Comparto con mis lectores este interesante artículo de la colega Valeria L. Carbone (Cátedra Estados Unidos, UBA) sobre el resurgimiento de la Doctrina Monroe. La Dra. Carbone es una de las editoras de la Revista Huellas de Estados Unidos.
La Doctrina Monroe y América Latina
En 1823, el presidente de Estados Unidos James Monroe, dio su sexto discurso del Estado de la Unión ante el Congreso. En el mismo hizo referencia a un conflicto fronterizo con Rusia por las tierras ubicadas en la costa noroccidental del continente (hoy Alaska y el estado de Oregón) y al hecho de que hacia 1823 la mayor parte de las colonias españolas en América habían declarado su independencia. Incluso destacó que algunas habían recibido ya el reconocimiento de Estados Unidos, sin mencionar que ello había sucedido después de un considerable debate en el que prevaleció el interés en promover el comercio y desplazar la influencia europea (Hunt 1987, 101).
Por aquellos años, Europa estaba bajo el dominio de las fuerzas de la Restauración. Las potencias del continente agrupadas en la Santa Alianza (Rusia, Austria, Francia y Prusia) habían intervenido para sofocar la revolución en Nápoles (1821) y España (1823). Y en 1823, conversaciones entre el secretario del exterior británico, George Canning, y el ministro estadounidense residente en Londres, Richard Rush, parecían insinuar la posibilidad de una acción represiva semejante en Latinoamérica.
Estableciendo marcadas diferencias entre las formas de gobierno del viejo y el nuevo mundo — y en consecuencia en los métodos de dominación –, Monroe afirmó que cualquier intervención de los europeos en el continente americano buscando una “colonización futura” sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de Estados Unidos. Esto dio pie a la justificación ideológica que avalaría su expansión en el hemisferio:
“Debemos considerar todo intento que estas (las potencias europeas) emprendan para extender su sistema a cualquier parte de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad (…) respecto de los gobiernos que han declarado y mantenido su independencia… no podríamos ver la intervención de alguna potencia europea que tendiera a oprimirlos o controlarlos de cualquier otra manera su destino, sino como la manifestación de una disposición poco amistosa hacia los Estados Unidos (…) Es asimismo imposible para nosotros ver con indiferencia toda forma de intromisión” (James Monroe, 1823)
Los efectos del discurso no fueron inmediatos y generaron cierto repudio por parte de los poderes de la época. Según el historiador Daniel Boorstin, el mensaje de Monroe no fue aceptado como una gran declaración de principios ni como una doctrina, “y aun cuando fue discutida durante 1824–1826, pronto dejó de tener interés por espacio de 20 años” (Boorstin 1996, 124). Esto, hasta que el presidente James K. Polk lo rescató en 1845 para apoyar la posición norteamericana en contra de la política británica respecto de Texas y Oregón, de los supuestos planes británicos sobre California (entonces provincia de México) y de la presencia británica en Centroamérica.

El presidente Ulysses S. Grant (1869–1877) amplió el sentido de la doctrina cuando “prohibió” la transferencia de territorio europeo en América de una potencia a otra (en relación a la ocupación francesa de territorio mexicano)[1], mientras que el presidente Rutherford B. Hayes (1877–1881) lo extendió aún más al sostener que todo canal interoceánico (en referencia al Canal de Panamá) debería estar bajo control americano. Y todo ello, motivado por los intereses expansionistas de Estados Unidos, oculto detrás de las creencias tradicionales sobre su excepcionalismo, su destino manifiesto, su grandeza nacional, su superioridad racial y el desorden político latinoamericano.
Venezuela y el Corolario Roosevelt
En 1902, Gran Bretaña, Alemania e Italia establecieron un bloqueo naval sobre Venezuela buscando ejercer el cobro compulsivo de su deuda externa. El gobierno de Theodore Roosevelt (1901–1909) nada había objetado originalmente a la acción de las potencias europeas porque entendía que los gobiernos tenían derecho a usar la fuerza para cobrar deudas contraídas por gobiernos latinoamericanos. Sin embargo, y dado que Alemania estaba considerando una acción similar contra República Dominicana, a Roosevelt le preocupó el hecho de que el “cobro compulsivo” fuese utilizado como pretexto para la intervención militar europea en el continente. Así, en el discurso del Estado de la Unión de finales de 1904, Roosevelt anunció que
Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia de Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada puede, en América como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de Estados Unidos a la Doctrina Monroepuede forzar a Estados Unidos, aunque sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacionalen casos flagrantes de tal mal crónico o impotencia. (State 1905, xli-xlii).
