodward y Carl Bernstein presentaron historias que apuntaban a Kissinger como parte de la primera ronda de escuchas telefónicas ilegales, establecidas por la Casa Blanca en la primavera de 1969 para mantener en secreto su bombardeo de Camboya.

Aterrizando en Austria de camino a Oriente Medio en junio de 1974 y descubriendo que la prensa había publicado más historias y editoriales poco halagadores sobre él, Kissinger celebró una conferencia de prensa improvisada y amenazó con renunciar. Fue a todas luces una fanfarronada. “Cuando se escriba el récord”, dijo, aparentemente al borde de las lágrimas, “se podrá recordar que tal vez se salvaron algunas vidas y tal vez algunas madres pueden descansar más tranquilas, pero eso se lo dejo a la historia. Lo que no dejaré a la historia es una discusión sobre mi honor público”.

El truco funcionó. “Parecía totalmente auténtico”, dijo la revista New York. Como si retrocedieran ante su propia tenacidad repentina al exponer los crímenes de Nixon, los reporteros y presentadores de noticias se unieron en torno a Kissinger. Mientras que el resto de la Casa Blanca se reveló como un grupo de matones, Kissinger siguió siendo alguien en quien Estados Unidos podía creer. “Estábamos medio convencidos de que nada estaba más allá de la capacidad de este hombre notable”, dijo Ted Koppel de ABC News en un documental de 1974, describiendo a Kissinger como “el hombre más admirado de Estados Unidos”. Era, agregó Koppel, “lo mejor que teníamos”.

Ahora sabemos mucho más sobre los otros crímenes de Kissinger, el inmenso sufrimiento que causó durante sus años como funcionario público. Dio luz verde a golpes de estado y permitió genocidios. Les dijo a los dictadores que hicieran sus asesinatos y torturas rápidamente, vendió a los kurdos y dirigió la operación fallida para secuestrar al general chileno Ren. Schneider (con la esperanza de descarrilar la toma de posesión del presidente Salvador Allende), que resultó en el asesinato de Schneider. Su giro posterior a Vietnam hacia el Medio Oriente dejó a esa región en caos, preparando el escenario para las crisis que continúan afligiendo a la humanidad.

Kissinger's ShadowSin embargo, sabemos poco sobre lo que vino después, durante sus cuatro décadas de trabajo con Kissinger Associates. La “lista de clientes” de la firma ha sido uno de los documentos más buscados en Washington desde al menos 1989, cuando el senador Jesse Helms exigió sin éxito verla antes de considerar confirmar a Lawrence Eagleburger (un protegido y empleado de Kissinger Associates) como Subsecretario de Estado. Más tarde, Kissinger renunció como presidente de la Comisión 9/11 en lugar de entregar la lista para su revisión pública. Kissinger Associates fue uno de los primeros actores en la ola de privatizaciones que tuvo lugar después del final de la Guerra Fría, en la antigua Unión Soviética, Europa del Este y América Latina, ayudando a crear una nueva clase oligárquica internacional. Kissinger había utilizado los contactos que hizo como funcionario público para fundar una de las empresas más lucrativas del mundo. Luego, habiendo escapado de la mancha de Watergate, utilizó su reputación como sabio de la política exterior para influir en el debate público, en beneficio, podemos suponer, de sus clientes. Kissinger fue un entusiasta defensor de ambas Guerras del Golfo, y trabajó estrechamente con el presidente Clinton para impulsar el TLCAN a través del Congreso. La firma también hizo un libro sobre las políticas implementadas por Kissinger. En 1975, como secretario de Estado, Kissinger ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, trabajando con el gobierno indio y asegurando fondos de los Estados Unidos. Después del desastre de la fuga química de la planta en 1984, Kissinger Associates representó a Union Carbide, negociando un miserable acuerdo extrajudicial para las víctimas de la fuga, que causó casi 4,000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. Hace unos años, mucha fanfarria asistió a la donación de Kissinger de sus documentos públicos a Yale. Pero nunca sabremos la mayor parte de lo que su empresa ha estado haciendo en Rusia, China, India, Medio Oriente y otros lugares. Se llevará esos secretos con él cuando se vaya.

Traducido por Norberto Barreto Velázquez

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Nelson Rockefeller as a Symbol of a Bygone Era

Vice President Nelson A. Rockefeller with President Gerald R. Ford in the Oval Office in 1974

Vice President Nelson A. Rockefeller with President Gerald R. Ford in the Oval Office in 1974Credit Agence France-Presse — Getty Images

Nelson A. Rockefeller’s four terms as New York governor are unlikely to make many remember him as a towering historical figure. If anything, his name may bring to mind the tawdry circumstances of his death, a heart attack in the compromising company of a much younger female aide. This came only a couple of years after his humiliating brief stint as vice president, during which President Ford ejected him from the 1976 ticket.

In the popular lexicon, “Rockefeller” survives as an adjective describing an extinct branch of the Republican Party and the now repudiated inflexible approach of the so-called Rockefeller drug laws. So the prospect of poring over 700-plus page biography, even by a historian as distinguished as Richard Norton Smith, is unlikely to generate much excitement. Aware of the uphill climb it faces, the marketing department at Random House included with the advance copy of the book a document titled “Fifteen Ways Nelson Rockefeller Still Matters.”

On His Own Terms: A Life of Nelson Rockefeller,” is nonetheless a compelling read, despite its dense material. The catalog of legislative and administrative maneuverings driving the dozens of policy initiatives that Rockefeller championed in Washington and Albany over decades becomes numbing after a while. But what makes the book fascinating for a contemporary professional is not so much any one thing that Rockefeller achieved, but the portrait of the world he inhabited not so very long ago.