Roosevelt procedió a enviar a la Marina de Estados Unidos, y ayudó a negociar y liquidar las deudas de Venezuela mediante el uso del 30% de los aranceles aduaneros hasta que se pagaron en su totalidad.
Esta acción modificó el sentido de los principios de la Doctrina Monroe de 1823, volviéndolo abiertamente coercitivo e intervencionista. Dejó claro que Estados Unidos tenía derecho a interferir en cualquier país del hemisferio para mantener el “buen orden”, lo que llevó directa e inevitablemente a la explotación latinoamericana por parte de empresas privadas estadounidenses, que contarían con ayuda de los marines si sus acuerdos comerciales se veían amenazados (Giraldi 2019). Esto dio pie a que Estados Unidos interviniera en forma unilateral en más de 30 ocasiones en el Caribe y Centroamérica entre 1898 y 1934, entre ellas en países como Panamá (1903), Santo Domingo (1904), Cuba (1906), República Dominicana (1906), Nicaragua (1911), México (1914) y Haití (1915).

Pero esto tuvo su costo. Ante las críticas y presiones panamericanas, la Casa Blanca se vio obligada a suscribir un protocolo impulsado entre otros países por Argentina (ratificado en 1936) que formalmente prohibió la intervención de todo estado en los asuntos exteriores o domésticos de otro, y reforzó el derecho de los países latinoamericanos a la auto-defensa.
En 1960 la doctrina Monroe recobró impulso. En medio del quiebre de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, el premier soviético Nikita Khrushchev anunció en una conferencia de prensa: “consideramos que la Doctrina Monroe ha sobrevivido a su tiempo, se ha sobrevivido a sí misma, ha muerto de muerte natural, por así decirlo. Ahora, los restos de esa doctrina deberían ser bien enterrados, para que no envenene el aire con su descomposición” (Smith 2015).
Un año después, y luego de la fallida invasión de Bahía de Cochinos (1961) que tuvo como objetivo derrocar al gobierno de Fidel Castro, John F. Kennedy no sólo no negó la participación del gobierno estadounidense, sino que advirtió a los gobiernos latinoamericanos que, en el futuro, de ser necesario, no dudaría en volver a actuar unilateralmente para salvaguardar la seguridad hemisférica y contener al comunismo[2]. Al año siguiente, el gobierno estadounidense descubrió, gracias a actividades de espionaje, que la Unión Soviética había instalado misiles balísticos en Cuba. Lo que siguió fue el momento más álgido que la Guerra Fría conoció, en el que más cerca se estuvo de una guerra nuclear: la crisis de los misiles. En agosto de 1962, Kennedy dijo en conferencia de prensa:
“La Doctrina Monroe significa lo que ha significado desde que el Presidente Monroe y John Quincy Adams la enunciaron: que nos opondríamos a que una potencia extranjera extienda su poder al hemisferio occidental, y es por eso que nos oponemos a lo que está sucediendo en Cuba hoy. Es por ello que hemos cortado nuestras relaciones comerciales. Por ello por lo que trabajamos en la Organización de Estados Americanos y en otras maneras para aislar la amenaza comunista en Cuba” (New World Encyclopedia 2018).
Luego de este episodio, y ante la imposibilidad de derrocar al gobierno cubano, se sucedieron otras intervenciones en América Latina persiguiendo intereses y propósitos asociados con la Doctrina Monroe que adoptaron la forma de la política de “no a una segunda Cuba”. Bajo esta premisa se basó, por ejemplo, la invasión de República Dominicana en 1965 y el derrocamiento de Salvador Allende en Chile en 1973, mientras se empoderaba a las Fuerzas Armadas latinoamericanas para tomar las riendas de la política y se implementaban programas de contra-insurgencia en toda la región.

En 1981, Ronald Reagan evocó los principios, si no el nombre, de la Doctrina Monroe cuando afirmó: “En este lado del Atlántico debemos unirnos por la integridad de nuestro hemisferio, por la inviolabilidad de sus naciones… y por el derecho de todos nuestros ciudadanos a estar libres de las provocaciones que vienen del exterior de nuestra esfera (de influencia) con fines malévolos” (Reagan 1982, 234). Así, en el marco del recrudecimiento del conflicto con la URSS en lo que se conoció como la segunda guerra fría, Estados Unidos no sólo ordenó intervenciones en Asia y África (Afganistán y Angola), sino en América Latina: Granada, Nicaragua (affaire Irán-Contras) y El Salvador.
Venezuela y el Corolario Trump
Como hemos visto, la Doctrina Monroe ha sido invocada con frecuencia por el gobierno estadounidense y avalada por políticos y propagandistas a lo largo de todo el siglo XX. Dada la larga historia de hegemonía e intervención a la que la doctrina dio lugar, en el siglo XXI fue nuevamente exhortada para sugerir lo que pretendió ser un supuesto cambio de paradigma en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.
En 2013, el gobierno de Barack Obama anunció “el fin de la Doctrina Monroe”.En un discurso ante la OEA, el entonces secretario de Estado John Kerry afirmó que la relación entre Estados Unidos y América Latina debía ser la de socios equivalentes, y que la relación que su gobierno buscaba establecer era una que no esté basada en doctrinas sino en intereses y valores comunes.
Este discurso encontró su contracara en 2015, cuando se produjo el intento de golpe de estado en Venezuela en el que ya es difícil desconocer el rol jugado por el gobierno estadounidense. “Operación Jericó” (también conocida como “el golpe azul”) contó con la supervisión del Consejo de Seguridad Nacional (NSC). Si bien Washington se esforzó por no parecer implicado en los acontecimientos, un informe clasificado del Comando Sur (SouthCom) de Estados Unidos y firmado por su jefe, el Almirante Kurt Tidd, reveló que se proponía “a través de medios violentos, crear condiciones que conduzcan a un cambio eventual de gobierno, reemplazando al ejecutivo de (Nicolás) Maduro por un gobierno interino compuesto por una coalición de partidos de oposición y líderes sindicales, así como las ONG obligatorias”. Esas organizaciones supuestamente no gubernamentales eran la National Endowment for Democracy (NED), el International Republican Institute (IRI), el National Democratic Institute (NDI), la Freedom House y el International Center for Non-Profit Law. La operación estuvo bajo la supervisión del general Thomas W. Geary desde la sede del SouthCom en Miami, y de Rebecca Chávez desde el Pentágono. Como subcontratista de la parte militar aparecieron el ejército privado Academi (ex Blackwater); una firma administrada por el almirante Bobby R. Inman (ex jefe de la NSA) y John Ashcroft (ex secretario de Justicia de la administración Bush) (Meyssan 2015).
Semanas después, la Casa Blanca declaró a Venezuela como “una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos”. Esto venía a complementar la firma de una ley de 2014 en la que se imponían sanciones contra Venezuela y contra varios de sus dirigentes, considerados una “amenaza a la salud del sistema financiero estadounidense”.
Este discurso menos injerencista desde lo público, pero abiertamente interventor desde lo privado llegó a su fin con la asunción de Donald Trump, quien pronto nos recordó que la Doctrina Monroe es la que define aun los parámetros de las relaciones de poder en el continente. En un discurso dado ante la Asamblea General de la ONU en New York en septiembre de 2018, y con la crisis política en Venezuela de fondo, Trump afirmó:
“Aquí en el hemisferio occidental, estamos comprometidos a mantener nuestra independencia de la intrusión de potencias extranjeras expansionistas (…) Ha sido la política formal de nuestro país desde el presidente (James) Monroe que rechacemos la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio y en nuestros propios asuntos” (NODAL 2018).
En este caso, no se trata solo de la posible injerencia en la región de potencias extranjeras como Rusia y China. Se trata, sin rodeos, de una cuestión ideológica. Estados Unidos considera amenazas a los intereses norteamericanos no sólo a “potencias extra-continentales”, sino a “ideologías foráneas” como las que pregonarían gobiernos como los de Venezuela y Cuba.
Así, a las declaraciones de Trump siguieron las del por entonces secretario de Estado Rex Tillerson quien, al partir en una gira por América Latina, afirmó que la Doctrina Monroe, “es tan relevante hoy como el día en que fue escrita”. En aquel momento, Tillerson lanzó específicamente una fuerte advertencia sobre el creciente peso de China en la región: “América Latina no necesita un nuevo poder imperial que sólo busque beneficiar a su propia gente”. Desconociendo en apariencia la ironía de la frase pronunciada, y volviendo a la histórica retórica de la existencia de un imperialismo bueno y un imperialismo malo, Tillerson agregó que China “ofrece la apariencia de un camino atractivo para el desarrollo, pero esto en realidad implica a menudo el intercambio de ganancias a corto plazo por la dependencia a largo plazo”. Finalmente, aseguró que “el enfoque de Estados Unidos se basa en objetivos mutuamente beneficiosos, para ayudar a ambas partes a crecer, desarrollarse y ser más prósperas” y que en lograr ello, la Doctrina Monroe ha sido un verdadero éxito (Ahrens 2018).