The sheer magnitude of Rockefeller’s ambition across the domains of business, government and philanthropy and the unselfconscious ease with which he moved among these worlds stand in stark contrast with what would be even conceivable today. Rockefeller’s own diminishment in the final sad years of his life mirror the diminishment of the multiple realms in which he once held court. The result is as depressing as it is eye-opening.

New York State seems much smaller now than the place described in these pages. It was, after all, the most populous state until 1970. Today, it ranks behind not just California and Texas but, imminently, Florida. At midcentury, Mr. Smith writes, New York City alone had more representatives in Congress than the entire state of Florida. The city was not just a global hub of finance and media, as it still is today, but of manufacturing, as well. For half a century, Rockefeller transformed this teeming landscape both literally and metaphorically.

Midtown Manhattan has his fingerprints all over it.

Richard Norton Smith's new book is “On His Own Terms: A Life of Nelson Rockefeller.”

Richard Norton Smith’s new book is “On His Own Terms: A Life of Nelson Rockefeller.”Credit Todd Heisler/The New York Times

 

While still in his 20s, Rockefeller played a critical role in ensuring the success and defining the shape of Rockefeller Center. He used a combination of creative deal-making and arm-twisting to see that the “largest urban mixed-use construction project in the nation’s history” fulfilled its promise, despite the Depression. Partly as a result of his efforts, the landmark to the south soon became known as “the Empty State Building.” A frustrated architect, Rockefeller ultimately served as the center’s president and closely oversaw its form and construction.

To the north, the Museum of Modern Art, originally conceived by his mother while Rockefeller was in college, was realized in its current form through the sheer force of his will. To the east, the last-minute selection in 1946 of New York City over Philadelphia as the permanent site of the United Nations was entirely because of his intervention. This was achieved through a combination of his business deal-making skills, government connections from his time in the Franklin D. Roosevelt’s White House and State Department, as well as his family’s philanthropic largesse that acquired and donated the land.

The scope and scale of Rockefeller’s aspirations did not subside as he entered New York State’s highest office in January 1959. His lifelong practice of collecting the best and brightest minds – Henry Kissinger and Walt Rostow, for instance — came to prominence through the Rockefeller working groups. He tapped such thinkers regardless of their political bent, and they proved worthy in creating innovative practical solutions to pressing problems that often established the state as a thought leader.

To be sure, not all of these initiatives were winners. A headline after one particularly audacious budget was submitted – “Rockefeller Wants More of Everything” – suggests the downside of his enthusiasm. But along the way, his sense of optimism and urgency somehow won over a surprising number of disciples across the political spectrum.

Meade H. Esposito, the Brooklyn Democratic boss, at the 1974 convention in Niagara Falls.

Meade H. Esposito, the Brooklyn Democratic boss, at the 1974 convention in Niagara Falls.Credit William Sauro/The New York Times

 

One of the many aspects of Rockefeller’s story that inspires nostalgia is the extent to which he was able to reach across the aisle to pursue the common good. The Brooklyn Democratic boss Meade H. Esposito uttered breathless expletives when he first met Rockefeller and observed the sumptuous trappings of his Fifth Avenue home. The two, nonetheless, established an enduring working relationship that solved a seemingly intractable budget crisis.

Rockefeller was the ultimate establishment figure. Despite going out of his way to cultivate an everyman style when he campaigned and cajoled, no one was more aware of this fact than he. His college thesis was dedicated to a defense of the business practices of his grandfather John D. Rockefeller, whose Standard Oil Company epitomized the trusts that were busted at the turn of the 20th century. With the establishment moniker came a responsibility to protect and strengthen those institutions that define the establishment. His interest in and ability to simultaneously call on the public and private, the profit and nonprofit, sectors to pursue aspirational goals stemmed from this sense of self.

During a difficult moment in of one Rockefeller’s three failed presidential bids, a frantic aide begged him to call in the support of the so-called Eastern Establishment. “You’re looking at it buddy,” Rockefeller told him, “I’m all that’s left.”

One cannot read “On His Own Terms” without feeling that today’s cynicism about our private and public institutions is at least in part a function of the fact that there is no more establishment, at least as once conceived. So, for instance, when investment banks were private partnerships with a deep vested interest in their own reputations and the proper functioning of the financial markets, the public was comforted when a senior executive took a senior government position.

Today, however, the appointment of an executive from Goldman Sachs or JPMorgan Chase to a senior Treasury Department position is sure to lead to public outcry, Internet conspiracy theories and a tough confirmation hearing. That this public cynicism has been well earned does not mean that we are all not poorer for the fact that public institutions now make scant use of private sector expertise. The broader point, however, is that the very idea of an “establishment” leader with an institutional commitment to the durability of the overall economic and political ecosystem today seems almost quaint.

The private sector leaders that now capture the public imagination tend to be associated with insurgent businesses that use technology to upend the established order. Even in financial services, the landscape has come to be dominated by activists and hedge funds whose aim is to overturn or outsmart the incumbents.

The fact that today’s favored philanthropy of hedge fund billionaires is called the Robin Hood Foundation is reflective of just how schizophrenic our most well-heeled are about the “establishment” label. For all of his personal and professional failings, Rockefeller embraced the establishment role, mostly for the good. His story is a reminder of how much is lost when the most successful of us no longer think they have a vested interest in the success of the rest of us.

Jonathan A. Knee is professor of professional practice in business at Columbia Business School and a senior adviser at Evercore Partners

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