En este sentido, y como ha destacado el historiador Richard Barnet, justificar las acciones interventoras del gobierno norteamericano en países o regiones con los que mantiene desiguales relaciones de poder no sólo en términos de “mutuo beneficio” sino de “beneficio para la parte más débil” es parte de la retórica de política exterior de crear la ilusión de una identidad de intereses. Históricamente, Estados Unidos ha entendido que los países pobres tienen una “responsabilidad” de desarrollar un “clima” que atraiga la inversión privada, y que el gobierno estadounidense tiene la “responsabilidad” de “persuadirlos” a que cumplan con esta “responsabilidad”. En este sentido, la posibilidad de una intervención militar de mano dura juega un rol tan central como el empleo de la ayuda para originar reformas políticas y sociales “estabilizadoras” (Barnet 1974, 240–241).
Algunos meses antes de las declaraciones de Tillerson, el consejero de seguridad nacional John Bolton, ya había advertido que la presencia china en América Latina había aumentado preocupantemente en las últimas décadas. A ello sumó su preocupación de que Rusia pudiese intentar afianzar su influencia en países como Cuba, Nicaragua, Venezuela (la “Troika del Terror”) y Honduras. Según Bolton, era justamente la injerencia rusa en Latinoamérica lo que inspiró luego a Trump “a reafirmar la Doctrina Monroe” (Bolton 2018).
Paso seguido, en un discurso dado en Florida ante veteranos de la invasión de Bahía de Cochinos, Bolton retomó esta línea. Nuevamente refiriendo a la situación en Venezuela afirmó: “Esta increíble región [América Latina] debe permanecer libre del despotismo interno y la dominación externa … Los destinos de nuestras naciones no serán dictados por potencias extranjeras; serán moldeados por las personas que llaman hogar a este hemisferio. Hoy, proclamamos con orgullo para que todos lo oigan: la Doctrina Monroe está viva y bien” (Bolton, Ambassador Bolton remarks to the Bay of Pigs Veterans Association — Brigade 2506 2019).
El 3 de mayo de 2019, Bolton fue más allá y anunció vía Twitter que “Estados Unidos no tolerará la interferencia militar extranjera en el hemisferio occidental. El presidente Trump dejó en claro que habrá costos para quienes fomenten la usurpación y represión ejercida por Maduro”. Dos días después, el mismo funcionario aseveró sin tapujos que la administración Trump concentraría sus esfuerzos en reemplazar a Maduro, y que su gobierno no tenía miedo en usar la frase “Doctrina Monroe” (Red+ 2019).
A la luz de tales declaraciones, Christopher Sabatini, profesor de asuntos internacionales en la Universidad de Columbia, declaró que “la doctrina Monroe tiene mucha historia que no es bien vista por parte de muchos latinos. Volver a ella, a pesar de que tal vez no están hablando sobre la intervención de Estados Unidos, genera toda una reacción en la memoria de intervenciones militares y económicas” (Lissardy 2019). Considerando que Estados Unidos, con la venia de sus aliados regionales, vienen amenazando con la posibilidad de una intervención armada en Venezuela hace ya por lo menos dos años, este análisis resulta, cuanto menos, bastante corto de miras.
Pero Sabatini no es el único. Luis Fleischman, asesor y especialista del Proyecto de Seguridad Hemisférica por el Centro de Política de Seguridad en Washington, DC., afirmó en una columna publicada en el periódico INFOBAE
La permanencia del régimen de Maduro es un desafío geopolítico para los Estados Unidos (…) Las sanciones deben incrementarse cada vez más. Pero eso puede no ser suficiente. Rusia, China e (introduciendo un nuevo actor) Irán deben salir del hemisferio occidental. Su presencia debilita aún más y pone en peligro la región. Lo que es peor es que la acción de estos tres poderes puede llevar a Estados Unidos a algo que hasta ahora se ha evitado: una intervención militar (Fleischman 2019).
Sosteniendo nuevamente la idea de que hay una dominación benigna (la de Estados Unidos) y otras malignas (las de Rusia, China e Irán), Fleischman entiende que Estados Unidos tiene un poder innato e indiscutible en la región, y que si interviene en Venezuela es a causa de la presencia de esos poderes malignos que pretenden inmiscuirse en esa región que no es otra cosa que coto privado estadounidense. Así, concluye que “la Doctrina Monroe, que a principios del siglo XIX declaró a América Latina como una esfera de influencia estadounidense, no es un reflejo de la ambición imperialista de Estados Unidos. Ahora es un imperativo de seguridad nacional y regional”(Fleischman 2019).
Sin embargo, y contradiciendo estos análisis, Estados Unidos refiere constantemente a la posibilidad de una intervención en Venezuela. Afirmando reiteradas veces que “todas las opciones están sobre la mesa”, el gobierno estadounidense ha referido abiertamente a la posibilidad de una intervención militar directa, luego de que otras estrategias de injerencia indirecta, como fomentar el aislacionismo económico y diplomático, la implementación de sanciones al sector petrolero de ese país, o la formación de una coalición regional en procura de introducir ayuda humanitaria como el Grupo Lima, no condujeron al resultado esperado: un cambio de gobierno.
En este sentido, este “corolario Trump a la Doctrina Monroe” implica una nueva fase en el proceso de expansión y hegemonía regional estadounidense. El mismo considera la necesidad de mantener no sólo la presencia de otras potencias extranjeras fuera del continente (cual sea la forma que esa presencia adopte), sino a esas “ideologías foráneas” (por decantación anti-democráticas) que estas potencias portan. Ejerciendo su ya proclamado poder de policía internacional y su hegemonía regional para intervenir en las cuestiones domésticas de los países del continente en los que los “intereses norteamericanos” (una noción cada vez más amplia y vaga) se vean amenazados, Estados Unidos proclama prerrogativas de intervención para corregir el curso de los países de la región. Y anuncia que esa intervención será directa y abierta, y considerará el enfoque de la respuesta flexible (presiones y sanciones diplomáticas, políticas, económicas). Y si eso no alcanza, se apelará a la invasión militar para resguardar lo que entienden como intereses estratégicos y económicos bajo el manto de la seguridad nacional (“America First”).
En un momento en el que los protagonistas históricos de la conformación y relectura de la Doctrina Monroe se hacen presentes (Rusia, Venezuela y Estados Unidos), la Administración Trump le da nueva vida a una doctrina que, en el fondo, nunca dejó de prestar lineamientos a la política exterior estadounidense hacia América Latina. Considerando que la misma evidencia la noción del rol del gobierno norteamericano como juez y parte de lo que constituye un gobierno aceptable en el continente americano, es importante recuperar las poco recordadas palabras de Robert Lansing, secretario de Estado de Woodrow Wilson:
En su defensa de la Doctrina Monroe, Estados Unidos considera sus propios intereses. La integridad de otras naciones americanas es un incidente, no un fin. Si bien esto puede parecer basado solo en el egoísmo, el autor de la Doctrina no tuvo un motivo más elevado ni más generoso en su declaración. Afirmar para ello un propósito más noble es proclamar una nueva y diferente doctrina. (Lansing 1914)
Notes
[1] El emperador francés Napoleón III había establecido un gobierno colonial en México en 1862. Bajo el pretexto de cobrar las deudas del gobierno mexicano, Francia, Gran Bretaña y España ordenaron el desembarco de batallones militares en México. Sin embargo, ante las pretensiones francesas de establecer una monarquía en América, Gran Bretaña y España abandonaron la empresa. Grant, escudado en los principios de la doctrina Monroe, reforzó la frontera mexicano-estadounidense, y se aprestó a apoyar a las fuerzas de Benito Juárez para expulsar a los franceses (Hardy 2008).
[2] “Any unilateral American intervention, in the absence of an external attack upon ourselves or anally, would have been contrary to our tradition and to our international obligations. But let the record show that our restraint is not inexhaustible. Should it ever appear that the Inter-American doctrine of nonintervention merely conceals or excuses a policy of non-action — if the nations of the hemisphere should fail to meet their commitments against outside communist penetration — then I want it clearly understood that this government will not hesitate in meeting its primary obligations which are to the security of our nation” (John F. Kennedy, en Robbins 1983, 304)
Referencias
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